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1.000 palabras sobre el muro

Antón Patiño
Fotografías © Estate Brassaï - RMN

¿Por qué están los muros tan cargados de expresividad? La magia del muro se vincula a la memoria profunda. Parece reflejar la deriva informe de la pobreza, el devenir de huellas convulsas, el latido de la guerra, rastros y vestigios emocionales, el paso del tiempo como naufragio. Todo permanece tatuado en un soporte paralelo: compañero de nuestra precaria verticalidad. El animal simbólico, como ser alzado, encuentra en el muro un testigo decisivo. El muro avanza en el horizonte de una incierta travesía existencial. Material-memoria, como escribió José Ángel Valente. Muro como relato donde el impulso del azar traza una constelación de signos inquietos.

Palabras ilegibles como texturas aleatorias. Mensajes anónimos garabateados en una escritura de urgencia. Ideograma del desamparo existencial. La posguerra y el muro establecen una alianza hecha de dolorosas afinidades. Inventario de escombros urbanos. El tiempo registrado en las huellas sin nombre. Arañazos inciertos y trazos rotos. Heridas visuales como cicatrices que nos contemplan desde paredes olvidadas. Existe una poética pictórica del muro. En los años cuarenta parece establecerse una relación entre el drama existencial y esas paredes torturadas. Tapias de la muerte en muchas ocasiones. Como si aquellos sórdidos muros hubieran sido testigos silentes de muchas ejecuciones. Paredón de trágico recuerdo. El muro es también espacio de tránsito en los avatares del juego. Soporte privilegiado del inconsciente activo. Pulsión pictórica en libertad. Pocos como Tàpies hicieron del muro (de la expresiva sonoridad del propio apellido) un universo de tapias y grietas visuales. Desasosiego y drama. X del tachón que impugna. La censura que sepulta el grito. La arruga, el pliegue. Huellas y desgarraduras. Agujeros en la materia: agrietamientos y relieves. Oquedades irregulares. Jirones de angustia. Lo informe toma cuerpo como una protuberancia orgánica que vibra. El secreto de la materia estalla solemne frente a la mirada perpleja.

Corazones superpuestos en un enmarañado palimpsesto de afectos. Estratos vertiginosos del tiempo perdido. Obscenos graffiti que hablan en un lenguaje primario: desinhibida y promiscua pintura rupestre (urbana). El muro siempre estuvo ahí: en la vertical de nuestros sueños alzados. Inscripción del deseo. Vulvas pintadas por niños. Genitales esquemáticos como provocativas proclamas gráficas. Palabras que quieren ser sucias como reiterados manchones. Tiempo de juego en la calle. En los aledaños donde la ciudad pierde su nombre: deambulan las niñas de suburbio pintadas por Barjola. Solitarios perros sin nombre (hechos sólo de sombra) en tristes descampados en penumbra. Tierra de nadie como nebulosa entre naturaleza y cultura: detritus de civilización. Alguna pintada política como ideograma de resistencia social. Cuatro trazos que claman por la subversión. Un grito de justicia intemporal asocia pobreza y muro.

Surcos hirientes como marcas en la piel. Expresionismo terminal. El vacío horada en las piezas de Giacometti conjurando la ceremonia de la ausencia. El aire recorre una travesía póstuma. El retrato de la madre está hecho por unos cuantos arañazos en el espacio. Maraña de líneas inquietas que configuran un rostro. Unos ojos y el vacío (¡siempre el vacio!) detrás de la cabeza. El aire trabaja implacable: el «gran escultor» se toma su tiempo. La fijeza definitiva, el rigor mortis: toda figura es un enunciado provisional. Frente a la alianza de vacío y materia en la alquimia definitiva.

Rostros arrugados surgen desde el muro como paisaje de una psique escindida (cuerpo y alma dolorida en Antonin Artaud). Glosolalia visual: acción atormentada y ritual autodestructivo. Los seres-filamento de Henri Michaux en la peregrinación frenética del trazo: seres hechos de partículas. Registro de exploraciones visuales. Gesto motor como impronta dinámica. Captar el propio movimiento: el placer del trazo. Vocabulario insomne: fijar vértigos es la consigna. Automatismo gestual y recurrencias veloces. Intersección de dos mundos: el tránsito horizontal del tiempo se encuentra con la frontera vertical. Muro como espacio alzado. Mapa ingrávido del sueño del trazo. Arquetipos e incisiones. Grafía mítica rescatada desde el oscuro subsuelo del mito. Libidinal sedimento obsceno. Promiscuo palimpsesto primitivo.

El muro tiene también mucho de poesía de la tierra: adobe, ladrillo, cemento, piedra. Evocación de una materia primordial transformada. Reencuentro con el caos de un barro primigenio. Ancestral sugestión telúrica. Burri, Brassaï, Dubuffett, Tàpies, Fautrier… una larga relación de nombres vinculados al expresivo lenguaje de los muros lacerados. El muro permite registrar el paso del tiempo. Hay un relato (grabado y superpuesto) en las inscripciones, en los grafismos tatuados en la pared. Los «otrages» de Fautrier: extrañamiento frente a la materia como proceso. Surge un arte otro, siempre alerta al sentimiento atávico interiorizado. Aproximación nocturna a una naturaleza interior como terra incognita. Oscuro océano de turbulencias a partir de una subjetividad descentrada. A la búsqueda de un último sedimento de sentido. El muro es límite: término y paradójico espacio originario, al mismo tiempo. Meta (ámbito de reencuentro) como origen. El misterio del muro guarda latente los grandes interrogantes existenciales. Espacio de conflicto donde chocan lamentos y preguntas (sin respuesta). La fuerza evocativa de la materia y el malestar de la cultura se entrecruzan. La imaginación creadora balbucea agónicas preguntas beckettianas que brotan como imágenes absurdas desde una pared desconchada. El arte informal hace del azar un nuevo punto de encuentro. Muro como tabula rasa: primitivos contemporáneos al encuentro de un renovado comienzo. El nihilismo como tachadura. Borrones que impugnan. Sujeto-tachadura avanza hacia la x. Fin de trayecto. Han sido borradas, una a una, las viejas respuestas. Una nueva precariedad se alza como muro ante la mirada atónita de un sujeto tambaleante. El emblema del muro es lo que queda después de dinamitar todas las certidumbres. A la intemperie (ojos sin párpados) bajo el peso de un cielo vacío.

Los graffiti hoy, en la estela pulsional de un Basquiat o después de la eficaz comunicación icónica en Keith Haring y su alfabeto multicolor (de un tatuaje-mundo). Murales como explosiones. En el espacio hiperescriturado de la ciudad moderna los graffiti sobreviven como contrapoder. Emiten una convulsa señal de supervivencia. Marca territorial y espacio de imaginación. Subversión gráfica y ámbito de dominio simbólico. Garabatos insurgentes y colores eléctricos (selva de símbolos superpuestos). Barrocas firmas hechas de ritmo y pulsión. Una nueva generación empuña las armas del pintarrajeo total. El imperio del vértigo lineal: la caligrafía del ritmo como eje del incesante viaje del ojo.

Urbano Lugrís: viaje al corazón del océano, Vigo, Edicións Nigra Trea, 2008

Caosmos: encrucijada y espacio simbólico, Madrid, Roberto Ferrer Ed., 2007

Antón Patiño. Metamorfosis y laberinto, Pontevedra, Diputación Provincial de Pontevedra, 2006

Océano e silencio, Pontevedra, Diputación Provincial de Pontevedra, 2006

Mapa ingrávido, Murcia, CENDEAC, 2005

Reimundo Patiño, Vigo, Edicións A Nosa Terra, 2005

Eduardo Chillida, Ourense, Diputación Provincial de Ourense, 2003

Xurxo Lobato: la mirada encrucijada, Madrid, La Fábrica, 2001

Hai suficiente infinito, Vigo, Edicións Xerais de Galicia, 1998 [con Xavier Seoane]

Eco, Madrid, Arte e Ilusión, 1994

Xeometría líquida, Santiago de Compostela, Edicións Positivas, 1993