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El sentido del tiempo

Entrevista con Mercedes Álvarez

Gonzalo García Pino
Fotografía Miguel Ángel Delgado

Que el tiempo pasa inexorable y los planetas rotan sin reposo es la certeza última que le queda al espectador después de ver la película de Mercedes Álvarez El cielo gira. Pasó por el Festival de París dedicado al Cinéma du Réel, por el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, por el de Cine de Tribeca (Nueva York), por el de Rotterdam o por los de Málaga, Valladolid y Gijón, dejando una rastro de primeros premios y una estela crítica de admiración y asombro. El cielo gira tuvo aquí significativos valedores, no sólo entre los críticos, sino que animó a escribir sobre la película a cineastas poco proclives a la crítica y menos a la hagiografía como Víctor Erice o José Luis Guerín. Tras su dilatada experiencia en televisión, Mercedes Álvarez se inscribió en el Máster de Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra, donde tuvo de profesor a Guerín, con quien acabó colaborando como montadora en su celebrada película En construcción. A partir de este trabajo, Mercedes decidió abordar en solitario su tarea como cineasta. El cielo gira es su primera obra.

En enero, hablé un día por teléfono contigo para anunciarte que en febrero de este año íbamos a programar, en el Cine-Estudio del CBA, El cielo gira. Te propuse entonces participar en una mesa redonda sobre cine documental. Descubrí enseguida que a ti lo de «cine documental» te daba aún más grima que a mí, y al final, aplazamos aquel encuentro. Si te apetece, puedes empezar ahora desahogándote, sacudiendo a quien te plazca y también sacudiéndote esa etiqueta torpe e incómoda de «documentalista».

Las discusiones sobre apelativos y géneros, las especulaciones nominalistas, no parecen muy útiles en este caso: ¿documental?, ¿ficción? A lo largo de la historia del cine y desde su origen se ha transmitido, en efecto, una doble herencia o filiación resumida en la clásica dicotomía Melies /Lumière. Según esta doble herencia, el cine puede funcionar como «la máquina de sueños» o puede albergar la ambición de ser «el espejo de la realidad, del mundo». Lo curioso es que cualquiera de estas dos funciones puede abordarse partiendo tanto de una ficción como de un documento de la vida. En la historia del cine abundan los ejemplos de mestizaje (desde Flaherty, con Hombres de Arán, hasta Jean Rouch con Moi, noir, Georges Rouquier con Farrebique, buena parte del neorrealismo, la nouvelle vague, Godard, Erice con El sol del membrillo…). En cuanto al uso convencional y público del término «documental» –que creo que es al que te refieres–, sí, es verdad que ha sido muy maltratado, usado sin ningún rigor, lo mismo para un reportaje televisivo, una crónica histórica, un programa científico o un material didáctico, lo cual ha contaminado las películas que parten de una voluntad y una base documental pero que han sido específicamente construidas para una sala de cine, películas que pueden plantearse las preguntas fundamentales: el quién, cómo y por qué de la mirada sobre algo.

Andréi Tarkovski calificó el nacimiento del cine de pecaminoso, argumentando que su alumbramiento tuvo lugar en el mercado: a diferencia de las demás ramas del arte, nació como medio para hacer dinero. Creo que, hasta hoy, todo aquel que ha querido hacer películas ha tenido que sentir las consecuencias de este hecho, de este nacimiento desgraciado… Junto a esta peculiaridad, el cinematógrafo aporta otra: un individuo solo no puede hacer cine, mientras que un pintor, un escultor, un escritor o un músico sí pueden crear sus obras en solitario. ¿Crees que esa doble «servidumbre» –la de su nacimiento mercantil y la de su obligada elaboración colectiva– queda un tanto «aliviada» en el entorno de intimidad que suele rodear la propuesta documental?

Así es, por lo general. Es más, históricamente, muchas revoluciones en el lenguaje cinematográfico, muchas de sus más interesantes propuestas, han surgido unidas a la ruptura con los sistemas de creación y producción dominantes en un momento dado, con el abaratamiento de costes, con la liberación de la industria, con la exclusión de intermediarios. La industria no quiere asumir riesgos. Y puesto que la industria acaba ejerciendo un control y una censura sobre sus productos –y no estoy descubriendo nada nuevo–, la ausencia de vasallaje conlleva también una mayor creatividad; nuevas palabras, nuevos temas, nuevas miradas. Sin esa mayor ligereza en el rodaje y en la producción –incluso en la construcción del guión–, muchas de las obras del neorrealismo o la nouvelle vague no hubieran sido posibles, y sus autores eran muy conscientes de ello. Cassavettes, Rouch, Marker y tantos otros son profetas de esa liberación. Han sido la referencia para muchos.

Mirando de nuevo a sus orígenes, el cine es la primera forma de arte que nace como resultado de una invención tecnológica, lo que enseguida llevó a que se lo considerara, fundamentalmente, un medio de distracción y entretenimiento. ¿Piensas en el arraigo definitivo de esta idea, o crees que algún día el cine acabará por ser valorado como una disciplina artística singularmente capacitada para albergar un alto contenido poético?

El cine ha sido y es muchas cosas, ¿no? Y, entre ellas, arte y poesía, por supuesto (Vertov, Dovjenko, Rutman, Jean Vigo y compañía pertenecen a la aurora del cine). Pero también, como experiencia colectiva que es, el cine ha ayudado a construir un imaginario de nuestro mundo contemporáneo. Hasta tal punto es así que, como aventuraba Chris Marker, la guerra de las imágenes ha acabado por ser la guerra misma, aunque ese poder se lo atribuyamos en la actualidad a las imágenes de televisión más que al cine. Pero el cine ha sido, durante mucho tiempo y para mucha gente, la forma de ver y aprender el mundo, así que también ha acabado por ser memoria, memoria de muchos y memoria individual, como ocurre en el género de las «películas familiares», tan antiguas como el mismo cine. Su faceta de «espectáculo» es quizá para mí la más pobre de todas. Si algún día se redujera sólo a eso… ¡Qué aburrimiento!

Puede que sea una intuición, o tal vez se trate de un deseo, pero el actual interés por el documental me parece que está vinculado al momento crítico que atraviesa el cine en este momento (¿o es que el momento siempre ha sido crítico?). No sé si estás de acuerdo en ver una relación directa entre el «éxito» del documental –sobre todo del documental presentado como un «género diferente», ¡y nuevo!– y las ganas de un determinado tipo de espectador de encontrar aquello que la ficción ya no le ofrece.

Quizá la experiencia más memorable para un espectador es aquella que tiene que ver con la visión primigenia de las cosas, aquella que se daba en los orígenes del cine y se repite de cuando en cuando; es decir, la de ver en la pantalla personas, mundos o incluso el reflejo de uno mismo, y no sólo imágenes. Cuando se produce una cierta fatiga dentro de determinadas fórmulas de los registros de ficción, de los géneros repetidos, cineastas y espectadores buscan quizá recuperar esa mirada primigenia de otra forma, a través del registro más documental. Hace tiempo pude ver una entrevista que Frances Flaherty, la mujer de Robert Flaherty, había realizado para la televisión. Durante la entrevista, hablaba del film Nanook of the North [Nanook, el esquimal], de la experiencia del espectador cuando veía la película, y decía algo muy hermoso: «Nanook y su familia nos sonríen desde la pantalla y nosotros les devolvemos la mirada. Puesto que ellos son ellos mismos, también nosotros volvemos a serlo y, de este modo, sentimos que las diferencias entre ellos y nosotros desaparecen. Se ha reestablecido la unidad. Pero si en la película se produjera un solo movimiento en falso, un solo movimiento artificial, esa unidad se rompería y volveríamos a ver solamente imágenes».

Creo que el desconocimiento que existe en España del papel trascendental que juega el documental en la historia del cine –tanto en la consolidación de un lenguaje específicamente cinematográfico como en la conformación de lo que se conoce como cine moderno– tiene que ver con que aquí no tuvimos esos movimientos a los que te referías antes como el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa, etapas cinematográficas que escenificaron la feliz convivencia entre realidad y ficción.

En España sí que hubo películas que daban cabida en sus rodajes y guiones a elementos de la vida y actores no profesionales (aunque fueran secundarios), y acusaban una buena influencia neorrealista, pero no hubo, eso es cierto, una teorización o un movimiento generacional ni de lejos comparable a la nouvelle vague; la dictadura no ayudaba precisamente. Hubo cineastas con mucho instinto pero no hubo esas discusiones terribles, fundamentales, que tuvieron los críticos y autores franceses sobre el cine-verdad, la ética y la política de la imagen, etc. La democracia cogió a todos un poco huérfanos de todo ese discurso. Con todo, hubo unos años, justo después de la muerte del dictador, de obras documentales o híbridas interesantísimas, como El desencanto, Ocaña, retrato intermitente, etc.

Invocando tu experiencia como cineasta en la película En construcción, de Guerín, y ya con la responsabilidad de la autoría en El cielo gira, quisiera plantearte un asunto que tiene que ver con el logro principal que aprecio en tu película; me refiero a la captura de lo que es inaprensible: el discurrir del tiempo. Creo que esa inefable capacidad para aprehender el sentido del tiempo es una «virtud cinematográfica» propia del documental.

Ya es clásica la feliz expresión de Bazin «el cine como arte de embalsamar el tiempo» o aquella de «ritualización del tiempo» atribuida a la puesta en escena (segunda toma) de la salida de obreros de la fábrica, de Lumière. Es quizá la experiencia primigenia del cine y, en el fondo, un viejo sueño, una vieja aspiración: atrapar, congelar el tiempo. En el caso de El cielo gira hay una relación directa con ese poder original del cine y, en concreto, con el género de las «películas domésticas o familiares», aquellas donde quedan atrapados momentos de nuestra propia vida, de nuestros seres queridos. Antes de comenzar a filmar, yo había estado años retratando a los vecinos de La Aldea, de modo que todo ello inspiró ese aire de «retrato de familia», de personas que un día no estarán, desvanecidos en el aire, tragados por el tiempo. En la película hay además un tratamiento más abstracto y poético del paso del tiempo; del tiempo profundo de las estaciones y los siglos, de la Tierra… Esto venía inspirado también por los vestigios y huellas de civilizaciones que marcan esa comarca de Soria, en el mismo paisaje del pueblo. Cada país ofrece al viajero algo peculiar. En el caso del pequeño país de La Aldea, un viajero atento puede tener allí la experiencia del Tiempo.

Hay otros dos aspectos en El cielo gira de los que quisiera conocer tu opinión: uno, las razones que te animaron a colocar tu voz en el primer plano de la narración. Y el otro, el papel de la memoria como sustento inmediato de tu película, pero también como ingrediente fundamental de un cierto tipo de cine, ese cine en torno al cual hemos estado dando vueltas (espero que no hayan sido palos de ciego) a lo largo de esta conversación.

En la película, el personaje narrador –en primera persona– era, al mismo tiempo, un descubridor que se encontraba con los hechos –la expectativa del regreso a La Aldea, lo que aparece– y una persona que se veía implicada y afectada por el curso de los acontecimientos; pero, en todo caso, era una parte necesaria del relato. El relato de El cielo gira está bañado por la subjetividad, ni siquiera me planteé otra posibilidad; yo era la primera que iba a toparme con lo que sucediera en el pueblo durante ese año de rodaje, yo era quien lo contaría. Cualquier otra alternativa me hubiera parecido una impostura. Y la cuestión de que fuera mi propia voz forma parte de la misma apuesta. El mejor homenaje a la memoria, a los seres retratados en la película, era contarles cómo los veía yo, con mi propia voz.

Mercedes, quisiera que concluyeras hablándonos de tu experiencia en el Máster de Documental de Creación y, también, de alguno de tus profesores como Víctor Erice, José Luis Guerín y, sobre todo, de Joaquim Jordá.

Desde que comenzó, hace siete u ocho años, el Máster de la Pompeu Fabra partió de una propuesta bastante sencilla y que ha resultado eficaz: integrar a alumnos que reciben formación teórica e histórica del documental en la realización de proyectos dirigidos por cineastas y documentalistas con experiencia, como Jordá, Jean Louis Comollí o Guerín. Quizá lo más novedoso respecto de otras escuelas de cine era la fuerte impronta teórica –un auténtico discurso cinematográfico– de los directores-docentes, defensores todos ellos de un tipo de producción y realización no convencionales. Jean Louis Comollí, por ejemplo, que fue redactor jefe de Cahiers du Cinéma en los años setenta y un gran teórico del lenguaje, nos enseñaba a ver imágenes. Con el tiempo, antiguos alumnos hemos llegado a realizar y dirigir dentro del Máster nuestros propios proyectos, integrando a su vez en ellos a alumnos de las nuevas promociones. En mi caso, junto a Abel García, Amanda Villavieja, Nuria Esquerra y otros compañeros, formamos parte, en la primera promoción, del grupo tutelado por José Luis Guerín, integrando el equipo que realizó y montó la película En construcción. Por mi parte, recuerdo ese tiempo como una época de entusiasmo en la que aprendíamos a gran velocidad, compartíamos conocimientos y películas, acudíamos juntos a la Filmoteca y deliberábamos abiertamente con Guerín sobre el proceso de la película mientras rodábamos en el Raval o, más tarde, en la sala de montaje. En este sentido, tengo que hablar de la generosidad de Guerín a la hora de compartir no sólo sus conocimientos, sino también sus dudas, sus pequeños o grandes naufragios mientras se hacía En construcción. Fue un proceso largo, laborioso y arriesgado, pero aprendimos muchísimo. Víctor Erice no formaba parte del Máster pero conoció desde el principio el proyecto escrito de El cielo gira y yo percibía que le había gustado. Después, a lo largo del rodaje y el montaje, me llamaba de vez en cuando y yo le comentaba también mis dudas, mis pequeños naufragios. Fue un gran apoyo moral para mí, que luego se convirtió en definitivo cuando le envié el primer montaje provisional de la película, de más de dos horas. En ese momento, su aprobación y la de Miguel Marías me salvaron, me quitaron un gran peso, y contribuyeron a que la película pudiera iniciar su recorrido. De Víctor Erice y su aquilatada obra, de lo que significa, poco puedo añadir yo. Pero me gustaría destacar algo: el riesgo y la ambición artística de El sol del membrillo hicieron de esta película una obra de referencia, quizá de influencia un tanto secreta o escondida, no muy visible, pero muy profunda y muy clara para muchos cineastas y obras en los últimos diez años. En cuanto a Joaquim Jordá, no sé cómo expresar mi agradecimiento, ahora que se nos ha ido. De su obra, de su abundante obra cinematográfica, testimonial, discursiva, siempre experimental pero nunca manierista, de su contribución traductora y literaria, tampoco puedo añadir mucho. Sólo diré una cosa, algo que creo que está presente sobre todo en sus últimos trabajos, como Monos como Becky, Veinte años no es nada o De niños: a Jordá le guiaba sobre todo su amor por el tema, por el contenido; le preocupaba comunicarlo y eso le llevaba a hacer películas. Lo demás, el estilo y otras vanidades, le daba igual. No tuve la suerte de trabajar para él, como otros alumnos del Máster, pero siempre me divertía cuando charlábamos y me alentaba en mis proyectos, con toda su humanidad. Me gustaría decir de él lo que dijo de Yasujiro Ozu su operador de cámara en Tokio Ga: «no era un director de cine, era un rey. Es más, era una buena persona».

El cielo gira, 2004, 115’

El viento africano, 1997, 14’