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Borges y lo real

Jorge Alemán
Ilustración Jacobo Pérez-Enciso

Jorge Alemán, escritor, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y Consejero Cultural de la Embajada de la República Argentina, reflexiona acerca de las causas de la duradera impronta que la figura de Borges ha dejado en toda una generación de argentinos y avanza una interpretación «desde lo real» de la obra borgiana.

No quisiera hablar como especialista en Borges. Más bien me gustaría dar testimonio de lo que Borges ha hecho conmigo, de los efectos que su lectura ha ejercido sobre mí. Podría decir, literalmente, que Borges fue el primer escritor que vi. Y digo «literalmente» porque a la edad de seis o siete años, yendo al colegio, mi madre me señaló a alguien que salía del hotel Crillón de Santa Fe y Libertad y me dijo «ése es Borges». Naturalmente, yo pregunté que quién era y ella me respondió que era un escritor, sin que yo tuviera en aquel entonces una idea muy clara de lo que significaba ser escritor y sin que pudiera siquiera imaginar que la pregunta «¿qué significa ser escritor?» era la que, precisamente, habitaba en Borges de un modo singular.

Luego me tocó participar de una generación que lo ha discutido infinitamente, que incluso se ha desvelado con Borges ya que, por mucho que una y otra vez intentáramos situarlo, nunca lo encontrábamos donde suponíamos, pues siempre se hallaba en un límite que él mismo había construido. Fue inútil querer clasificarlo, transformarlo en un objeto literario o acceder a una lectura sociológica, antropológica o estructuralista de su obra. Había algo en el procedimiento literario de Borges que siempre se sustraía. Toda mi generación quedó marcada por este problema. ¿Cómo ser borgiano? Imposible. ¿Cómo no serlo? Imposible también. La máquina literaria que había constituido Borges había generado tal cantidad de dilemas y disyunciones, había construido un horizonte de preocupaciones literarias tales que, queriendo salir, nos encontrábamos con él y queriéndolo interpretar, era él quien nos interpretaba. Aquí y ahora, frente a ustedes, siento de nuevo el vértigo de que, al intentarlo leer, es él quien me está leyendo a mí.

Esta es la impronta que ha dejado en mi generación, por la sencilla razón de que Borges no es un paso más de la literatura que una conmemoración pueda petrificar en un homenaje póstumo. Borges es, más bien, una pregunta que atraviesa toda su obra, una indagación acerca de cómo es posible algo así como la literatura. Por eso no podemos situarnos frente a él como si se tratase de un objeto literario que vamos a desentrañar. Borges constituye un campo de experiencia literaria en el cual se ficcionalizan todos los saberes, en donde la filosofía, la teología, la ciencia o las tradiciones místicas son tratadas como experiencias estéticas. Borges busca deliberadamente los anacronismos, combina el pastiche popular con la erudición clásica, produce textos totalmente abiertos a la temporalidad retroactiva de su interpretación y, en definitiva, genera una extraterritorialidad que le permite estar siempre en un límite –él mismo es el Aleph– que lo hace inaprensible y que, por tanto, nos atrapa en la propia red que urdimos para apresarlo.

Una buena manera de comenzar a apreciar la total excentricidad de Borges es su posición respecto a la traducción, que podemos rastrear en «El idioma de los argentinos», en «Las versiones homéricas» o en «Los traductores de Las mil y una noches». Borges logra transformar, con una profundidad que la izquierda ni siquiera llegó a soñar, las relaciones entre el centro y la periferia. La Argentina era un país periférico cuya respuesta a esa condición fue convertirse en una inmensa máquina de traducir textos. Borges, adelantándose a todas las teorías de la recepción, transforma las relaciones centro-periferia al postular que no hay un texto original superior e inmaculado que haya que custodiar y al que la traducción siempre vaya a mancillar, degradar o disminuir de algún modo. Por el contrario; la lectura, la traducción y la escritura forman parte de la misma lógica de la invención literaria de tal manera que, como él mismo dijo comparando a los argentinos con los irlandeses y con los judíos, la excentricidad no tiene por qué ser un déficit, la periferia no tiene por qué ser una condena que obligue a ésos países a estar permanentemente interrogándose acerca de su identidad y tratando de navegar a través de las distintas influencias que proceden de las tradiciones centrales. En suma, Borges hace emerger un nuevo valor que no es el de la periferia, sino el de la excentricidad. La Argentina ya no es periférica, sino excéntrica, es decir, estamos fuera del centro pero esta posición se transforma, gracias a Borges, no en un déficit sino en una ventaja, ya que ofrece la posibilidad de manejarse con todas las tradiciones, de tratar conjuntamente a grandes autores con autores desconocidos, de mezclar cimas de la filosofía con autores inciertos, de inscribir una secuencia de nombres propios en la que pueden estar tanto aquéllos que constituyen las cumbres de la tradición europea como algunos de los amigos con quienes Borges se reunía en una mesa de café en Buenos Aires.

Esta operación de soberanía no tiene parangón en la historia de la literatura en nuestra lengua. La transformación de las condiciones de la periferia en las condiciones de la excentricidad constituye una decisión literaria que nos sobrepasa. Por eso decía que ni siquiera la izquierda había soñado con semejante transformación, ya que en aquél entonces sus problemáticas giraban en torno a la posibilidad de una literatura nacional, auténticamente argentina. Con Borges, en cambio, se trataba de lograr que los dos diferentes linajes que, a través de su madre y su padre, lo habían constituido –la madre, las guerras de la Patria; el padre, la biblioteca– dieran lugar a una escritura excéntrica, no periférica. Una escritura que le permitiera intervenir sobre el centro y tomar decisiones, repartir las cartas de nuevo, ordenar los nombres de otro modo, generar los propios precursores, inventar los linajes como una forma de inventarse a sí mismo, juntar escritores con vinculaciones insospechadas y decretar que la traducción no es una lectura de segundo orden sino una invención original, en la medida en que el supuesto texto primero –como demuestra en «Pierre Menard, autor del Quijote»– es en sí mismo un borrador que intenta apresar algo imposible y es, por su propia naturaleza, susceptible de ser transformado. El excéntrico –una vez convertida la excentricidad en una verdadera categoría estética y no ya en un rasgo caracteriológico– se apropia del derecho a trabajar de otro modo la traducción mostrando que no es sólo la transferencia de un idioma a otro, sino la reescritura de otra obra en un nuevo sistema lingüístico.

Ésta es, pues, la primera cuestión que quería destacar. Mi generación estuvo siempre frente a un Borges que jamás permitió encontrar un lugar fuera de él. Estando en contra, nos volvíamos inconsistentes; estando a favor, nos estereotipábamos. El caso de los europeos es distinto. Umberto Eco, por ejemplo, pudo ser felizmente borgiano y mostrar incluso que Borges ya anticipaba algo de la condición posmoderna: la vinculación de estrategias literarias articuladas a los saberes contemporáneos –la semiótica, en el caso de Eco–. En la Argentina, en cambio, todos los intentos de escapar de la maquinaria Borges, de salir del despotismo de su literatura lograda, volvían una y otra vez a reescribir lo que Borges es: inevitable, como decía él mismo sobre los grandes poemas.

Si Borges pudo transformar a fondo esta relación entre el centro y la periferia fue porque había captado un objeto que le permitió pensar esta transformación. En «La esfera de Pascal», donde aparece la famosa sentencia «quizás la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas», Borges persigue una metáfora que encuentra en Jenófanes, en Hermes Trismegisto, en Giordano Bruno o en el propio Pascal. Se trata –y fíjense qué ruptura de las relaciones centro-periferia– de una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Es decir, un objeto imposible, que retomará en otro escrito en el que describe su propia biblioteca como «una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible». He aquí el descubrimiento del cual la Argentina todavía no ha tomado nota, probablemente porque sigue siendo pre-borgiana –y esto no es tan raro como podría parecer: es difícil que un país esté a la altura de sus hombres de genio.

Hasta aquí tan sólo he querido mostrar el impacto que ejerció Borges sobre mí y sobre mi generación, para pasar ahora al tema que da título, tentativo, a este artículo: Borges y lo real. Hay una imagen de Borges que en mayor o menor medida todos compartimos: la del Borges de los laberintos, de las ficciones, de los espejos, el Borges erudito, el clásico, el de las grandes lecturas. Todo el campo semántico de la erudición, el hermetismo y el clasicismo se juega en esta caracterización que no quisiera desmentir pero sí atenuar proponiendo otra clave interpretativa: Borges no está del lado de la ficción sino que está absoluta y violentamente preocupado por lo real. Esto explicaría el interés de pensadores europeos como Jacques Derrida, Michel Foucault o Jacques Lacan por Borges. Veamos pues, brevemente, qué es lo real. Lo real no es la realidad. La realidad es la trama simbólica en la que estamos despiertos aparentemente y a la vez dormidos en nuestra propia vigilia. En la realidad fluyen los símbolos, se organizan las palabras y todo tiene un sentido. Lo real, en cambio, es lo que se sustrae a la realidad, a todo intento de pensamiento, nominación o conceptualización. Lo real es un vacío, un agujero que ninguna palabra, ninguna construcción conceptual y ningún ejercicio de pensamiento logra nunca capturar, a lo sumo contornear el borde que localiza ese vacío.

Ahora bien, esta es sólo una versión de lo real. A veces lo real, o alguno de sus fragmentos, se empeña en manifestarse y el resultado no tiene ninguna gracia. Cuando lo real se manifiesta, la realidad se disloca. Lo real aparece siempre en forma de locura, de trauma, de pesadilla o de experiencia mística. Lo real puede llevar a un escritor, como en el caso de Joyce, a transformar todas las coordenadas de la lengua, a forzar todo su aparato lingüístico en función del neologismo con el improbable objetivo de domesticar lo real, y puede llevar a un pensador a dar un paso al límite que siempre se paga. Todas las criaturas borgianas, sean apócrifas o reales –Pierre Menard, Raimundo Lulio, John Wilkins–, están desgarradas por este problema. Todos ellos fueron hombres de razón que, por querer tratar de incorporar lo real a su propio razonamiento, lentamente empezaron a enloquecer. Su locura, pues, no es ajena a la razón, sino que es una locura de la razón, es el pensamiento enloqueciendo desde sí mismo. Por eso a Michel Foucault le atrajo enormemente el pasaje de «El idioma analítico de John Wilkins» en el que Borges habla de una enciclopedia china que pretendía atrapar lo real clasificando el reino animal en animales embalsamados, animales que se agitan como locos, animales que forman parte de esta clasificación, animales dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello… Ahí estalla la risa de Foucault y surge entonces una de las grandes aventuras filosóficas contemporáneas: Las palabras y las cosas. Todos los personajes borgianos descarrilan, se salen del gozne y muestran que es el intento mismo de pensar lo real lo que provoca esa salida de quicio. En el corazón mismo de los razonamientos más fríos, sutilmente, algo empieza a desviarse, a descarrilarse, a salirse de los goznes y, de golpe, nos encontramos con un sistema de signos que ha enloquecido. Esta es la otra versión de lo real: o es lo imposible que se sustrae o es su manifestación violenta, dislocada.

Me gustaría terminar ofreciendo dos ejemplos que pueden mostrar esta vertiente del tema «Borges y lo real». El primero es un cuento apasionante que aparece en Ficciones: «La secta del Fénix». Borges comienza hablando indirectamente sobre una secta y saca a relucir hábilmente fragmentos de historiadores como Josefo Flavio. ¿Qué es una secta? Es un conjunto de personas que comparten en exclusiva un secreto. Pero fijémonos en que Borges habla de la secta del Fénix, un animal que no pasa por el embrollo de la relación sexual, ya que muere y resurge de sí mismo. Aunque el cuento sólo tiene tres páginas, lentamente, a medida que avanza, comenzamos a comprender que la secta está en todas partes y en todos los bandos, está entre los judíos, los gitanos, los nazis, los comunistas, los fascistas… Todos constituyen «la gente del secreto». Y a medida que seguimos leyendo vamos descubriendo que la secta es toda la humanidad y que el secreto que comparten sus adeptos es bastante curioso. Borges nos dice que no está en un libro sagrado ni tampoco es un saber exclusivo. El secreto es, únicamente, un ritual que a uno le repugna pensar que sus padres practiquen; un rito que se puede practicar en zaguanes, que los seres más bajos, según Borges –pordioseros, leprosos, esclavos–, pueden iniciarnos en él, pero también puede ser un niño quien inicie a otro; un rito que ninguna palabra puede nombrar pero que todas, de alguna manera, lo nombran. «He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aún es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo». Así termina el cuento, sin nombrar el secreto. Y yo tampoco lo voy a nombrar porque, como sugiere Borges en «El pudor de la historia», el pudor es una estrategia con lo real, imposible.

Esta es, pues, una de las vías que podrían mostrar la vinculación de Borges con lo real en donde lo real aparece en su primera versión, como mera sustracción: los textos, la historia, los autores, todos están en relación con el vacío de este secreto innombrable. Pero incluso si cometiéramos ahora la torpeza de nombrar este secreto, tampoco sería el secreto lo que estamos nombrando, ya que el mismo que lo nombra y que está bajo sus efectos lo desconoce.

Veamos ahora la otra versión de lo real: la que, en lugar de sustraérsenos, se manifiesta de forma violenta. El ejemplo, en este caso, es la presencia del duelo en Borges que, lejos de ser una muestra de criollismo, es la demostración de que ningún sistema simbólico, por muy perfecto y contractual que sea, ningún orden institucional, ninguna relación política contractual formalizada, logra eliminar del todo el resto de violencia que la fundación de todo lazo social conlleva.

El duelo en Borges, pues, no es una descripción de lo vernáculo sino un éxtasis temporal en donde los participantes quedan fuera del tiempo –si entendemos el tiempo como una sucesión lineal de puntos, categoría que Borges quiso siempre deconstruir–. El duelo es, pues, el estado de excepción que supone la irrupción de la violencia que ninguna historia logra metabolizar porque, sepámoslo a través de Borges: no hay forma histórica de metabolizar la violencia una vez que se ha producido. Y Borges, que es muy atrevido –sólo un espíritu osado podría haber transformado las relaciones centro-periferia–, toma nuestro poema nacional, el «Martín Fierro», la obra maestra y emblemática que nos distingue en el concierto nacional de las literaturas, y lo continúa. Entre los argentinos cabe discutir si debe ser el «Martín Fierro» el que ocupe el lugar emblemático o si debe ser el «Facundo» de Sarmiento pero, en donde no cabe discusión, es en que al «Martín Fierro», como obra literaria, no le falta nada. Y, sin embargo, Borges se atreve a continuarla.

En el poema, Martín Fierro, en una de sus muchas desventuras, mata a un negro en una taberna. En el cuento de Borges titulado «El fin», el hermano del muerto espera en una pulpería, rasgando una guitarra, a que llegue el asesino de su hermano, porque la violencia, como decíamos, deja siempre un resto inasimilable. Siete años ha esperado el Negro para su encuentro con Martín Fierro, que se resolverá en un duelo a muerte.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo;
nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos,
o lo entendemos pero es intraducible como una música…
Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro
reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió

en una puñalada profunda, que penetró en el vientre.
Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro
no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía
laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió

a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida
su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho, era el otro:
no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

Esta idea de que en la culminación del duelo está la cifra de un destino, es esa otra manifestación de lo real: la irrupción de la violencia no aparece sólo como anomalía, como elemento que las relaciones simbólicas no pueden regular, sino también como el punto en donde cada uno encuentra la cifra de su destino. Habría otros muchos ejemplos de esta manifestación de lo real, pero las palabras que me vienen a la mente son del propio Borges: «el mundo es desgraciadamente real y yo, desgraciadamente soy Borges». Y yo, que estoy intentando hablar de él, a duras penas, con suerte quizá, conseguí que Él hable a través de mí.

Filosofía del límite e inconsciente: conversaciones con Eugenio Trías, Madrid, Síntesis, 2004 [con Sergio Larriera]

Lacan en la razón posmoderna, Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 2000

Derivas del discurso capitalista: notas sobre psicoanálisis y política, Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 2003

Notas antifilosóficas, Buenos Aires, Grama Ediciones, 2003

El inconsciente: existencia y diferencia sexual, Madrid, Síntesis, 2001 [con Sergio Larriera]

Lacan, Heidegger: el psicoanálisis en la tarea del pensar, Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 1998 [con Sergio Larriera]

La experiencia del fin: psicoanálisis y metafísica, Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 1996

Cuestiones antifilosóficas en Jacques Lacan, Buenos Aires, Atuel, 1992

Lacan, Heidegger: un decir menos tonto, Madrid, C.T.P., 1989 [con Sergio Larriera]