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José Manuel Ciria

El collar de cabezas limítrofes

Esther Ramón
Imagen Elena Guembe

José Manuel Ciria está considerado uno de los exponentes de la pintura española más destacados y uno de nuestros artistas con mayor proyección internacional. Su trabajo se centra en el límite entre lo abstracto y lo figurativo, y utiliza diversos soportes, desde el lienzo tradicional hasta lonas de camión usadas. A lo largo de su trayectoria ha sido distinguido con galardones nacionales e internacionales como el Premio Nacional de Grabado Museo del Grabado Español Contemporáneo (Marbella, 2003), la Medalla de Oro del Jurado Internacional en la V Bienal de El Cairo (1994) o el Premio Extraordinario Reina Sofía del LXVI Salón de Otoño de Madrid, entre otros.

«Me tocaron la cabeza con un dedo terroríficamente / dulce, me soplaron, / [...] la cabeza, el rítmico pavor del nombre». Estos versos del poeta portugués Herberto Helder cobran un especial significado frente a las series de Cabezas de Rorschach del pintor español José Manuel Ciria.

Cabezas congeladas tras los trazos de la pintura que les dan forma y sus colores vivos, con gestos adustos, las miradas y nombres hacia adentro, con «rítmico pavor», las bocas curvadas en asombro o sonrisa, los cráneos rasurados y deformes, hipertrofiados, tocados por el dedo «terroríficamente dulce» del pintor que, en un gesto de conciliación entre la abstracción y la figuración, entre la geometría y la gestualidad, entre la máscara funeraria y la africana y guerrera en mágica danza, reúne también detención y movimiento.

Del mismo modo, están presentes ambos estados en sus consideraciones teóricas. Para Ciria –«pronounced Thiria», tal y como reza en su tarjeta de visita, lo que da título a un documental dirigido por Artur Balder en torno a su figura–, «todo arte es una forma de comunicación. La pintura, por tanto, es una forma de expresión sujeta a sus propios parámetros, con una serie de reglas inmutables y otras que se adaptan al momento y en ocasiones al entorno. Un lenguaje estático y móvil simultáneamente».

Estatismo y movilidad que parece también, en su opinión, afectar a la recepción y significado de lo pictórico, a lo largo del tiempo: «durante la historia, la pintura ha ido significando cosas diferentes, ahora quizá viva aislada en una suerte de cajón desvencijado y obsoleto. También debemos comprender que a estas alturas todo tipo de arte se ha hipertextualizado, por lo que cada medio ha generado su propia crisis. Particularmente me interesa la pintura realizada a propósito, la que resulta necesaria e insustituible».

Sería interesante poner en diálogo las cabezas pintadas de Ciria con las del pintor francés Pierre Le Brocquy, que se basa en la antigua imagen celta de la cabeza como caja mágica de la conciencia. A lo largo de tres décadas, Le Brocquy nos devuelve cabezas que parecen mirarnos desde detrás de la muerte (así, las de Beckett, o Lorca), abismadas hacia el mundo de lo vivo a través de una excrecencia o velo espeso de pintura blanca que casi siempre las recubre.

En las de Ciria, en cambio –siguiendo al crítico de arte norteamericano Donald Kuspit, que cita, en su esclarecedor análisis de estas series del pintor español, a Rolo May («la ansiedad es la experiencia de la amenaza del no-ser inminente»)–, esa muerte parece presentirse, olfatearse, de este lado, desde la ansiedad inmóvil que produce su prefiguración.

Una ansiedad interna –la de la conciencia de la propia muerte, que toma los mandos de las velocidades para ralentizar o acelerar innecesariamente la marcha de una manera automática, conscientes como somos del paso del tiempo y de nuestro inevitable desgaste– que no está, sin embargo, exenta de una especie de irradiación o fuerza pura, presente de manera absoluta en la obra pictórica de Ciria, en sus manchas de colores fuertes, ácidos, y que se ramifica, para darse forma o debilitarse, a través de retículas geométricas, de los miles de pensamientos que habitan la caja mágica, que la recorren de un lado a otro, entrechocándose, en constante movimiento.

Algo de lo que el pintor parece ser muy consciente: «Quisiera que aparte de la energía y presencia que intento transmitir desde mi obra, esa especie de ‘fuerza’ interna, la gente pudiera leer lo que pasa por mi mente en el momento de la realización de los trabajos, para comprender que aparte de mis preocupaciones teóricas y conceptuales, lo que me mueve son las preocupaciones de la mayoría, y que nuestros miedos, nuestra fragilidad y nuestro egoísmo están acabando con toda posibilidad de mantener un mundo dentro de unos parámetros humanistas. La educación y la formación cada vez son más pobres, las nuevas generaciones no tienen ningún rumbo, hemos conseguido organizar un mundo lleno de enemigos en el que lo único que importa es el dinero y los intereses particulares de las grandes compañías y los centros de poder. Que los enfrentamientos por temas ideológicos rozan lo absurdo, nuestros políticos cada vez tienen más poder al tiempo que alcanzan mayor mediocridad, no tienen ideas y solamente promulgan lo que les beneficia para su propio negocio. Que las religiones o sus representantes se empeñan en establecer interpretaciones muy lejanas de aquellos valores que supuestamente interesaban a los dioses y sus mesías. Todo está excesivamente radicalizado, el contraste es excesivo. De todas esas cosas quiero que mi pintura hable también, incluso desde la abstracción».

La aparente inmovilidad de estas cabezas, su hieratismo, esconde o simboliza un hervidero de pensamientos, vectores y flechas que (nos) viajan por dentro, sin descanso. Aun lejos de su desquiciada expresividad (o conteniéndola, a un nivel más interno), nos remiten también a los bustos de carácter del escultor alemán Franz Xaver Messerschmidt (1736-1783) que, tras una grave crisis mental que le lleva a recluirse en casa, vive constantemente atormentado por lo que denomina el «espíritu de la proporción» que, envidioso de sus descubrimientos, le infringe dolor en diferentes partes del cuerpo, mientras que él, conocedor de las misteriosas relaciones entre diferentes partes del cuerpo y del rostro, se pellizca y adopta el rostro apropiado frente al espejo para neutralizar el poder que el espíritu ejercía sobre él, y con gran destreza esculpe el gesto que necesitaba. Apresaba el rostro del tiempo tras una máscara mortuoria, elaborando unos bustos de muecas inverosímiles, tensionadas hasta el exceso.

En las cabezas de Ciria esa tensión –interna– se aprecia en los colores que las recubren, en las equis verdes, o rojas, que como puntos de sutura cubren los ojos, en el rostro que late, oculto por un piélago multicolor que desmiente e intensifica su forma.

José Manuel Ciria es uno de los pintores españoles en activo más reputados internacionalmente. Su obra, que él mismo define como abstracta («difícil se lo pongo a los hermeneutas, pero creo que simplemente abstracto serviría») se mueve en una estimulante tensión entre la libertad, la gestualidad y el informalismo y la planificación, la geometría y el constructivismo.

Tensión que parece estar en el origen de lo que él mismo define como una tempestuosa e inesperada irrupción del arte en su vida: «No elegí esta profesión, me cayó encima como una losa. En serio. La mayoría de las veces uno es artista, a su pesar. Un medio que te exige examinarte constantemente y en el que vives inmerso en una inevitable incomodidad personal provocada y muchas veces en la más profunda incertidumbre, en el momento que aspires a superarte y mantener un nivel; no es algo que uno elija. Por supuesto se producen muchos momentos de plena satisfacción, pero también muchas situaciones de amargura y desazón, aunque recuerdo mis primeros pasos en el mundo del arte con una inmensa ilusión y muchas ganas de trabajar».

Dicha irrupción caló sin embargo a niveles muy profundos, tal y como cuenta el propio artista: «Llega un momento en que no hay diferencia entre la persona y su trabajo. Las venas se vacían de sangre y se llenan de pintura, a partir de ahí todo gira en torno a tu obra. Los libros que lees, los lugares que visitas, los amigos que frecuentas exceptuando a aquéllos de toda la vida, tu propia actitud ante el mundo, incluso tu propia ideología dentro del medio. Supuestamente uno de los condicionantes del arte es la humildad ante el medio elegido, nunca la soberbia. Recuerdo una conversación con Richard Serra, seguramente una de las cabezas mejor amuebladas dentro del arte contemporáneo; me impresionó mucho su humildad, su accesibilidad, sus palabras, su forma de ‘estar’».

Entre sus referencias pictóricas se encuentra, por ejemplo, el pintor alemán André Butzer: «Dando una vuelta por Chelsea, hace unos meses descubrí en Metro Pictures a André Butzer, la exposición me pareció impresionante, pasé mucho rato en la galería y lo disfruté mucho». Pero le cuesta limitar sus preferencias a unos pocos nombres: «Entre los nacionales actuales hay un montón de artistas que me interesan y me gusta lo que hacen o lo que han hecho en un momento determinado: Desde Canogar, Gordillo, Lacalle, Verbis, Galindo, Broto, etc., hasta Matías Sánchez, Ayela o Infante. Me gusta la pintura».

Aunque no duda en señalar el que es, para él, el mejor entre los mejores: «Por supuesto, Velázquez. Después posiblemente Picasso y Miró. Zurbarán. Sánchez Cotán. He comentado en alguna ocasión que la historia de la pintura está jaleada por los ‘torpes’, dado que verdaderamente virtuosos hay pocos; aquéllos que tienen que inventarse cómo pintar para alcanzar su propia obra: Goya, Van Gogh, Matisse...»

Su aproximación a la pintura dice ser casi siempre buscada, premeditada, aunque en ocasiones se deja arrasar nuevamente por la ola fundadora, probando así que el repetido y singular cráneo que una y otra vez retrata –y que, tomado desde el interior, se asemeja a la cueva de Montesinos, en la que Don Quijote se enfrenta a su propia locura– parece todavía el lugar donde se ocultan, habitan, confrontan o complementan consciente e inconsciente. En la cabeza, en la caja mágica: «No creo tener un estilo pictórico, me gusta considerarme un investigador. Intento que toda mi obra, todas las diferentes series encajen en una suerte de engranaje conceptual. Siempre me ha gustado dotarme de un aparato teórico antes de lanzarme encima de los lienzos. Probablemente la serie actual Cabezas de Rorschach III, sea la única que se aparte de dicha plataforma. Creo que es la única serie que no ha sido formulada en mi pensamiento, sino que su detonante obedece a experiencias personales: la muerte de mi padre, de un tumor cerebral, y un viaje irrepetible a Isla de Pascua. ¿Alcanzar lo perdurable?»

EXPOSICIÓN CIRIA / HEADS / GRIDS


11.11.10 > 30.01.11

COMISARIO DONALD KUSPIT
ORGANIZA CBA • TELEFÓNICA