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El leopardo en las cumbres

Encuentro con Juan Marsé

Juan Marsé
Fotografía Minerva y Leopoldo Pomés

Juan Marsé es uno de los mejores y más influyentes escritores españoles del siglo XX. Sus novelas han reinventado la narrativa en castellano y se han convertido en un punto de referencia para sucesivas generaciones de escritores. En 2008 Marsé recibió el Premio Cervantes, colofón de una dilatada trayectoria que no siempre ha recibido el reconocimiento que merece. El 22 de abril visitó el CBA para inaugurar la XIII Lectura Continuada del Quijote y protagonizar un encuentro, moderado por el escritor Isaac Rosa, con estudiantes de bachillerato a cuyas preguntas respondió. Reproducimos a continuación algunos fragmentos de esta intervención.

LITERATURA DE QUIOSCO

Mis primeras lecturas fueron novelas de aventuras de aquellas que se compraban en los quioscos, como las de Salgari, y el primer gran descubrimiento fue por supuesto La isla del tesoro de Stevenson. Recuerdo también una colección que se llamaba Cuentos y leyendas, a través de la cual –en traducciones quizás no muy ortodoxas– conocí a los primeros rusos, como los cuentos de Tolstoi. Aunque sobre todo leía, a los doce años, novela policíaca y del oeste. Todas las novelas de Raymond Chandler, Dashiel Hammett, las de Sherlock Holmes, y Las aventuras del padre Brown, de Chesterton, que es un grandísimo escritor. En una de ellas el padre Brown afirma: «Los hombres, desde que no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que se lo creen todo». Y en otra: «Este general, visto desde la espalda, es el hombre que necesita la patria».

El descubrimiento de una literatura más seria se produjo a través de Guerra y paz de Tolstoi, y de la obra de Dostoievski y Balzac; la novela del diecinueve en general fue para mí importantísima. En materia de libros no tenía a nadie que me aconsejara, eran elecciones puramente intuitivas, que fui realizando por mi cuenta. En los años cuarenta atravesé una fase en la que leía muchísimo a algunos novelistas de moda entonces, se encontraban en casi todas las casas de la gente que yo conocía, y que hoy en cambio están prácticamente olvidados –aunque no todos, Stefan Zweig ha vivido últimamente un bien merecido resurgimiento–, como Cecil Roberts, Vicky Baum o Papini, con una obra exótica que hablaba de países tropicales, de amor. De todas aquellas lecturas me ha quedado algún poso, el recuerdo, por ejemplo, de los cuentos de Somerset Maugham –muy buenos en mi opinión– y alguna de sus novelas, como Servidumbre humana, pero de entre todos ellos destacaría a Stefan Zweig.

He hecho una pequeña lista de los que encontré en mi propia casa, que eran Genoveva de Brabante, Humillados y ofendidos –el primero de Dostoievski que leí–, y Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs. También pasó por mis manos la colección completa de El Coyote y muchas novelas del oeste; toda esa mitología que tenía mucho que ver con el cine, hasta que de repente me volví muy riguroso, serio y formal y de una manera sistemática empecé a leer a Proust y a los más importantes escritores, que son la base de los siglos XIX y XX: Joyce, Dickens... De entre nuestra literatura, me impresionó especialmente La Regenta, de Clarín, y sobre todo Galdós y Baroja.

Recuerdo la anécdota de una hoguera que hizo mi familia con documentos y libros inmediatamente después de la Guerra, porque mi padre era rojo, separatista y republicano. El objetivo era en realidad eliminar documentos comprometedores, pero el temor les llevó a quemar también algunos libros que, de haber sido encontrados, no habrían supuesto seguramente ningún problema. Mi padre cogió por error una novelita mía de quiosco protagonizada por Bill Barnes, el Aventurero del Aire, que pertenecía a la colección «Hombres Audaces», y costaba sesenta céntimos. La vi arder y me supuso un disgusto tremendo, un berrinche. Mi padre trató de convencerme de que no había que ponerse así, que era una novela y nada más, pero no funcionó.

LA COCINA DEL ESCRITOR

Nunca me ha gustado cultivar la imagen pública del escritor –aunque hay algo de coquetería en ello– ni tampoco desplegar teorías acerca del arte de escribir, por eso no doy conferencias, pero sí me gusta participar en coloquios con los lectores. Cuando se me formulan preguntas acerca del oficio o sobre cuál es exactamente la finalidad de la literatura contesto lo mejor que puedo, porque no tengo las ideas muy claras al respecto, salvo dos o tres que son las de entretener ilustrando.

Por el contrario, en el panorama literario actual –del que tengo, en general, una impresión positiva, puesto que existe una gran multiplicidad de tendencias y de estilos– observo quizás un exceso de metaliteratura, un planteamiento del tipo «voy a escribir una historia y al mismo tiempo les voy a contar cómo la escribo». Lo que a mí realmente me interesa es la historia, no cómo se ha gestado. Eso es ya meterse en la cocina del escritor, y siempre digo que es mejor no entrar porque está llena de humos y refritos.

Reaccionaría de la misma manera si un carpintero me dijera: «le voy a hacer esta silla, pero le voy a explicar además cómo la hago». Le contestaría «no, usted la hace y punto». Se trata de una actitud que no me convence, ya que siento tanto apego por la ficción que me gusta que lo sea plenamente. ¿Por qué ese cierto descrédito del argumento de la historia, de la simple capacidad de narrar, de ser capaz de levantar unos personajes, una situación, un clima y una atmósfera que es puramente inventada? Se trata de literatura que se devora a sí misma, que habla solamente de libros, y mis preferencias van por otro lado.

No digo que no sea una fórmula válida, puesto que la gran virtud de la novela es la libertad y hay que respetar eso en primera instancia. Sin embargo, la literatura es cuestión de gustos y los gustos implican unas limitaciones. En la medida en que a mí me gusta muchísimo Dickens estoy negado para admirar totalmente el Ulises de Joyce. Ya sé que es un gran libro, de un altísimo valor poético y lingüístico, pero como novela prefiero otras, con las que disfruto más.

VOCACIÓN DE NARRADOR

Empecé a escribir de una forma muy caprichosa, sin ningún fundamento, algo que parece más soñado que vivido. Fue en el pueblo de mis abuelos, en el año cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco, cuando me dio por describir algo que veía: en esa época pasaban carromatos de gitanos; se paraban unos días alrededor del pueblo, acampaban y se dedicaban a restañar paraguas, cacerolas y ollas. Las mujeres solían robar alguna gallina. A los chicos del pueblo nos gustaba mucho espiarles y en realidad les envidiábamos, porque pensábamos que llevaban una vida viajera y aventurera. Uno de ellos tenía un megáfono y cantaba canciones, sin música, que además llevaba impresa en unos folletos para venderla. Recuerdo una canción que se llamaba Caravana, que trataba de los amores de una pareja en una caravana. Fue tan impresionante que me dije «voy a escribir un cuento sobre estos gitanos y sobre ese hombre que canta». No me dije «voy a ser escritor» sino «voy a escribir esto».

La conciencia de la vocación fue una cosa más complicada y llegó mucho después, de una forma bastante imprecisa. Yo diría que la primera vez que pensé que podría ser escritor fue cuando leí el relato de Hemingway Las nieves del Kilimanjaro. El epígrafe que lo encabeza es la simple descripción del Kilimanjaro y del esqueleto helado de un leopardo que está allí. Esa descripción y el interrogante final que siembra Hemingway –«nadie se explica qué fue a buscar el leopardo a esas alturas»– fue la semilla de mi vocación y continúa ahí, siempre lo he recordado. Aquel interrogante me impresionó mucho y me planteó una especie de adivinanza.

ARTESANO DE LA PALABRA

Trabajé desde los trece años en un taller de joyería de mi barrio, de manera que cuando presenté mi primera novela y Carlos Barral, el editor, me recibió y le conté dónde trabajaba, hubo cierto desconcierto porque venía de un medio al que ellos no estaban acostumbrados. En aquella época un porcentaje elevadísimo de estudiantes universitarios provenía casi exclusivamente de la burguesía catalana, no del sector obrero. En la actualidad la situación ha cambiado mucho. Josep M.ª Castellet, el crítico que hacía informes de lectura para la editorial, el propio Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma tuvieron la idea de que me marchara a París. Sin explicitarlo, tal vez pensaron: «este chico necesita un baño de cosmopolitismo, de cultura. Que se vaya a París». Por otra parte yo tenía muchas ganas de irme de Barcelona, de España, que en los años cincuenta era un país asfixiante, no podías ir a ver buen cine ni conseguir los libros que querías leer. Resultaba incluso muy difícil la relación con los demás, con las chicas, sobre todo, había una represión muy grande. París era en aquel entonces una referencia cultural y bohemia y todo eso resultaba muy estimulante. Hoy no sé dónde van los jóvenes, si a Katmandú o a otro lugar. Entonces París era una ciudad extraordinaria, hermosísima. Finalmente viajé hasta allí, con una bolsa de viaje que me proporcionó un organismo llamado Congreso por la Cultura, al cual estaba vinculado Castellet, y que me duró apenas un mes. Volví a Barcelona, pero con la idea de regresar a París sin dinero, buscar trabajo y quedarme allí por lo menos un par de años, aprender francés y después, de nuevo en España, vivir de las traducciones. Una idea disparatada porque estaban muy mal pagadas, sobre todo si uno se lo tomaba en serio. La novela sobre el mundo obrero y sus afanes nunca la escribí, no era mi intención; de hecho, me salió todo lo contrario: la historia de un chico que ni siquiera es obrero, ni tiene conciencia de clase, es más bien un trepa. De todas formas fui muy bien acogido en esa editorial y tengo grandes amigos muy vinculados a ella.

Me gusta escribir a mano; todavía hago copias manuscritas. Aún me ha quedado algo del oficio en el sentido de que es algo que voy trabajando, como quien hace una silla. Pero eso es consecuencia también de que no tengo gran facilidad. Me cuesta mucho escribir, por lo tanto me veo obligado a volver una y otra vez al texto hasta que le saco algún partido. No es que me guste hacerlo, ni tardo cuatro años en escribir una novela porque quiera. Si pudiera tardar dos, lo haría en dos.

Y, por otra parte, me encanta corregir. Lo que más me gustaría es que las novelas me las escribiera otro y yo corregirlas. Al principio era más inconsciente, daba por buenas las cosas más rápidamente que ahora. Con el tiempo me he vuelto más escrupuloso, más desconfiado, más cuidadoso. Para ediciones nuevas he corregido algunas páginas, no es que haya cambiado nada sustancial en el tema pero sí he hecho algunas correcciones de estilo. A veces encuentro una frase que de repente chirría, no suena bien. Y me pregunto, ¿sonaría mejor si la desmontaras y la volvieras a montar? No me puedo resistir y lo hago, pero la frase viene a decir lo mismo. Una vez más, debo decir, es consecuencia de una deficiencia: si hubiera salido bien a la primera, no la cambiaría.

Sólo hay una novela mía que repudié por completo: Esta cara de la luna. La escribí en París en una época en que lo estaba pasando muy mal, no tenía trabajo, había un par de capítulos que sí estaban acabados, y el resto era una primera versión. Estaba tan mal, tan apurado, alojado en un cuchitril cuya mensualidad tenía que pagar que decidí terminar la novela precipitadamente y enviársela a Carlos Barral, y se publicó. Gracias a eso conseguí un anticipo, encontré poco después trabajo en el Institut Pasteur y ya luego me las apañé muy bien. Es algo de lo que me arrepentí toda la vida hasta el punto de que no quise nunca que se reeditara la novela. ¡Es que era eso o me tiraba de cabeza al Sena!

FICCIÓN DE LA MEMORIA

La memoria naturalmente tiene que ver con la novela y con la literatura de ficción en general. Es obvia la relación, a menos que escribas ciencia ficción o literatura fantástica, pero aún en esos casos seguro que existen conexiones con la memoria personal. Lo que hace un novelista o un escritor es hablar de aquello que tiene más próximo, no necesariamente de lo que ha vivido, pero sí de cosas que le afectan, que tienen que ver con su entorno, con su propia vida, o con historias que le han contado o sobre las que ha leído. No se suele hablar de eso, pero la influencia de las lecturas es real: yo opino que detrás de una novela hay dos o tres novelas más, sea o no el autor consciente de ello. Detrás de Últimas tardes con Teresa puedo identificar perfectamente tres novelas. Una es El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Otra es Le rouge et le noir de Stendhal y la otra una novela que aún no había leído: la Princesa Casamassima, de Henry James, que conocí a través de un artículo de Lionel Trilling, contenido en un libro titulado La imaginación liberal. Me impresionó el artículo de tal manera que, aún sin haber leído la novela, me influyó cuando estaba trabajando la última parte.

No son plagios, sino sombras que te acompañan, el tránsito por una vía que sabes que han atravesado otros, de alguna manera. Por ejemplo, la historia del joven de provincia está ya presente en Stendhal, en Balzac. De manera que existen vasos comunicantes, y está bien que los haya. ¿Es eso una experiencia personal? Yo nunca he sido un Pijoaparte, pero no cuesta tanto imaginarlo. Y si uno tiene vivencias próximas a ese mundo de inmigrantes andaluces en Barcelona, en el barrio del Carmelo, con los charnegos, como ha sido mi caso, todo está ya ahí. Si hubiese nacido en San Gervasio, si me hubiese criado por ejemplo junto a los hermanos Goytisolo, que eran unos señoritos de los barrios altos de Barcelona, no habría escrito Últimas tardes con Teresa.

A mí me tocó vivir la experiencia de la posguerra en todos los ámbitos y no creo en aquello de la memoria de los vencidos: cuando yo era chaval en Barcelona éramos todos vencidos, aparte de los falangistas que hacían sus desfiles y sus cosas, pero que a mí me parecían más vencidos que nadie. Los demás tratábamos de sobrevivir como podíamos. Tampoco me hacía planteamientos de orden político o sociológico, no me interesaba nada. Yo creo que empecé a escribir Últimas tardes con Teresa porque deseaba fervientemente ligar con una muchacha rubia de ojos azules, esto es más bien una broma, pero sí refleja el hecho de partir de un impulso vital. Después, si quieres ser un poco fiel a la realidad del entorno, cuando empiezas a describir tienes que reinventar el nivel social de los personajes, dónde viven, y así me planteé «tendrán que vivir en San Gervasio, además, si son ricos, tendrán que tener una torre en la Costa Brava y una bonita villa». Luego los críticos van y vienen por la obra y dicen de repente «Juan Marsé ha escrito una novela que es una crítica a la burguesía catalana». Y no. La burguesía catalana me tiene sin cuidado. Yo quería contar la historia de un chaval que intenta encontrar un puesto dentro de la Barcelona de la época, de aquella sociedad catalana, que proviene por un lado de esa estirpe literaria que mencioné del joven de provincia sin medios de fortuna que intenta triunfar, tan presente en la novela del diecinueve, y por otro de una situación que tenía que ver con la Barcelona que yo vivía, muy cerca del Montecarmelo, donde se concentraban los emigrantes del sur, los charnegos, y con un tipo de chaval que yo más o menos conocía.

CENSURA Y RELIGIÓN

Siento un grandísimo cariño por una de mis novelas, La oscura historia de la prima Montse, no tan nombrada como otras, con un tema aún muy vigente que tiene que ver con la educación católica y los temas religiosos en este país. Confieso mi militancia anticlerical visceral. No es que quiera presumir de ello porque, además, es una tradición familiar y yo la respeto. En aquella España de entonces, la influencia de la religión estaba, claro, especialmente presente. También la censura, con la que he tenido tratos, en algunos casos muy cómicos, pero he visto prohibida algunas de mis novelas. Si te dicen que caí, por ejemplo, fue una novela que publiqué en México en 1973 porque aquí era imposible. Después se intentó una edición española y se presentó a censura, como era de rigor en aquel entonces. En aquella época, el Director General de Censura del Departamento de Orientación Bibliográfica, era Ricardo de la Cierva. El informe de Censura, llamado eufemísticamente Departamento de Orientación Bibliográfica, decía: «Consideramos esta novela sencillamente imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las flechas, a las que llama ‘la araña negra’ en las páginas 17, 21, 75, 155, 178, 309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falangistas en las páginas 177, 178, 209. Alusiones inadmisibles a la Guardia Civil en las páginas 277, 278. Obscenidades y escenas pornográficas en las páginas 15, 21, 25, 27, 29. Escenas políticas –algo que nunca entendí, porque no sale ningún político– en las páginas 29 y 30. Irreverencia grave en las páginas 10 y 107. Después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la posguerra viven de mala manera y terminan de rojos, pistoleros, atracadores, van muriendo, todo ello mezclado con putas, maricones y gente de mala vida. Puede que muy realista, pero da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España de la posguerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela. La consideramos por tanto: denegable. Madrid, 20 de octubre de 1973. El lector, Sr. Martos». Eso es un ejemplo de cómo funcionaban las cosas, no se podía luchar contra ello. Durante tres años la novela fue prohibida, no se pudo publicar hasta la muerte de Franco.

Me pasó lo mismo con Últimas tardes con Teresa, que en 1965 también vino denegada, pero sin informe que explicara los motivos. Carlos Barral, me aconsejó escribirle una carta al Director General de Cultura, Carlos Robles Piquer, que me recibió en Madrid, me invitó a comer en el Club de Prensa, trajo un ejemplar mecanografiado de la novela y de entrada me dijo: «Mira, la vamos a publicar». Me pidió excusas y me explicó que se había encontrado con un equipo de censores que eran buena gente, pero viejitos, hechos a la vieja escuela. Hay que tener en cuenta que esto ocurrió en 1965, cuando el régimen estaba intentando una nueva apertura con la Ley de Prensa de Fraga, y él quería lavarse la cara en cierto modo. «Durante la comida –me dijo– revisaremos algunas páginas, porque hay ciertas cosas que deberían ser cambiadas». Yo temía que se refiriera a las escenas de las algaradas estudiantiles en la Universidad de Barcelona en 1956 o 1957, donde había cargas de la policía, estudiantes que conspiraban..., es decir, problemas de orden político. Ante mi sorpresa y alivio, vi que lo que más le interesaba al Sr. Robles Piquer –que, insisto, estaba muy amable– era de orden erótico, porque Teresa se mostraba muy incitante. Me decía «en tal página la palabra pechos sale tres veces: podríamos quitar una», o incluso «¿por qué no pones senos?», y yo le dije: «¿no es lo mismo?», «sí, pero no suena tan mal». El mismo problema encontraba en la palabra «muslos». Me decía «Aquí sale dos veces la palabra muslos». «Es que se llaman así», le respondí. «¿Y por qué no inventas un vocablo, como hacen los escritores famosos? Yo te ofrezco uno: antepierna». No sé si estaba vacilándome. «Pero antepierna no es el muslo. Antepierna es otra cosa». «Como tú quieras, pero esta palabra te podría servir». Total, que entre pechos y muslos, era una especie de transacción, de negociación: me dejaba quitar un pecho aquí, poner una cosa allí. Yo estaba contento porque me di cuenta que se podía salvar la novela, puesto que no se metían en el asunto que me preocupaba. «Lo de la universidad, no, eso no lo quites. Se enfadará alguno, pero tú tranquilo. Eso sí, hay una cosa que te voy a pedir que la cambies porque puede herir sensibilidades: cuando hablas del padre de Teresa, y describes sus facciones, dices que tiene un bigote de alférez provisional», que era un bigotito fino que usaban mucho los militares falangistas. Pero yo le veía tan bien dispuesto que no lo quité ni lo cambié, porque no creía que lo fueran a leer nuevamente. Y efectivamente, se publicó la novela y no pasó nada. Luego, con el Señor Robles Piquer me he vuelto a ver una par de veces a lo largo de los años y siempre me recuerda: «yo te salvé a Teresa, yo te salvé a Teresa». Y es cierto. Podía haber dicho que no, y bastó con negociar e intercambiar muslos y pechos.

DE LA NOVELA AL CINE

El cine tuvo siempre una gran influencia sobre mí. Durante cuatro años podía entrar gratis en los cines de barrio de Barcelona porque mi padre tenía una relación directa con acomodadores y porteros, por eso vi muchísimo cine, y tuve especial suerte porque en los años cuarenta el que se hacía era de mucha calidad: el americano, el italiano y el francés. Además, a causa de la Guerra Civil, toda la producción norteamericana de los años treinta había estado bloqueada, y llegó en los años cuarenta. Se recuperó el cine de los años treinta, cuarenta, y parte de los cincuenta, lo que hoy llamamos el cine clásico. Desde entonces, he visto algunas películas buenas, pero ha dejado de interesarme bastante.

Del cine actual me divierte mucho Woody Allen, que es un director con un talento enorme. En el cine español, no quiero ser demasiado rudo, hay gente a la que he admirado mucho y además he tenido la suerte de conocer, como Luis García Berlanga, Rafael Azcona, Víctor Erice, Manolo Gutiérrez Aragón y José Luis Borau. Ha habido excepciones, pero también cosas que no me han gustado, por no hablar del tratamiento que se ha dado a mis novelas, del que me reservo la opinión.

Sí hablaré de mi idea de adaptación de la novela al cine: cuando una película basada en un texto literario es buena, lo es por la bondad de sus propios méritos estrictamente narrativos, es decir, cinematográficos, no literarios, lo cual significa que ha tenido que producirse un trasvase del texto a la imagen. Algunos directores conocen el secreto y otros no. Por ejemplo, las adaptaciones de Buñuel de las obras de Galdós, como Tristana o Nazarín son, ante todo, buenas películas que tienen que ver con el universo de Buñuel, no con el de Galdós. Él respeta la base de los relatos de Galdós, sus personajes y su atmósfera, pero posee un mundo propio que impone en la película. Un director que carece de mundo propio tiene que limitarse a hacer algo así como una colección de cromos que, se supone, tiene que ver con la novela. Si ése es el caso no me tomo la molestia de verla, porque tengo la novela, y los cromos me los puedo inventar yo. Espero algo más, incluso si eso implica traicionar algún aspecto, cambiar algún personaje, desaparecerlo, darle la vuelta o inventar uno nuevo, a todo eso le concedo una absoluta libertad. La única condición que se le pide a un director es que haga una buena película. Pero eso no lo entienden porque están muy preocupados por respetar el original. Me decían: «Es que en el guión no hay que hacer casi nada, porque tú eres un escritor muy cinematográfico. En los diálogos no hay que tocar casi nada». Y yo me cansé de repetirlo, sobre todo a Vicente Aranda: «Cuidado, porque los diálogos que entran por el oído no son iguales que los que lees». No me hicieron caso, y ahí está el resultado. Parece muy fácil, pero no lo es. Lo mejor sería convertir esos diálogos en imágenes, y no al revés. Últimamente he visto algo espantoso: se publicó en la prensa un reportaje sobre una película basada en la vida del poeta Jaime Gil de Biedma, cuyo título ya es para echarse a temblar: El cónsul de Sodoma. Me imagino que querrán contar la historia de Jaime como si fuera un crápula, homosexual, y volcado en la vida nocturna. En el periódico donde lo leí se reproducía además una breve secuencia en la que aparecen Jaime y su padre, don Luis, al que conocí, en una conversación que tienen en Montjuic. Los guionistas se creen tan listos que pensaron «vamos a introducir en ese diálogo el poema de Jaime sobre la montaña de Montjuic», en el que al final hay una entrega simbólica de la montaña a los charnegos. Se trata de un diálogo absolutamente delirante. El padre diciéndole: «Jaime, me da la impresión de que a ti los charnegos siempre te han gustado mucho». Y Jaime: «No, a mí, en realidad, lo que me gustaría es que algún día esta montaña sea suya». Esa gente lo que quería era meter un poema de Jaime en los diálogos. Ninguno de esos guionistas ni el productor se tomaron la molestia de informarse y entrar en contacto con gente que aún vive y que conoció al poeta. Hacen verdaderas chapuzas y encima, si dices que son malos, se enfadan. Yo repito una y mil veces que son malos, con la película sobre Jaime estoy muy molesto.

El proceso de adaptación o trasvase de lo real a lo literario es igualmente complejo y requiere también del mundo propio del escritor. Pijoaparte, el protagonista de Últimas tardes con Teresa es un personaje totalmente inventado por mí, pero, como dije antes, tiene unas raíces sociales y laborales –o no laborales, porque no trabaja nada, es un «viva la virgen»– muy concretas, que tienen que ver con el barrio donde yo vivía, porque es un emigrante del sur que se busca la vida en Barcelona. Ha habido muchos como él, los hay todavía, pero yo no he conocido personalmente a un tipo así. También es una proyección de mí mismo: a mí me hubiera gustado en algún momento ser como él, sobre todo porque ligaba mucho. Me han preguntado muchas veces qué sería de él hoy en día, que tendría cerca de sesenta años. Me gusta pensar que finalmente hubiera renunciado a todos sus sueños y estaría de chofer de un concejal de la Generalitat, flirteando con su mujer. Esa es una novela que aún no está escrita.

Canciones de amor en el Lolita´s Club, Barcelona, Lumen, 2005

La gran desilusión, Barcelona, Seix Barral, 2004

Cuentos Completos, Madrid, Espasa-Calpe, 2003

Rabos de lagartija, Barcelona, Areté, 2003

Un paseo por las estrellas, Barcelona, RBA Libros, 2001

El embrujo de Shangai, Barcelona, Plaza y Janés, 1993

El amante bilingüe, Barcelona, Planeta, 1990

Teniente bravo, Barcelona, Plaza y Janés, 1987

El fantasma del cine Roxy, Madrid, Almarabú, 1986

La fuga del río Lobo, Madrid, Destino, 1985

Ronda del Guinardó, Barcelona, Plaza y Janés, 1984

Un día volveré, Barcelona, Lumen, 1982

La muchacha de las bragas de oro, Barcelona, Planeta, 1978

Confidencias de un chorizo, Barcelona, Planeta, 1977

Si te dicen que caí, Madrid, Novaro, 1973

La oscura historia de la prima Montse, Barcelona, Seix Barral, 1970

Últimas tardes con Teresa, Barcelona, Seix Barral, 1966

Encerrados con un solo juguete, Barcelona, Seix Barral, 1960

XIII LECTURA CONTINUADA DEL QUIJOTE


22.04.09 > 24.04.09

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ENCUENTRO CON JUAN MARSÉ


23.04.08

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