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Julián Jiménez Heffernan

Palabras para Gamoneda

Hay caminos de amargura
de mi boca a tus mejillas.
La desnudez de tus pechos
pone en mi mano ceniza.

Acaso entre tu mirada
y mi voz los muertos vibran.

–Primeros poemas. La tierra y los labios (1947-1953)

En 1922 Heidegger enunció una sospecha que acabaría inundando los catecismos del existencialismo: «El hecho de tener ante sí la inminencia de la muerte […] es un elemento constitutivo de la estructura ontológica de la facticiad […]. La muerte, entendida de este manera, ofrece a la vida una perspectiva…» (Informe Natorp) En El cuerpo de los símbolos Gamoneda escribe: «La poesía existe porque existe la muerte, y lo sabemos»; «la poesía es el arte de la memoria en perspectiva de la muerte». El poeta pondera el desafío: no sólo ya escribir desde el miedo, sino «construir un objeto de arte con el miedo a la muerte». Este breve poema de 1948 escenifica con creces estos supuestos. Entre el cuerpo del amante y el de la amada hay un espesor impenetrable, de amarguras y cenizas, una vibración de muertos, que obstruye el encuentro erótico. O quizás no. Quizás, como sucede ya en el modernismo superrealista, la muerte y sus señales sirvan para intensificar el episodio amoroso, para darle «perspectiva». La muerte, pues, como meta y retardante ocultos de la lírica, como en la canción: «Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña». Pero los modernistas, plenos de pathos gótico, resituaron dicha muerte en el escaparate. En sus veinte poemas Neruda colocó el schopenhaueriano «dolor infinito» a los pies de la cama, para no perderlo de vista. Un dolor tatuado en «tus ojos de luto». De ahí a la ceniza proemial de Residencia en la tierra, escrita por un muerto anticipado que espía «el luto de las viudas» y el «luto de viudo furioso». Surge un patrón recurrente, la sensación de que la muerte bulle desde abajo, reclamando dominio: «bajo mi balcón esos muertos terribles», «de bodega con muertos», «palabras como niños ahogados», «pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos». En el poema «Sólo la muerte» esta figura se vuelve siniestra. Ahora es la cama, templo de eros, la que cobija a los muertos: «La muerte está en los catres: / en los colchones lentos, en las frazadas negras / vive tendida, y de repente sopla: / sopla un sonido oscuro que hincha sábanas». Pocos años después, Lorca escribió una cosa similar: «Tu vientre es una lucha de raíces, / tus labios son un alba sin contorno. / Bajo las rosas tibias de la cama / los muertos gimen esperando turno» («Casida de la mujer tendida»).

Ésa es la vibración de muertos que se interpone entre la mirada de su amada y la voz de Gamoneda. El amor se vuelve más intenso en perspectiva de su límite, tropezando con su anágke, la determinación sepulcral de un principio de realidad que es ya Totlust, pulsión de muerte. Y es que sólo bajo el lecho de la muerte se contempla el rostro cierto de la amada: «Why I descend into this bed of death / is partly to behold my lady’s face» (Romeo and Juliet, 5, 3, 28-29). ¿Retardante artificial de principiante? ¿Fetichismo funeral barroco? Creo que era Resines quien, en Ópera Prima, aconsejaba a Ladoire que pensase en la muerte al hacer el amor, para así retardar la llegada y efectos del orgasmo. Pues eso.