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La escritura cifrada de la caducidad

Peter Bürger
Traducción Pedro Piedras Monroy   /   Imágenes Eva Sala, de la exposición «Diseño con alma de agua»

Durante los meses de verano, el CBA albergó la exposición, coorganizada por el DDI, Sueños de un grifo. Diseño con alma de agua dedicada a analizar la función que desempeñan distintos objetos como interlocutores de la relación del ser humano con el agua. El siguiente texto del filósofo e historiador Peter Bürger se adentra en algunas de las problemáticas medioambientales contemporáneas relacionadas con el agua a través de importantes hitos del pensamiento literario y filosófico moderno.

I

Alles ist aus dem Wasser entsprungen!!
Alles wird durch das Wasser erhalten!
Ozean gönn’ uns Dein ewiges Walten.
Wenn Du nicht Wolken sendetest,
Nicht reiche Bäche spendetest,
Hin und her nicht Flüsse wendetest,
Die Ströme nicht vollendetest:
Was wären Gebirge, was Ebnen und Welt?
Du bist’s der das frischeste Leben erhält«¡¡¡Todo ha surgido del agua!!! / ¡Todo lo mantendrá el agua! / Concédenos, Oh, océano, tu obrar eterno. / Si no enviases las nubes / Ni nos dieses ricos arroyos / Ni hicieses virar a los ríos / Hacia aquí y hacia allá... / Si no culminases los caudales: / ¿Qué serían entonces las montañas, / las llanuras y el mundo? / Eres tú quien mantiene / La vida en toda su frescura.».

Con este himno, hace Goethe que Tales, el filósofo antiguo, en la «Noche clásica de Walpurgis» de la segunda parte del Fausto, alabe la fuerza del agua para mantener la vida. En el Antiguo Testamento se le pone al lector ante los ojos, de forma vívida aún, cómo se organiza la vida humana en torno a los manantiales, de modo que el pozo se convierte en un destacado lugar de encuentro: el siervo de Abraham se encontrará allí con Rebeca, igual que luego se encontrará Jesús con la samaritana. Si bien Goethe, en la célebre carta de Werther del 12 de mayo, aún recuerda la «idea patriarcal», en la actualidad, en cambio, hemos olvidado la imagen de la doncella junto al pozo. Ya no entendemos por qué para los judíos del Antiguo Testamento el agua es el símbolo de la pureza, así como tampoco entendemos ya el bautismo, el nuevo nacimiento del cristiano «a partir del agua y el Espíritu» (Juan 3, 5). Para nosotros, hasta hace unos pocos decenios, el agua era tan sólo algo que estaba a nuestra disposición; algo que la moderna técnica de suministro nos hacía llegar a cada una de nuestras casas; algo de lo que, como ocurre con otros dones de la naturaleza, se disponía de forma irreflexiva. Para el ser humano de la modernidad, sólo tenía valor el trabajo humano, no la materia natural sin elaborar. En la teoría del valor de Marx sólo entrarán los costos laborales de la explotación de ésta.

Desde que, a comienzos de los años setenta, el Club de Roma presentó en términos dramáticos el agotamiento de los recursos naturales sobre los que descansa la industria, nuestra visión de la naturaleza ha cambiado. Por supuesto, las consecuencias concretas que se han sacado del conocimiento de la dependencia de la existencia humana del medio natural se han excluido con mucha discreción en comparación con la masa de discursos que han provocado. Parece casi como si las sociedades industriales quisieran hacer frente a las catástrofes ambientales que las amenazan con un ataque discursivo del que, sin embargo, no se extraen consecuencias prácticas.

II

La negligencia que mostramos hacia la valiosa agua potable que nos traen hasta casa (no sabemos muy bien cómo) desde las centrales de abastecimiento tal vez esté relacionada con que, tanto ahora como antes, seguimos teniendo una idea de la naturaleza que, en último término, es arcaica. Una idea que no quiere reconocer que «la frontera entre naturaleza y cultura» se ha hecho reconocible «como una frontera histórica a la vez interior y exterior al ser humano»Norbert Rath, Jenseits der ersten Natur, Heidelberg, Asanger, 1984.. Lo que aún aparece ante nosotros como naturaleza eterna va a transformarse radicalmente en razón de los largos años de intervención humana en el concepto. Se trata, además, de cambios que no se llevan a cabo en millones de años, como en el caso de la historia de la tierra, sino en el lapso de una vida humana. Paul Valéry, uno de los representantes decisivos de la modernidad, anota en 1923 en sus Cahiers: «No tenemos que explicar el universo sino que explotarlo»; no obstante su fino olfato para advertir las drásticas consecuencias del desarrollo técnico, y pese a su posición crítica frente a la autobiografía, a comienzos de los años treinta se ve empujado a reflexionar sobre las huellas que ha dejado en él el Mediterráneo. Nacido en la pequeña ciudad portuaria de Sète, desde su temprana juventud amará mirar el mar y el puerto desde un punto elevado:

El ojo puede remitirse a cada instante a la presencia de una naturaleza eternamente primitiva e intacta, que el hombre no puede alterar, constante y visiblemente sometida a las fuerzas universales y, de ella, recibe una visión idéntica a la que recibieron los primeros seres. Pero esta mirada, acercándose a la tierra, descubre allí al instante, en primer lugar, la obra irregular del tiempo, que da forma indefinidamente a la ribera y luego la obra recíproca de los hombres, cuya acumulación de construcciones, formas geométricas empleadas, líneas rectas, planos y arcos se opone al desorden y los accidentes de las formas naturales. (Inspirations méditerranéennes)

La cita resulta reveladora en muchos aspectos pues muestra que Valéry, pese a conocer las contradicciones de un desarrollo acelerado por la ciencia y la técnica –«entramos en el futuro a trancas y barrancas», escribe en La politique de l’esprit–, se aferra no obstante al concepto de una naturaleza inmutable que rehúye la intervención del hombre y, por ello, permanece intacta. Contrapondrá esta idea de la naturaleza a los productos del trabajo humano que obedecen a formas geométricas, a la línea recta, a los planos y al semicírculo. El observador, que abarca con la vista la amplitud del mar y percibe al mismo tiempo la animada actividad del puerto, descubrirá en su interior la contradicción entre la naturaleza eterna y el obrar humano sometido a la historia. En la medida en que el mar que se abre ante él es el mismo que otrora contemplaron los primeros hombres, el panorama del puerto le remite a que él vive en la modernidad; en el mismo momento, podía captar épocas muy separadas entre sí y vivirse a sí mismo como síntesis del ser humano, como ser humano en esencia.

Hoy sabemos que el propio mar, que Valéry creía ver, no es el elemento cuyo cuerpo permanece siempre igual. La mirada que se fía de la inmediatez de la impresión visual no es capaz de advertir las profundas transformaciones que también ha sufrido el mar en el curso de un acelerado proceso de industrialización. No es sólo que las agresivas técnicas de pesca hayan diezmado las reservas pesqueras del mar de forma que la vuelta a casa de las barcas de los pescadores de atún, de la que Valéry disfrutaba como de un espectáculo épico, es algo que pertenece ya al pasado sino que, desde hace decenios, los mares se han utilizado de forma extensiva como vertederos para venenos y basura radioactiva sin que podamos predecir las consecuencias ecológicas que esto pueda tener. Ante todo, la creciente emisión de dióxido de carbono ha llevado al calentamiento de la atmósfera terrestre, lo que tiene como consecuencia el derretimiento de los hielos polares y la consiguiente elevación del nivel del mar. Por estas circunstancias, el océano, que en la modernidad pareció haber pasado a ser un elemento natural dominable, se ha convertido de nuevo en una seria amenaza para los asentamientos humanos ubicados a la altura del nivel del mar. La naturaleza se muestra cada vez más como un sistema ecológico sumamente sensible que reacciona al impacto humano con transformaciones que tienen para nosotros consecuencias catastróficas. En el sur de Europa, el agua ha comenzado a convertirse ya en un bien poco abundante.

III

La mirada de Valéry sobre el Mediterráneo y el puerto de Sète pertenece a una fase de la modernidad que había desarrollado por vez primera en planteamientos concretos la conciencia de las amenazas suscitadas por ella para la pervivencia de la civilización humana y el hecho de que ésta podía desaparecer con toda facilidad a causa de dichas amenazas. La distancia histórica que nos separa de la imagen de Valéry de una naturaleza intacta y a salvo del impacto humano nos permite reconocer hasta qué punto ha cambiado nuestra mirada sobre la naturaleza.

Durante más de quince años, Christa Bürger y yo hemos pasado nuestro verano en una choza de pastores trashumantes a casi dos mil metros de altitud en la Wallis suiza. Lo que buscábamos allí era un equivalente de lo que Valéry sintió que encontraba aún en la mirada al Mediterráneo en los años treinta del siglo veinte: un paisaje incólume de glaciares y nieves perpetuas, una imagen plástica de la eternidad, un elemento que aquietara el alma y que contrastase con un mundo que había hecho del apresuramiento un principio todopoderoso. En los primeros años de nuestra estancia encontramos punto por punto lo que buscábamos. La cascada sobre la parte opuesta del estrecho valle apagaba los ruidos que venían de la carretera de montaña, apenas transitada. Glaciares de más de tres mil metros de altura se extendían por el valle con su blanco inmaculado. Y un verano tras otro experimentábamos cómo la mirada sobre la nieve y el hielo sometía al alma a un proceso de simplificación; cómo se iba desprendiendo de nosotros todo lo que nos tenía ocupados, agitados y disgustados en la planicie del norte de Alemania. Mientras escuchábamos atentamente el murmullo que iba y venía de la catarata, que recordaba al embate de las olas del mar, sentíamos que había algo más importante que las pequeñas luchas diarias en las que estábamos enzarzados allá abajo. Sentíamos algo que no podíamos ni tampoco queríamos llamar de ninguna forma; la teoría estética del siglo dieciocho ya lo había denominado como lo sublime.

Pero ya después de unas pocas estancias nos dimos cuenta de que, de año en año, la cascada se hacía cada vez más pequeña, hasta que finalmente se desintegró en dos arroyuelos que caían por las peñas. En una caminata por las crestas, pudimos ver que el glaciar que alimentaba la cascada se había derretido hasta convertirse en un mísero residuo. Así que el panorama glaciar en el valle comenzó a cambiar. Ya sólo en raras ocasiones, cuando la posición del sol era propicia, brillaba con aquella blancura cegadora que tanto nos gustaba; con el cielo cubierto, sin embargo, veíamos un paisaje gris de morrenas que sobresalían de entre los negros peñascos. Al principio, no quisimos reconocer los cambios que, de un año a otro, se dibujaban cada vez con más claridad; pasó mucho tiempo antes de que admitiésemos la idea de que estábamos viviendo la desaparición del glaciar.

Fue ante todo con el tiempo, poco a poco, como fuimos tomando conciencia de lo que allí estábamos presenciando. La historia de la tierra había entrado en un nuevo estadio. Sólo ahora cobraba su verdad total y aterradora la frase del libro sobre el drama barroco alemán de Walter Benjamin: «En el rostro de la naturaleza se encuentra la ‘historia’ en la escritura cifrada de la caducidad». Y mientras nosotros tratábamos de comprender lo que observábamos desde hacía años, nos percatábamos de lo impotente que era el pensamiento frente a los procesos desencadenados por el hombre y a través de los cuales se transformaban las condiciones climáticas de nuestra existencia, interviniendo de tal modo que incluso en nuestras templadas latitudes podía ocurrir que el agua se convirtiera en un recurso escaso.

Ya en 1983 escribí en mi Crítica de la estética idealista: «Ante la perspectiva de una destrucción definitiva de los recursos naturales, la idea romántica de una reconciliación con la naturaleza cobra un grado de verdad que no tenía hace ciento cincuenta años. Al mismo tiempo, el desarrollo histórico ha hecho cierto el contenido de verdad de tal idea». Pero qué impotente era esta reflexión frente a la escombrera gris de la morrena y frente a esas rocas desnudas que mirábamos. Ellas mostraban el final de los glaciares y de las nieves perpetuas y la desecación de los arroyos a los que Goethe había cantado en el himno al agua.

IV

¿Qué le queda por hacer a un pensamiento que se halla separado de la praxis frente a la amenazadora catástrofe climática? La respuesta más sencilla a esta pregunta ofrece una postura que se entiende a sí misma como posmoderna. Ésta deja de igual modo tras de sí tanto las ilusiones del compromiso como la confianza en la eficacia de la crítica; renuncia a las diferenciaciones de valor y apuesta sólo por el ahora. El yo, que ha entendido su impotencia, se repliega sobre sus propios intereses, sobre aquello que él tiene por sus propios intereses. El pasado ya sólo funciona para él como una rúbrica en el texto del presente; pero tacha el futuro. De este modo, se podrá sobrevivir en tanto en cuanto el agua siga saliendo del grifo; pero lo que se dice vivir ya no será posible. Para ello hace falta el otro, no por amor al prójimo sino por un egoísmo bien entendido. Y con el otro se dará al instante la exigencia de abandonar la fortaleza del yo, de entender el pasado como una fuerza que continúa teniendo influencia tanto en lo bueno como en lo malo, y el futuro como un espacio de posibilidades (de manera que él limitará también sus apetencias). Los grandes esbozos del compromiso, que formularon Sartre y Brecht el siglo pasado, no pueden ser aceptados tel quel; cargaron al individuo con una responsabilidad con respecto al conjunto de la que éste no puede responder. Pero sí que tiene sentido explicar la concepción propia y la actitud ante la vida del individuo; pues aquí y no en la esfera del proceder social es donde se desarrolla la eficacia del discurso. Quizá con el tiempo haya que practicar una forma indirecta de compromiso que pueda renunciar a manifiestos porque sepa que lo social se encuentra superado en el individuo.

La desaparición del sujeto: una historia de la subjetividad de Montaigne
a Blanchot (con Christa Bürger)
, Madrid, Akal, 2001

Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 2000

Crítica de la estética idealista, Madrid, Visor, 1996

SUEÑOS DE UN GRIFO. DISEÑO CON ALMA DE AGUA


16.07.09 > 11.10.09

COMISARIOS HÉCTOR SERRANO Y JAVIER ESTEBAN
ORGANIZAN SOCIEDAD ESTATAL PARA EL DESARROLLO DEL DISEÑO Y LA INNOVACIÓN (DDI) • CBA
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