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El vértigo de las imágenes

Jean-Christophe Bailly
Traducción Ana Useros | Imágenes Retratos de El Fayum

Jean-Christophe Bailly (París, 1949) es escritor, poeta y dramaturgo, así como doctor en filosofía e historiador del arte. En España es conocido por su ensayo La llamada muda (Akal, 2001) acerca de los retratos egipcios de El Fayum. En este artículo, Bailly reflexiona acerca del poder de (algunas) imágenes, no para transmitir información, sino para mantener vivo un rescoldo de entre las cenizas del pasado, para suspender el tiempo haciéndonos notar el latido de lo que fue.

Las imágenes son lo que queda de todo aquello que
los hombres que nos precedieron han esperado,
deseado, temido y reprimido.
Giorgio Agamben

La vida es lo que vemos en los ojos de la gente;
la vida es lo que han aprendido y de lo que,
una vez aprendido, por mucho que intenten
esconderlo, nunca dejan de ser conscientes.
Virginia Woolf

1. Contrariamente a lo que se suele afirmar, la reciente aparición de lo digital no ha transformado la naturaleza o el estatuto ontológico de las imágenes, pero sí ha modificado nuestra relación con ellas. Y esto ha ocurrido, para empezar, en la medida en que, mediante el empleo de dispositivos portátiles cada vez más versátiles, el acceso a la toma de fotografías se ha vuelto directo e inmediato, haciendo prácticamente de cada uno de nosotros un productor de imágenes. Más allá de cualquier enfoque sociológico o de cualquier juicio moralizante, asistimos a ese espectáculo sorprendente de una sociedad que se autorrepresenta continuamente y para la cual la producción de imágenes se ha convertido en una segunda naturaleza. El carácter aún relativamente ritualizado de los usos fotográficos, que difícilmente podemos considerar antiguos, ha sido reemplazado por una especie de avalancha que va acompañada del recurso sistemático de subir a las redes sociales las imágenes producidas. Según nos pille, podemos encontrar deprimente o divertido el espectáculo de una masa de turistas, por ejemplo, en el Campo Santo de Pisa, haciendo un montón de fotos por segundo no tanto del lugar como de ellos mismos, de su presencia en los lugares; esos selfie o retratos de grupo con torre inclinada al fondo constituyen invariantes de una misma imagen en la que apenas se convoca lo real.

2. Ante tal avalancha de imágenes desprovistas de imaginación, ante tal tsunami de escenas convencionales, es grande, sin duda, la tentación de darse la vuelta, de alejarse o, incluso peor, de corear esas frases hechas, igualmente convencionales, de la queja: tan frecuente, amarga, satisfecha y tóxica como las imágenes producidas es la vulgata que, basándose en la existencia de un mundo verdadero, auténtico, anterior a las imágenes, proclama el carácter falso de la toma de imágenes de ese mismo mundo. Lo que sí se debe lamentar ante tantas imágenes es, indudablemente, un déficit de sentido; pero este no es la consecuencia automática o ineluctable de su existencia. A pesar de todo, puede ocurrir que el sentido arraigue, que advenga, que se produzca algo distinto a una simple marca de territorio puramente indiciaria, ya sea por azar o por cualquier otra causa.

3. La manera de verificar esta posibilidad nos la brinda aquello que ocurre cuando, con un simple gesto, eliminamos una imagen que acabamos de tomar: lo que suele suceder entonces es que, en el momento mismo en el que –tras una existencia que suele ser muy breve– la imagen rechazada desaparece de la pantalla, emite una especie de llamada que nos provoca la sensación de que acabamos de perder algo, de que esa imagen que nos parecía superflua o fallida encerraba un secreto o abría un acceso oculto a lo que pensábamos que habíamos captado. Demasiado tarde, parece decir entonces la imagen desaparecida: en el breve fulgor de ese «demasiado tarde» es cuando el «todavía no» de toda imagen futura se estremece. La posibilidad de su desaparición se suma al momento mismo de su aparición.

4. Esa posibilidad de borrado que amenaza a toda imagen es el movimiento mismo de la vida. El tiempo, que es nuestra única morada, no nos cobija de su dicción, que es el borrado: fugaces son nuestras existencias, fugaces son los momentos vividos. Al tiempo, a la ley del tiempo, estamos todos destinados, puesto que somos. Incluso si esta ley se despliega según una multiplicidad de formas y velocidades, que van desde la inercia aparente del mundo mineral a la más extrema fluidez (del cristal al humo, según la oposición clásica), es una ley general y constitutiva de lo vivo y de todo aquello que lo encarna.

5.Ogni pensiero vola, todo pensamiento vuela. Ese es el lema que rodea la boca abierta del ogro en el parque de los monstruos de Bomarzo. Eso ocurre con los pensamientos, con las imágenes, al menos con aquellas que podemos llamar pensamientos-imágenes, las que se suceden sin fin tanto ante nuestros ojos como en el interior de nosotros mismos y que son también hijas del tiempo. No es casualidad que a las mariposas, en la fase en la que efectivamente son mariposas, se les haya dado el nombre de imago; esta fase puede considerarse como el apogeo de su devenir formal, pero se caracteriza ante todo por su extrema brevedad. Un sinfín de imágenes pasan una y otra vez, nos atraviesan sin cesar, pero para acabar olvidadas en nosotros mismos. Ese flujo continuo, semejante a una película de montaje incierto, puesto que está perturbado o desdoblado por todo lo que acude a nuestra memoria, no se detiene hasta el momento de nuestra muerte, pero es aquí donde interviene el doble sentido de imagen o imago: en tanto forma formada, la imagen no solo es algo muy distinto a un simple paso, sino que es también la figura misma de lo que permanece.

6. Pero las imágenes pueden tener un destino diferente que el ser furtivas, distinto de ese estar plenamente vinculadas a la sucesión de apariciones/desapariciones por la que nuestra vida transcurre. Sin duda, esas imágenes son las primeras en las que pensamos cuando pronunciamos la palabra imagen. La era de la fotografía ha multiplicado sus apariciones, pero no ha hecho sino apuntarse, con sus propios medios, a la larguísima tradición que se inauguró con las primeras técnicas de representación perfeccionadas por los humanos.

Ese «placer que se obtiene en las representaciones» del que hablaba Aristóteles en la Poética aparece, en efecto, desde los primeros tiempos, mucho antes de que los gestos que lo encarnan formaran un sistema: desde la prehistoria encontramos en los muros de las cuevas imágenes que se acuerdan del mundo. Como es sabido, en su inmensa mayoría representan animales, pero gracias a ellas la propensión a imaginar del ser humano surgió de una manera espectacular. Sean cuales sean las razones que llevaron a las personas de aquellos tiempos remotos a pintar, magníficamente por otra parte, caballos, toros o leones, sus imágenes son testimonio de la violencia con la que se impone la imagen y se significa en tanto que imagen; es decir, como imagen de algo. Es evidente que estas pinturas escapan por completo a los protocolos y a los dispositivos de la representación tal y como esta se instituirá mucho después, en los tiempos históricos, pero lo que queda es que, desde un principio, se han creado imágenes y que su existencia se ha sentido como una necesidad. Lo que queda es que, más allá de una expectativa cuyas razones no podemos conocer, estos animales que encarnaban la inmediatez de lo vivo han sido pintados y son testimonio de un mundo desaparecido.

7. Este carácter secundario –el hecho de que la imagen captada sea siempre y necesariamente el recuerdo o la huella de algo que ha desaparecido, pero que gracias a ella se vuelve presente– es constitutivo de su esencia. Otorgando una forma de presencia a aquello que se ha ausentado, la imagen, en tanto que tal, escapa al régimen general de los entes y, por esta razón, Platón ha podido referirse a ella, en El sofista, como a una forma de «entrelazado entre el ser y el no ser»Platón, El sofista, 24 oc.. A este carácter fundamentalmente atípico se añade el hecho de que la existencia de la imagen-de, de la imagen captada, no transcurre en el tiempo, sino que se sustrae al tiempo. Se ha librado del tiempo. En la gran película de las imágenes fugaces y de los pensamientos, la imagen-de actúa como cuando en el cine nos detenemos en un fotograma. Con respecto al movimiento del tiempo, que es la ley de lo vivo, hay una interrupción, una cesura. Extraída del tiempo, la imagen captada permanece como en un presente perpetuo, en un suspenso dilatado.

8. Sobre la película de nuestros pensamientos o de nuestras imágenes-pensamiento se superpone una especie de entrevista interior discontinua que funciona como una frase en perpetua formación y, en esta frase, diferente para cada uno de nosotros, el filósofo Philippe Lacoue-Labarthe reconocía, a la vez, nuestra firma y nuestra vocación: reconocerla, escucharla y pronunciarla era para él la tarea decisiva. Pues la imagen captada viene justamente a interrumpir esta frase y lo hace de manera brusca. Lo que impone, mediante su suspensión, es un tiempo de silencio en el que ya no acuden las palabras. A la característica fundamental de la imagen, a la extracción del devenir, al hecho de inscribir un estado de cosas y de conservarlo como una huella lejos del alcance del tiempo se añade, en efecto, una información silenciosa. La imagen es una insistencia, pero una insistencia que calla. En el tiempo en el que nosotros la contemplamos, abre un espacio de sentido que se sustrae al orden del discurso; incluso puede que no lo busque. Es posible que la imagen acompañara a la letra del discurso en los tiempos clásicos, pero su energía estaba en otra parte, en ese orgullo sin palabras del que encontramos una huella, por ejemplo, en una carta en la que Nicholas Poussin dice, hablando de sí mismo: «Yo, que me dedico a las cosas mudas»Carta a M. de Noyers, fechada el 20 de febrero de 1639, en Nicolas Poussin, Lettres et propos sur l’art, París, Hermann, 1989..

9. Es posible que lo que ahí vemos, ante el aristócrata aficionado a quien se dirigía la carta de Poussin, sea la huella del orgullo de artesano, pero ya se trate de eso o de una forma más afirmativa de silencio, que descendería entonces en línea recta de la cosa mentale, tal y como la entendía y promovía Leonardo da Vinci, lo que queda es que el puente que se tiende entre las «cosas mudas» y la pintura sugiere la idea de un sentido que se desvela e impone la retirada de las palabras, al menos en un primer momento. Pero ¿qué ocurre entonces? ¿y en qué consiste esta experiencia que crea el lenguaje junto a lo que no habla? ¿De qué está hecho este tiempo suspendido, en el que la eficacia del discurso e incluso el poder de nombrar quedan perturbados y aplazados por esta instancia que tan bien puede prescindir de ellos? Al silencio que aparece bruscamente en una superficie hay que responderle, y lo que experimentan aquellos a los que Nicolas Poussin –siempre él– llamaba «mirones», y Marcel Duchamp «miradores», es, en primer lugar, la experiencia de esa respuesta o, dicho de otra manera, la experiencia de una interrupción y después un retomar, un regresar. Esta experiencia, que es el nudo de la relación con la imagen, se puede asemejar a esas «experiencias de umbral» de las que hablaba Walter Benjamin y de las que decía que faltaban en su época. No es necesario extenderse mucho para afirmar que a nuestra época, saturada de información y ávida de velocidad y de performances, le faltan, sin duda, aún en mayor medida.

10. La experiencia específica de los mirones, cuando le conceden a la imagen congelada el tiempo que esta requiere, constituye el modelo de estas experiencias. Un umbral no es un límite que no deba franquearse, sino un espacio ante el cual nos colocamos, que se abre entre el lado en el que nos encontramos y ese otro lado inmediatamente vivido como una alteridad. El umbral es un tiempo dejado al espacio de la apariencia, y este estado es un espacio de emisión de sentido, cercano o lejano. En el caso de la imagen, esta emisión siempre está enmarcada: una cosa, que no es totalmente una cosa, se coloca ante nosotros y nos planta cara. Ante esta frontalidad de la imagen cada uno reacciona como puede, con sus recuerdos, sus retazos de erudición, sus afectos. Pero sean cuales sean sus niveles de conocimiento, o su capacidad de situar la imagen en un contexto histórico y de aprehenderla como un hecho cultural, el mirador ha de poder conceder a aquello que se abre ante él un tiempo de latencia. Ese tiempo, puramente interrogativo, es el de un no saber y su duración es indeterminada. A la postre, nunca termina del todo.

11. En el espacio de este tiempo es donde el lenguaje, que se había retirado, o que al menos había tenido que restringir sus pretensiones, vuelve y recupera no solo sus derechos, también su capacidad de captar. No obstante, solo en la medida en la que haya aceptado plenamente haber sido sacudido puede decir algo con legitimidad, respondiendo mediante las palabras a la ausencia de discurso que mantienen esas cosas mudas, cuya performance acaba de contemplar ante sí. El peligro principal aquí es el de la suficiencia y tanto las posturas reflejas del academicismo como los apriorismos de una parrilla de lectura preestablecida, o de una historia del arte supuestamente conocida, son las trampas recurrentes que no siempre pueden sortearse. Lo que inmediatamente nos preguntamos ante la experiencia de esa retirada y ese regreso es si todas las imágenes posibilitan esa suficiencia y, si lo hacen (o no), en qué condiciones.

12. A partir del hecho de que dichas experiencias siempre ponen en juego un encuentro entre dos singularidades (la del sujeto mirón y la de una imagen mirada) es imposible establecer una clasificación normativa o hacer una selección. Una imagen que a una persona le haya sorprendido o fascinado dejará completamente indiferente a otra. Esto es un hecho. Sin embargo, podemos afirmar que hay registros diferentes de imágenes, imágenes que se limitan a vehicular un significado y otras que, por el contrario, han intentado o han conseguido dotarse de un sentido ilimitado. Las imágenes de retentiva casi cero son aquellas que no buscan ser interpretadas y cuyo objetivo es una adhesión inmediata al sencillo mensaje que vehiculan. Los ejemplos más evidentes son los carteles de mera propaganda o las imágenes pornográficas. Bien podría ocurrir que dichas imágenes, como consecuencia de un trabajo o de un azar que modifique su manera de presentarse, pasen a otro registro, pero, por lo general, su sumisión absoluta a las reglas y al reglaje de la comunicación las aleja del ámbito de la experiencia. Incluso se construyen directamente contra la posibilidad de la experiencia.

13. La experiencia de la que aquí se trata no tiene nada de erudita. Comienza en la infancia y ya sabemos que la infancia –infans, aquel que no habla– se encuentra como en casa en el mundo de las imágenes. Si hay un estado por el que podríamos sentir nostalgia es el de esa ensoñación incondicional que nos vincula a las imágenes en la infancia; incluso si no las interpretamos, nos sumergimos en su sentido como en un baño de inmanencia. La célebre definición de Baudelaire sobre el genio –«no es más que la infancia recuperada a voluntad»–, que se refiere más bien al acto creativo, encuentra una continuación en la recepción de obras o de imágenes: la idea de una infancia continuada puede acompañar sin problema la relación que mantenemos con las imágenes, al menos con aquellas que han tenido la virtud de reactivar continuamente, o durante mucho tiempo, su quedar en suspenso. Hay imágenes que parecen especialmente dispuestas para esta prolongación, como es el caso de los retratos.

14. Las razones del retrato son antiguas y se remontan a los orígenes de la imagen tal y como se concibieron en la Antigüedad. Los dos relatos que fundan la aparición de la imagen son el mito de Narciso y el de Plinio el Viejo sobre la joven corintia. El primero se remite al reflejo y trata directamente del rostro; el segundo hace referencia a la sombra y, como tal, atañe más bien al perfil. Sin embargo, aunque la tradición evoque espontáneamente la silueta, de lo que trata específicamente el relato de Plinio el Viejo es del contorno del rostro. Sea como sea, estos dos relatos fundacionales hacen referencia a una fascinación que se ha conservado a través de los tiempos, y es sintomático que haya sido la figura humana su desencadenante. En ambos casos, el afecto juega un papel fundamental: preso de su reflejo y devorado por su propia imagen, Narciso no consigue recordarla y, en cierto sentido, su drama es no poder alcanzar el estadio del autorretrato, que supone un desdoblamiento. El caso de Dibutade, la joven corintia del relato de Plinio el Viejo, es más sencillo, puesto que es la imagen del otro, de su amado que se va a la guerra, la que quiere conservar. Ella se sitúa por completo en el dispositivo sentimental del retrato. Conservando la imagen de un futuro ausente, se convierte en el emblema mismo del acto figurativo tal y como lo identificará, por ejemplo, Leon Battista Alberti, en los inicios del Renacimiento: «La pintura –nos dice– posee una fuerza del todo divina que le permite no solo hacer presentes […] a quienes están ausentes, sino también mostrar ante los vivos a quienes han muerto hace varios siglos»Leon Battista Alberti, De la peinture, París, Macula, 1992, p. 131..

15. Mostrar los muertos a los vivos, dice Alberti. Es asombroso ver con qué tranquilidad se vuelve hacia el futuro; es decir, hacia nosotros que, en efecto, gracias a sus retratos, podemos ver a aquellos que vivían en su época. Pero la idea de conservar las imágenes de quienes murieron o de quienes siguen vivos, por más que para nosotros parezca algo natural, no siempre ha tenido éxito. Cuando surgía, debía enfrentarse a una prohibición, que es el prototipo de la prohibición de la imagen tal y como se ha dado a conocer en la historia. Un relato que figura en los Hechos apócrifos de los Apóstoles es especialmente claro en este sentido. Cuando el apóstol Juan descubre un retrato suyo, que uno de los discípulos había encargado por su cuenta a un pintor, dice: «Lo que acabas de hacer es pueril e imperfecto: has pintado el retrato de un muerto»Según cuenta André Grabar en Les voies de la création en inconographie chrétienne, París, Champs/Flammarion, pp. 120-122.. Y también podríamos citar el caso, estrictamente contemporáneo, de Plotino quien, según lo que nos dice Porfirio, se negaba a que le hicieran un retrato; según él, una imagen desdoblada e inútil de la que ya llevamos. Pero lo que indican estas anécdotas es que tanto Juan como Plotino –uno como cristiano, el otro en la estela de la crítica platónica de las apariencias–, se oponían a una práctica que, para nuestra felicidad de mirones, se había convertido en algo habitual en sus tiempos. De dicha práctica podríamos haber tenido solo simples indicios, a través de la literatura antigua, si no fuera porque los retratos de El Fayum que han podido perdurar en el tiempo constituyen un testimonio impresionante.

16. La historia de estos retratos –se contabilizan cerca de mil– es la de un resurgimiento. Destinados a acompañar al muerto en su viaje hacia «el país que ama el silencio», como lo llamaban los egipcios, y ubicados en el lugar del rostro, entre la red de vendajes de la momia, su destino no era otro que ser contemplados por los vivos. El mundo de Alberti, nuestro mundo, no es el suyo. Por el contrario, son retratos de vivos enviados a la muerte y, como tales, no nos estaban destinados.

El hecho de haberlos recuperado intactos después de permanecer cerca de dos milenios dentro de las tumbas es casi un milagro, y este milagro es el de una larga latencia a la que sigue un regreso, que es como una eclosión: sí, son vivos de otro tiempo, que, bajo la apariencia que ellos habían confiado a la muerte, a la manera de un viático, nos son devueltos. «Has pintado el retrato de un muerto», decía Juan a su discípulo, pero eso ya lo sabían los pintores y los modelos de El Fayum; sabían que los vivos iban a morir y que su imagen, en cuanto apariencia, era, en el fondo, la señal de su paso por la tierra y lo que podían confiar de sí mismos a esa otra vida que continuaba en un más allá del cual no sabían nada. Es así como hay que entender estos retratos, en función de ese viaje a lo desconocido hacia el que se abren sus ojos y no como simples «obras de arte».

17. En tanto que imágenes, estos retratos pueden y deben relacionarse con la tradición mimética que se había extendido en Grecia. Pero en la medida en que se incorporaban a la momia, hay que situarlos del lado de las prácticas funerarias y de la filosofía egipcia sobre la muerte. Formidables collages entre dos civilizaciones, son una muestra del bricolaje religioso de la Antigüedad tardía y su existencia misma nos abre un campo hermenéutico inmenso y apasionante. Pero han llegado hasta nosotros fuera de este contexto. Tal y como fueron y tal y como son ante nuestros ojos cuando nos los cruzamos; por supuesto, en los museos y en los libros, pero con el resplandor particular de aquello que no ha venido a nosotros de manera intencionada. Extraño destino el de estas imágenes que se escapan del régimen general de las imágenes, que es el de existir en primer lugar para ser vistas. A cambio, ese destino singular otorga a esos retratos de grandes ojos abiertos una especie de insistencia muda, que viene a reforzar aún más su silencio. Inmóviles entre la que fue su vida y la muerte en la que se adentran, continúan prolongando ante nosotros la consistencia inquieta, grave y paciente del umbral en el que están situados. Y lo que experimentamos nosotros cuando los vemos habitar en esa frontera es la cercanía con su silencio y su inquietud.

18. El contenido de verdad de un retrato reside en su capacidad de detenernos en la cuestión que plantea un único individuo. Nuestra relación con los retratos de El Fayum sería completamente distinta si pudiéramos pensar en ellos como imágenes genéricas. Pero no es en absoluto el caso; se trata, más bien, de retratos individuales, a los que a veces acompaña un nombre o una profesión, inscritos en el entramado de vendajes. Es el caso de la Hermionè grammatiké [Hermione, institutriz] conservada en Cambridge . Repartida a lo largo de los dos o tres primeros siglos de nuestra era, procedente principalmente de los ambientes griegos del Egipto romanizado, tenemos delante, literalmente, a toda una población. Y si como ha dicho el apóstol Juan, el gesto de habérnoslos devuelto es un gesto «pueril e imperfecto», nosotros debemos sentirnos en deuda con los pintores que lo hicieron posible. Aunque no sepamos nada de ellos, de sus talleres, ni de las modalidades de los encargos que recibieron, han sido ellos quienes nos han hecho llegar estos rostros. La perfección y la madurez que imagina Juan no podrían alcanzarse si no se abandona el caldo de cultivo de esta población de rostros –una institutriz, una matrona, un sacerdote de Sarapis, un soldado, chicos jóvenes e incluso niños–, y a esta multitud es a la que vendrá a oponerse, a tapar e incluso a prohibir el rostro imperioso del Uno triunfante, la cara abrumadora del Cristo Pantocrátor de la época bizantina. Entre las máscaras a las que sustituyen y los iconos que anticipan –al menos estilísticamente y, sobre todo, al final del período–, los retratos de El Fayum lograron imponer, durante algún tiempo, el rostro; y no lo hicieron como una reivindicación altiva sino, más bien al contrario, como una suerte de visado hacia lo desconocido.

19. Decir el rostro es también decir la mirada y, en efecto, lo primero que se percibe ante los retratos de El Fayum son los ojos que tienen, algunos quizá demasiado grandes y todos abiertos de par en par. Al verlos –al ser, de hecho, lo único que vemos en un primer momento– nos encontramos delante de lo desconocido que implica toda mirada, superficie oscura, transparente, velada, donde se revela una profundidad a la que nosotros no entraremos. Aquello que en la vida se nos niega frente a un rostro, incluso frente a un rostro amado, se refuerza aún más con la distancia que ha hecho falta recorrer para que estas miradas se encuentren con la nuestra. Esos ojos que tenemos delante han visto un mundo que nosotros desconocemos y que únicamente podemos imaginar, con su sol en lo alto y sus sombras cortas, con voces hablándose en patios luminosos e ideas sobre el agua pura, bebida lentamente en estancias resguardadas; esos ojos están ahí como estaban el primer día, que bien podría haber sido el último para ellos, con ese puntito de luz que les presta su resplandor. Allí, ante ellos, la experiencia del umbral es completa, el umbral vibra y lo turbador radica en que ese encuentro haya podido tener lugar y haya atravesado los siglos para no existir más que como un presente que se distiende y que es el nuestro, pero a partir de ahora estará poblado, de manera extraña, por esos visitantes involuntarios que han llegado desde una época lejana.

20. Quizá lo más extraño sea que la distancia entre nosotros y estos hombres, estas mujeres y estos niños, no es mayor que la que nos separa de quienes nos cruzamos; de hecho, es casi idéntica, como si la cantidad de desconocido que hay en cada rostro fuera una invariable. Y esta repercusión de la diferencia podemos verificarla con otra serie de retratos, mucho más próxima en el tiempo, realizada por Walker Evans alrededor de 1940 en el metro de Nueva York, y que él mismo recopiló en el libro Many Are Called (1966). El título retoma el lema bíblico –«Muchos son los llamados y pocos los elegidos»–, pero conserva únicamente la primera parte de la frase; los elegidos se dejan de lado para un más tarde que puede que no llegue nunca, ya no queda más que el presente de la llamada y su diseminación en las presencias inquietas de quienes están ahí, viajando bajo la tierra en el bullicioso metro de Nueva York, que a través de estos rostros no transmite más que un inmenso silencio desolado. Walker Evans tomaba estas imágenes de viajeros de manera clandestina, gracias a un pequeño objetivo disimulado en la botonadura de su abrigo. Estos hombres y estas mujeres, que parece que acabaran de regresar de su exilio, son a la vez vivos y muertos, no solo porque ya han desaparecido, sino porque su imagen robada les sobrevive y nos confronta con lo que fueron, como si fueran los primos idénticos y cercanos de los griegos de Egipto.

21. Afortunadamente existen muchos retratos pintados o fotografiados que nos enfrentan al abismo silencioso de la mirada y que se sitúan ante nosotros como puntos de intensidad. Sería un placer espiar su larga procesión, sintiendo en cada paso un mismo vértigo y una cualidad diferente. Si me he detenido únicamente en estas dos grandes series, relacionándolas, a pesar de todo lo que las separa, empezando por los siglos, es porque tanto en el caso de los retratos de El Fayum como en los rostros del metro de Nueva York captados por Walker Evans, se ha evitado el protocolo del pintor (o del fotógrafo) y de su modelo, y con él, las cuestiones de estilo, de psicología o de exactitud de caracterización que pertenecen a la historia del arte. O, dicho de otro modo, en esas imágenes únicamente se trataba de sondear la esencia misma del retrato y, a través de ella, la esencia de la imagen; es decir, ese extraño poder de incidir en el tiempo gracias al cual podemos tener acceso a lo que normalmente se retira y huye. Todo desaparece y de la intensidad que nos ha llegado no queda más que una pizca, pero si ha sido captada algo se ha salvado, algo que nos mira y nos concierne.