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La Fura dels Baus y la obra de arte total

Àlex Ollé y Franc Aleu
Imagen Minerva

La Fura dels Baus es uno de los grupos teatrales españoles más reconocibles y originales. Ha desarrollado un lenguaje escénico singular basado en el impacto visual y en la interacción con el público que aúna diferentes disciplinas artísticas mediante la incorporación de espacios industriales, música y nuevas tecnologías. Su incursión en el mundo de la ópera ha roto esquemas en un ámbito que tiende al clasicismo. Àlex Ollé es miembro fundador de La Fura dels Baus, Franc Aleu, videoartista, colabora habitualmente con la compañía catalana.

Un lenguaje propio

La Fura dels Baus nace en 1979, al calor del interés de los primeros ayuntamientos democráticos por promover las fiestas populares, los carnavales… El germen de La Fura es un teatro callejero marcado por las técnicas circenses y la música en directo. Éramos un colectivo urbano que se nutría de los últimos coletazos del movimiento hippie y los principios del punk. Si algo nos ha caracterizado desde el principio es nuestra utilización de la arquitectura del espacio público y el hecho de situar a los espectadores en el mismo plano que a los actores. Por un lado, no nos bastaba con la participación del público, queríamos interacción, fricción, romper la pasividad de los asistentes invadiendo su espacio vital. Lo conseguimos a través de un teatro de imágenes, un tipo de dramaturgia muy visual y no textual. Por otro lado, nos apropiábamos de espacios no convencionales: un matadero, un hangar, una cárcel, una fábrica… El primer espectáculo con un lenguaje claramente propio fue Accions, en 1984, que montamos en un edificio en construcción en Barcelona. Queríamos convertir nuestro teatro en un espectáculo total. El público venía de una larga etapa oscura, estaba dormido y había que agitarlo: era más importante llegar a su estómago que a su cabeza, y por ello tratábamos de inducir una vulnerabilidad en el espectador que nos permitiera transmitirle sensaciones de una forma muy directa.

La Atlántida (1996)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Escenografía: Jaume Plensa
Vídeo: Franc Aleu

Cuando en 1990 nos ofrecieron intervenir en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, nos enfrentamos al reto de hacer un espectáculo para tres mil millones de personas con un lenguaje que se pudiera retransmitir por televisión. Creo que aquello marcó un antes y un después en las ceremonias de los Juegos Olímpicos, ya que rompimos con el formato Walt Disney que había regido hasta entonces y demostramos que el público es lo suficientemente inteligente como para entender Mediterráneo, mar olímpico, que tenía una duración de veinte minutos, mil quinientos actores y figurantes en directo, música de Ryuichi Sakamoto y un guión basado en la mitología griega –concretamente en la fundación de Barcelona por Hércules– que supuso el punto de partida de nuestra primera ópera. En La Atlántida, de Manuel de Falla, aparece también el personaje de Hércules, y eso hizo pensar a Alfredo Aracil –director del Festival de Música de Granada–, Jorge de Persia, director del Archivo Manuel de Falla, y al director de orquesta Josep Pons que podíamos hacer una ópera. El espectáculo tuvo lugar en 1995, en la plaza de las Pasiegas, delante de la catedral de Granada. Los elementos nos eran familiares: trabajábamos en un espacio al aire libre, con música en directo y con un coro. El elemento que nos resultó más novedoso fue trabajar con un libreto ajeno, ya que hasta entonces habíamos sido los creadores de todas nuestras obras, pero resolvimos el problema con una dramaturgia paralela a la del libretista. Todos nuestros proyectos giran en torno a una idea pura y consistente que vertebra la historia. En este caso, nos basamos en la vida de los artistas ligados a la obra, relacionando el hundimiento de la Atlántida con la imposibilidad de la creación: Falla murió exiliado en Argentina sin poder acabar La Atlántida y el libreto fue escrito en catalán por Jacinto Verdaguer, un capellán que murió repudiado por sus ideas. El tercer personaje es Sert, el muralista y pintor elegido por Manuel de Falla para realizar la escenografía de su obra. Así, por ejemplo, aparecía Sert manipulando a los bailarines o dibujando en directo los decorados, mientras Verdaguer escribía el texto, que se iba proyectando en una pantalla, y Manuel de Falla lo observaba todo y escuchaba la música de la orquesta. Supuso la primera colaboración de Franc Aleu y Jaume Plensa con La Fura.

El martirio de San Sebastián (1997)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Vídeo: Franc Aleu y Manuel Huerga
Vestuario: Jaume Plensa

Nuestra segunda ópera fue El martirio de San Sebastián, de Claude Debussy. El libreto de Gabriele D´Annunzio es un drama simbolista en torno al misterio medieval original y a la imagen del santo aseteado que carece de una estructura argumental sólida. Por eso también aquí recurrimos a una dramaturgia alternativa. Así, en nuestro montaje incorporamos un nuevo personaje: el narrador, un médico que representa la razón de la ciencia y practica una autopsia al santo para averiguar sus diferencias y semejanzas con una persona normal. Después de diseccionarlo metodológica y figurativamente, llega a la conclusión de que físicamente no existen diferencias, pero sí una voluntad que lo hace distinto de los demás, voluntad que ha distinguido también a grandes personajes históricos como Gandhi o Martin Luther King. Para ello recurrimos al mundo de las radiografías y la endoscopia, recreando el efecto de ese tipo de cámaras que se introducen por el esófago. En este montaje, arte y ciencia se dan la mano a través de las nuevas tecnologías y la escenografía es completamente virtual.

La condenación de Fausto (1999)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Escenografía: Jaume Plensa
Vídeo: Franc Aleu

La condenación de Fausto fue la ópera que nos proyectó internacionalmente. Gérard Mortier nos vino a conocer en el verano de 1996 durante nuestra actuación en el Festival de Granada, y de ahí surgió una relación que nos ha llevado a montar con él cuatro óperas: La condenación de Fausto, La flauta mágica, El castillo de Barbazul y Esplendor y decadencia de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weil y Bertolt Brecht, que se estrenará en octubre de 2010 en el Teatro Real de Madrid. Gérard Mortier nos ofreció la posibilidad de que se nos conociera en el Festival de Salzburgo y puso a nuestra disposición la infraestructura necesaria para hacer lo que nosotros queríamos. El desarrollo de la puesta en escena de La condenación de Fausto se centra en la creación de un hombre nuevo, fusión de opuestos, que ensambla a Fausto, Mefistófeles y Margarita en un solo individuo. Participó como coro el Orfeón Donostiarra, y utilizamos por primera vez cinco grandes proyectores. En estos momentos, la ópera está sacando ventaja al teatro en cuanto a propuestas escénicas. Sobre todo, porque tiene a su disposición una infraestructura técnica y humana con la que no cuentan los teatros y que permite que artistas como nosotros pongamos en escena todas nuestras fantasías.

D.Q. Don Quijote (2000)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Escenografía: Enric Miralles
Vídeo: Emmanuel Carlier
Vestuario: Chu Uroz

En cierto momento nos propusimos partir de cero, hacer algo inusual. Si lo normal es que un compositor empiece a escribir una partitura, busque a un libretista para que le ponga texto a la música y después se encargue a un director escénico la puesta en escena, nosotros encomendamos al músico José Luis Turina y al poeta granadino Justo Navarro la creación de un Don Quijote futurista. El primer acto de este Don Quijote se desarrollaba en el año 3000, en una sala de subastas donde los cantantes colgaban del centro del teatro. Fue de las primeras obras que se estrenaron en el Liceo de Barcelona tras el incendio que lo destruyó en 1994. La escenografía de este espectáculo se creó a partir del espacio arquitectónico concreto del teatro y para ello trabajamos con los arquitectos Enric Miralles y Benedetta Tagliabue. Se utilizó la totalidad del espacio: desde el escenario en toda su profundidad –cuarenta metros– a la zona de los telares. El resultado fue una obra dividida en tres actos y muy loca, tanto que llevó a decir a un crítico de La Vanguardia «esto no es ópera». Se necesitan, para nuevas óperas, nuevos críticos.

La flauta mágica (2003)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Escenografía: Jaume Plensa
Vídeo: Franc Aleu

Nuestra primera ópera de repertorio fue La flauta mágica. La presentamos en la Trienal del Rühr, que en aquellos momentos dirigía Gérard Mortier. Fue un gran reto, se trata de un clásico, una ópera cuya partitura todos conocemos. Planteamos la escenografía en un espacio mental o cerebro: la acción transcurría durante un segundo en la cabeza de Tamino, que aparecía en el escenario dormido y al final despertaba. Durante ese segundo de sueño se mostraba toda esa simbología tan característica de La flauta mágica que algunos interpretan en clave masónica, con la Reina de la Noche, Sarastro… Para crear esa idea de espacio mental se nos ocurrió que los sueños o las ideas están compuestos de nada, son aire, así que montamos la escenografía con doce colchones hinchables, a través de los cuales podíamos construir y deconstruir para brindar al espectador –tal y como sucede en el mundo de las ideas– una propuesta cambiante.

El castillo de Barbazul y El diario de un desaparecido (2007)

Dirección: Àlex Ollé y Carlus Padrissa
Escenografía: Jaume Plensa
Vídeo: Franc Aleu

Más recientemente, en el año 2007, Gérard Mortier nos propuso hacer El castillo de Barbazul, con música de Béla Bartók y libreto de Béla Balázs, y El diario de un desaparecido, de Leos Janácek, que se estrenaron conjuntamente en el Palais Garnier de París. Tras las grandes escenografías que habíamos creado, buscamos una puesta en escena mínima que focalizara la atención del espectador en la temática y los personajes de las dos historias. En El castillo de Barbazul, Judith va descubriendo uno a uno los misterios de ese castillo, que no deja de ser el interior del propio Barbazul. El mismo concepto se plantea en la obra de Leos Janácek, en la que un personaje muy enraizado en su tierra, su país, su familia, su religión..., cambia por completo con la aparición de una gitana –que simboliza lo diferente, lo que viene del exterior–, por la que se siente atraído hasta el punto de abandonarlo todo para irse con ella.

En El diario de un desaparecido la idea central de la escenografía era simplemente un agujero en el suelo por el que aparecía la cabeza del protagonista, como si fuera una zanahoria, un tubérculo enraizado que no quiere despegarse. Poco a poco, la atracción por lo diferente le va llevando hacia la superficie hasta que al final le hace salir de su agujero para irse con la protagonista.

Para El castillo de Barbazul no creamos una escenografía propiamente dicha, sino que nos servimos del propio teatro. Grabamos en París y en Barcelona las escaleras de entrada de la ópera de Garnier y del Liceo con el prólogo de la obra, la subida de Judith y Barbazul, como si acabaran de salir de la iglesia para adentrarse en ese teatro que simbolizaba el castillo. Para no crear puertas físicas, dispusimos diversos tules, que daban acceso al interior de Barbazul, sobre los que se proyectaban los miedos de Judith. No había nada más, todo se proyectaba sobre los tules, entre los que los actores podían moverse y que al mismo tiempo configuraban una especie de espacio virtual que potenciaba la idea de que cada una de esas puertas se correspondía con un aspecto del interior de los protagonistas, hasta que finalmente Judith cruzaba el umbral de esa última puerta hacia el interior de Barbazul, que era una proyección sobre una cascada.

El anillo de los Nibelungos (2007)

Dirección: Carlus Padrissa
Escenografía: Roland Olbeter
Vídeo: Franc Aleu

La tetralogía de Wagner (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses) es muy compleja e implicó varios años de trabajo. El resultado fue un montaje moderno, construido sobre una concepción ecológica del mito wagneriano, donde la escenografía se presenta como la suma del factor humano y de la maquinaria (pantallas, soportes y móviles creados por Roland Olbeter) y que incorpora algunos de los motivos habituales de nuestro lenguaje teatral, como las máquinas que elevan a algunos personajes, las vídeocreaciones en grandes pantallas al fondo del escenario, y la utilización del cuerpo humano como un elemento teatral más. Por lo que se refiere al vestuario multimedia de Chu Uroz, hay que destacar que los trajes son pantallas construidas con tela de cometa, en los que cobra especial protagonismo la luz. A todo ello hay que sumar un ingente trabajo de vídeo que se diseñó durante nueve meses con un equipo de veinte personas. Las imágenes de síntesis no las combina un técnico sino un pianista que, siguiendo las indicaciones de Zubin Metha, interpreta en un piano las órdenes que permiten ver sobre las pantallas las vídeocreaciones. Por ejemplo, en el arranque del tercer acto, que es una aproximación al planeta a través de Google Earth que llega hasta el interior de la tierra, donde los dioses son virus, y no se sabe si se está en un macromundo o en el microcosmos. Desde nuestra primera ópera, en la que empleamos una pequeña cámara, poco a poco hemos ido creado un taller propio, una compañía de vídeo que se llama Urano hasta llegar a la imagen generada por ordenador, que permite hacer cualquier cosa. Una imagen soñada no puede ser filmada sino que ha de crearse, por lo que nuestras creaciones vienen a ser como una pintura dotada de movimiento. El mundo del 3D y la generación de imagen por ordenador nos son muy útiles, aunque el peligro está en caer en una estética de art futura, que es un tipo de vídeo que no nos interesa. Lo sintético muchas veces te aleja de lo orgánico, que llega al público con más facilidad.

El gran macabro (2009)

Dirección: Àlex Ollé, con la colaboración de Valentina Carrasco
Escenografía: Alfons Flores
Vídeo: Franc Aleu
Vestuario: Lluc Castells

El gran macabro surge de una propuesta que nos hizo Peter de Kalue, el director del Teatro de La Monnaie de Bruselas. Se trata de la única ópera del compositor húngaro György Ligeti, cuyo libreto se basa en el libro Le grand macabre, de Michel de Ghelderode, un escritor que proviene de la generación del teatro del absurdo. Es una historia que nos habla de la llegada de la muerte, que anuncia el fin del mundo desde un punto de vista muy grotesco, con humor y con ironía. El mensaje que transmiten los cantantes es que la muerte está ahí, pero mientras no haga acto de presencia debemos intentar ser felices, por lo que la obra es un canto a la vida que enseña a pensar en positivo, ya que supone el triunfo de la vida sobre Nekrotzar, el Gran Macabro.

Y si Nekrotzar es el hilo conductor de la ópera, el referente visual es la efigie desnuda y gigantesca de una mujer, construida a imagen y semejanza de nuestra amiga la cantante de ópera Claudia Schneider, trasladando así el temor metafísico a la muerte de la obra a un miedo físico. A partir de una proyección al inicio de la obra, que nos mostraba a una chica comiendo hamburguesas en su casa mientras veía en la televisión una película del choque de un meteorito con la tierra, estos elementos se introducían en su fantasía y de repente se empezaba a encontrar mal, se apoyaba en la mesa y abría la boca. Después, sigue un fundido encadenado con la apertura del telón y la aparición en el escenario de la muñeca de diecinueve metros de altura en la que se ha convertido la mujer del vídeo.

Claudia no es un elemento de atrezzo sino la protagonista muda de la trama. Y no sólo porque sobre ella se proyectan las imágenes que la hacen hablar, mirar o la convierten en un esqueleto colosal, sino porque, siguiendo el argumento, de todos los orificios de su cuerpo saldrán o entrarán los distintos personajes de la obra. Convertimos Brueghelandia en ese gran cuerpo, el miedo de Brueghelandia era el miedo de esta chica a la muerte. Así, en la primera escena, Amanda y Amando se refugian en uno de sus pezones para hacer el amor y en la tercera los ministros del príncipe Go-Go surgen como por arte de magia por entre sus nalgas. Según avanza el libreto, el cuerpo se convierte en observatorio astronómico, palacio regio o campo de batalla, y hasta en un bar de copas con zombis bailando Thriller.

En el final de la obra, gamberro y surrealista, aparecía una imagen de vídeo de Claudia haciendo muecas. De repente se relajaba y veías un primer plano en el que estaba tirando de la cadena de un retrete. Había tenido miedo a la muerte, pero en definitiva se trataba tan solo de una indigestión. El éxito de la obra residía en la armonía entre la acción y la dramaturgia, de la puesta en escena con la música, que es como un collage de sonoridades, que van desde un conjunto de sonidos urbanos hasta pequeñas citas distorsionadas de Beethoven, Rossini y Verdi.

Para visualizar a Claudia recorrimos un largo camino que comenzó con los dibujos iniciales para encontrar una postura que cupiera en el espacio escénico y terminó en el modelado de esa figura. La creatividad también es empírica. Hay quien mentalmente es capaz de desarrollar un espectáculo, nosotros necesitamos trabajar mediante ensayo y error. Con la primera maqueta ya establecimos qué partes tenían que ir abiertas y cómo jugar con el personaje, después vino la tarea de realizarlo, en la que intervinieron desde ingenieros hasta escultores. La muñeca constaba de cuarenta y ocho piezas, era un gran puzzle, aunque el mayor reto fue dotar de expresividad al rostro de Claudia, una de las cosas más complicadas que hemos hecho nunca. Surgió la idea de proyectar la muñeca sobre la misma muñeca, de manera que pudiese trasformarse como quisiésemos: envejecer, convertirse en un esqueleto... Se sincronizaron muñeca y proyecciones, todo encajó perfectamente y obtuvimos un resultado nunca visto, ya que se proyectaba en 3D y sobre una pantalla volumétrica.