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La escritura en espiral

Entrevista con Jorge Riechmann

César Rendueles
Fotografía: Nicolás Combarro

Desde que comenzó a publicar sus poemas, a mediados de la década de los ochenta, Jorge Riechmann ha destacado como un poeta poco convencional con una amplísima variedad de registros. Además, Riechmann es un experto en ecología reconocido internacionalmente, un ensayista de filosofía política y un traductor laureado: en 2000 recibió el Premio Stendhal de Traducción por su versión de Indagación de la base y la cima, de René Char. La pasada primavera visitó el CBA dentro del ciclo Poesía en traducción, dedicado a analizar el impacto de la traducción en el desarrollo de la poesía española reciente.

Es usted un matemático que ha impartido clases de filosofía moral y trabaja como experto en problemas medioambientales, campo en el que ha publicado numerosos ensayos… Sin embargo, en alguna ocasión se ha definido principalmente como poeta. ¿Existe una coherencia entre estas facetas de su vida pública?

Y, ¿de dónde la impresión de incoherencia? Se decía del presidente estadounidense Gerald Ford que era incapaz de caminar y mascar chicle al mismo tiempo, pero la mayoría de las personas nos las apañamos para hacerlo (por cierto, las chicas mejor que los chicos). Querría matizar, además, que no soy matemático sino licenciado en matemáticas, que es muy distinto. Desde antes de iniciar mis estudios universitarios tuve claro que quería simultanear la carrera de matemáticas con la de filosofía; los adolescentes muchas veces se sobreestiman. Luego sucedió que los estudios de matemáticas exigieron más trabajo del que había calculado, aplacé el estudio sistemático de la filosofía y, tras finalizar la licenciatura en matemáticas, en 1985, no he vuelto a trabajar en ese campo. Poesía escribo desde los trece años. Y tras terminar la carrera, tuve la ocasión de estudiar en Berlín gracias a una ayuda de nuestro Ministerio de Cultura para traducir La palabra en archipiélago, de René Char. En Alemania me concentré sobre todo en los estudios literarios, pero también empecé a trabajar poco a poco en ciencias sociales y preparé un primer estudio sobre los Verdes alemanes, aunque también mi interés por las cuestiones ecológicas se remonta a la adolescencia, cuando me afilié primero a la Federación Amigos de la Tierra, después a ADENA… Por otro lado, desde 1983-84 era lector de la revista rojiverdevioleta mientras tanto, con cuyos redactores fui estableciendo contacto. Así descubrí con emoción la obra de Manuel Sacristán, que fue el último componente básico para mi formación intelectual. Con Sacristán la caja de herramientas quedaba completa en lo esencial: fue un maestro para mí, pese a que no llegué a conocerlo personalmente. En definitiva, no veo que mi trayectoria sea incoherente: en el terreno académico trabajo sobre todo en ética ecológica, y la poesía es el hilo rojo que pespuntea todos los retales de mi vida –y cualquier vida tiene bastante de patchwork–. Por cierto, ahora mi amigo Óscar Carpintero está preparando una antología de mi poesía de tema ecológico.

Ha mencionado a Char y a Sacristán como dos influencias importantes. En alguna ocasión ha hablado también de José Bergamín como maestro intelectual, lo cual resulta más sorprendente...

En realidad, si rememoro esa formación algo heteróclita, también tendría que hablar de otra persona que me abrió mucho antes –a los doce o trece años– la puerta de entrada al mundo de la poesía: José Mascaraque, un poeta y sacerdote manchego al que conocí en el colegio donde yo estudiaba y que formaba parte entonces del grupo literario que publicaba la revista Síntesis (radicada entre Torrejón de Ardoz y Alcalá de Henares). En Pepe Mascaraque encontré a un interlocutor adulto, con criterio formado en cuestiones de poesía, que escribía y publicaba regularmente y que, pese a la diferencia de edad, me trataba como a un igual. Seguramente las primeras lecturas de Bergamín –como muchas otras– se las debo a él. Me interesaba mucho la penetrante aforística de Bergamín; sus inclasificables ensayos, a medias entre el conceptismo barroco español y las vanguardias tamizadas a través de Gómez de la Serna y Jiménez Caballero; y también leí con provecho su poesía, tan transparente y bequeriana. Entonces yo vivía cerca de los jardines del Retiro, un lugar singular para Bergamín: recuerdo tardes muy intensas de paseo, soledad y lectura, donde Bergamín, por ejemplo, se me juntaba con un Mallarmé más adivinado que comprendido. Bergamín era también una especie de presencia tutelar para otra de las iniciativas culturales en las que me movía entonces, una revista de barrio (del barrio madrileño de Moratalaz) llamada Martala, que también dirigía Pepe Mascaraque.

Ha escrito mucho ensayo sobre poesía; ¿denota esta actividad cierta desconfianza respecto al papel de la poesía? ¿Siente la necesidad de justificarse como poeta?

La verdad es que no. Se me ocurren cien actividades humanas que precisarían más justificación que la poesía, una dimensión básica para esa carne que habla que somos los seres humanos. La poesía se defiende sola. En todo caso, quizá anime a la reflexión el hecho de escribir cierta clase de poesía, porque lo que sí es cierto es que la época en que empecé a publicar, a mediados de los años ochenta, fueron años en que comenzaban agitadas controversias entre los poetas de mi edad en torno a la propuesta de la «poesía de la experiencia». Como lo que yo escribía era bastante diferente de lo que entonces prevalecía –y en particular me oponía al privatismo intimista, y rechazaba el «pensamiento débil» posmoderno–, encontré estímulos para pensar sobre lo que estaba haciendo. Por otro lado, lo cierto es que esa especie de déficit reflexivo se da en España, pero no en otros países. Sería extraño preguntarles eso a poetas alemanes o franceses, que tienen mucho más asumida la necesidad de reflexionar sobre su trabajo.

¿Cómo ha evolucionado su pensamiento entre sus ensayos Poesía practicable (1990) y Resistencia de materiales (2006)?

No soy el más adecuado para decirlo. En todo caso, más que acerca de mis reflexiones sobre la poesía, que son ya análisis de segundo grado, puedo tener cierta perspectiva sobre la marcha de mi poesía. Hay un período que se podría considerar de formación y que llegaría hasta mediada la década de los ochenta. En esa época produje una enorme cantidad de escritura, hoy guardada en carpetas que ya no abro casi nunca. El primer libro de poemas que publiqué –premio Hiperión en 1987– se llamaba Cántico de la erosión, y la verdad es que me sigo reconociendo en casi todo lo que he hecho a partir de entonces. No me sucede como a otros poetas, que cuando tienen ocasión de revisar sus escritos eliminan buena parte de lo que han creado cuando jóvenes. De hecho, estoy preparando ahora una edición conjunta de lo que escribí hasta mediados de los noventa, ya que varias primeras ediciones de esos poemarios están agotadas: hay leves correcciones, pero no elimino poemas (más bien añado algunos inéditos). Lo que me parece evidente es que buena parte de los temas y las formas de escritura que he desarrollado más adelante están presentes desde bastante pronto… Tal vez pueda decirse que he escrito poesía en paralelo a varios niveles, como un buzo que puede sumergirse para explorar a profundidades diferentes. Por una parte he practicado cierta escritura muy cercana a los acontecimientos sociopolíticos, relativamente lineal y fácilmente legible, que es la que ha llamado más la atención a algunos lectores y críticos y que se suele asociar con El día que dejé de leer EL PAÍS (1997), quizá por lo llamativo del título. En su momento consideré que con este libro había agotado esa línea de poesía. De hecho, mientras lo estaba escribiendo –entre 1993 y 1996– trabajaba simultáneamente en otro libro bastante diferente: Desandar lo andado (2001), una colección de poemas en prosa, menos amistosos con el lector; tampoco es que sean dificilísimos, pero quizá estén situados en un nivel imaginativo y onírico alejado de las realidades más obvias y compartidas. Después, a partir de 1999 o 2000, tuve la intuición «clara y distinta» de lo que he llamado el ahí, que ha impregnado los últimos libros y especialmente Ahí te quiero ver (2005).

Hace un par de años agrupé en un volumen titulado Un zumbido cercano una selección extensa de mis poemas en prosa ordenados por secciones: creo que forman un conjunto coherente, a pesar de que ahí hay textos que están escritos con más de veinte años de diferencia. Me gusta pensar que, más que etapas sucesivas e incomunicadas, he recorrido una especie de movimiento en espiral que asocio con unos versos de Rilke que me llamaron mucho la atención cuando los leí por primera vez a los diecisiete años; tanto que que los escribí en un papelillo que llevé en la cartera hasta que prácticamente se desintegró: «Vivo mi vida en círculos crecientes / que pasan por las cosas. / El último quizá no lo complete, / pero lo he de intentar». Ahí se encuentra uno, intentando estar a la altura de la siguiente ronda de espiral.

Ha dedicado bastantes páginas al asunto de la poesía política preconizando una posición antidogmática: por una parte, ha negado la vocación necesariamente social de la poesía; por otro, ha reivindicado el derecho del poeta a ser, además, ciudadano. ¿Por qué cree que hay tanta gente que considera que la política contamina la poesía? ¿Guarda relación esta idea con cierta concepción hoy dominante de la política?

Primero quisiera matizar la pregunta: con la ciudadanía no se asocian sólo derechos sino también deberes: en el texto final de Resistencia de materiales escribí que «la poesía no conoce derechos, aunque sí algunos (pocos) deberes».

En general creo que se ha situado la carga de la prueba en el lugar equivocado. Quienes tendrían que justificarse son los que consideran que, por alguna razón, hay ámbitos de la realidad a los que la poesía no debe asomarse. A mí me parece que lo normal es suponer que la poesía puede hablar con todos y de todo, incluida esa enorme parcela de la vida humana que son las cuestiones sociopolíticas. Me parece que en general no hay refugios y, en particular, no hay refugios estéticos. Por eso tenemos que intentar aguantar, resistir ahí.

Lo que sucede es que, cuando empecé a publicar, estas ideas constituían casi una extravagancia. Había una especie de consenso implícito para excluir los conflictos sociales y políticos de la poesía, que cabe explicar tanto con razones internas a la historia de nuestra poesía –la reacción esteticista de los llamados «novísimos» frente a la poesía crítica antifranquista de los años cincuenta y sesenta– como externas, relacionadas éstas probablemente con el modo en que se resolvió la transición (con una fuerte hegemonía político-cultural de la derecha) y la llegada al poder en 1982 de un PSOE que no tenía un particular interés por activar conflictos culturales. En años recientes ha comenzado a levantarse este tabú, vinculado a mi entender con debilidades democráticas. De todas formas, resulta llamativo el provincianismo con que aún se aborda esta cuestión. La misma gente que rechazaba abordar cuestiones políticas en poesía, lo acepta si se trata de conflictos lejanos como el 11-S o a la cuestión del Oriente Medio.

Es usted uno de los pocos intelectuales españoles que se ha tomado en serio la tarea de pensar la desaparición de aquello que se dio en llamar «socialismo real». ¿No le llama la atención lo poco que se ha reflexionado sobre este proceso?

No sé si tan en serio: he hecho lo que he podido, que tampoco es para tanto. Por un lado, es posible que mi experiencia personal en la RDA, donde pasé dos años entre 1986 y 1989, hiciera que aquel proceso de desintegración me interpelase más que a otras personas. Por otro lado, mi interés por ir allí en 1986 tuvo que ver con otras posiciones, porciones de ideario y reflexiones que venían de mi engarce en la tradición de marxismo abierto –antidogmático, antiestalinista, sensible a las cuestiones ecológicas y a otros problemas «civilizatorios» que planteaban los «nuevos» movimientos sociales– representada por Sacristán y su grupo. Por eso algunas investigaciones sobre ese tramo final de la historia trágica del siglo xx me resultaban muy familiares. Recuerdo cómo una parte de mi círculo de amigos organizábamos hacia 1984 seminarios informales en los que, por ejemplo, después de leer Ser y tiempo, dedicábamos unas cuantas sesiones a intentar entender la estructura económica y social de la Unión Soviética y sus países satélites, al hilo de libros como La economía del socialismo realizable de Alec Nove. Una humorada del malogrado Rudi Dutschke, o que a él le gustaba citar si la memoria no me engaña, resume algo del clima de aquellos años de recrudecimiento de la Guerra Fría y senilidad del «socialismo realmente existente»: en el Oeste, todo es real salvo la libertad; en el Este, todo es real salvo el socialismo.

En fin, muchas de esas experiencias contradictorias fueron a dar en un libro de poemas titulado Cuaderno de Berlín (1989). Tres lustros más tarde, aproveché un viaje de varias semanas a Cuba –invitado a formar parte del jurado que otorgaba el premio «Casa de las Américas» de poesía– para reemprender una confrontación con estas conflictivas realidades, lo cual se plasmó en otro libro de poemas que se llama Anciano ya y nonato todavía (2004). En cualquier caso, no me considero un «ex» de la idea socialista –con todos los matices, vueltas y revueltas que tiene uno que dar para decir una cosa así a comienzos del siglo xxi, comenzando por el prefijo «eco»: el socialismo del futuro será ecosocialismo o no será.

Recuerdo en concreto un poema titulado «De Cienfuegos a la Habana» en el que alude a la extraña sensación que producía en la Cuba del «período especial» ver las autopistas transitadas únicamente por bicicletas. Me llamó la atención porque es una imagen que parece coincidir bastante bien con la idea de contención que se propugna desde el ecologismo.

Lo primero que cabría evocar, a partir de ese poema, es que las autopistas las empieza a construir Hitler en los años treinta para disponer de vías de avance rápido para sus tanques. Hay algo muy militar en la concepción de la sociedad industrial del siglo xx. Una segunda cosa que enseguida se podría pensar es que las autopistas cubanas nos proporcionan una advertencia, o acaso una premonición, acerca de nuestro propio futuro: no porque deseemos eso sino porque quizá acabemos no pudiendo hacer otra cosa. El petróleo es la forma de energía más concentrada y de mejor calidad con la que contamos, una especie de dulce regalo fósil que se ha entregado a una pandilla de niños demasiado golosos, y utilizarlo para mover de forma tan despilfarradora semejante cantidad de automóviles es un disparate. ¿Está en sus cabales una sociedad para la que una década ya es el «largo plazo» acerca del cual no hay que preocuparse? ¿Para la cual no plantea problemas morales acabar en pocos decenios con el tesoro de recursos naturales que deberíamos compartir con incontables generaciones futuras? Estamos acercándonos rápidamente al peak oil, el cénit del petróleo y el gas natural, a partir del cual las cosas se complicarán mucho más. No es disparatado pensar que dentro de veinte o treinta años nuestras autopistas puedan ser tan inútiles como lo han sido las cubanas.

¿En qué sentido la traducción es, como ha escrito, uno de los modos en que se realiza un «diálogo entre culturas»?

A veces, de manera imprevisible, las traducciones acaban influenciando decisivamente una literatura entera, fertilizando su marcha. No hay más que pensar en la ruptura que supuso para la poesía española la importación de los modos itálicos de versificar con Boscán y Garcilaso. Cuando se explora la genealogía de las formas culturales aparentemente más idiosincrásicas, a menudo se descubre su origen extranjero, que procede de esos fenómenos de traducción en sentido amplio. En mi caso, lo que ha sucedido es que encontré algunos autores decisivos que apenas estaban traducidos al castellano, como Heiner Müller o René Char. Cuando empecé a leer a Char en 1981, enseguida me pareció que estaba ante uno de los más grandes de la poesía de todos los tiempos y, además, un poeta en cierto modo destinado para mí. Uno desea saber de qué manera suenan en su lengua materna esos otros poetas que considera importantes: traducirlos resulta natural. Por lo demás, traducir es una forma especial de leer, más concienzuda y sistemática, que obliga a pensar en contextos distintos de los que normalmente funcionan en la lectura individual. De algún modo se trata de una lectura compartida. A veces empleo como una de las posibles figuras del traductor la imagen del camarero que pone sobre la mesa algunos manjares. Otra figura que puede servir es la del aduanero: el poeta hace de aduanero entre fronteras que le interesan.

¿Se parece en algo el proceso de traducir una poesía y el proceso de crear una poesía?

Creo que uno traduce poesía de manera básicamente pasional y vocacional, al menos en España. En general, lo hace uno con poetas que siente cerca, de los que en cierta forma desea apropiarse. Esa apropiación puede no ser nada evidente, puede consistir precisamente en dejar dicho en forma de poemas traducidos toda una serie de realidades próximas, para no tener que decirlas más en forma de poemas propios. Traducir para no tener que escribir, liberándonos así de una influencia que podría resultar opresiva. En lo que se refiere a la traducción de un poema como tal, es un poco tópico pero bastante cierto que no se aborda con recursos tan diferentes de los que se emplean cuando uno escribe su propio poema. Se busca algo que valga por sí mismo como poesía, al margen de su relación especial con el original del que ha sido traducido.

¿Qué le lleva a decidirse a traducir determinado libro de poemas? ¿Qué procedimiento sigue para traducirlo?

He traducido mucho a Char, casi desde que lo comencé a leer tuve la intención de traducir su poesía completa. Una suerte de encuentro destinado. Otras traducciones de poesía que realicé –o también novela, y teatro– son un poco más ocasionales. Por ejemplo, vertí al castellano a medias con una joven francesa que deseaba ejercitarse en la traducción un libro de poemas de Henri Michaux que sin duda me interesaba, pero no hasta el punto de traducirlo yo. Fue un ejercicio productivo, pero no había ese elemento de necesidad interna presente en mi trato con Char o con Heiner Müller. Y otro tanto ocurre con un taller de traducción colectiva –donde trabajamos sobre un libro de Jacques Roubaud– en el que participé hace unos años y que tenía algo de experimento. En el caso de Char, lo que he ido haciendo a lo largo de los años es ir viviendo con esos poemas. Compré las versiones accesibles que ya existían y las arrojé a un lado, indignado, después de llenarlas de anotaciones en rojo. Entonces, lo que uno hace es ir incorporando a su vida esos versos hasta el momento en que afronta la tarea de traducirlos formalmente pensando en su edición. Es un proceso que, desde hace un cuarto de siglo, me ha hecho traducir ya aproximadamente dos terceras partes de la poesía de Char.

¿Por qué René Char? ¿Ha aprendido algo traduciendo sus poesías que no hubiera apreciado como lector? ¿Aporta algo la traducción a la comprensión de un texto?

Creo que sí. Traducir obliga a plantearse los problemas técnicos, a examinar la carpintería del poema de un modo que no siempre necesitas cuando te limitas a leer de manera despreocupada. Además, Char es un poeta que tiene por detrás, por decirlo muy sencillamente, toda la aventura espiritual de la gran poesía moderna: desde Rimbaud, los románticos alemanes o el surrealismo francés –grupo al que él mismo perteneció durante un periodo importante de su vida, de 1930 a 1935– hasta buena parte de la mejor poesía europea del siglo xx, como Rilke, Mandelstam o Miguel Hernández. Además, yo conectaba con sus reflexiones también por otras razones: las cuestiones ecológicas, la crisis civilizatoria, la naturaleza de nuestras sociedades industriales, los problemas de la democracia... Char fue amigo íntimo de Albert Camus. De hecho, fue una fuerza impulsora para L’homme révolté. En todo este último tramo del pensamiento de Camus, cuando desarrolla propuestas de humanismo trágico o pensamiento del mediodía –que a mi juicio siguen conservando hoy un interés muy notable–, podemos reconocer la cercanía amistosa de René Char. También es conocida la fascinación que experimentó Heidegger por la poesía de Char, o su intenso trato con el mundo de las artes plásticas. Es un autor de cuya lectura uno nunca sale con las manos vacías.

POESÍA

Cántico de la erosión, Madrid, Hiperión, 1987

Cuaderno de Berlín, Madrid, Hiperión, 1989

Amarte sin regreso (poesía amorosa 1981-1994), Madrid, Hiperión, 1995

El día que dejé de leer El País, Madrid, Hiperión, 1997

Un zumbido cercano, Madrid, Calambur, 2003

Ahí te quiero ver, Barcelona, Icaria, 2005

ENSAYO SOBRE POESÍA

Poesía practicable, Madrid, Hiperión, 1990

Canciones allende lo humano, Madrid, Hiperión, 1998

Una morada en el aire (diario de trabajo), El Viejo Topo, Barcelona 2003

Resistencia de materiales, Barcelona, Montesinos, 2006

FILOSOFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

Ni tribunos Ideas y materiales para un programa ecosocialista, Madrid, Siglo XXI, 1996 [con Francisco Fernández Buey]

Necesitar, desear, vivir, Madrid, Los Libros de la Catarata, 1998

Todo tiene un límite, Madrid, Debate, 2001

Transgénicos: el haz y el envés, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004

Gente que no quiere viajar a Marte, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2004

Todos los animales somos hermanos, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2005

Biomímesis. Ensayos sobre imitación de la naturaleza, ecosocialismo y autocontención, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2006