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Olvido García Valdés

Palabras para Gamoneda

El cinturón de álamos es oloroso bajo los manantiales de marzo y en los vertederos se insinúan flores lívidas junto a la fermentación de las hogueras subterráneas. Son las flores cándidas y venenosas de los extrarradios y su fertilidad conduce a la infancia, a una población de establos en el camino de Trobajo, donde existía un vértigo azul presidido por el milano y animales muertos entre las sendas y las viñas. Eran los días grandes. Para siempre, la ciudad fue fundada en la claridad del miedo.

–Lápidas (1977-1986)

Un poema es un lugar raro. De la mayor fijeza –lápida– y, al tiempo, de una extraña movilidad –conducto, vértigo–. Exacto y veloz, nos afecta de un modo difícil de aprehender. Cómo funciona eso que nos afecta. Cómo se propaga cierto reverberar, cómo encarna en sucesivas membranas la resonancia de una inflamación.

Este poema enuncia cuatro oraciones. La primera describe un paisaje diseccionado en planos a diferentes alturas: manantiales, cinturón de álamos, florecillas, fermentación subterránea; el presente es marzo. La segunda abre una vía temporal –conducto– entre ese presente y un pasado remoto –infancia– que a su vez acarrea otro paisaje: senderos, viñas, animales muertos; traza en ese paisaje la vertical aérea, alas de milano en el cielo. La oración tercera dilata el tiempo: eran los días grandes. La cuarta propone el sentido de ese trayecto trasladando su objeto –objeto de la memoria– a una validez intemporal.

Suelen las lápidas acoger fechas y signos inscritos para que perduren: «mi tiempo es otro tiempo». Casi imperceptibles brotan flores; son cándidas, son lívidas, venenosas. La poesía moderna inició su andadura en la sensibilidad de esta adjetivación enfermiza. Su pregnancia, aquí, es contigua de una temperatura natural –el frescor de marzo, el agua de los manantiales y la corteza de los álamos–. Esa vista olorosa. Un mundo de extrarradio, hay vertederos, una poética del ejido que atraviesa una y otra vez la frontera, los límites entre naturaleza y comunidad. Acá y allá; arriba y abajo, también: del subterráneo reino de Perséfone a la claridad de los días crecidos. Como por oleadas, desde el presente –«es», «son»– y merced a un calor del subsuelo, atravesamos el mantillo de la memoria individual para alcanzar coordenadas de una memoria colectiva –«eran», «para siempre, la ciudad fue fundada»–. Fermento, fertilidad: inflamación de las mucosas, algo ominoso que se cierne, sustancias inflamables –alcoholes, gases, putrefacción–; hogueras subterráneas, flamma. Y demorarse en la contemplación de la cosa perdida –fertilidad de lo muerto, memoria y conmemoración.

Tal vez la mítica apropiación de Prometeo, el robo del fuego fundador, fue sólo signo de la aparición de un nuevo sentido, de la escucha de un ritmo, de una fricción; y es sabido que en ciertas lenguas semíticas, en sánscrito, en escandinavo y en turco-tártaro la dignidad de la posesión del fuego está unida a la posesión de las canciones. Un fuego, como una fiebre, late en las imágenes –aquello, aquí–, prende en ellas –amenaza, dolor, muerte–, arde el amor en hogueras subterráneas; un pasado se inflama: la ciudad fue fundada: la claridad del miedo.