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Comunicación a la Asociación de Escritores Portugueses

Mário Cesariny
Traducción Elena Bonnemort

Un hombre que tradujo un considerable número de poemas de Fernando Pessoa al inglés, y que lo hizo con bastante habilidad, fue visto por las calles de Lisboa llevando consigo un manual de conversación portugués-inglés / inglés-portugués. Alguien señaló lo hilarante del asunto: el hombre que había traducido –y seguía haciéndolo– las obras de uno de los mayores poetas portugueses necesitaba un manual de preguntas y respuestas para ir por Lisboa. El traductor, Jonathan Griffin, perfectamente consciente de la ironía de la situación, con un guiño de sus ojos azules, replicó: «Es que no entiendo lo que dice la gente».

Un hombre que tradujo un considerable número de poemas de Fernando Pessoa al inglés, y que lo hizo con bastante habilidad, fue visto por las calles de Lisboa llevando consigo un manual de conversación portugués-inglés / inglés-portugués. Alguien señaló lo hilarante del asunto: el hombre que había traducido –y seguía haciéndolo– las obras de uno de los mayores poetas portugueses necesitaba un manual de preguntas y respuestas para ir por Lisboa. El traductor, Jonathan Griffin, perfectamente consciente de la ironía de la situación, con un guiño de sus ojos azules, replicó: «Es que no entiendo lo que dice la gente».

El gracioso incidente de hace dos años apunta a un problema serio que, en mi opinión, merece que le dediquemos la mayor atención.

Constituye, en primer lugar, un llamamiento al trabajo, al estudio y la aplicación de una reforma en profundidad del lenguaje literario de Portugal, al menos por lo que toca al estilo vacuo y enrarecido que se ha ido desarrollando en la literatura portuguesa desde el siglo XVI.

Resulta obvio, incluso a ojos de quien nunca se haya parado a reflexionar sobre ello, que existe un abismo creciente entre el lenguaje de la gente, privado como está del derecho a ser considerado lengua oficial, y el llamado lenguaje cultivado, que la burguesía se ha apropiado para su uso. Esa apropiación se convirtió en una usurpación dictatorial en el momento en que se codificó como gramática oficial. En las escuelas primaria y secundaria, e incluso en las universidades, la burguesía impuso y continúa imponiendo una lengua muy distinta de la que habla la gente. Y digo «habla» y no «escribe» puesto que al maestro (más primate que de primaria) le faltará tiempo para decirles ¡que no saben escribir!

Desde el momento mismo en que comencé a oír, los logros en términos de estilo registrados en la escritura de nuestras plumas más refinadas tuvieron un impacto áspero en mis oídos, que contrastaba hondamente con la profunda resonancia y solemnidad de las expresiones que oía de boca de personas que no escribían y que, probablemente, ni siquiera sabían leer. Las expresiones más relevantes y profundas –casi sagradas, cabría decir, en términos de contenido real y de reflejo vivo del hablante y de su herencia lingüística– que he escuchado, provenían de la gente del campo, tanto del norte como del sur de esta provincia central de Estremadura, mientras que el más vivaz, quizá el más atento y consciente de los instintos esenciales de ataque y defensa del hablante, procedía de los habitantes de las ciudades. Por lo que concierne a estos últimos, y limitándome exclusivamente a Lisboa, hay un fenómeno extraordinario que es preciso señalar: sus expresiones son las de los autos de Gil Vicente (del siglo XVI), que en nada se asemejan a las de los partidarios de la retórica que se convirtieron en doctrina legal, y bajo las cuales nosotros, hombres de letras, nos asfixiamos en el aburrimiento y en la moralidad fonética, morfológica y sintáctica.

Ya Garrett y otros revolucionarios liberales de 1820 sintieron esto mismo, y esta conciencia permitió al poeta de Viagens na Minha Terra crear nada menos que el teatro portugués moderno. Es obvio que la burguesía ascendente promovió, frente a los esfuerzos de Garrett y Herculano, una política de tierra quemada, eligiendo hablar francés en los salones antes que arriesgarse a oír palabras «desagradables» en la ciudad y el campo.

Ahora, desde el 25 de Abril, podemos hacer mucho más que limitarnos a impulsar una liberalización con el objeto de revitalizar la literatura portuguesa. Si permitimos que, una vez más, la supuestamente anhelada obra de arte se nos imponga desde arriba, en lugar de ser cosechada de la tierra –cuyo único canon es la verdadera naturaleza de las cosas–, se producirá un rápido estancamiento.

Como ejemplo perfecto de la evolución de la escritura entre nosotros, tal como se desarrolló en manos de beatíficos maestros y doctores en latín –en oposición, repito, a la libre expresión de un pueblo más fiel a sí mismo en su herencia árabe y visigótica– siempre cito la versión íntegra en «portugués moderno» de la Peregrinaçao de Fernão Mendes Pinto, realizada por Adolfo Casais Monteiro y publicada en 1952. Con el debido respeto, y yo respeto profundamente al poeta de Sempre e Sem Fim, lo cierto es que el aggiornamento consiste tan solo en una exclusión apopléjico-ataráxica de todas las cualidades maravillosamente expresivas del texto original. Y como modelos de portugués bien escrito, cuyo único propósito es tiranizar y lucirse, cito siempre los discursos del Dr. Salazar y A ceia dos Cardeais del Dr. Júlio Dantas.

Esta usurpación del lenguaje al servicio de una clase explotadora, que también corrompió a las demás clases, fue particularmente desastrosa en Portugal, dado el sendero servil y monacal por el que siempre hemos transitado. Es muy común decir, mirando hacia arriba en actitud de adoración, que Camoes fue un poeta genial por, entre otras causas, haber creado el portugués moderno, la lengua que hablamos hoy. Lo que es bien cierto, y no pasa de ser un comentario casual, es que el Renacimiento y la invención de la «Patria» fueron obra de un puñado de familias empeñadas en librarse de todas las demás. Y también es cierto que la burguesía portuguesa comenzó a enviar a su prole a los retóricos, y a las farmacias a comprar anticonceptivos. En consecuencia, jamás dieron nacimiento a nada y jamás nada fue de su agrado hasta cuatro siglos más tarde, cuando Pessoa escribió aquel otro libro extraordinario, A Mensagem: extraordinario por su manipulación del lenguaje y su simbolismo reaccionario. Un buen juez del camino recorrido desde los Cronistas hasta el presente es Teixeira de Pascoaes, quien dijo: «Tendríamos que sustituir el selecto libro Lusiadas por los autos populares de Gil Vicente».

Debemos dar rienda suelta a la lengua portuguesa, pero no con el propósito de descubrir en ella algún arcaísmo nostálgico y marchito, y menos aún con el objeto de imponer las normas de la dictadura burguesa sobre la gente, a la que ahora se permite cierto acceso a la cultura.

Como comienzo, establezco aquí y ahora un plan de seis puntos que será inmediatamente remitido al Ministerio de Educación y Cultura:

  1. La libertad de expresión más amplia posible, otorgada por la Carta de Derechos, que salvaguardará el espíritu revolucionario moral, político y social.
  2. La libertad, relacionada con la anterior, de escribir sin plegarse a los preceptos gramaticales portugueses actuales, e incluso en total oposición a éstos.
  3. Renuncia inmediata a las reglas ortográficas establecidas en las décadas recientes.
  4. Formación de brigadas que peinarán el país en busca del lenguaje hablado por la gente (esta tarea se desarrollará simultáneamente en el campo de la música y se beneficiará de técnicas similares a las ya utilizadas por Fernando Lopes-Graça y Michel Giacometti en este ámbito).
  5. Establecimiento de una cátedra universitaria de Revolución de la Lengua Portuguesa.
  6. Utilización, en la educación primaria, de un sistema abierto y mudable de códigos de lengua hasta que puedan elaborarse unos nuevos.