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Comunidad y violencia

Roberto Esposito
Traducción Rocío Orsi Portalo

Se podría decir que, desde siempre, los hombres han asociado comunidad y violencia en una relación que para ambos términos es constitutiva. No en vano, dicha relación está en el núcleo de las expresiones más relevantes de la cultura de todos los tiempos: del arte, de la literatura, de la filosofía. Si ya los primeros grafitos trazados en las cuevas prehistóricas representan a la comunidad humana mediante escenas de violencia –de caza, de sacrificio, de batalla–, la guerra constituye el tema del primer gran poema de la civilización occidental. Pero el conflicto interhumano, con sus imágenes de violencia y de muerte, inaugura casi todas las literaturas, desde la judía a la egipcia y la india, confirmando así la existencia de una conexión que se percibe como esencial y originaria.

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Se podría decir que, desde siempre, los hombres han asociado comunidad y violencia en una relación que para ambos términos es constitutiva. No en vano, dicha relación está en el núcleo de las expresiones más relevantes de la cultura de todos los tiempos: del arte, de la literatura, de la filosofía. Si ya los primeros grafitos trazados en las cuevas prehistóricas representan a la comunidad humana mediante escenas de violencia –de caza, de sacrificio, de batalla–, la guerra constituye el tema del primer gran poema de la civilización occidental. Pero el conflicto interhumano, con sus imágenes de violencia y de muerte, inaugura casi todas las literaturas, desde la judía a la egipcia y la india, confirmando así la existencia de una conexión que se percibe como esencial y originaria.

En la idea misma de origen del género humano resuenan claramente connotaciones violentas. La violencia entre los hombres no sólo se sitúa al comienzo de la historia, sino que la comunidad misma muestra estar fundada por una violencia homicida. Al asesinato de Caín, que el relato bíblico sitúa en el origen de la historia del hombre, responde, en la mitología clásica, el de Rómulo en el momento de la fundación de Roma: en ambos casos, la institución de la comunidad parece ligada a la sangre de un cadáver abandonado en el polvo. La comunidad se yergue sobre una tumba a cielo abierto, que nunca deja de amenazar con engullirla.

No debe pasarse por alto el hecho de que estos homicidios originarios no se representan como simples asesinatos, sino como fraticidios, es decir, homicidios entre hermanos, como por otra parte lo es, en la tragedia griega, el asesinato recíproco de Eteocles y Polinices a las puertas de Tebas, también concluido en aquel caso con un cadáver al que se niega la sepultura. Éste es un elemento en el que conviene detener la atención: la sangre que cimenta los muros de la ciudad siempre es sangre de familia, sangre que, aun antes de haber sido derramada, ya ata indisolublemente a la víctima y al verdugo. Es más: precisamente este nexo biológico –esta comunión de sangre– es lo que parece originar el delito.

Lo anterior hace que la conexión entre comunidad y violencia posea un carácter todavía más intrínseco. En la representación mítica del origen, la violencia no sacude a la comunidad desde el exterior, sino desde su interior, desde el corazón mismo de eso que es «común»: quien mata no es un extranjero, sino uno de los miembros de la comunidad; e incluso el miembro más cercano, biológica y simbólicamente, de la víctima. Quienes combaten a muerte no lo hacen a pesar de que, sino precisamente porque, son hermanos, consanguíneos, mancomunados por el vientre de la misma madre.

Quizás el autor contemporáneo que interpreta con mayor intensidad este mito fundador –no sólo el carácter común de la violencia, sino el carácter violento de lo que es común– es René Girard. En su reconstrucción genealógica, lo que subyace a la violencia más terrible son justamente los hermanos, sobre todo los hermanos gemelos, desde el momento en que la violencia, en su origen y en el transcurso de su historia infinita, resulta desencadenada por un deseo mimético: por el hecho de que todos los hombres miran en la misma dirección, y quieren todos lo mismo. Y no sólo eso: además, no lo desean por sí, en cuanto tal, sino precisamente porque lo desean todos los demás.

Lo que Girard sostiene es que los seres humanos no combaten a muerte porque son demasiado diferentes –como hoy día tendemos a creer con ingenuidad– sino porque son demasiado parecidos, e incluso idénticos, precisamente como lo son los hermanos y, aun más, los gemelos. Estos se matan recíprocamente no por exceso de diferencia, sino por defecto. Por una excesiva igualdad. Cuando hay demasiada igualdad, cuando ésta llega a afectar al ámbito del deseo y lo concentra sobre el mismo objeto, entonces desemboca inevitablemente en la violencia recíproca.

En el origen de la filosofía política moderna, Thomas Hobbes lleva a su punto extremo esta conexión, haciendo de ella la base, el supuesto previo, de su sistema mismo: lo que produce una violencia insoportable no es un accidente externo cualquiera, sino la propia comunidad en cuanto tal. De hecho, se trata de lo más común en el hombre: la posibilidad de matar y de ser muerto. En esta posibilidad se funda nuestra igualdad primaria. Más que por ninguna otra cosa, los hombres están igualados por el hecho de poder ser todos, indistintamente, verdugos y víctimas. Si alguno fuese tan fuerte o tan inteligente que no se sintiera amenazado por otros, la tensión se aplacaría. Los hombres se organizarían en relaciones estables de obediencia y mando.

Pero no es así. Se temen recíprocamente porque saben que ninguna diferencia física o intelectual podrá protegerlos de la amenaza de muerte que el uno constituye para el otro. En sus dotes biológicas y técnicas, los seres humanos son tan parecidos y están tan cerca unos de otros que siempre pueden golpearse. Cada uno tiene, al menos en potencia, la misma capacidad de matar y por tanto de ser muerto por cualquier otro. Por eso, en la escena que propone Hobbes lo que produce miedo no es la distancia que los separa, sino la igualdad que los mancomuna en una misma condición. No se trata de la diferencia, sino de la indiferencia, que es la que arrima a los hombres poniendo al uno literalmente en las manos del otro.

En todas las reconstrucciones artísticas, literarias, filosóficas e incluso teológicas de la génesis –piénsese en el mito de la torre de Babel, la confusión de lenguas que hace indistinguibles las voces particulares– lo que empuja a la comunidad al remolino de la violencia es precisamente la indiferencia, la ausencia de una barra diferencial que, distanciando a los hombres, los mantenga a salvo de la posibilidad de la masacre. La masa, y por tanto la multitud indiferenciada, está destinada en cuanto tal a la autodestrucción. Éste es el supuesto previo de los grandes mitos de fundación, que la filosofía política moderna no sólo asume sino que reformula en términos todavía más explícitos. Dominado por el deseo ilimitado de todo y por el miedo de ser muerto, el hombre del origen no puede sino autodestruirse.

Lo que lo lleva a atacar a los otros es precisamente este juego de espejos cruzados en el que cada uno ve su propia agresividad reflejada en la mirada del otro, según esa sensación primitiva, aunque nunca desaparecida del todo, que Sartre compendiaría en la terrible expresión «el infierno son los otros»; es decir que los otros, o sea la comunidad misma, es el infierno para cada «yo». Lo que asusta a los hombres y, por tanto, lo que les hace enfrentarse en una lucha a muerte por la supervivencia, o por el predominio, es esa falta de límites que los pone en contacto directo con otros demasiado parecidos a ellos como para tener que acabar antes o después a golpes en busca de afirmación.

El punto oscuro, el corazón negro de la comunidad originaria se encuentra en su ilimitación, en una ausencia de confines que hace imposible, antes incluso que la distinción entre sus miembros, su propia determinación. Al ser todo lo que es, al cubrir todo el espacio de la vida, ésta no es determinable, definible, según un principio de identidad. Ni hacia el exterior, ni en su interior. También porque –al ser por su naturaleza ilimitada– no tiene, hablando en sentido estricto, un exterior. Y, en consecuencia, tampoco tiene un interior. Es más, el elemento que caracteriza a la comunidad originaria es precisamente la falta de diferencia entre interior y exterior: el vuelco violento del uno en el otro.

Si volvemos a dos de las más elevadas representaciones de nuestro lugar originario, la selva infernal de Dante y la ingens sylva de Vico, se ve que ambas son ilimitadas: que no tienen nada fuera de ellas, desde el momento en que el espacio de su «afuera» está incorporado y disuelto en su «adentro». Y por eso quien está inmerso en ellas ya no puede salir. Precisamente porque no hay un afuera en el que refugiarse: porque el afuera no es sino una proyección imaginaria del adentro. Justo aquí reside el dolor y el sufrimiento ineluctable que connota la selva del origen: no en la imposibilidad de la fuga, sino en la ausencia de un lugar externo al que huir.

Pero si la comunidad originaria, tal y como es figurada por los autores que tratan de representarla, no tiene límites externos, tampoco tiene límites internos. Aquellos que la habitan –los pecadores de Dante, los gigantes de Vico, los lobos de Hobbes– no están separados entre sí por nada que los pueda proteger recíprocamente. Están expuestos, literalmente, a lo que tienen en común: a su ser nada-más-que-comunidad, comunidad desnuda, despojada/desvestida de toda forma. Y por eso la violencia puede comunicarse libremente del uno al otro, hasta formar una unidad con dicha comunicación.

Lo que se comunica en la comunidad es su violencia y su violencia es la posibilidad ilimitada de tal comunicación: «la violencia –escribe Girard– se ha revelado entre nosotros, ya desde el comienzo, como algo eminentemente comunicable». Contra las retóricas actuales de la comunicación ilimitada, los clásicos modernos y contemporáneos aprecian el riesgo de este exceso de comunicación: de una comunicación que llene de sí todo el espacio del mundo unificándolo en un único y siniestro eco.

Esta relación intrínseca con la comunicación no sólo significa que la violencia de la comunidad sea contagiosa, sino que consiste precisamente en ese contagio. En una comunidad sin límites, en la que no existe un confín preciso entre el uno y el otro, porque ambos son iguales como hermanos gemelos, la violencia asume la forma fluida de la contaminación. El canal, material y simbólico, por donde fluye es la sangre, porque la sangre es el símbolo mismo de la infección: «Apenas se desencadena la violencia –prosigue Girard–, la sangre se hace visible, comienza a correr y ya no es posible pararla, se insinúa por todas partes, se esparce y se expande de manera desordenada: su fluidez concreta el carácter contagioso de la violencia».

La primera sangre, la sangre de la primera víctima, una vez vertida, infecta toda la comunidad arrastrándola a la violencia recíproca. Es la misma conexión entre tacto, contacto y contagio que Elias Canetti reconoce en el ligero estremecimiento que todavía sentimos hoy cuando nos damos cuenta de que hemos sido tocados por alguien que no conocemos. Lo que nos hace contraernos, en este caso, es la amenaza que se cierne sobre nuestra identidad individual, sobre los confines que circunscriben nuestro cuerpo diferenciándolo del de los demás. Es este riesgo atávico, que se remonta a nuestro origen lejano, lo que no soportamos, lo que hace que nos sobresaltemos y temblemos de desazón.

Se trata del miedo a recaer en la confusión y en la promiscuidad de la comunidad originaria, en esa comunión nefasta de género, sangre y esperma que Vico veía en la gran selva que, generada por el diluvio universal, precede a la historia humana. Aquí los seres humanos no sólo no se distinguían de los otros, amontonados como estaban en una forma indiferenciada, sino que no se distinguían tampoco de los animales, con los que compartían instintos y apetitos sin medida. Y «bestiones», por cierto, los llama Vico para indicar su contigüidad con las fieras; del mismo modo que Hobbes se refería a ellos como «lobos».

En el discurso filosófico de la modernidad, esa comunidad originaria, literamente irrepresentable dado que está privada de identidad, parece destinada a la autodisolución. Tanto para Hobbes como para Locke o Vico –y, a pesar de su exaltación del estado de naturaleza, para el mismo Rousseau–, allí la vida no puede conservarse. Resulta arrollada por su dimensión común: por la falta de identidad, de individualidad, de diferencia. El munus que circula libremente en ella, más que como ley del don recíproco, es visto como un veneno que transmite la muerte. Tanto fuera del logos, del discurso, como del nomos, de la ley, esa comunidad, precisamente antinómica, constituye una amenaza insoportable para todos sus miembros.

2

Precisamente contra esta amenaza de la comunidad indiferenciada la Modernidad ha creado, en sus dinámicas reales y en su autointerpretación, un enorme aparato de inmunización. Desde hace tiempo, interpreto el concepto de immunitas en contraste directo con el de communitas. Ambos remiten al término munus, del que etimológicamente proceden, pero el uno en sentido afirmativo y el otro en sentido negativo. Si la communitas se caracteriza por la libre circulación del munus –en su doble aspecto de don y de veneno, de contacto y de contagio–, la immunitas es aquello que lo desactiva, aquello que lo deroga reconstruyendo nuevos confines protectores hacia el exterior del grupo y entre sus propios miembros.

Ya la sociedad antigua atribuía a la frontera una función fundamental de ordenación frente a un mundo dado originariamente en común y por tanto destinado al caos y a la violencia recíproca. El único modo de circunscribirla, si no de abolirla, parecía el de trazar fronteras resistentes, cavar fosos insuperables, entre un espacio y el otro. El lingüista Emile Benveniste recordó la relevancia simbólica de esta actividad de demarcación de fronteras, identificando en ella el papel más antiguo del rex: el de regere fines, el de trazar confines rectos e intraspasables entre una tierra y otra. Fines y limes son las palabras mediante las que los antiguos romanos se referían a esta necesidad primaria de limitación del espacio, hasta el punto incluso de hacer del «término» un dios, el dios Terminus.

En la otra parte del mundo, la muralla china responde a esta misma exigencia de protección para quien se encuentra dentro y, al mismo tiempo, de exclusión para quien está fuera. Como bien explicó Carl Schmitt, nomos tiene como significado inicial la separación. Se instaura grabando en la tierra la distinción, e incluso la oposición, entre lo mío y lo tuyo, entre lo nuestro y lo vuestro. Desde su origen se puede decir que la civilización humana ha practicado el trazado de límites, términos, confines; el levantamiento de muros entre un territorio y otro. Para una política a menudo identificada con el arte militar, lo que importaba era impedir la violación de la frontera de quienes, transgrediendo los términos protectores, podrían nada menos que haber «exterminado» a los habitantes de aquella tierra.

Pero si esta actividad de delimitación y confinamiento caracteriza a la civilización humana desde los tiempos más remotos, el dispositivo inmunitario puesto en funcionamiento por la modernidad tiene una potencia muy distinta. En una situación caótica y sangrienta como la creada, al final de la Edad Media, por las guerras de religión, que parece hacernos volver al riesgo de disolución de la comunidad originaria, los dos dispositivos unidos, el de la soberanía estatal y del derecho individual, muestran un paso nítido del régimen de lo «común» al de lo «propio». Hobbes y Locke son los primeros teóricos de este proceso general de inmunización en el que están implicadas todas las categorías políticas modernas: desde la de soberanía a la de propiedad y a la de libertad.

Si en Hobbes el Estado absoluto nace precisamente de la ruptura con la comunidad originaria, a favor de un orden basado en la relación vertical entre cada súbdito individual y el soberano, en Locke, en cambio, es la institución de la propiedad lo que divide al mundo en tantas partes cuantos son los hombres que lo habitan y lo trabajan. La idea de derecho natural y la de contrato social convergen en esta labor de inmunización orientada a prevenir el riesgo de lo «común». Frente a la ausencia de fronteras de la comunidad absoluta, exlege, el individuo y el Estado nacen bajo el signo de la separación y de la autonomía en el interior de los propios confines. Fronteras impermeables recorren hoy el mundo entero, separando los Estados individuales y, en el interior de los mismos, a los individuos que los habitan. Sólo esta división de aquello que es común puede garantizar la seguridad ausente en la comunidad originaria.

Naturalmente, tal seguridad tiene un precio nada irrelevante. En el caso de Hobbes, consiste en la cesión al soberano de todos los derechos naturales, de modo que queda en sus manos toda decisión política. En el caso de Locke, en el paso del dominio que cada uno ejerce sobre sus propias cosas a la progresiva dependencia de éstas, toda vez que la propiedad se hace más fuerte que la identidad misma del propietario. Es lo que Marx teorizará con el concepto de alienación, antes de que Foucault perciba la conexión estructural entre la constitución de la subjetividad y la sujeción: en el mundo moderno nos hacemos sujetos sólo sometiéndonos a algo que a la vez nos hace objetos.

Dicho coste está, por otra parte, integrado en una lógica que, como la inmunitaria, funciona sólo en negativo: negando la comunidad más bien que afirmándose a sí misma. En términos médicos se podría decir que cura mediante el veneno, introduciendo en el cuerpo del paciente una porción del mismo mal del que pretende protegerlo. Aquí se revela el resultado autocontradictorio de todo el paradigma inmunitario activado para afrontar la amenaza de la comunidad originaria: en lugar de desaparecer, la violencia de la communitas se incorpora en el mismo dispositivo que debería abolirla.

Esto es lo que Benjamin advierte, por ejemplo, en el funcionamiento del derecho, entendido no como la abolición sino más bien como la transposición moderna del antiguo ritual del sacrificio de una víctima. En lugar de ser eliminada, la violencia es asumida por el poder que la prohibiría. La dialéctica inmunitaria que se determina de este modo se puede resumir en tres pasos conectados entre sí. Al comienzo hay siempre un acto violento –una guerra, una usurpación– que funda el orden jurídico. Después, una vez fundado, el derecho tiende a excluir cualquier otra violencia externa a sus procedimientos. Pero sólo puede hacerlo violentamente, haciendo uso de la misma violencia que condena. Así es como Benjamin puede concluir que el derecho no es otra cosa que violencia a la violencia por el control de la violencia.

Éste es el fondo, escondido o suprimido, de todo poder soberano –incluso cuando parece renunciar a su derecho de vida o de muerte frente a los súbditos. Efectivamente, también en este caso, el poder soberano ejerce por un lado la justicia sobre ellos sin que estos puedan oponerse a ninguna de sus decisiones y, por otro, la suspende cuando, en caso de excepción, su voluntad se salta el orden jurídico que también él representa. Por lo demás, el soberano siempre es libre de declarar la guerra a los otros Estados, desplazando la violencia del interior de las propias fronteras a su exterior.

Muy bien se puede decir, desde este punto de vista, que desde el momento de su constitución el poder soberano desempeña su papel inmunitario de conservación de la vida manteniéndola siempre al borde de la muerte. Y lo hace al convertir a la muerte en el horizonte desde el cual sólo por vía negativa se identifica con la vida. Respecto a la comunidad sin ley de los orígenes, desde luego que la sociedad moderna está a salvo del riesgo inmediato de extinción, pero de una manera que la expone a una violencia potencial todavía más notable puesto que es interna a su propio mecanismo de protección.

Hasta aquí, sin embargo, no estamos sino en una primera etapa del proceso de inmunización moderna que, en una fase inicial, está esencialmente volcado en garantizar el orden frente al conflicto que amenaza con disolver a la sociedad en el caos de la comunidad originaria. Pero su función, y también su intensidad, sufre una completa mutación desde el momento en que se da ese giro general que Foucault ha sido el primero en caracterizar en términos de biopolítica. En el momento en que la política asume como objeto directo de las propias dinámicas la vida biológica, el paradigma inmunitario experimenta un salto cualitativo que lo lleva al centro de todos los lenguajes de la existencia individual y colectiva.

La importancia creciente que, ya a finales del siglo XVIII, adquieren las políticas sanitarias, demográficas y urbanas en el gobierno de la sociedad pone de manifiesto un incremento significativo de los procesos de inmunización. Desde aquel momento, es la vida humana –el cuerpo de los individuos y de las poblaciones– lo que se pone en juego en todos los conflictos políticos decisivos. Lo que importa, por encima de cualquier otra preocupación, es mantener la vida a salvo de cualquier forma de contaminación capaz de amenazar la identidad biológica. Llegados a ese punto, no sólo la medicina adquiere un papel cada vez más político, sino que la política misma termina por hablar un lenguaje médico o incluso quirúrgico: cualquier posible degeneración del cuerpo debe ser evitada de forma preventiva mediante la eliminación de sus partes infectas.

Nunca ha resultado tan evidente como en este caso la consecuencia antinómica que así resulta respecto a las intenciones de partida: una vez encarnado en los dispositivos excluyentes del nacionalismo y luego del racismo, el paradigma inmunitario, que había nacido para proteger la vida de su deriva comunitaria, se convierte en aquello que prescribe la destrucción de lo que había de preservar. Como es bien sabido, el nazismo constituyó la cúspide catastrófica de esta inversión de la biopolítica en su opuesto tanatopolítico. Una vez que se ha concebido la vida de un único pueblo como el valor último y absoluto que debe defenderse y potenciarse, resultó natural que a dicha vida le fuese sacrificada la de cualquier otro pueblo, o raza, que pareciera contaminarla desde su interior.

Aunque nació para mantener a raya la violencia potencial de la comunidad originaria, el paradigma inmunitario, a través de una serie de pasajes discontinuos, termina por producir una violencia muy superior. Las fronteras, en un principio instituidas para circunscribir el territorio soberano de los Estados individuales o para proteger el cuerpo individual de cada ciudadano, se fijan en cierto momento en el interior de la vida humana misma, como umbrales excluyentes, para separar una parte de la vida que se declara superior de otra considerada inferior: inferior hasta el extremo de no ser digna de ser vivida. Los cincuenta millones de muertos con los que concluye la Segunda Guerra Mundial muestran el punto culminante de este proceso apocalíptico.

3

Contrariando las ilusiones de quien pensara que la derrota del nazismo –y después, a cuarenta años de distancia, la del comunismo– conllevaría un debilitamiento de los dispositivos inmunitarios, los últimos veinte años los han potenciado todavía más. Por lo demás, el proceso de inmunización ha sido tan intenso y ha mostrado tal capacidad de extenderse por todas partes que es difícil imaginar que se retraiga de forma inesperada. Del mismo modo, aquel nudo entre política y vida, cuya variación tanatopolítica dio lugar al nazismo, aparece hoy más fuerte que en el pasado, si bien enormemente alterado en sus modalidades y en sus fines. Hoy, más que nunca, la demanda de seguridad se ha convertido en un verdadero síndrome obsesivo.

No se trata sólo de que haya aumentado el umbral de atención al peligro. Más bien es como si se hubiera invertido la relación normal entre peligro y protección. Ya no es la presencia del peligro lo que crea la demanda de protección, sino la demanda de protección lo que genera artificialmente la sensación de peligro. Después de todo, ¿no ha sido siempre ésta la lógica de las compañías de seguros, producir un temor cada vez mayor al riesgo para aumentar la escala de la protección?

Naturalmente, para que este mecanismo de recarga haya podido girar a velocidad cada vez mayor, para que el cortocircuito entre protección y peligro haya podido hacerse cada vez más envolvente, algo debe haber ocurrido también en la configuración efectiva del mundo contemporáneo. Y en efecto, los últimos decenios marcan la puesta en marcha a gran escala de esa compleja dinámica a la que se ha dado el nombre de globalización. Cómo sea, a cuántos ámbitos afecte, qué variedades de efectos provoque la globalización no es el tema de esta intervención. Ni es una cuestión que se pueda abarcar en el espacio de una conferencia.

Sin embargo, lo que sí debe señalarse –en relación con el aumento de la lógica inmunitaria derivado de la globalización– es su afinidad estructural, y también simbólica, con los rasgos que el discurso filosófico de la modernidad ha conferido a la comunidad originaria. Es decir, a ese mundo caótico e ingobernable –infierno, selva, estado de naturaleza– contra el que se ha definido el orden político moderno. Como la comunidad originaria, la globalización no es tanto un espacio cuanto un no-espacio, en el sentido de que, al coincidir con todo el globo, no contempla un exterior ni, por consiguiente, tampoco un interior.

Como la comunidad originaria, la globalización es ilimitada: no tiene confines ni términos. Es una totalidad fluida e invertebrada, destinada a empujar al mundo a una movilización perenne. Sin que se pueda ya diferenciar en su seno Norte y Sur, Este y Oeste, Occidente y Oriente, el mundo global ve más bien cómo estos espacios se penetran entre sí, bajo el impacto de continuas migraciones que transgreden toda frontera. Todo ello a la vez que, en los planos financiero y tecnológico, los flujos informáticos y de capital circulan por todo el globo en tiempo real. Si a Hobbes, Locke y Vico les parecía que la comunidad originaria no tenía freno alguno –sometida como estaba a los empellones de impulsos irresistibles– nada parece hoy más desenfrenado que el proceso de globalización.

Desde luego, no hay que confundir la realidad con la imagen que los teóricos de la globalización quieren difundir –si bien la distinción misma entre realidad e imagen se está viniendo abajo en el universo de lo virtual–. Lo que parece ser una unificación del mundo es, por el contrario, una homologación compulsiva que deja subsistir –es más, que no deja de crear– diferencias sociales, económicas y biológicas nuevas o aún más profundas entre continentes, pueblos y etnias. Se podría decir que, en el modelo actual de globalización, el mundo se ha unificado por su misma división: que está a la vez más unido y más dividido de lo que lo ha estado nunca.

Y, sin embargo, el efecto predominante de la globalización sigue siendo el de una comunicación, y también una contaminación, infinita entre hombres, pueblos y lenguajes, ahora ya superpuestos y compenetrados hasta el punto de no dejar espacio a diferencia alguna. Contra este contagio incesante –una vez más asimilable a la promiscua confusión de la comunidad originaria– opera, con la mayor potencia que haya tenido nunca, el dispositivo inmunitario.

Se trata de lo que en términos médicos se conoce como acción de «rechazo». Cuanto más contacto cobran entre sí grupos éticos, religiosos o lingüísticos, invadiendo los espacios recíprocos, mayor es el impulso opuesto que se produce hacia un nuevo localismo, una nueva cerrazón identitaria. Nunca se han elevado, en todo el mundo, tantos muros como tras la caída del gran muro simbólico de Berlín. Nunca como hoy, cuando el mundo es una totalidad unitaria, se ha sentido la necesidad de trazar nuevas líneas de bloqueo, nuevas redes de protección capaces de detener, o cuando menos de retardar, la invasión de los otros, la confusión entre dentro y fuera, interior y exterior, nosotros y ellos.

El efecto potencialmente catastrófico de tal estado de cosas –de este perverso entramado entre lo global y lo local– no ha tardado en manifestarse. Los acontecimientos posteriores al 11 de septiembre de 2001 marcan la que sin duda se podría definir como una crisis inmunitaria, y con esta expresión se quiere aludir a algo próximo a lo que Girard definía como «crisis sacrificial», es decir, una explosión del mecanismo victimario que se propaga como una mancha de aceite sobre toda la sociedad, inundándola de sangre.

Lo que ha ocurrido –si se interpreta en su sentido menos superficial– es una brecha en el sistema inmunitario que hasta los años ochenta había mantenido unido al mundo mediante la amenaza apocalíptica de la bomba. Pero el final de un sistema inmunitario ha producido otro quizás más peligroso todavía, puesto que se ubica entre un fundamentalismo islámico que busca el desquite contra Occidente y un fundamentalismo occidental a menudo igualmente fanático, que sólo en estas últimas semanas parece desmoronarse en favor de una lógica menos suicida.

Todavía una vez más, el exceso de inmunidad parece producir más violencia de la que consigue ahorrar. Nunca tanto como hoy los derechos universales han resultado proclamaciones privadas de todo significado real. Nunca tanto como hoy –en la culminación de la época biopolítica– el primero de estos derechos, el derecho a la vida, ha resultado traicionado y desmentido por millones de muertos de hambre, enfermedad y guerra en gran parte del mundo. Cuantos más frutos envenenados produce la globalización –el último de los cuales es esta dramática crisis económica–, más parecen cerrarse las fronteras ante aquellos que buscan amparo y subsistencia fuera de sus propios países de origen.

Pero atribuir a la globalización la responsabilidad de este estado de cosas –o incluso pretender atajarla restaurando los confines políticos de la modernidad– no puede llevar a ningún resultado satisfactorio. Como ya ocurriera con la comunidad originaria, cuando se trató de dividir el espacio del mundo con fronteras insuperables, los intentos inmunitarios actuales de neutralizar las dinámicas globales también están destinados al fracaso. Primero, porque son imposibles. Y en segundo lugar porque, aunque fueran posibles, serían contraproducentes: estarían destinados a potenciar de forma desmedida el conflicto que querían calmar.

Por otra parte, todo cuanto se ha dicho sobre la biopolítica se puede aplicar también a la globalización: toda vuelta atrás es impracticable. Hoy sólo la vida –su conservación, su desarrollo, su mejora– constituye una fuente de legitimación política. Cualquier programa político que no tenga esto en cuenta –que desvíe su objetivo del cuerpo de los hombres y de las poblaciones hacia otros fines o proyectos-– sería barrido por el desinterés general. Pero eso no quiere decir –como ocurre con la globalización– que el régimen biopolítico dominante hoy día sea el único posible. Que no se deba trabajar, después de decenios de biopolítica negativa, de tipo inmunitario, por una biopolítica afirmativa: una biopolítica capaz de entrar en sintonía con esa nueva forma de comunidad que es precisamente la globalización.

De lo que se trata –no sólo para la política, sino también, aunque sea con instrumentos y tiempos distintos, para la filosofía– es de pensar la biopolítica y la globalización la una dentro de la otra. De hecho, no hay nada más global que la vida humana. El mismo mundo unificado ha asumido la forma de un cuerpo biológico que requiere el máximo cuidado, que no soporta tener heridas en alguna de sus partes sin que se reproduzcan inmediatamente en alguna otra.

En este sentido, el sistema inmunitario del mundo ya no puede funcionar produciendo violencia y muerte. Debe, él mismo, hacerse guardián y productor de la vida. No debe ser barrera de separación, sino filtro de relación con lo que lo presiona desde su interior. En efecto, el punto decisivo –y también el problema de la máxima dificultad– reside en este giro de ciento ochenta grados de nuestra perspectiva. Un giro que, todavía antes que en el mundo real, debe tener lugar en nuestra propia cabeza: en el espacio del pensamiento, que es precisamente pensamiento cuando se muestra capaz de anticipar lo que ocurre y también, a largo plazo, de influir en ello.

Es evidente que sin algún tipo de sistema inmunitario el mundo, así como el cuerpo humano individual, no podría aguantar. Pero, como precisamente demuestra el sistema inmunitario de nuestros cuerpos, la inmunidad ya no debe concebirse sólo por oposición a la comunidad. Hace falta volver a ese elemento –el munus, concebido como donación, expropiación, alteración– que mantiene unidos estos dos horizontes de sentido. Debemos conseguir pensar a la vez estos principios de unidad y diferencia –es decir, de comunidad e inmunidad– que a lo largo de los siglos, y quizás de los milenios, se han encontrado en una batalla ciega y sin perspectivas.

Es cierto que la comunidad siempre nos ha remitido a la identidad y a la unidad, así como la inmunidad a la separación y a la diferencia. La historia del mundo, al menos hasta este momento, puede interpretarse como la lucha sin cuartel entre estos dos principios contrapuestos. Ahora se trata de ponerlos en tensión recíproca. De reconducir la comunidad a la diferencia y la inmunidad a la contaminación, como por otra parte adviene, en nuestros cuerpos, en todos los trasplantes de órgano, consentidos, e incluso favorecidos, por la llamada tolerancia inmunitaria. Naturalmente, es cualquier cosa menos fácil traducir a la realidad las que pueden parecer, y de hecho son, fórmulas filosóficas. Pero en la historia del pensamiento –y también en la de los hombres– antes de llevarse algo a cabo ha tenido que pensarse mucho tiempo. En esta dirección, trenzándose con el de muchos otros, trata de caminar mi trabajo de los últimos años.