Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

Francis Bacon

Retratos de una mirada cruel

Fernando Castro Flórez

En la primera entrevista –del año 1962– con Francis Bacon le pregunta David Sylvester por qué nunca trabaja con dibujos o bocetos previos para sus cuadros y el artista responde: «A veces pienso que debería hacerlo, pero no lo hago. Con este tipo de pintura mía no es de mucha ayuda. En realidad, la textura, el color, todo el proceso de realización, son tan accidentales que cualquier boceto que hiciese antes solo podría dar, como mucho, una especie de esqueleto de cómo pueda desarrollarse la cosa». El «mito» de que Bacon no dibujaba se ha mantenido durante décadas, aunque lo cierto es que sí lo hacía; en la respuesta a Sylvester lo que dice es que no hace bocetos de los cuadros pero no declara explícitamente que no haga dibujos. De hecho, en exposiciones como la retrospectiva del Centro Georges Pompidou de 1996, se presentaron media docena de trabajos en papel y, más recientemente, la Tate de Liverpool, en la muestra Francis Bacon: invisible Rooms (2016) ha presentado una serie de dibujos preparatorios de cuadros que desmienten que hubiera ausencia de planificación en su trabajo. En 2004 Barry Joule donó a la Tate Gallery 1.200 dibujos de su amigo Francis Bacon y en la Francis Bacon Foundation of the Drawings donated to Cristiano Lovatelli Ravarino, se custodia una gran colección de dibujos, collages y piezas realizadas sobre papel. Una selección de obras de esa impresionante colección conformó la exposición Francis Bacon: la cuestión del dibujo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Figura sentada, 1989

Lo que le interesa al arte son trivialidades que, en su presencia, tienen algo brutal, caprichoso o desordenado. El hombre de Bacon carece de ilusiones, su vida es pura sinrazón, pero, sin embargo, la incongruencia de su existencia conduce a cierta «desesperación jubilosa». Los «estudios» de Bacon representan a alguien sentado con una pierna sobre otra, la mano en las rodillas, confinados en una forma geométrica, como si de un altar para una anómala liturgia se tratara; esta es, sin duda, la imagen de la melancolía contemporánea. La metamorfosis del cuerpo no es más que el resultado de ese tiempo condensado en el que lo peor ya ha sucedido, en una catástrofe inercial que no precisa ya de ningún tipo de escenario. El dibujo de 1989 de la figura sentada transmite una sensación de aburrimiento atroz: un sujeto calvo y, aparentemente, con gafas «soporta» su corporalidad; las manos cruzadas por encima de sus piernas también cruzadas y una masa de color verdoso que puede ser tanto la prolongación de su indumentaria cuanto el estómago que se derrama desde una herida invisible. El rostro también se pliega en el vértice de la barbilla como si algo repugnante estuviera a punto de brotar de la boca. En esta imagen frontal y desganada faltan las palabras porque seguramente no hay nada que decir cuando tenemos plena conciencia de que la catástrofe ya ha tenido lugar.




Papa, 1990

Uno de los bloques más importantes de la Francis Bacon Foundation of Drawings Donated to Cristiano Lovatelli Ravarino es el dedicado al Papa Inocencio X. Francis Bacon considera que el retrato de Velázquez del Papa Inocencio X es uno de los mejores cuadros del mundo y, sin duda, su compulsión de repetición con esa obra revela la potencia obsesiva que le dominó. En cierta medida, llegó a considerar que todos sus esfuerzos por «reproducir» esa imagen habían conducido al fracaso y, en mayo del año 1966, declaraba que había abandonado ese motivo. Su diálogo con la historia del arte revela una ausencia de angustia de las influencias, aunque el cuadro «original» le imponía un tremendo respeto y ni siquiera quiso ir a verlo «en directo», atravesado por el miedo a ver la realidad del Velázquez. Esa serie del Papa la terminó en quince días, confiando en el azar y llegando a un resultado que no le dejó nada satisfecho. Según contó, en aquel tiempo era muy desgraciado, sufría una intensa crisis emocional y se dedicaba, principalmente a dar vueltas por San Pedro en Roma, a vagar en esa inmensa iglesia que poco consuelo podía ofrecer a un ateo. La imagen del Papa se imponía en su imaginario como algo único: «se le coloca en una posición única por ser el Papa y, en consecuencia, como en algunas grandes tragedias, es como si se le alzase en un estrado para que la grandeza de la imagen se desplegase ante el mundo». El Papa Inocencio X fue «uno de los primeros temas» de Bacon tuvo y, como demuestran los dibujos de la colección de Cristiano Lovatelli Ravarino, no lo dejó nunca. Tal vez no quedó satisfecho, tras contemplar tantas fotografías y catálogos de la obra conservada en el Palazzo Doria Pamphili, tras tantos cuadros y dibujos, con la versión del Papa, gritando o en un espasmo como si hubiera «histerizado» el cuadro velazqueño, porque quería cazar algo más. Como Acteón, tuvo que aguantar una metamorfosis que le convertía en un cazador cazado o, en otros términos, en un sujeto desgarrado por los animales de presa que alegorizan sus deseos secretos.




Papa, 1990

Francis Bacon siguió, obsesionado y soportando el peso de una cabeza, el precepto de Nulla dies sine linea. Su obra no es otra cosa que intentos (trágicos) de narrar lo que ha visto. Confiaba en la capacidad para diseccionar que tiene la mirada homosexual; quería realizar, más que retratos, imágenes de la carne que nos mira y, como dijo en muchas ocasiones, deseaba pintar el grito. El grito surge como un lamento del ser humano que está abandonado o prácticamente no existe. «Siempre –dice Bacon– me han impresionado mucho los movimientos de la boca y los dientes. Dicen que hay en ello todo un tipo de implicaciones sexuales, y a mí siempre me ha obsesionado mucho la configuración real de la boca y de los dientes [...]. Me gusta, digamos, el brillo y el color que sale de la boca, y siempre tuve la esperanza de poder pintar la boca, en cierto modo, lo mismo que Monet pintaba una puesta de sol». Bacon presenta, una y otra vez, la boca del Papa gritando, haciendo visible el grito que tiene algo de ingreso en lo sombrío. La concepción del hombre que tiene este pintor se resume en que no somos otra cosa que accidentes, seres absolutamente fútiles, que tienen que jugar hasta el final sin motivo: tenemos un objetivo para nada. Más que contar una historia, Bacon quería transmitir sensaciones, dar cuenta de alguien que ha ido a la deriva. El Papa abre la boca y muestra los dientes como una fiera a punto de atacar mientras su mirada sombría se cruza con la nuestra. El espanto impone su ley.




Retrato de Cristiano Lovatelli Ravarino, 1991

Francis Bacon estaba interesado en la condición concreta del retrato, en la necesidad de analizar al individuo aunque, a la postre, el resultado sea un completo accidente. Lo importante era plasmar todas las vibraciones de una persona. En alguna ocasión apuntó que, al intentar hacer un retrato, su ideal sería realmente, como le dijo a Sylvester, «coger solo un puñado de pintura y tirarlo en el lienzo y esperar que apareciese allí el retrato», pero ese deseo de que la imagen se construyera con pinceladas o sedimentaciones irracionales es, como el mismo artista reconoció, «una teoría experimental e imposible». No basta con el azar o el accidente para conseguir retratar lo que se desea, tiene que intervenir la representación para hacer visibles ciertas partes de la cabeza y del rostro que, de lo contrario, quedarían en puro diseño abstracto. El obstinado esfuerzo de este artista le lleva a deshacer el rostro. Aunque utilizaba modelos, principalmente amigos y amantes, su fuente principal para «retratar» eran las fotografías y el cine que dinamizaban su imaginario, asaltando constantemente nuestro sentido de la apariencia. «A través de la imagen fotográfica –declaró– comienzo de pronto a vagar dentro de la imagen y abro lo que yo considero su realidad más de lo que podría hacerlo mirando directamente. Las fotografías no son solo puntos de referencia. Son muy a menudo reactivadoras de ideas». En el retrato de Cristiano Lovatelli Ravarino el rostro avanza como si fuera a salir del marco de la representación. La mirada de los amigos parece que estuviera «cruzándose» con un tono de tristeza, el semblante está trazado con gestos curvados, en un plegamiento casi abyecto.




Autorretrato, 1983

Rodeado por los fantasmas de los amigos amados muertos, Bacon tuvo que recurrir a su propia imagen, aunque su rostro fuera algo que le desagradaba en grado sumo. Los amigos iban desapareciendo, «las amistades nacen y se deshilachan», la vejez hace que la muerte vaya imponiendo su amarga ley. Este artista que «despellejó» tantos cuerpos no dejaba de buscar compañía, aunque sus «historias de amor» tuvieran el sabor más amargo: al final se trata de pintar la soledad. Michael Peppiatt señala que Bacon tenía un cierto sentimiento de culpa, las Furias le visitaban con frecuencia. Su proceder pictórico no le distanciaba del encuentro con el rostro en el espejo, ese momento medúseo en el que un golpe de ojos puede ser mortal. En algunas ocasiones, el sujeto no es otra cosa que, por emplear palabras de Samuel Beckett, «un corcho sobre el mar embravecido» y lo que nos devuelve la superficie fría del cristal no es más que nada. Bacon, a pesar de todo, no deseaba lo «petrificado», su mirada era capaz de afectar a la carne como una enfermedad, es decir, de deshacerla, pero, al mismo tiempo, aunque fuera en un espasmo, la pintura reanimaba los cuerpos y nos ofrecía la imagen grandiosa de una descomposición. En una entrevista hacia el final de su vida declara, con una mezcla de amargura y lucidez, que tan solo nos hemos vuelto civilizados de cara al horror: «quiero decir, que ahora lo aceptamos como algo cotidiano. Se nos administra como quien administra una sopa a un crío». La desazón que provocan los cuadros de Bacon, la violencia de ese azar pictórico, continúa presente. Francis Bacon retrató al «hombre desnudo», sacudido por la incertidumbre, temblando o a punto de caer, muerto y, dramáticamente, abandonado. Sus autorretratos amplifican esa inmensa sensación de abandono.




Cabeza, 1992

Bacon se apoyaba en Nietzsche para afirmar que el hombre tiene que reinventarse a sí mismo aunque, para hacerlo, lo primordial sea deformarse deliberadamente. Sin duda se adhería a la concepción nietzscheana de la existencia, entregado a una indagación estética más allá del bien y del mal, entendiendo que en el arte se trata de ir demasiado lejos. La pintura es, para Francis Bacon, en primer lugar, instinto, pasión deseante aunque la carne se convierta en sombra. Debemos advertir que en un cuadro siempre podemos notar una ausencia: la de campo central donde el poder separativo del ojo se ejerce al máximo en la visión. En todo, solo puede estar ausente y reemplazado por un agujero que, en alguna medida, es el reflejo de la pupila. Por consiguiente, y en la medida en que establece una relación con el deseo, en el cuadro siempre está marcado el lugar de una pantalla central, por lo cual, ante él, el espectador está elidido como sujeto del plano geometral. Cuando Lacan señala que «lo que se contempla es lo que no se puede ver» alude a la búsqueda del objeto perdido, al circuito óptico y a las pulsiones que están condicionadas por el espejo a través del cual el deseo de ver nos hace presentes las cosas. En el dibujo de la cabeza de 1990 solamente aparece un ojo, perfectamente trazado; el semblante es informe o incluso horrendo, perfilado como si el apóstrofe fuera propiamente insoportable. Rostro alterado que me hace recordar al perro semi-hundido de Goya, rastro de una subjetividad agonizante, mirada cruel que busca una suerte de complicidad nihilista.




Crucifixión, 1986

Francis Bacon siempre estuvo fascinado por los cuadros de mataderos y carne que, para él, tenían mucho que ver con el tema de la Crucifixión. Desde sus primeras crucifixiones hasta Tres estudios para una Crucifixión (1962) que tiene algo de autorretrato o la tardía Osamenta carnosa y ave de rapiña (1980), Bacon no ha dejado de trenzar alusiones al Cristo de Cimabue pero también al sadomasoquismo, combinando imágenes extremas como las del linchamiento público de Mussolini con alegorías del sufrimiento humano o alusiones a la belleza que encontraba paseando por una carnicería. «Cuando entro –apunta Francis Bacon– en una carnicería pienso siempre que es asombroso que no esté yo allí en vez del animal». En verdad, todo hombre que sufre es una pieza de carne. La visión y el olor de la sangre excitaban la imaginación de este pintor. Estamos atrapados por escenas espantosas que cuestionan el límite de lo visible mientras la venganza de las Erinias no cesa. La pintura está envuelta en el denso aroma de la muerte. El espectador participa de un enigmático y siniestro juego de aproximarse para conseguir una extraña lejanía. Bacon dispone ante nuestros ojos la voluptuosidad de la carne y también su descomposición, esa sensación de que no somos otra cosa que seres preparados para que nos abran en canal, dispuestos para el desolladero. Sin duda, en estas imágenes, abiertas en canal, Bacon está hermanado con Rembrandt, de la misma forma que el motivo de la crucifixión que realizara en 1933 remite a la iconografía picassiana. En la imponente serie de dibujos de crucifixiones contemplamos cuerpos obesos, rostros desencajados, bocas que parecen gritar, el falo colgando en un desafío casi blasfemo. Ahí no parece que estemos asistiendo a un episodio «sagrado» sino a una tortura contemplada por ojos ateos: no tenemos ninguna esperanza y tampoco esperamos la resurrección de la carne. Estos cuerpos están destinados a la putrefacción, aunque no escuchemos su alarido, sabemos que nos interpelan para recordarnos que así será el final.

EXPOSICIÓN FRANCIS BACON. LA CUESTIÓN DEL DIBUJO
13.02.17 > 21.05.17

COMISARIO FERNANDO CASTRO FLÓREZ
ORGANIZA CBA • THE FRANCIS BACON COLLECTION OF THE DRAWINGS DONATED TO CRISTIANO LOVATELLI RAVARINO