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Miguel Casado

Palabras para Gamoneda

Hay una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que invierno en las ramas inmóviles, y todos los signos están vacíos.
Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.
Va a entrar el día en la habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.
Queda un placer: ardemos
en palabras incomprensibles.

–Arden las pérdidas, Viene el olvido (1993-2003)

Una serie de enunciaciones secas se suceden, en tiempo presente, sin nexos entre ellas, pura yuxtaposición. La voz gradúa, sin embargo, su tempo: las agrupa, las dispersa, aísla o empareja, enfatiza al final mediante el verso y el espacio en blanco; toma la voz la iniciativa, como si dibujara una partitura para leer; lo estático en ella parece móvil.

Enunciaciones que se presentan al margen del espacio, se integran en un monólogo interior, como emergencias aisladas de un proceso que no se relata. No pertenecen a un espacio determinado, porque no aceptan límites, no se deslindan: lamen lo invisible, aunque lo que sólo es apariencia tiene una esquirla de madera encendida. Sensoriales y abstractas, reales y simbólicas, su existencia sólo cabe en la voz; voz seca, dueña de una música que surge con ella.

Ciertos elementos resultan conocidos, traen su eco, oídos (¿vistos?) ya otras veces: la sutura negra que se declaró inútil; la habitación que fue obstinada, y las avefrías que volaron de un poema dejando sólo al invierno en las ramas inmóviles. Sin embargo, aquellos días, cualesquiera días anteriores, eran atravesados por los símbolos, y en éstos de ahora, días o voces, «todos los signos están vacíos».

Todo ha quedado mudo como si las palabras hubieran dejado de significar. Habitación calcinada: después de la intensidad en que ardió, ha quedado reducida a ceniza. El escritor encuentra la vejez como silencio de los símbolos, los que siempre le hablaban, hablaban en él; no es el silencio preñado de significación de los místicos («Quid pax, silentium immobilitas in Deo», escribía Ficino), sino la aridez de que algunos de ellos también dieron cuenta; pero, si a veces esa sequedad era umbral, otras, como aquí también, se hallaba al término. El paisaje de Gamoneda desde Descripción de la mentira es un paisaje final, postemporal; en este poema, si cabe decirlo, lo es aún más, al margen ya de medidas y retracciones.

Final, postemporal: el diccionario hace imposible esta lógica y en tal imposibilidad convendría detenerse: «Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán». La muerte es previa, dada de antemano (una infancia criada en el olor de la muerte), y es también espera; y eso basta para transformar la vida, que se nombra como mero paréntesis, en gesto afirmativo.

Lo extraño de esta afirmación es el sujeto: hacía tiempo que no se leía nosotros en los poemas de Gamoneda. La imagen de los huesos y de los perros subraya la carencia, y acaba refiriéndola a la falta de sentido: la vida habría de ser algo que alguien recogiera, de lo que alguien sacara partido, aunque fuera lo más descarnado y seco, el residuo, el resto, los restos por excelencia.

Y nadie lo recoge: «ardemos en palabras incomprensibles». Lo calcinado arde en la imposibilidad (igual que lo postemporal se sucede absurdamente a sí mismo), y el poema se sitúa fuera del sentido, se afirma en su discurrir al margen de la vida muda, sin restañarla ni suturarla, compartiendo con ella su falta de respuestas. Como se lee en otro poema de Arden las pérdidas: «Así las cosas, / la locura es perfecta».

«La palabra sobreviviente –escribía Lyotard– implica que una entidad que ha muerto o que debería haber muerto, aún está viva». Esa extraña vuelta de tuerca. ¿Es ahí donde arraiga el placer?