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Lecturas de Benjamin

Fredric Jameson
Traducción David Sánchez Usanos

El crítico literario y teórico Fredic Jameson (Cleveland, Ohio, 1934) analiza en el siguiente artículo las principales lecturas de Walter Benjamin.

Desde hace mucho somos conscientes de la manera en que importantes escritores construyen a su alrededor su propio corpus o canon, se trata de algo que ya no resulta útil pensar como influencias. Así, alrededor de Flaubert, una constelación de lecturas, de El asno de oro de Apuleyo a Cándido, de El Quijote a Sade, nos hace imaginar algún seminario ideal en el que los textos previos se verían transformados al leerlos a través de los ojos de Flaubert, y él mismo se vería aumentado por este canon idiosincrático que contiene y presupone todo de una vez. Mientras tanto, los grandes teóricos modernos también proyectan su propio canon privado, de un solo uso ad hoc: obsérvense las múltiples referencias de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, las cuales podrían transformarse muy bien en todo un nuevo programa de licenciatura en humanidades. Benjamin, como crítico y teórico considerado ahora también como escritor, compone estas relaciones y parece disolverse completamente en sus múltiples lecturas tanto como las convierte en un único «sí mismo» que está por definir. Este fenómeno, sintético-textual más que contextual –algo similar a la simbiosis en biología–, es lo queremos examinar aquí.

Pero primero hemos de aprender a distinguir entre un canon orientado a la tradición (independientemente de si esta tradición está al servicio de una derecha convencional, como sucede con mayor frecuencia, o de un movimiento-construcción de inspiración radical o de izquierdas, como en el caso de Raymond Williams o Lukács, o incluso de los modernistas de izquierdas como Kristeva y el grupo Tel Quel o los propios surrealistas) y un conjunto de referencias privilegiadas de un modo relativista en el que la contingencia resulta inscrita desde el principio –lo que podría denominarse un canon desechable y que, en un avatar más benjaminiano, resultaría apropiado reformular dentro de la «constelación» como tal–. La diferencia entre estas dos concepciones no puede captarse desde cierta «creencia» en la historia, tal como el Zeitgeist nos daría a entender de ordinario (hay creyentes y no creyentes a ambos lados de la divisoria). Sino que depende del modo en que se forman las comunidades interpretativas y del papel que en dicha formación desempeñan los códigos maestros. La segunda postura, por ejemplo, lleva a una posición que debe ser caracterizada, de un modo remotamente paralelo a las ahora viejas polémicas y posiciones estratégicas estructuralistas, como un compromiso con la naturaleza arbitraria del código. Entonces, por contraste, resultaría abusivo atribuir a los integrantes de la postura tradicional una suerte de ley-natural o concepción cratilista del código; por otra parte, no es de ellos de quienes nos ocupamos aquí, sino del propio Benjamin, y de la forma en la que es capaz (o incapaz) de coordinar dos marcos de referencia que normalmente se conciben como incompatibles: el bagaje cultural ad hoc de sus propias lecturas y entusiasmos idiosincráticos y el código aparentemente más absoluto del marxismo (a través de cuyo centro, no obstante, tiende a fluir esta misma oposición). Mientras tanto, asumiendo que la noción del código cratilista u orientada a la tradición tiene ciertos compromisos cruciales con la representación misma, resulta que ese problema o dilema relativamente modernista es lo que también estará en juego en las prácticas benjaminianas (aunque de un modo nuevo y poco familiar).

Una manera de penetrar en el problema de los códigos en Benjamin pasa a través de las obras que leyó y de las que se apropió –e incluso esta estrategia adopta dos formas distintas–. Una siente la tentación de organizar la enorme masa de reseñas de libros [compiladas en el volúmen 3 de los Gesammelte Schriften] de un modo temático, pero entonces esos temas serían característicos de Benjamin y de su subjetividad, en lugar de ser constitutivos de los autores y volúmenes así descritos. De modo que nos encontraríamos a nosotros mismos de vuelta en cierto tipo más tradicional de cartografía de auteur en relación con el propio Benjamin. Pero si atendemos a las obras con las que mantuvo un compromiso más duradero, a las que consagró largos ensayosEstos ensayos, hasta la publicación de la Obra de los Pasajes, fueron sus obras más influyentes y ampliamente conocidas. Muchos de ellos fueron traducidos por Harry Zohn en el volumen que en inglés se tituló Illuminations con las señaladas excepciones del ensayo sobre Karl Kraus, traducido en Reflections, y los «Comentarios sobre poemas de Brecht». [Aquí traducimos las citas directamente de la versión que proporciona Jameson remitiendo al lector a otra traducción castellana alternativa (N. T.)]. programáticos, nos enfrentamos con un problema más interesante que modela la apropiación misma y propone transacciones sustitutivas y más complejas respecto a lo que solía denominarse influencia. En realidad, el compromiso con estas obras nos recuerda las dinámicas de lectura específicamente modernistas que han sido comparadas con una serie de conversiones seculares: el gran auteur modernista no es un suministrador de obras individuales dentro de un género, y uno simplemente no lee un nuevo Faulkner, un nuevo Lawrence, un nuevo Stevens o un nuevo Pound. Sino que todos estos eran fragmentos de una totalidad monádica que en el período de consolidación de una ideología propiamente modernista (en los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, y en la situación estetizante de los intelectuales de la Guerra Fría) gradualmente llegó a ser convencional describir desde un punto de vista fenomenológico como un «mundo» específico, con sus originales estructuras sensoriales y temporales. Hoy, vistas desde nuestra perspectiva, parece más adecuado caracterizar cada una de estas «obras» en función de un código distintivo, que se aprende como una lengua extranjera y que el lector usa de un modo provisional para articular la experiencia personal de modo análogo a los clavos lacanianos. La consideración de Lévi-Strauss acerca del excedente de significanteVéase «El hechicero y su magia» y «La eficacia simbólica», en C. Lévi-Strauss, Antropología estructural, Madrid, Siglo XXI, 1973., la forma en la que el chamán o el psicoanalista enseñan al sujeto que sufre a reordenar sus significados desorganizados bajo nuevos significantes, resulta también un punto de referencia útil (en un «código» alternativo) para el proceso de conversión a estas obras de arte modernistas (de las que entonces puede decirse correctamente, pero sólo dentro de estos estrechos límites que marca la analogía y hasta el punto en el que la religión funciona de esta manera, que funcionan como una religión derramada, o una religión del arte). En este sentido, no tengo noticia de que un «código» modernista –esto es, un sistema estético secular completamente logrado– haya sido adecuadamente descrito alguna vez, aunque lo que solía denominarse «estudio estilístico» fue una aproximación inicial (que, como sugiere su lema, limitaba todo al propio lenguaje). Sin embargo, un modelo tal debería recorrer un largo camino que tratase de reconciliar lo que siempre se ha percibido como una inconmensurabilidad entre un análisis objetivo, o estructural, de la obra y uno centrado en la recepción, dado que, en este sentido, el «código» es precisamente la mediación entre estas dos dimensiones. Debería ser, necesariamente, un modelo comparatista, dado que postula un cierto nivel de recepción similar para todos los «clásicos modernistas» (o quizá resulta que diversos escritores contemporáneos llegan a ser promovidos como clásicos modernistas de este tipo precisamente por medio de una recepción así). Finalmente, y de igual modo, el modelo debería mantenerse únicamente para el período moderno.

Benjamin ofrece una ocasión interesante para plantear estas cuestiones, dado que en él el proceso de conversión es sobre todo sincrónico y no diacrónico. La vida intelectual en el período moderno parecía requerir una alienación religiosa de este tipo, mientras que, por otro lado, ya ningún código puede seguir siendo dominante. Es posible experimentar una conversión religiosa en cierto sentido absoluta en relación con un código individual o un «mundo» estilístico (entendiendo que, en este respecto, los sistemas filosóficos modernos parecen ser del mismo tipo que las obras estéticas), y entonces asistimos al fenómeno de los discípulos o incluso de los eruditos consagrados durante toda su vida a un único corpus (espectáculos inspiradores o desalentadores dependiendo del punto de vista que se sostenga). Pero en el período moderno la mayoría de la gente pasaba su tiempo entrando y saliendo de las diversas religiones seculares y de sus respectivos entusiasmos, ofreciendo la imagen de una trayectoria a través de una amplitud de códigos que tendría que ser examinada en función de ritmos externos a ellos (los del ascenso y caída de la temperatura política o ideológica, por ejemplo), y comparables en todo caso a los grandes ciclos de la moda.

Sin embargo, en el caso de Benjamin todos estos entusiasmos y compromisos estéticos nos son dados simultáneamente. Cómo pudo sostener al mismo tiempo tantas filiaciones aparentemente contradictorias (y cómo podemos nosotros entonces abordar el análisis de líneas de vuelo tan contradictorias en su trabajo) no es el problema menos interesante que nos plantea este escritor. En ocasiones, él mismo fue consciente de esta multiplicidad sin teorizar, y la planteó en forma de problema que consistía también en todo un programa: «Abarcar tanto a Breton como a Le Corbusier –eso significaría dibujar el espíritu de la Francia de hoy en día como un arco y un conocimiento disparado al corazón del movimiento–» [«N» la.5; Filosofía, Estética 46]El archivo de notas metodológicas y epistemológicas de la Obra de los Pasajes se designa como «N». En ocasiones modifico la traducción inglesa sin indicarlo. [Trad. cast., W. Benjamin, Libro de los Pasajes, Madrid, Akal, 2005, pp. 459-490.]. Pero, como veremos, esto implica algo más que la mera síntesis, el aprendizaje de diversos maestros o la absorción de los puntos positivos. Le Corbusier también significa para él el comienzo del trabajo sobre la arquitectura moderna de Siegried Giedion (cuyo Espacio, tiempo y arquitectura se convirtió después en una especie de manifiesto ideológico del modernismo para la arquitectura estadounidense), junto con el libro de Mayer sobre la construcción en hierro: aquí está presente una visión utópica del cristal y el acero, junto con una gran variedad de connotaciones atléticas y terapéuticas de la puritana visión de Le Corbusier (algo central en la aversión que exhibe el presente movimiento de distanciamiento respecto al modernismo en la arquitectura). Yuxtaponer esta conciencia tan limpia, tan brillantemente iluminada como un hospital, con la terapia tan diferente de Breton, que lleva a descender por la vía del inconsciente, cuyos protocolos de sueños y drogas fueron practicados en cierto momento por el propio Benjamin a modo de experimento, es plantear una ecuación con variables cuya solución no resulta del todo evidente, a menos que ésta sea el propio Benjamin.

En otros casos Benjamin se preocupó explícitamente por ese problema. Para él estaba claro que la Obra de los Pasajes tenía sus conexiones con la más antigua sobre el Barroco por lo menos de una manera, a saber, a través de Baudelaire y su esplín, comparado a menudo con la melancolía de los dramaturgos de la reforma protestante. Lo que sigue es un conjunto muy interesante de deducciones acerca del papel desempeñado por la mercancía y la mercantilización en ambos períodos en tanto que fundamento en el que se basa este afectoEn el archivo «N», pero también en conjunto provisional de aforismos tan interesante que extrajo del archivo Baudelaire bajo el título «Parque central». [Trad. cast. en W. Benjamin, Obras¸ libro I, vol. 2, Madrid, Abada, 2008, pp. 262-301.]. Pero en este nivel todavía nos tenemos que ocupar aquí de una yuxtaposición de temas acerca de cuya posible conexión con la propia psicología de Benjamin podría especularse mucho, mientras que él, por su parte, trató enérgicamente de despersonalizarlos magnificándolos en una teoría de la historia. Aunque no resulta paradójico que Benjamin, un especialista en la melancolía del siglo XVII, hubiera estado interesado en sus variantes del siglo XIX.

Sin embargo, lo que finalmente logra excitar nuestra curiosidad metodológica es el entusiasmo simultáneo por dos escritores que en cierta manera parecen ser absoluta y mutuamente excluyentes entre sí, y de un modo mucho más fundamentalmente ideológico que las mónadas de Adorno que se repelen gravitatoriamente. Tal es, por ejemplo, el antagonismo entre Brecht y Kafka, vívidamente expresado por aquél en persona mediante sus objeciones al ensayo de Benjamin sobre Kafka («Fascismo judío») [véase la entrada del 31 de agosto en las «Conversaciones con Brecht» de Benjamin]Trad. cast. en W. Benjamin, Tentativas sobre Brecht (Iluminaciones III), Madrid, Taurus, 1975.. El antagonismo, en realidad, parece dramatizar una antinomia más profunda que resulta fundamental en el pensamiento cultural moderno, si es que no en su realidad, a saber, la que asigna posiciones antitéticas a lo político y a lo subjetivo o existencial, a lo didáctico y a lo expresivo, a lo consciente o voluntario y a lo inconsciente. En realidad, aunque puede resultar abusivo y precipitado pensar en Brecht como en un realista, lo cierto es que Kafka ocupa emblemáticamente la posición del estereotipo del modernista, despertando a todos sus sombríos homólogos. Frente a todos los impulsos míticos y formalistas que se arremolinan en torno a Brecht en Occidente, que buscan convertirlo en un «existencialista» siguiendo la estela del libro de Esslin (o en un gran poeta, en lugar de un dramaturgo), cabe oponerles el alegato artesanal de Brecht a favor de la utilidad:

«No acepto a Kafka, ya sabes», dice Brecht. Y continúa hablando acerca de la parábola de un filósofo chino sobre «las tribulaciones de la utilidad». En un bosque hay muchos varios tipos diferentes de troncos. De los más gruesos hacen maderas para barcos; de los que son menos gruesos pero aún suficientemente sólidos, hacen cajas y tapas de ataúd, los más finos de todos se convierten en varas de castigo; pero con los más raquíticos no hacen nada: éstos escapan de las tribulaciones de la identidad. «Tienes que buscar en los escritos de Kafka tal y como lo harías en un bosque de este tipo. Encontrarás entonces un montón de cosas muy útiles. Las imágenes son buenas, por supuesto. Pero el resto es pura mistificación. La profundidad no te lleva a ningún lado. La profundidad es una dimensión separada, es sólo profundidad –y no hay nada en absoluto que pueda ser visto ahí–».Trad. cast. Tentativas sobre Brecht, op. cit. p. 141.

Mediante este procedimiento de trabajo, que desmenuza los aspectos y aísla los temas o niveles útiles, los capítulos o versos susceptibles de ser citados, nos acercamos lentamente a la pista básica de la autonomización formal –la capacidad y propiedad objetiva que poseen las obras modernas de ser troceadas y empleadas precisamente en este sentido–.

El propio Brecht fue el teórico emblemático de esta profunda tendencia formal, un concepto subrayado por Benjamin en sus luminosos ensayos de presentación (todavía entre las mejores introducciones a la idea de Brecht de un teatro épico, en el que deberían distinguirse claramente los comentarios poéticos en tanto que poseedores de un ritmo interno y una dinámica genérica bastante diferentes). Este es el concepto de gestus, traducido como «gesto susceptible de ser citado»:

Un actor debe ser capaz de espaciar sus gestos de modo análogo a como el linotipista separa los tipos. Este efecto debe lograrse, por ejemplo, mediante la cita de su propio gesto que un actor lleva a cabo sobre el escenario... Teatro épico es por definición teatro gestual. Cuanto más frecuentemente interrumpamos a alguien en el acto de actuar, más gestos resultarán.Trad. cast. en W. Benjamin, Obras, II, 2, Madrid, Abada, 2009, p. 141.

¿Cómo se reconcilia esta versión voluntarista con la noción de que la vida moderna tiende objetivamente, bajo su propio momento, hacia lo fragmentado, hacia eso «ya siempre» interrumpido –sea mediante la taylorización, la reificación, la ciudad, la penetración forzosa del capital en el pueblo, o por lo que sea–? Ésta es la gran estrategia homeopática que puede detectarse bajo muy diferentes formas en lugares distantes del paisaje modernista –a saber, la decisión y el deseo de elegir lo inevitable, afirmar lo que resulta una tendencia irreversible y, haciendo de la necesidad virtud, abrir un abanico de posibilidades para su posible apropiación–. La transformación del fragmento como un resultado de un proceso socio-histórico en gesto como objeto de indagación didáctica e investigación científica flanquea el Zeitgeist. Cortocircuita la tentación de reinventar el páthos de una llamada en pos de la «reunificación» de la vida (como en Lukács), y subraya la manera en que la naturalización tiende a acompañar a la fragmentación social. Fruto de ello, no sólo las piezas inteligibles sino el propio proceso se presenta ante nosotros como algo a la vez natural y de sentido común, como algo que marcha sin decirlo y, en tanto que completamente autoevidente, no necesita ulterior comentario. El efecto de extrañamiento de Brecht procede precisamente de este carácter no natural del gestus, como eso que crudamente reaparece cuando el fragmento resulta sostenido chorreando y fluyendo a la fría luz del día. Pero el propio proceso que «interrumpe» –ya sea la propia lógica del capital o el deseo ilustrado del actor-pedagogo– es también molienda para el molino de la hostilidad modernista hacia la narrativa como tal (algo propio de Benjamin, como empezaremos a ver a continuación).

Por lo tanto, quizá no resulte tan inesperado que ahora transpire algo similar en la propia producción formal de Kafka, tal y como se nos ofrece anatomizado de un modo único en el gran programa-ensayo de Benjamin sobre el fabulador de Praga. Es algo que puede detectarse, no sin sorpresa, en el punto en el que genéricamente intersecan las dos obras de Kafka y Brecht, a saber, en lo teatral mismo. En Kafka esto sale a la superficie de modo significativo en el momento de lo paradisíaco, en el Teatro Natural de Oklahoma (en Amerika):

Una de las funciones más significativas de este teatro consiste en disolver los sucesos en sus componentes gestuales. Podemos ir más lejos y decir que una buena parte de los estudios e historias breves de Kafka se contemplan a plena luz únicamente cuando resultan, por decirlo así, puestos en acto en el «Teatro Natural de Oklahoma». Sólo entonces reconoceremos que toda la obra de Kafka constituye un códex de gestos que para el autor seguramente no tenía un significado simbólico definido desde el exterior; sino que el autor intentó derivar de ahí un significado tal en contextos siempre cambiantes y en agrupaciones experimentales.Para esta cita y las siguientes, trad. cast. en W. Benjamin, Obras, II, 2, op. cit. pp. 19 y ss.

Que esta gestualidad objetiva en Kafka parezca presuponer una conciencia peculiarmente impersonal y descentrada (derivada, por medio de Rosenzweig, de China y su teatro y psique) nos resulta de gran interés, aunque secundario, en este contexto. Situar el centro de gravedad de este ensayo crucial de Benjamin/Kafka en el gestus en lugar de en la relación de Kafka con una tradición popular judía del arte de contar historias –ésta última remontándose más lejos en las dos direcciones hermanas del modo de producción precapitalista y de la misma cosmología– al menos es extrañar esta obra familiar, que resulta empleada con más frecuencia no tanto en coordinación con sus otros textos sino como evidencia para el Benjamin sionista o místico.

Con todo, el punto fundamental de Benjamin está situado aquí, y el concepto de gestus será el mecanismo crucial mediante el cual negociará la transacción más difícil y delicada en la aproximación marxiana al texto literario, el reconocimiento y el trabajo ad hoc de coordinación de sus reivindicaciones simultáneas respecto al valor y a la mistificación ideológica. Las dos caras del gestus –su forma visual y el reverso de un conjunto enmascarado e interminable de significados posibles– ofrece aquí un medio de coordinación muy diferente de las soluciones igualmente ad hoc que podemos encontrar en los ensayos sobre Karl Kraus y Eduard Fuchs («El coleccionista»). No sólo los eventos se separan en una serie de gestos («cada gesto es un evento –podríamos decir incluso un drama– en sí mismo») de un modo tal que la narrativa de Kafka se encuentra a sí misma imperceptiblemente transformada en una especie de «montaje de atracciones» eisensteniano, lo cual no está desconectado de la peculiar forma de montaje discontinuo del ensayo de Benjamin (incluso antes de que la falta de andamiaje de la Obra de los Pasajes permita que el edificio impida que un ensayo así sea examinado en su forma original). Esta forma también establece una distancia respecto al significado que sólo puede ser cubierta mediante un comentario interminable, lo cual no es en sí mismo inconsistente con la incomprensión absoluta: «Kafka sólo podía comprender las cosas según la forma de un gestus, y el gestus que no comprendía constituye las partes más turbias de sus parábolas». Éste es, finalmente, el significado social de la producción formal de Kafka: la posibilidad de percepción y de micro-narrativa del gesto convive con la experiencia omnipresente de una realidad exterior que resulta opresiva dado que no puede ser captada ni comprendida. Pero cuando Benjamin va tan lejos –proporciona una imagen de Kafka como una especie de privilegiado aparato de grabación que ha de multiplicar sus vívidas notas y apuntes de un modo proporcionalmente exacto al carácter incomprensible de aquello que designan– repentinamente se refiere a la alienación por medio de la máquina:

La invención del cine y de la fotografía se produjo en una época de máxima alienación entre los hombres, de relaciones mediadas de un modo inmensurable que se han convertido en las únicas que mantienen. Los experimentos han demostrado que un hombre no reconoce su propio modo de andar en la pantalla ni su propia voz en el fonógrafo. La situación del sujeto en tales experimentos es la situación de Kafka. Esto es lo que le dirige al aprendizaje [Studium], donde ha de encontrar fragmentos de su propia existencia que todavía estén dentro del contexto del papel que desempeña. Tiene que agarrarse con fuerza al gestus perdido del mismo modo que Peter Schlemiehl se agarró con fuerza a la sombra que había vendido.

Esta anticipación de las figuras clásicas existenciales (la anécdota de Malraux acerca de la incapacidad de reconocer la propia voz grabada, la imagen de Camus del hombre en la cabina telefónica cuya voz no puede oírse) sirve no tanto para documentar la relación de Kafka con aquello que explicaron y domesticaron (llamándolo «el absurdo») cuanto para subrayar su propia distancia respecto a ellos. Mientras tanto, la referencia a Schlemiehl nos recuerda uno de los actos interpretativos y revocaciones más dramáticos de Benjamin, en el cual, en una discusión acerca de imágenes especulares y reflejos, de repente capta el espejo como la anticipatoria forma-portada de los modernos medios de comunicación de masas [véase «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica»]. Esto entonces vincula inesperadamente el ensayo sobre Kafka con el problema posterior de la tecnología y la reproductibilidad, mientras que una frase que viene inmediatamente a continuación de este extracto («es una tormenta que sopla hacia nosotros desde lo que nos hace olvidar»), anticipando las cadencias bien conocidas de la tesis del Angelus Novus, parece yuxtaponer ahora las concienzudas y artesanales anotaciones de Kafka con toda la cuestión de la historia cultural del pasado humano y su relación con el progreso (algo que abordará directamente en las «Tesis sobre la historia»).

Quiero sugerir que éstas no han de ser tomadas como conexiones temáticas, aunque en principio parece que somos incapaces de enumerarlas de otra forma que no sea mediante temas. Trataré de mostrar más adelante cómo este tipo de referencias cruzadas y simultáneas en Benjamin sirven no tanto para unir varios asuntos cuanto para diferenciarlos. Lo que aquí se subraya mediante la incomprensible aparición del mismo tema en dos lugares distintos a la vez es más bien la multiplicidad de distintos significados o aspectos que pueden adoptarse para proyectar distintas caras del mismo «sema» o concepto nombrado. Esto ya empieza a mostrar de una forma más concreta, sólo que en el ámbito de los temas e ideas, lo que Benjamin quería decir con una constelación.

Sin embargo, en la relación de Brecht con Kafka encontramos una manifestación más externa, canónica, de esta forma de construir el objeto de estudio y de unir textos privilegiados, que son, por derecho propio, diversos códigos objetivados. El gestus constela Kafka con Brecht: hace que cada uno pueda usarse en función de la reescritura del otro. Por ejemplo, el concepto analítico brechtiano nos permite releer al modernista Kafka, mientras que, al mismo tiempo, demuestra la activa relevancia de las propias formas didácticas y pedagógicas de Brecht para la inteligencia más amplia que promulga una literatura modernista expresiva y no pedagógica.

Todavía no me resulta claro que podamos cartografiar definitivamente las constelaciones de las lecturas de Benjamin (algo en cualquier caso inadmisible a la vista de las tesis acerca de los códigos que estamos defendiendo respecto a la práctica de Benjamin). En realidad, el hecho de que sean ampliamente sustituibles constituye una primera respuesta a la objeción (implícita en Scholem, por ejemplo) de que, dado que muchos de estos ensayos eran ocasionales e incluso fruto de encargos –Benjamin no tenía un interés particular en Leskov, pero tenía que cumplir con el trabajo de escribir una reseña de una antología alemana que le resultaba interesante, etc.–, la presencia de éste o aquél escritor o texto cultural en concreto no constituiría una prueba directa respecto a nada. Aún así, me parece que todavía es posible cierta descripción formal de la constelación.

En realidad, ya hemos aislado dos características de esta estructura: una diferencia en la identidad (Le Corbusier y Breton como dos encarnaciones antitéticas de lo moderno) y una identidad en la diferencia (Brecht y Kafka como antítesis que comparten la forma del gestus). Ahora necesitamos examinar lo que llamaré un patrón vertical en este corpus de ensayos, que tiene que ver con el fundamento de lo que si no sería una constelación flotante a la deriva, con la naturalización del contenido de un conjunto de relaciones que de otro modo carecerían de contenido.

A menudo se ha reconocido en los ensayos la nebulosa presencia de una especie de trilogía o series tripartitas: este es el movimiento que parte de «El narrador» a través de «Sobre algunos motivos en Baudelaire», hasta «La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica». Leído como una secuencia, este conjunto de tres pasos o etapas ofrece un mensaje relativamente coherente que puede ser articulado en una serie de proposiciones acerca de la relación entre experiencia y comunicación, de cómo la ratio entre ellas varía dialécticamente en función del impacto que reciben por parte de la tecnología (o modernización). A partir de estas etapas debería elaborarse una tesis que tuviese alguna analogía formal con la Teoría de la novela de Lukács (a propósito de la cual hay una larga referencia en «El narrador»), actualizando ésta última, por decirlo así, mediante la inclusión, si no de la cultura de masas, sí al menos de realidades tecnológicas. Pero una tesis tal, esto debería quedar claro, no está «en Benjamin»: es el efecto de un montaje, algo derivado y tan completamente arbitrario como cualquier reconstrucción conceptual de esta o aquella presunta intención atribuida a los fragmentos de Pasajes, lo cual no significa que esté mal o que carezca de interés. De hecho, Benjamin solicita este tipo de atribución, de reconstrucción conceptual e interpretación posterior por parte del lector; no puede ser leído sin tal operación retrospectiva, sin importar cuán cuestionables sean los resultados.

Ahora resultaría posible afirmar incluso la existencia de otra nebulosa trilogía dentro del corpus de los grandes ensayos programáticos (del «período medio»), un movimiento tripartito mucho más tenue que interseca al de «El narrador» pero que tiene que ver más con la ideología que con la modernización, y con la creencia más que con la determinación de la percepción por parte de una base tecnológica. Esta «trilogía» puede denominarse la serie cosmológica, y se mueve desde el fundamental ensayo sobre Karl Kraus, de nuevo a través de «El narrador», hasta «Comentarios a poemas de Brecht», que normalmente no se suele considerar uno de los ensayos-programáticos (debido a su forma discontinua) y que los críticos que se ocupan tanto de Brecht como de Benjamin han dejado de lado. En cada uno de estos ensayos, como veremos, Benjamin encuentra su investigación textual moviéndose, por decirlo así, contra su propia intención y deseo, contra la identificación, al modo de una marca de agua, de algo como una «gran cadena del ser» en conexión con los tres textos tan diferentes en cuestión –los panfletos de Kraus, los relatos de Leskov y la lírica de Brecht–. Esta escala de formas, o cadena del ser, parece descender a regiones ontológicas, estratos sedimentados de una naturaleza bajo el fenómeno social de lo que, al menos en la Viena de Kraus y en el Berlín de Brecht, son realidades humanas, y por lo tanto históricas, sujetas a la praxis humana y susceptibles de cambio y modificación. ¿Cuál puede ser el estatus de tal escala de formas y de la Naturaleza, o al menos de la naturalización, que proponen?

La cuestión implica dos cosas: una por la cual debe considerarse abusivo decir que el método de Benjamin tiene que ver con la relación de las constelaciones de sus objetos de estudio con algún fundamento en la propia naturaleza humana, alguna restricción última en la necesidad y la finitud (que también implicaría una restricción última en la mutabilidad de los propios códigos, alguna verdad última de ley natural). La otra consecuencia quizá no es sino la inversión de ésta y concierne al análisis ideológico como tal, algo cuya ausencia relativa parece caracterizar la originalidad del marxismo de Benjamin y su modo de comentario cultural. Sin embargo, sería un error pensar que está ausente: la Segunda Internacional (como, por ejemplo, en el ensayo sobre Eduard Fuchs) no es el único objeto de una crítica ideológica explícita (desde la perspectiva de la cuestión del progreso). La reversión de la mistificación ideológica está presente, de un modo muy prudente, en el ensayo sobre el surrealismo, donde, de pasada, se recusa la tan conocida distinción entre revuelta y revolución. Y se presenta abiertamente pero con mucho respeto en el gran ensayo sobre Kraus, en el que la apasionada negatividad del satírico (parece claro que el pequeño fragmento titulado «El carácter destructivo» tiene que ver con Kraus, y no tanto con Brecht, como se ha dicho) y la posterior conversión al catolicismo son considerados como fallos necesarios, deformaciones ideológicas inaceptables sin las cuales, sin embargo, la misión histórica y progresista de Kraus habría sido inconcebible.

Éste es un tropo dialéctico familiar, el de lo políticamente correcto y progresista, a través del cual el fallo es captado posteriormente como necesario para la fuerza, y lo ideológicamente dudoso resulta releído como aliado. Pero no sería genuinamente dialéctico si alguien viniese a decir que este refuerzo de los opuestos resulta siempre verdadero y operativo para toda coyuntura histórica. Cualesquiera que fuesen los fallos ideológicos de Brecht, por ejemplo, no tienen por qué incluir los de naturaleza barroco-vienesa-católica de Kraus: Brecht afrontó una situación histórica y política muy diferente de aquella en la que se formó el joven Kraus.

La situación de Leskov fue muy diferente a cualquiera de éstas y, por lo tanto, puede resultar útil comenzar por él. La tradicional visión de Leskov como un contador de historias «profundamente ruso» en cierto modo enraizado orgánicamente en el campesinado y sus supersticiones e historias resulta parcialmente extrañada y enfriada por sus lazos comerciales y familiares con Inglaterra (cuyo seco espíritu empírico y negociante está en las antípodas del misticismo del campesino eslavo) y por sus simpatías respecto a los herejes de la ortodoxia rusa (quienes a este respecto también ofrecen cierta versión muy distante y profundamente eslava de lo que el protestantismo significó en occidente). Estos huecos en lo «orgánico» dan un Leskov que, cuando menos, construye su «rusianidad» (por usar una expresión de Barthes), que la elabora a partir de los códigos sistemáticos como un objeto de arte en lugar de expresarla de modo inconsciente como una especie de oráculo terrestre. Mientras tanto, esta distancia –que debe ser bien compatible con la estética del «extrañamiento»– resulta más difícil de reconciliar con esa teoría de las condiciones de posibilidad del hecho de contar historias y con el relato mismo que Benjamin de un modo célebre nos ofrece en un momento anterior del ensayo: a saber, su relación constitutiva con los tres tipos de situaciones sociales en los que tiende a florecer. Todas ellas son en cierto modo situaciones de artesanía (luego la práctica de trabajo manual se adhiere a la narrativa oral «como las huellas dactilares del alfarero en la arcilla»), pero los tipos de historia variarán en función de su origen: en un entorno campesino o rural, entre pescadores, o en boca de mercaderes y viajantes de comercio. Esta enumeración seguramente pretende dibujar una línea fundamental entre este tipo de producción narrativa y lo que resulta consistente con la psicología, lo sensorial y el mundo de la vida de la gente que maneja maquinaria moderna –a saber, trabajadores fabriles–. Se examinan sus necesidades en «La obra de arte en la época de la reproductibilidad»; mientras tanto, «El narrador» nos ofrece el rostro anverso de las reflexiones de Brecht sobre su teatro público, puesto que este público artesano, más próximo a la propia tierra, no parece probable que se presente a sí mismo en su teatro urbano. ¿Tenemos que pensar que los viajes de Leskov le alinean como un distante análogo del contador de historias medieval delineado en la primera parte del ensayo? Quizá, si tenemos en cuenta la mediación de la propia tierra (como contenido) y, sobre todo, la mediación formal del requisito irrevocable de los tiempos en la narrativa que cuenta historias: «Un hombre que muere a los treinta y cinco, en cada momento de su vida demuestra ser un hombre que morirá a la edad de treinta y cinco años». Esta frase de Moritz Heimann es un objeto privilegiado de la meditación de Benjamin; lo niega y afirma al mismo tiempo. Existencialmente incierto (en este punto se establece un largo diálogo implícito entre Benjamin y el más kierkegaardiano Sartre, que quiere insistir en la irreductibilidad del momento vivido, en el cual el futuro nunca resulta visible), se convierte en verdadero en la conmemoración y en el relato. La cuestión no es sólo estética o filosófica, sino también historiográfica y política (como en Sartre), y más tarde, en Benjamin, será puesta en escena a propósito de concepciones del pasado que compiten entre sí. Tan apasionadamente como repudia las concepciones del progreso (Segunda Internacional) burguesas y socialdemócratas, busca obstinadamente refutar la concepción historicista del momento aislado del pasado («wie es eigentlich gewesen») y rechazar el imperativo historicista de recapturar el sentido que de sí mismo tuvo el momento pasado al no tener conocimiento ni de su futuro ni de su destino. Para nosotros, sin embargo, el destino del pasado debe ser incluido en la imagen que tenemos de él, como tristeza o como derrota, como masacre o, por el contrario, como una sensación apenas perceptible de aire de la aurora. Pero resulta difícil cuadrar esto con el tabú consistente en marginar las concepciones del pasado como decadencia o regresiónLa concepción de Benjamin de la relación del presente con el pasado está gobernada en parte por El arte industrial tardorromano de Riegl –por una convicción que repudia la noción de decadencia histórica–: «No hay períodos de declive» [Libro de los Pasajes, N, 1.6, trad. cast. cit. p. 460]. y voltea la polémica en otra, en una espiral ascendente. La muerte es aquí la marca de la irrevocabilidad narrativa. La ambivalencia de esta vía conceptual de dos direcciones –¿es ésta una cuestión existencial de mortalidad y finitud, del Ser mismo? ¿o una cuestión narrativa de praxis, elección y construcción?– será la negociación más interesante que veamos hacer a Benjamin en esta serie.

En todo caso, la Naturaleza –en forma de muerte orgánica– penetra en el panorama narrativo precisamente en este momento, cuando se hace patente que el hecho mismo de contar historias, en su forma clásica, exige naturalización. Salvo que haya eventos irrevocables en el relato, la forma flaquea; se disuelve en lo informe y en lo no-, anti-, o a-narrativo. (En realidad, una forma de hablar sobre lo moderno y lo que produce en la novela nos viene ofrecida precisamente por el examen de lo que las libertades modernas producen en el «destino» de sus personajes.) Pero esta naturalización significa un potente desplazamiento y corrimiento del foco a través del cual lo social y lo histórico resultan comprendidos una vez más –como en las sociedades precapitalistas– como formas de historia natural: la emergente condición política secular de los tiempos modernos resulta aquí petrificada y golpeada de nuevo por la luz casi apocalíptica de una escala de especies y formas. ¡Sombras del libro de la tragedia, con su lúgubre retorno de la visión cíclica de los acontecimientos y esfuerzos humanos como una danza de la muerte, una marcha fúnebre!

La cosmología de Leskov prueba ser entonces (empleando el término del formalismo ruso) una «motivación por el recurso», una condición de posibilidad de su propio acto de contar historias, que requiere una cadena del ser que descienda al mundo de lo mineral y lo inanimado –¡ahora pueden contarse historias sobre piedras mágicas!– y ascienda hacia la apokatástasis (la liberación de las almas hacia su redención), interpretada por Benjamin como una especie de desencantamiento en el que todos los seres terrenales bajo el hechizo de un mundo caído repentinamente encuentran su voz y empiezan a «contar su historia». A la altura de esta cumbre de las formas se encuentra el hombre recto mismo (el contador de historias que proporciona consejo) bajo la forma del hermafrodita, que reúne esta variedad por medio de la simbiosis de los sexos y los géneros. Ésta es una extraña nota utópica postcontemporánea a encontrar en el corazón de una visión campesina del mundo.

Pero debemos ser cuidadosos en el modo en que evaluamos esta cosmología naif, tan deslumbrante como un árbol de la vidaEn castellano en el original (N. T)., o mejor, en el modo en que evaluamos la evaluación de Benjamin. Desde el punto de vista teórico él desconfiaba de la narrativa como tal (el continuo histórico o «progreso») y estaba fervientemente comprometido con el programa ilustrado de disolución del mito. El mito supuestamente afectaría a lo que hemos denominado fundamentación, la atribución de contenido natural, o naturalización: la creencia en la primacía ontológica de un código específico, la escala que desciende desde la historia y lo político a la ley natural y las formas del ser. Sin embargo, lo que distingue la postura ilustrada de Benjamin de las formas iconoclastas más familiares de crítica ideológica y desmitificación es su idea de que para liberarse de él se debe atravesar completamente el mito. (Esto se ha interpretado como una forma específica y original de terapia colectiva o revolución cultural.) Debemos esperar, por tanto, que sus visiones de la cosmología sean tan ambivalentes como complicadas.

Con todo, el gran ensayo sobre Kraus revela los rasgos más clásicos de la operación de reversión de la mistificación ideológica, quizá porque este caso particular está relativamente libre del lastre de la narrativa y encuentra su centro de gravedad en la relación del escritor con el lenguaje mismo y no tanto con el hecho de contar historias. Aunque Kraus también necesita una forma de naturalización mítica para satisfacer su vocación. Esta función le viene suministrada por un catolicismo austriaco barroco (al que posteriormente el judío Kraus se convertirá formalmente), que autoriza una concepción paradisíaca de un lenguaje total, a la luz de la cual pueden denunciarse las deformaciones que experimenta en la prensa moderna:

Su concepto de creación contiene la herencia teleológica de las especulaciones que tuvieron validez contemporánea para toda Europa por última vez en el siglo XVII. Sin embargo, ha tenido lugar una transformación en el núcleo teleológico de este concepto que permite que encaje sin esfuerzo en el credo cosmopolita mundanamente austriaco, que convirtió la creación en una iglesia en la que, salvo un ocasional tufillo a incienso en la neblina, ya nada seguía recordando el rito. [Reflexiones 263; 339-40]Para esta cita y las siguientes, trad. cast. en W. Benjamin, Obras, II, 1, Madrid, Abada, 2009, pp. 341-376.

Lo que distingue el análisis ideológico de Benjamin sobre Kraus de ésos en los que se encuentra separado cuidadosamente el grano de la paja, y lo supersticioso y retrógrado de lo políticamente correcto y útil, es que, con el objetivo de generar una crítica fecunda, «históricamente operativa», esta visión ideológica de la plenitud lingüística debe pasar a través de la mediación de una personalidad o estructura psíquica completamente nueva. Ésta es la mediación que los títulos de las tres secciones del ensayo sobre Kraus –a saber, «Hombre cósmico», «Daimon» y «Monstruo» (en alemán presentado de un modo más marcado como «Allmensch», «Daimon» y «Unmensch»)– empiezan a proyectar. Aquí está clara la obligación de producir un nuevo agente por parte del apuntalamiento ideológico: la visión creativa debe generar ahora ese «carácter destructivo» requerido por la incansable labor de diagnosis lingüística y profeta de lo funesto que Kraus encarnó durante casi treinta años. Ahora debe comparecer para explicar

la necesidad que obliga a este gran personaje burgués a convertirse en un comediante, a este guardián de la lingüística de Goethe a valorar a un polemista, o por qué este hombre irreprochablemente honorable se convirtió en un energúmeno. Sin embargo, esto iba a pasar tarde o temprano, dado que pensó con razón en empezar a cambiar el mundo por su propia clase, en su propio hogar, en Viena. Y cuando, reconociendo la futilidad de su empresa, la abandonó de modo abrupto, devolvió el asunto a las manos de la naturaleza –esta vez una naturaleza destructiva, no creativa–.

Para comprender lo que Benjamin quiere decir aquí, necesitamos considerar el esbozo titulado «El carácter destructivo» y de modo más general sentir el cociente y la reserva de puro poder antisocial, rabia y violencia internalizada que cualquier individuo solitario necesita convocar para soportar y asaltar el ser masivo del orden social exterior. Kraus necesitaba volverse un monstruo para que su programa del arte-por-el-arte se convirtiese en la crítica virtual de los medios de comunicación que llegó a ser la política de la era antifascista (y más allá). Y pudo hacer eso convirtiendo su ideología de la naturaleza en un daimon cuya guía transformó su propia personalidad en una «fuerza de la naturaleza».

La nueva misión de esta fuerza naturalizada se convirtió entonces primera y fundamentalmente en una crítica de los medios de comunicación. Su originalidad es fruto de un encuentro entre el temperamento del escritor y los requisitos cambiantes de la propia situación histórica, un encuentro que sólo puede ser apreciado como una ironía dialéctica. Pues Kraus se presenta como un esteta, y es dentro del corrimiento casi universal y planetario de la belle époque al fascismo y antifascismo de los años treinta donde sus pasiones y obsesiones adoptan un significado muy diferente del que tenían en origen: «Tendrías que haber captado el Fackel literalmente, palabra a palabra, desde la primera cuestión, para poder prever a qué estaba destinado este periodismo estéticamente determinado, sin perder ninguno de sus motivos básicos, pero añadiendo uno, convertirse en la prosa política de 1930». Pero en este último punto de lo satírico y lo profético, en el que se denuncian todas las corrupciones de la época, no debemos dejar de leerlos en su forma final en la música de Offenbach, en cuya frivolidad fundamentalmente artificial y social la naturaleza retorna como lo reprimido, y en la cual la delirante visión de la nulidad y vacuidad social gana una apariencia estética y se convierte en euforia de ejecución y estilo (la música aparece aquí como la otra frontera del lenguaje satírico). Esto nos permite ahora superponer a Offenbach al propio Kraus e insertar la música en la constelación benjaminiana (del mismo modo que las caricaturas de Daumier y Guys conjugan al coleccionista materialista histórico Fuchs con el poeta modernista Baudelaire y permiten la apertura al arte visual).

Pero, tanto en Leskov como en Kraus, la apelación ideológica a la naturaleza, aunque necesaria para su construcción formal –en Leskov por la narrativa, en Kraus por la denuncia y la regeneración de un lenguaje público dañado y corrupto– requiere el suplemento de la crítica ideológica para llegar a ser visible como tal. Nada en la obra misma, salvo una cierta distancia interna leve, identifica la precondición ideológica como pura ideología, permitiendo así al lector adoptar las precauciones adecuadas y marcar más distancia en su recepción. El tercer panel o pieza de la muestra, la brechtiana, consiste en un conjunto aparentemente aleatorio de comentarios breves sobre trece poemas o canciones, hace precisamente esto mediante la forma en la que incluye en sí mismo lo natural.

El intraducible título y la organización de la temprana colección de Brecht, Hauspostille, sugiere la adaptación de un libro de himnos y oraciones para la circunstancia moderna y urbana. Ello «plantea muchas objeciones a nuestra moralidad; presenta muchas reservas por lo que respecta a un buen número de preceptos tradicionales. Sin embargo, no tiene la más remota intención de exponer estas reservas explícitamente. Las ofrece en forma de variantes de, precisamente, la actitud moral y los gestos cuya forma tradicional ya no se considera suficientemente adecuada»Para esta cita y las siguientes trad. cast. en W. Benjamin, Obras II, 2, op. cit., pp. 145-172.. Esto no debe confundirse con la ironía, pero sugiere una operación mediante la que se incorpora lo tradicional y en realidad constituye un requisito de la forma, como la escalera que debe ser tanto subida como arrojada. En estos poemas y canciones, la «tradición», indicando cosas diversas como pecado, puritanismo, piedad, comportamiento apropiado, hospitalidad, patriotismo, pulcritud y pedagogía es lo que queda de lo que he denominado la escala ontológica de formas naturales. En realidad, en ambos –tanto en Kraus como en Leskov– lo precedente exhibe la convicción adquirida de que una fundamentación en la naturaleza se convierte necesariamente en lo que llamaríamos una cosmovisión religiosa. Pero, en los poemas de Brecht, el mismo Dios aparece en persona únicamente para ser pitado y abucheado por «los hombres de Mahagonny». Aquí el requisito de tratar la historia humana como historia natural resulta no sólo satisfecho sino también examinado desde todas las perspectivas y transformado por derecho propio en un nuevo tipo de objeto poético. Tal es la manera de Brecht respecto a la aparente cualidad natural –o «naturalidad»– de las emociones y su aproximación única al fenómeno históricamente nuevo que encarna la vida en la gran ciudad (otro vínculo directo, a través de toda la constelación, hasta el mismo Baudelaire):

No podemos imaginarnos un observador inspeccionando los encantos de la ciudad –su multitud de casas, la velocidad de su tráfico que nos deja sin respiración, sus entretenimientos– de un modo más insensible que Brecht. Esta falta de sentimiento por el decorado de la gran ciudad, combinada con una sensibilidad extrema hacia las formas especiales de reaccionar de los habitantes de la ciudad, distingue el ciclo de Brecht de toda la poesía sobre la gran ciudad que le precedió.

Paradójicamente, este giro del exterior arquitectónico y del detalle de la calle al nuevo habitus que lo anterior requiere y genera no sólo es consistente con la propia aproximación de Benjamin a lo urbano (en «Sobre algunos motivos en Baudelaire»); sino que también permite un nuevo tipo de naturalización perversa e invertida de, precisamente, esos nuevos sentimientos urbanos –de rabia y racismo, de la psicología de lo subterráneo, y de la «ilegalidad»– culminando en un momento asombroso en el que un grafiti político en una pared adopta toda la naturaleza «lapidaria» de los clásicos latinos. Ahora el paisaje actual –la naturaleza «original» de los románticos, digamos– revela los efectos de estas operaciones de una forma peculiarmente brechtiana mediante la pérdida de intensidad y el empobrecimiento del decorado: el cielo desteñido, el lamentable árbol sin hojas aislado en el solar vacío. Mientas que en el glorioso poema final sobre el dictado y promulgación del Tao a cargo de Lao-Tse, en el momento anterior a que cruce la frontera hacia el exilio y desaparezca de la vista de los humanos, se rectifica algo crucial acerca del Dios vengativo del poema de apertura; algo se dice acerca de la relación entre revelación, poesía y amabilidad. Una lección doctrinal más innatural es dejada de lado, a saber, la de que el débil puede vencer al fuerte como el agua desgasta la sólida roca. Esto no es sólo el reverso de la escala natural, cuya presencia estructural se afirma en los tres momentos constitutivos de esta sección particular de la constelación: hace que conste en acta la propia relación de Benjamin respecto a la naturaleza, al ser, a la religión, como la del habitante paradigmático de la gran ciudad y escéptico de la Ilustración.

Esto es entonces algo muy parecido a la estructura vertical de la constelación (en tanto que opuesta a eso que hemos llamado oposiciones sintácticas u horizontales), que responde a la necesidad de contenido y fundamento y a la ideología de lo natural incluyéndolo y transformándolo –situándolo en primer plano y convirtiéndolo en un mensaje acerca de sí mismo–. Se necesita exponer un ejemplo final, a saber, lo que hoy podría ser descrito como la relación interna entre Benjamin, Proust y los estudios culturales, de modernismo e Ilustración, de estética y política. Esto nos lleva a la sistemática apropiación por parte de Benjamin del motivo de Proust del sueño y el despertar, del olvido y el recuerdo, para los propósitos de «despertarse del siglo XIX»Esta es la propia descripción de Benjamin del objetivo de la Obra de los Pasajes, véanse sobre todo las primeras reflexiones en el archivo K, 5 [trad. cast. cit., p. 403 y ss]. –esto es, de la misma cultura burguesa, de la superestructura del capitalismo–. Es un despertar que, como generalmente las relaciones de Benjamin con lo mítico, quiere presentarlo como un verdadero sedimento de consideraciones, un pasar del todo al otro lado atravesándolo, y no como un puritanismo revolucionario e iconoclasta por medio del cual simplemente se repudia y se destruye la herencia burguesa. Esta forma de despertar y recordar, cuyo concepto Benjamin encuentra desarrollado en Proust, constituye una especie de terapia colectiva, por no decir una revolución cultural –un trabajo sistemático y, sin embargo, una reexperiencia de ello como si fuese la de la primera vez la cual, como en Freud, por medio de la completud de sus compromisos con el pasado, permite ahora que el pasado sea por fin dejado atrás y resulte olvidado de un modo más pleno (los muertos sepultando finalmente a sus muertos)–.

Aunque no hay tiempo para desarrollar lo particular e intrincado de esta operación, que tiene mucho que ver con Proust y con la historiografía cultural, debe subrayarse su estructura formal. Se trata de una estructura que comparte algunas similitudes con la conjunción con la que empezamos, a saber, lo extraño de que Kafka y Brecht compartan un electrón mutuo, el modo en que el concepto brechtiano de gestus se convirtió en la categoría kafkiana de narrativa. También aquí una figura proustiana se convierte en una metodología benjaminiana (o, al menos, en una metodología arqueológica del siglo XIX). Pero donde en primera instancia había un documento estético, un punto en la constelación, el cual de este modo lograba unirse con otro, aquí lo que aparece ante los ojos es toda la práctica metodológica de la constelación en conjunción con uno de sus componentes cruciales. Es un modo de relación (que debería llamarse auto-metodológico en lugar de auto-referencial) en el que una parte permanece en su lugar como parte y, al mismo tiempo, programa también la totalidad y ofrece su inesperado manifiesto.

Ahora tenemos que extraer una conclusión provisional de estas figuras. Muestran los rastros, la imagen incidental, la marca de agua fantasmal dejada por las fuerzas objetivas de la época, o de la «presente situación». No deberíamos subjetivizar las lecturas de Benjamin demasiado rápido comprendiéndolas como los «gustos» idiosincráticos de alguien ya profundamente idiosincrático y lector privado (lo que convierte la idiosincrasia de Benjamin en epistemológicamente privilegiada es precisamente su aversión por lo personal y subjetivo como tal). En lugar de eso, los «gustos», particularmente en el período moderno, son la manera en que las fuerzas de la Edad Moderna, pasando a través de la mediación estética, se muestran en el sensorio individual como en un detector Geiger o en un EKG. Mis sentimientos profundamente viscerales acerca de Le Corbusier pueden entonces ser retraducidos en toda una filosofía de la historia y una verdadera postura política sobre la naturaleza de los tiempos modernos y la modernización –lo mismo sucede respecto a todos aquellos que hemos mencionado aquí de pasada–. Y si se dice que de alguna manera es un accidente histórico excepcional que existiese un Kafka, o si nos entretiene imaginar un cuerpo de escritura modernista de un tipo peculiar e inimaginable que falló a la hora de existir –fallando, por tanto, a la hora de dar representación a alguna fuerza profunda de la época, que precisamente por esa razón permanece no dicha e innominada– entonces eso también nos compensa por la naturaleza de nuestra propia situación histórica, cuyas contingencias son inevitables precisamente en el otro sentido de la palabra. El hecho de que hubiese un Kafka en ella define nuestra historia, y en eso falló la innombrable estética modernista que hemos mencionado antes. La conciencia histórica del presente es una reacción y una articulación respecto a esta contingente coyuntura de contingencias.

Quiero concluir también con una observación acerca de lo que he llamado los códigos y su arbitrariedad esencialmente histórica. Benjamin nos proporciona el sugerente ejemplo de una cuadratura del círculo entre el relativismo y la absoluta naturalidad, un ejemplo que consiste en mantener la fe en un referente sin nombre que nunca puede encontrar su adecuada figuración, mientras que las representaciones y los códigos que simultáneamente se le aproximan resultan ambos honrados y relativizados. Benjamin era totalmente no- y anti-filosófico, y supongo que su ejercicio de transcodificación constelativa de ninguna manera puede ser pensado como hegeliano. En lugar de eso, quizá constituya una aproximación a esa dialéctica espacial postmoderna que tanta gente (muy particularmente Henri Lefebvre) ha reclamado en oposición a la temporal hegeliana.

Pero eso equivale a martillear a Benjamin hasta convertirlo en un instrumento en el conflicto de nuestro propio presente y futuro. Sólo puede extraerse una primera lección, provisional, de estos procedimientos benjaminianos si sustituimos, en general, «narrativa» por «representación». En todo caso, las recepciones que logramos de cualquier representación como mínimo parecen susceptibles de ser transformadas en narrativa y expresadas de forma narrativa. Aunque es precisamente la narrativa la que ha envejecido menos bien, la que muestra su edad en las historias desfasadas y meramente «a la moda» –puramente convencionales– que se contaban a sí mismas las generaciones anteriores (a menudo sin darse cuenta de que éstas eran historias o convenciones). Esta es una de las llamativas características de nuestra reapropiación del pasado, ésa que separa lo útil, lo relevante o actual, del detritus de la chamarilería, de lo incanonizable, es la línea entre lo no-narrativo y lo narrativo mismo. Se reconstruye una estructura que traducimos a términos contemporáneos, dejando atrás una narrativa periódica que ya no podemos tolerar y que debe ser reprimida e ignorada, si existe el texto antiguo es para ser revivido sin demasiada culpa ni auto-recriminación intelectual. De este modo, la parte construida de una sonata de Beethoven resulta tácitamente separada de una empalagosa melodía de la época que viene a representar la frivolidad de la Ilustración vienesa, la culpa de clase y el lujo, la autoindulgencia de la cultura en lo que más tiene de gratuito e intolerable. O considérese la ambiciosa película de Edward Curtis sobre la costa noroeste del Pacífico, en la que los últimos vestigios de los mitos y rituales más asombrosos de los Kwakiutl son reorganizados en la más improbable «historia de amor india», con villanos sacerdotales y amores imposibles: nos apresuramos a deshacernos de este escaparate e inventamos una relación no-narrativa con el aterrador pájaro-trueno en la canoa de guerra, más allá de modas locales y sentimentalismos de finales del siglo XIX.

Todos los momentos narrativos de este tipo que resultan separables –que incluyen lo que a veces se denominan «meta-narrativas» inconscientes de la historia y el trabajo en el imaginario colectivo– son, en virtud de esa reificación y separación, implícitamente transformados en imágenes, lo que equivale a decir en objetos. Resulta notorio que las imágenes absorben la inversión ideológica de un tipo secundario y en un nivel diferente respecto al de su contenido previo (por ejemplo, nociones como las de «expansión» de un imperio o de un sistema, su caída, o su «maduración» y desarrollo).

Esta objetivización impacta tanto en lo kitsch como en lo clásico; en realidad, ésta es la base sobre la que se construyen ambos fenómenos sociales: la proyección reificada de un tipo de objeto cultural capaz de absorber la pura connotación, sea el de la cultura oficial o la canonización, o el de las decoraciones más desgastadas mediante las que la pobreza busca adornarse y aconsejarse ella misma (más frecuentemente desde ella misma). En cualquier caso, aquí la culpa de la cultura resulta recreada por medio de la vacuidad de las instituciones oficiales o del lamentable fallo de los objetos de arte a la hora de transformar lo real. (Que hay una verdad en la cultura es algo que este efecto presupone, pues sucede cuando esa verdad se ha disipado o neutralizado.) Por tanto, es como si la narrativa –en el sentido del peinado o la ropa de moda, las convenciones del hecho de contar historias, el puro estilo del imaginario social o el espíritu objetivo de un periodo dado– inspirase lo que Barthes habría llamado una auténtica náusea de historia, un disgusto profundamente visceral respecto a las efemérides del pasado. Esto es bastante diferente de esa genuina pesadilla de la historia que vemos fugazmente cuando quiera que empezamos a sentir lo permanente de sus fallos y lo irredimible de generación tras generación de muertos (incluso más que la feroz crueldad de los seres humanos entre sí).

Lo que debe afirmarse ahora es la identidad entre este residuo narrativo –que virtualmente en su totalidad es el pasado– y la ideología propiamente dicha, siempre susceptible a la forma narrativa. Éste es el punto en el que podemos aventurar la improbable proposición de que las constelaciones de Benjamin tienen un parecido de familia con la «causalidad estructural» althusseriana, que también busca eludir la forma narrativa mientras retiene los elementos de una referencialidad profunda. La distinción de Althusser entre ciencia e ideología es sumamente pertinente aquí, pues resulta difícil de ver cómo la «representación de las relaciones imaginarias de los individuos respecto a sus condiciones reales de existencia»L. Althusser, Lenin and Philosophy, Nueva York, 1971., que él llama ideología, podría ser otra cosa que narrativa. Es una posición que bloquea la caída libre en la pura ficcionalidad, puesto que los elementos, los componentes no-narrativos de la representación, rara vez son opcionales y señalan el lugar de algo real no-narrativo, una referencialidad ausenteEn el abandono más general de la causalidad «lineal» (o narrativa), los pensamientos de Adorno comparten dicha reflexión: «La causalidad se ha retraído de modo similar en la totalidad... cada estado de cosas se conecta horizontal y verticalmente con todos los demás, iluminándolos a todos al tiempo que todos lo iluminan» (Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1975, pp. 265-266). Si esta causalidad sincrónica o estructural es fundamentalmente resistente a la narrativización es una cuestión a debatir. En cierta forma narrativizada o cultural, transformada en doxa, la causalidad sincrónica o constelada algún día será contemplada como algo tan pasado de moda, en el sentido fuerte, nauseabundo, como la historia universal hegeliana..

También podemos intentar recodificar todo esto en una especie de lenguaje matemático. Es cierto que una de las víctimas de la náusea contemporánea, propiamente postmoderna, ante la narrativa y las representac