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Marguerite Duras, el armario azul, la memoria y el trauma

Natalia Carrero
Fotografía Ricardo Bautista Suances (de la representación de La douleur por la compañía Vivero Teatro)

En febrero de 2014 la actriz Valery Tellechea daba vida sobre el escenario de la sala Fernando de Rojas a la escritora Marguerite Duras, en una adaptación teatral de su obra La Douleur, testimonio novelado de su experiencia en el París de la Ocupación. El dolor se publicó en una fecha tan tardía como 1985, pero está basada en los diarios que llevó la escritora en aquellos años, que le publicarían aún más tarde, en 2006, bajo el título Cuadernos de la guerra. Marguerite Duras y las cuatro décadas que aguardaron esos diarios del París ocupado hasta metamorfosearse en El dolor vertebran estas reflexiones de la escritora Natalia Carrero, autora de Soy una caja (Caballo de Troya, 2008) y Una habitación impropia (Caballo de Troya, 2011).

Si no se publica, me suicido.

Además de efectista, esta fórmula que identifica con radicalidad literatura y vida, o no publicación y suicidio, resulta de gran eficacia para ubicar en una posible biblioteca mental la obra de Marguerite Duras. Según su biógrafa Laure Adler, la autora francesa la pronunció tras ultimar su primera novela, La impudicia, que a Raymond Queneau no agradó pero recogió como un guante, símbolo del inicio de la amistad que los uniría. En dicha biblioteca, las novelas de la autora francesa ocuparían la zona roja, junto a otras ficciones tan atravesadas por la realidad histórica y social, que a menudo parece que sus palabras, al referir el dolor por el que se han extraviado, casi diluido en el silencio hasta retomar el logos con el que canalizar la narración, no son exactamente literatura.

El adverbio exactamente funciona aquí como una rendija por la que se cuelan infinidad de matices y numerosas preguntas que quizás no tienen por qué resolverse. Como decía Maurice Blanchot, la respuesta es lo malo de la pregunta. Al mismo tiempo, sin embargo, estas cuestiones también pueden servir de invitación para revisitar la obra de Marguerite Duras por una de sus puertas más realistas, como el conjunto de textos que conforman El dolor.

A continuación, algo que recuerda a leyenda:

Deseaba la fama y el éxito material, y como la fama y el éxito costaban, volcó en esa meta todos sus esfuerzos. Al cabo de las décadas, antes de ser demasiado vieja para no disfrutar de los placeres, por fin llovieron premios, dinero, propuestas de trabajo, entrevistas y perfiles para las revistas y periódicos de mayor difusión y halo cultural. Incluso pudo comprar casas campestres, provenzales y frente a playas con dunas.

Nos hallamos en Francia, donde también se ha escrito El segundo sexo y la palabra placer se pronuncia de forma más sensual.

Fue una intelectual arrolladora que a su paso por el mundo de las letras retuvo a numerosos amantes, en ocasiones simultáneos, siempre comprometidos con su tiempo, como suele añadirse, sobre todo si son ellos. Pero algo le acaecía por dentro; quizás tenía su origen en la infancia, en las colonias francesas de Indochina donde vivió hasta los dieciocho y conoció al milímetro las diferencias de clase que se generan al disponer de diferentes cantidades de dinero, también al no contar más que con un fardo que representa el hambre.

Ese algo que le sucedía en la así llamada vida interior, se repitió en Francia; formarían, en soledad, compañía hasta el final.

El pasado me persigue, escribió.

¿Qué le ocurría?

Algo que, para abreviar, y ya que habitamos en el capitalismo occidental, ahora trasladamos a los campos semánticos del trauma, la soledad, el alcohol.

Hay una literatura del trauma que trata con los materiales más duros, las situaciones más violentas, que termina por mostrar en su crudeza expresiva para que se recuerden. Pero no siempre logra ampliar su mirada al nosotras y nosotros. Es aislante, individualista.

Marguerite Duras escribe en solitario, escribe. Su motivo es su instinto irrefrenable por desenterrar.

Lo repite y lo varía entre sorbo y sorbo etílico que detalla que bebe.

Qué vieja y decrépita se vuelve con el tiempo. Desertan sus amantes. Acucian las deudas. Escribe para sobrevivir. Tiene que repetirse, para comer, o mantener el nivel de vida, el estatus de intelectual de izquierdas que después de tocar la cima preferiría caer sin perder autenticidad. Y lo cuenta.

Uno de sus últimos textos se titula Escribir.

Solo Duras es capaz de reiterar la raíz de la palabra soledad hasta doce veces en un párrafo no largo precisamente.

Solo una misma es capaz de convertirse en su propia leyenda. Marguerite Duras; ces’t moi.

A estas alturas del año 2014, cuando la autora francesa cumpliría cien años, debiera de estar claro que una leyenda de estas características, a la que reconozco haber sucumbido en la década de los noventa, al leer por primera vez a Duras en las ediciones de Seix Barral y Tusquets, infla y desinfla sentido e intenciones por donde le conviene. Le conviene para crear un discurso de miras seductoras. Realiza un tratamiento nostálgico de una autora que en su momento también sería etiquetada de culto.

Cargo a propósito las tintas, a sabiendas de que esta clase de tretas discursivas quizás ya no resultan tan efectivas como antaño; me propongo evidenciarlas.

Hoy convendría un contradiscurso más edificante sobre aspectos concretos de la obra, y no sobre la persona o el personaje público, la estrella, Marguerite Duras; un contradiscurso que como mínimo formulara posibilidades de crear lecturas actualizadas, tamizadas por las inquietudes del presente en un intento de resultar útiles.

A continuación, aventuro una tentativa de avance, un añadido no al mito o leyenda Duras, sino a algo más humilde por aludir a la memoria común, sus primeros esbozos y los escritos resultantes, sobre la experiencia de la guerra.

En el París de la Ocupación surgen los primeros rumores de la Liberación. En su piso de la rue Saint-Benoit, desde el 1 de junio de 1944 la vida de Marguerite Duras se rige por la ausencia de un ser querido así como de alguna noticia esperanzadora. La Gestapo se llevó al filósofo Robert Antelme, entonces su compañero. Ambos, como miembros de un grupo de intelectuales que incluía a François Mitterand, fueron activistas de la Resistencia. A diario, Duras busca información en las comisarías junto a otras mujeres y niños en la misma situación, registra casos tanto o más dramáticos que el suyo. Durante once meses imagina el destino de su desaparecido, lo anota en un cuaderno.

Murió pronunciando mi nombre. ¿Qué otro nombre iba a pronunciar? La guerra: dato general. Yo no vivo de datos generales. Los que viven de datos generales no tienen nada que ver conmigo. La calle. Los hay que ríen. Sobre todo jóvenes. Entre ellos yo no tengo más que enemigos. Es de noche, tendría que regresar. Al otro lado también es de noche. En la cuneta se extiende la sombra, su boca está en la oscuridad. Sol rojo sobre París. Terminan seis años de guerra. Gran asunto, gran historia, se hablará de ello durante veinte años. La Alemania nazi ha sido aplastada. Aplastados los verdugos. Él también, en la cuneta. Estoy rota. Tengo algo roto. Imposible dejar de andar. Seca como arena seca. Al lado de la cuneta, el pretil Pont des Arts. El Sena. Exactamente a la derecha de la cuneta. Algo los separa: la oscuridad.

Antelme fue localizado por un colega de la Resistencia en el campo de Dachau, aferrado a la vida por un hilo de palabras a punto de interrumpirse. Aunque era una piel imposible de mantenerse en pie, sobrevivió.

Si hubiera comido nada más regresar del campo de concentración, el estómago se le habría desgarrado por el peso de los alimentos, o bien este peso le habría comprimido el corazón, que al contrario del estómago, en la caverna de su delgadez, se había vuelto enorme: latía tan deprisa que no se habrían podido contar sus pulsaciones, que, hablando con propiedad, no se habría podido decir que latía, sino que temblaba bajo el efecto del terror. No, no podía comer sin morir. Ahora bien, tampoco podía seguir sin comer, sin que eso le hiciera morir. Esta era la dificultad.

Marguerite Duras escribió dos Cuadernos de la guerra; no mientras los hechos sucedían, sino al poco, durante la Ocupación, tras el regreso y la lenta recuperación del deportado Antelme. Tampoco lo hizo con regularidad y, como se podría conjeturar, de forma sistemática, sino a lo largo de tres años, en distintas dosis de enfrentamiento a ese dolor que la memoria todavía no podía olvidar, que recordaba y dolía, junto al reclamo de que quizás fuera mejor tener conciencia. Era imperativo que se escribiera y compartiera.

El segundo cuaderno, con la cubierta de papel grueso color azul grisáceo, de cuarenta y cuatro páginas, contiene el primer intento de verter en una forma literaria su experiencia particular de la guerra, son tentativas de adoptar la distancia conveniente para la voz narradora. La figura de Robert Antelme se camufla, se convierte en un tropo sin perder su particularidad; se perfila en representación de todas y todos los Antelmes, las víctimas de los campos de concentración, así como de quienes esperan mientras habitan la guerra desde la trinchera que les haya tocado. La voz avanza hacia una mayor objetividad, encuentra la templanza, en ocasiones titubea, se dirige hacia la tercera persona; lugar desde el que además de implicada, puede ofrecer la óptica más reflexiva del testigo.

En 1947 se publicó La especie humana, de Robert Antelme, importante ejercicio de trascendencia de su experiencia límite en los campos nazis.

«El campo de concentración no es más que la imagen clara del infierno más o menos enmascarado en el que viven aún tantos pueblos». Es el punto de partida para llamar a la toma de conciencia de todos los proletarios, sean estos judíos, negros, amarillos, cristianos, comunistas, hayan o no padecido en sus cuerpos las torturas del totalitarismo; sean Marguerite Duras.

La biógrafa Laure Adler argumenta que en las páginas de La especie humana, Duras aprendió a ver la literatura como una desposesión del yo. A partir de su lectura, propone, hay un antes y un después en el estilo que se convertiría en su sello.

Con dicha lectura todavía en el cuerpo, supongamos, una tarde de marzo, en su casa de Neauphle-le-Château, Marguerite Duras dispuso cierto orden de papeles antes de sentarse a trabajar. Colocó el ejemplar del libro del filósofo que había sido su esposo en su biblioteca, en la zona destinada a los libros con dolor. Luego introdujo unos cuadernos de tapa gris en un sobre blanco, y guardó el sobre en un armario azul.

Al cabo de cuarenta años, cuando una revista pidió a una Marguerite Duras bastante mediática un texto de juventud, las puertas azules del armario, el sobre blanco con los Cuadernos de la guerra y sus contenidos oscuros, se abrieron de nuevo a su autora: «28 de abril. La paz aparece ya. Es como una noche profunda que estuviera llegando, es también el comienzo del olvido».

Duras reelaboró los textos en los que a lo mejor nunca había dejado de trabajar, pues el objeto principal de los mismos, además de encontrarse en el interior de un sobre y en el fondo de un armario, también formaba parte de su memoria, con sus omisiones y falsedades peculiares, hasta que en 1985 se publicarían en el volumen titulado El dolor.

En la nota breve de apertura, que me resisto a llamar prólogo, la autora afirma que dicho libro

es una de las cosas más importantes de mi vida. La palabra escrito no resulta adecuada. Me he encontrado ante páginas regularmente llenas de una letra pequeña extraordinariamente regular y serena. Me he encontrado ante un desorden fenomenal de pensamientos y sentimientos que no me he atrevido a tocar y comparado con el cual la literatura me ha avergonzado.

Esta alusión a la vergüenza de la literatura en general, además de contundente, no parece exenta de moral. Se diría escrita con ardid, a pesar de pretender, pues así lo parece, lo contrario. En todo caso, es una provocación o invitación a la conjetura.

También podría ser una invitación a una lectura responsable de conocer el grado de imbricación del texto con la realidad, de saber leer la obra más el contexto que la ha acompañado desde su origen hasta este preciso momento. Incluso funcionaría, interpretada desde octubre del presente año, como el golpe de gracia mediante el que la autora francesa nos brinda ese algo más que separaría El dolor de cualquier ficción escrita con fines comerciales o por mera exhibición altruista. No es un simple escrito, afirmaría, ni un testimonio en crudo, ni una crónica de hechos violentos. Es real. Es más.

Al desplazar El dolor ese más allá de la literatura, podría estar dirigiendo el resultado de su esfuerzo por comunicar la experiencia de la guerra, donde apenas sirven las definiciones porque todo está mezclado; las turbulencias de la historia con las vidas no insignificantes que la protagonizan.

Sin embargo, y por emular ahora su estilo, se podría objetar:

Quizás la literatura era esto.

Silencio, lo vivido e imposible de representar.

Vida más escritura en el tiempo, con posibilidad de avergonzarse.

Las citas de Marguerite Duras pertenecen a las siguientes ediciones en lengua española:

Cuadernos de la guerra y otros textos, Madrid, Siruela, 2008

El dolor, Madrid, Alba Editorial, 1999

OTRA BIBLIOGRAFÍA

Laure Adler, Marguerite Duras, Barcelona, Anagrama, 2000

Sirkka Knuuttila, Fictionalising Trauma. The Aesthetics of Marguerite Duras’s Indias Cycles, Helsinki, Helsinki University Print, 2009

ESCENA CÍRCULO LA DOULEUR
14.02.14 > 23.02.14

COMPAÑÍA VIVERO TEATRO
DIRECCIÓN JOSÉ PEDRO CARRIÓN
ADAPTACIÓN JUAN CAÑO ARECHA
INTÉRPRETE VALERY TELLECHEA