Ante la incertidumbre del Otro, elegir el cara a cara

Crónica y reflexión a partir del debate entre Óscar Quejido Alonso y Lydia de Tienda Palop

Autora: Julia Merino

El pasado jueves tuvimos en el Círculo de Bellas Artes la oportunidad de asistir a un
debate profundamente filosófico y humano, planteado por los ponentes Óscar Quejido
Alonso y Lydia de Tienda Palop, en el marco del ciclo de conferencias bajo el título de
¿Crisis o fracaso de la educación?

La conversación giró en torno al concepto de crisis y de conciencia ética, entendida
necesariamente desde el cuerpo como herramienta transformadora y de creación de
sentido. Una reflexión orientada hacia la necesidad de construir horizontes futuros
basados en un humanismo renovado, que reconozca al Mismo en el Otro.


La razón contra el cuerpo: una genealogía de la violencia.

La violencia hacia el cuerpo ha sido perpetuada desde corrientes filosóficas que
proponen la razón como el principio definitorio de la humanidad, desdeñando la
necesidad, como si esta no fuera igualmente humana. Aristóteles ya definía a los
“bárbaros” como aquellos desprovistos de capacidad de discurso, legitimando así el uso
de la violencia contra ellos. Los bárbaros, sometidos a la necesidad (a lo “prepolítico”: la
familia, el sustento, el cuerpo…) eran, para la lógica griega, esclavos naturales, que
debían ser “liberados”, si fuera necesario, por medio de la violencia.1

Este pensamiento, que opone razón y política a necesidad y corporalidad, se ha
mantenido a lo largo de la historia de Occidente como justificación para ejercer violencia
contra el Otro. San Agustín, por ejemplo, formula su teoría acerca de la guerra justa, y la
define como aquella que se hace por el bien del Estado y del orden, concebido este como
“la disposición de los seres iguales y desiguales, ocupando cada uno el lugar que le
corresponde”2. De esta manera, el mandamiento “No matarás” podía no aplicarse si el
asesinato estaba mediado por la justa causa del cristianismo o la restauración de “la
paz”3.


De Descartes a Hobbes: cuerpos sin discurso

Más adelante, el pensamiento cartesiano reinstala esta dicotomía. La razón vuelve a
imponerse frente al cuerpo. Con su famosa formulación “cogito ergo sum” (pienso, luego
existo) sostiene que la mente y el cuerpo son sustancias distintas, con la mente como
sustancia pensante y el cuerpo como sustancia extensa.

Establece, de esta manera, una diferencia entre los considerados sujetos, que son
aquellos que dudan, piensan, perciben y conocen, es decir, con capacidad de
construcción del discurso hegemónico, y objetos, pasivos ante la misma construcción.
Dentro de esta consideración de objetos, encontramos tanto la naturaleza, concebida
como espacio para la actuación y modificación del hombre, pasiva ante esta intrusión;
como a aquellos grupos humanos considerados subalternos por el hombre occidental,
por motivos raciales, de estamento o clase, de género… De nuevo, vuelve a justificarse el sometimiento y la violencia contra el Otro, desvinculado del pensamiento racional del
Mismo4.

Pero ¿qué ocurre cuando la racionalidad deja de ser una cualidad personal y pasa a ser
monopolio del Estado? Hobbes plantea que la asociación de un individuo a un Estado
consiste en la creación de un acuerdo social por el cual el hombre renuncia a su libertad,
al asociarse con otros hombres. Al unirnos al Estado, propone, renunciamos a nuestra
libertad individual para entregarla al poder soberano, un poder público que monopoliza el
derecho a definir y defender el sentido de palabras esenciales del lenguaje político, como
son el concepto de justicia, libertad o paz. Ante esta construcción de significados, los
ciudadanos quedarían relegados a meros espectadores, sin capacidad de acción sobre
ellos. En ese marco, el Otro, que no participa de ese pacto, es siempre potencial enemigo.
La guerra contra él puede ser narrada como defensa del orden, aunque esconda formas
soterradas de dominación5.

Desde este planteamiento, la ley civil vuelve a plantearse como un mecanismo regulador
de las pasiones del hombre; y la libertad como la desvinculación de la necesidad
prepolítica, puesto que en el ejercicio de tu libertad le cedes al poder soberano la
capacidad de elaboración del discurso hegemónico. Así, la guerra individual con otros
hombres, motivada por necesidades o pasiones inmediatas, restringiría nuestra libertad,
no sucediendo del mismo modo si la guerra se hace para preservar el orden libertario que
constituye el acuerdo social de vinculación con el Estado.


Auratizar el orden, deshumanizar al enemigo

En este marco, conceptos como ejército, frontera, justicia o maldad se tornan
construcciones culturales “auratizadas”: se presentan a través de un halo de sacralidad y
verdad universal, cuando en realidad se articulan narrativamente, respondiendo a un
cronotopo concreto.

La oposición entre lo humano y las necesidades que se manifiestan a través del cuerpo
contribuye a borrar la presencia concreta de los cuerpos que encarnan al Otro. Esta
ocultación facilita la legitimación de la violencia contra él, amparada en una estigmatización radical de aquellos sujetos que no son reconocidos como semejantes, según criterios como la etnia, la clase o la religión. El rostro del Otro es borrado. Su cuerpo se vuelve irrelevante, incluso invisible, para poder ejercer violencia sobre él sin culpa ni conflicto moral.

En este sentido, el progreso armamentístico ha estado siempre vinculado a la distancia: a
la capacidad de matar sin mirar, y de asesinar a masas cada vez mayores. La guerra
moderna se basa en la posibilidad de eliminar cuerpos sin necesidad de verlos,
reconocerlos, tocarlos. El Otro es disuelto en la masa, aglutinado como representación
legítima de un Estado o categoría, reducido a objetivo militar; al igual que el territorio,
desacralizado, para pasar a constituir un objetivo de destrucción masiva.

La legalidad impersonal por la que aboga la concepción liberal del Estado hace que las
personas dejen en manos de “El Mismo” la voluntad de ejercer la violencia contra “El
Otro”, puesto que abstraen la categoría de la mismidad y la alteridad hasta el punto en
que no son concebidas como conjuntos de seres humanos, en tanto que seres dignos de
respeto, sino de abanderados de aquella categoría que los aglutina. Es por esto que la
política busca desligarse por completo de la ética del cara-a-cara que propone Levinas,
puesto que aboga por la estigmatización más absoluta de los sujetos que no se conciben
categóricamente como semejantes, en base a muy diversas varas de medir, como
pudieran ser la etnia, la clase, la religión…

En esta concepción de la ética, propone el autor mencionado el Rostro como el modo por
el que se me presenta el Otro, se ofrece a mi mirada, siempre expuesto y amenazado,
desde una confianza en mi responsabilidad ética con él, previa a cualquier forma de
colectivización basada en unos ideales de libertad a través de los cuales se
institucionaliza al Otro como contrario al yo6.

Hacia una ética del encuentro

Frente a este panorama, la ética debe ser repensada. No como deontología o norma
impersonal, sino como defensa radical de la humanidad. No hay nada sagrado en los
Estados, las religiones o las fronteras, ni en los conceptos de justicia o bondad
defendidos desde una colectividad en un momento preciso. La ética es, por definición
(ēthikós, ἠθικός), relativa al carácter de uno.

Lo sagrado reside en el cuerpo, en su vulnerabilidad, en su hambre, su dolor, su deseo. En
la necesidad del Otro siempre puedo reconocer la mía. Un Otro que puede no parecerse
al Mismo en los términos culturales a los que vinculamos la razón, pero que, de igual
manera, tiene un cuerpo que expresa sus necesidades por cada uno de sus costados.
La única forma de resistir esta violencia estructural es volver al cara a cara. A la mirada
que reconoce, al cuerpo que escucha, a la presencia que no niega la diferencia, pero
tampoco la convierte en amenaza.


Una invitación a pensar desde el cuerpo

El encuentro en el Círculo de Bellas Artes fue, más que una conferencia, una invitación a
revisar los marcos con los que pensamos la justicia, la paz, la violencia y la ética. A no dar
por sentadas las categorías que rigen el mundo. A recordar que toda política es siempre,
también, una política del cuerpo.

Y, sobre todo, a mirar. A no apartar la vista. A elegir, incluso en la incertidumbre, el cara a
cara.


1 “La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden” En Aristóteles. (1988). Política (M. García Valdés, Trans.). Gredos, p. 46-47.


2 Agustín de Hipona. (2000). Libro XIX, capítulo 13. En La ciudad de Dios (L. Cortés, Trans., 2.ª ed.). Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original escrita ca. 426).

3“Por este motivo, no obraron en absoluto contra este precepto en el que se ordenó no matarás quienes hicieron la guerra por orden de Dios o quienes, desempeñando un cargo público castigaron con la muerte a los criminales según sus leyes, es decir, según el poder de la justísima razón” En Agustín de Hipona. (2007). La ciudad de Dios: Libros I–VII (R. M. Marina Sáez, Trad.). Gredos. (Obra original publicada ca. 426), p. 110.

4 Descartes, R. (1997). Meditaciones metafísicas (J. Gaos, Trad.). Madrid: Editorial Gredos. (Obra original publicada en 1641).

5“Cada hombre debe esforzarse por la paz mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra” En Hobbes, T. (2005). Leviatán (M. Sánchez, Trad.). Fondo de Cultura Económica (FCE). (Trabajo original publicado en 1651).

6 “[…] no es en absoluto una forma plástica como un retrato; la relación con el Rostro es, por una parte, una relación con lo absolutamente débil —lo que está expuesto absolutamente, lo que está desnudo y despojado—, es la relación con lo desnudo y, en consecuencia, con quien está solo y puede sufrir ese supremo abandono que llamamos muerte; así pues, en el Rostro del otro está siempre la muerte del otro y también, en cierto modo, una incitación al asesinato, la tentación de llegar hasta el final, de despreciar completamente al otro; y, por otra parte y al mismo tiempo — esto es lo paradójico—, el Rostro es también el ‘No-matarás’. Un no matarás que también puede explicitarse más: es el hecho de que no puedo dejar a otro morir solo, de que hay una suerte de apelación en mí; vemos así, y esto es lo que me parece importante, que la relación con otro no es simétrica, […] él es ante todo de quien yo soy responsable” En Levinas, E. (2001) Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro. (J. L. Pardo, Trad.). Pre-textos. (Trabajo original publicado en 1993), pp. 130-131.