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Por encargo

Chema Madoz

Edición Israel Mogroviejo

Chema Madoz es uno de los grandes de la fotografía de nuestro país. Premio Nacional de Fotografía en 2000, ha realizado numerosas exposiciones individuales por todo el mundo, y ha dado a conocer al gran público sus imágenes, en las que nos muestra un mundo construido para ser fotografiado. Madoz ha creado una iconografía propia, un universo reconocible y amable, que subraya esa dimensión de la fotografía más cercana a la poesía y a una forma de reflexión condensada en píldoras o aforismos. Este texto recoge su intervención en la Escuela Sur a finales de 2015, que giró en torno a las contadas ocasiones en las que ha aceptado trabajar por encargo.

Cuando daba clases en la escuela de fotografía –ante un público con un perfil muy definido, que tenía una idea muy clara de lo que quería–, siempre procuraba mostrar el trabajo de artistas que trabajan en ámbitos muy distintos –escultores, pintores, grabadores, ilustradores– como forma de hacer hincapié en que la fotografía es el soporte ideal para mezclar lenguajes y recursos muy distintos. Creo que en mi trabajo queda patente que echo mano de herramientas muy diferentes y la fotografía lo que hace es, simplemente, registrar aquello que he puesto en pie para ser fotografiado. Cuando el espectador se pone frente a una obra, suele dejar de lado los aspectos técnicos propios de cada una de esas disciplinas: en último término se trata de un ejercicio de comunicación visual, al margen de los medios, y lo que hay que tener son las claves para manejar ese acto comunicativo.

Hoy quiero hacer un repaso a los encargos que he ido aceptando y solventando con el paso de los años. Cuando comencé con la fotografía tenía una cosa clara y era que no quería trabajar en un periódico o una revista; yo quería hacer mis propias imágenes. Durante bastante tiempo fui trabajando en mis fotografías y me fueron saliendo exposiciones, y hubo un momento en que empezaron a contactar conmigo agencias de publicidad para hacerme encargos. Generalmente me encontraba con que me enviaban un boceto con lo que la agencia quería que realizase. Creo que jamás acepté ninguna campaña de ese tipo. En primer lugar, porque nunca me he considerado un fotógrafo magnífico: estoy convencido de que hay fotógrafos que técnicamente son mucho mejores que yo, que tienen un registro más amplio y pueden resolver este tipo de problemas con mayor facilidad. Y en segundo lugar, porque a mí lo que me interesaba era lo otro, el trabajo previo a la toma de la fotografía, ese ejercicio de reflexión en torno a cómo comunicar un mensaje. 

Me sucedió lo mismo años después, cuando me propusieron ilustrar unas greguerías inéditas de Gómez de la Serna: las greguerías son imágenes que están ya resueltas. No me parecía que tuviera sentido aportar mi imagen a una imagen verbal ya construida. Pero soy consciente de que hay una cercanía entre mi trabajo y el de Gómez de la Serna. Así que quise participar y mi propuesta, que aceptaron, fue aportar algunas imágenes inéditas a las greguerías inéditas y, simplemente, entremezclarlas, evitando que se produzca una relación de deuda o subordinación entre escritura y cámara.

Comencé a aceptar encargos a principios de los noventa. Cuando trabajas por encargo la imagen ya no solo depende de ti, ya no eres el único juez de tu propio trabajo, sino que debes contar con la complicidad de la otra parte, moviéndote en un terreno más ambiguo, más movedizo, que tiene sus ventajas y también sus desventajas. Es algo que hago con cuentagotas, solo cuando me interesa –aunque tampoco hay que desdeñar la inyección económica que supone–. Una de las primeras propuestas que acepté fue del semanal de El Mundo, que pretendía dar mayor protagonismo a la fotografía, ponerla en igualdad de condiciones con el texto, y no usarla como mero apoyo. Para mí era un desafío, porque hasta entonces nunca me había tenido que ajustar a una idea previa que me viniera de fuera. El proyecto consistía en que un escritor escribía sobre un determinado tema y yo tenía que reflexionar sobre ese mismo tema y entregar la fotografía. Siempre me había llamado la atención cómo los ilustradores tenían que entregar una imagen apropiada en cuestión de horas. En mi caso, por las condiciones de mi trabajo (necesitaba tener la idea, localizar los objetos, llevarlos al estudio, manipularlos y fotografiarlos con la luz adecuada), el proceso era lento, así que me daban dos o tres días. En mi ingenuidad, yo pensaba que el escritor me mandaría el texto, sobre el cual yo haría mi propio proceso creativo. Pero no. El primer día tenía un mensaje en el contestador que decía que tenía que hacer una fotografía y que el tema era «el perro». Llamé al periódico para decir que había habido un error, que no había recibido el texto, pero me dijeron que ellos tampoco lo tenían, que lo recibirían justo para meterlo en máquinas. Así que no me iban a mandar nada ni indicación ninguna acerca de un tema tan amplio como «el perro». Yo todavía preguntaba: «pero ¿sobre qué va a hablar? ¿Sobre el maltrato de animales? ¿El perro como animal de compañía?», y me decían «No, no, el perro, eso es todo»... Recuerdo que hice una imagen de un hueso que estaba pintado con las manchas de un dálmata. En este juego, había ocasiones en las que el texto coincidía casualmente con la imagen, pero la mayoría de las veces no, claro, cada uno iba por su lado. Al final aprendí a hacer imágenes lo suficientemente vagas y amplias como para que se pudieran tender nexos con casi cualquier texto. 

Otro tema que tuve que tratar fue la familia. Se trataba de dar con unas claves muy básicas del tema. Así que se me ocurrió utilizar el pan y la mesa en torno a la que se reúne la familia. El pan también como elemento simbólico, como algo que se comparte entre todos. Intenté hacerlo con una barra de pan tipo pistola, pero gráficamente aquello no funcionaba. Es curioso, con solo coger una hogaza, un par redondo, la imagen adquiere otro carácter más icónico, que alude a la idea de compartir y repartir entre los que se sientan a la mesa.

En casi todas las imágenes de aquel proyecto eché mano de objetos comunes que tenía a mi alrededor. No podía perder mucho tiempo en buscar cosas especiales. Y ese ejercicio de limitación, que podría parecer que cercenaba posibilidades, me resultó muy enriquecedor: cuando te limitas a unos pocos elementos y tu cabeza gira en torno a las diferentes perspectivas que pueden ofrecer, se abre todo un mundo de posibilidades. Para hablar de nicotina, por ejemplo, lo más evidente era coger unos cigarrillos, y al tenerlos en mente constantemente, es fácil que acabe surgiendo una opción interesante. 

Hace unos años El País me pidió que ilustrara la portada de su anuario con una fotografía. En estos encargos lo que me planteo es qué es lo que el cliente pretende: un anuario no deja de ser una especie de índice en el que se repasan las noticias más importantes, de ahí la llave que te da acceso a esa información, y una lupa que te permite fijar tu atención en cada una de las noticias…

Otro encargo que he acepté fue la colaboración que establecí a finales de los noventa con Purificación García y que dura hasta hoy. Cuando me hicieron la propuesta ya me indicaron que iba a ser un proyecto prolongado: no querían la campaña de ese año, sino que la firma y mis imágenes se relacionaran durante mucho tiempo. Yo, de primeras, no me lo creí y pensaba que si duraba un año ya podía darme con un canto en los dientes. En un primer momento su propuesta era que trabajase con la ropa de cada temporada, pero a mí la idea de trabajar con estampados y colores no me resultaba nada atractiva. Les propuse entonces trabajar con elementos de confección, aceptaron y surgieron fotografías compuestas con tijeras, botones, dedales, hilos, como si todo el trabajo saliera de la caja de costura que tenía mi madre. Son imágenes que entroncan también con un arte que se asocia a lo femenino. Me interesaba y me apetecía la posibilidad de trabajar con esos elementos asociados de algún modo al otro sexo. Finalmente, ese encargo que yo pensé que iba a durar menos de un año ha durado casi veinte, en una relación de confianza mutua, y debo haber realizado ya unas cincuenta imágenes para Purificación García. Nunca hubiera sospechado que trabajar con esos elementos pudiera darme tanto juego. Las fotografías de estas campañas son como variaciones sobre un mismo cliché, con elementos que tienen que ver con una mirada distinta al mundo de la moda, una mirada que pone en juego asuntos cercanos a la poesía, a la ironía y el sentido del humor. Se trata a veces de reducir la imagen a una iconografía muy elemental, muy simple, pero que es, a la vez, como tirar una piedra en el agua: produce ondas que te llevan a otros lugares.

Recuerdo un encargo que me hizo La Vanguardia sobre la caída del comunismo. Es un tema tan manido, y la asociación con la hoz y el martillo es tan evidente, que no tenía muy claro cómo trabajar. Recurrí al banco de herramientas en desuso que tenía en mi estudio, que antes había sido un taller de motos, y que tenía uno de esos paneles de madera con las siluetas de cada herramienta sombreadas. Me gustó porque es algo que ya no se ve en los talleres, y por el hecho de que no estuvieran las herramientas, solo sus sombras, como si fuera el recuerdo del objeto real que ya no está, que tuvo su función y ya no la tiene. En aquel juego de siluetas introduje la de la hoz y el martillo. Esa imagen de encargo me pareció lo suficientemente atractiva como para exponerla en otras ocasiones. Recuerdo que en la inauguración de una exposición en Viena se acercó una mujer a decirme que esa era la fotografía que más le había gustado. Me contó que era polaca y que, cuando era pequeña y los rusos invadieron Polonia, la separaron de sus padres, a ella y a otros niños, durante dos o tres semanas, hasta que un día los llevaron a una sala en donde podían verse con sus padres. En una de las pareces colgaba una bandera con la hoz y el martillo y por el suelo había serruchos, alicates, tenazas y otros instrumentos utilizados para torturar. Sus padres estaban hechos una pena. Aquella mujer me dijo que la fotografía denunciaba perfectamente en qué consistía el comunismo. A los cinco minutos vino otra mujer a decirme lo que le gustaba aquella foto. Me contó que era la embajadora de Cuba en Viena, y que aquella fotografía le gustaba porque le parecía que devolvía el comunismo al mundo en el que había nacido: el del trabajo. En suma, una misma imagen de la que se pueden hacer dos lecturas totalmente opuestas. Tengo la impresión de que en el momento que cuelgas una imagen en la pared, de alguna manera te desprendes de ella porque la gente va a interpretarla y leerla a partir de su propio bagaje y sus propias experiencias.

Con la marca Hermés me sucedió algo curioso. En 2004 se pusieron en contacto conmigo para conocerme. Era una empresa de tradición familiar y al mando estaba un señor de unos ochenta años llamado Christian, no recuerdo el apellido, y al que todos llaman «Dios». Me citaron en un ático entre fascinante y delirante en el centro de París. Y aquel señor me dijo que había caído en sus manos un catálogo de mi obra, le había encantado mi trabajo con los objetos y quería que le pasara dibujos y que él encargaría que me realizaran esos objetos. Yo quise saber si se trataba de una campaña publicitaria, si era para hacer unas fotos o para qué. Pero me dijo que no, que le encantaban esos objetos y que, simplemente, me brindaban la posibilidad de realizármelos ellos. ¿A cambio de qué?, preguntaba yo. A cambio de nada, solo por gusto. Yo no podía creerlo. Es curiosa la relación tan distinta que tienen las empresas con el arte en Francia, algo así aquí sería inimaginable. Acepté encantado, claro, aunque advirtiéndole que yo trabajaba con objetos de todo a cien. La pena es que el tal Christian se murió y el proyecto se quedó en el aire. No obstante, poco después se volvieron a poner en contacto conmigo desde Hermés para proponerme que les hiciera un escaparate. Acepté porque era algo que se aparta un poco de lo que suelo hacer, aunque también se trata de jugar con espacios y objetos; la diferencia es que en este caso no había que fotografiarlo. Se me ocurrió poner unas cabezas de caballo y utilizar los bolsos como esos sacos de comida con los que se alimentaba a los caballos. Increíblemente, me dijeron que los primeros bolsos que había fabricado Hermés ¡habían sido esos sacos que se usaban para dar de comer a los caballos! La empresa había comenzado fabricando material para el ejército francés. En medio de las conversaciones me pasan una carpeta de cuero, me preguntan si sé lo que tengo entre las manos, y me dicen que es ¡la carpeta sobre la que Napoleón firmó el tratado de paz con Rusia! Supongo que era la forma de hacerme ver que la empresa viene trabajando el cuero desde hace mucho tiempo y es obvio que tienen una relación especial con el material. Al final mi propuesta les gustó y funcionó bien.

En otra ocasión me pidieron del periódico El País una portada para su suplemento Babelia que conmemoraba «75 años de arte contemporáneo». Elaboré una imagen que juega con una referencia muy evidente que es la del urinario. Esta fue una de las primeras veces que experimenté el encanto de trabajar por encargo y con medios: pedí un urinario como el de Duchamp y en media hora lo tenía allí. Si hubiera sido un trabajo por mi cuenta, a saber dónde hubiera podido conseguirlo… Aunque normalmente el proceso es justamente el contrario y también lo disfruto, incluso más: me encanta ir al rastro o a los mercadillos y tiendas de las ciudades que visito, darme paseos, encontrarme con cosas, rebuscar y dar vueltas. Siempre he disfrutado mucho de estos devaneos porque siempre te tropiezas con elementos inesperados. Muchas veces voy en busca de una cosa determinada que no encuentro, pero compro otras tres que no sé ni por qué me llevo; se quedan por allí, en el estudio y con el tiempo, esa intuición de que allí había algo interesante se acaba concretando y surge la posibilidad de trabajar con alguna de esas cosas. Creo que antes era más certero en las elecciones, últimamente, cuando cojo objetos, cada vez tengo menos claro para qué son…

Los organizadores de «La Noche en Blanco» en Madrid, me llamaron para elaborar una imagen que sirviera de apertura para las actividades de esa noche, proyectándola sobre una lona gigante en el edificio de Plaza de España. Pronto surgió la idea de hacer algo con la luna, que identifica muchas de las actividades que tienen que ver con «La Noche en Blanco». Me pasó lo mismo que con la hoz y el martillo: cuando trabajas con un elemento tan recurrente como la luna, tan repetido, intentar encontrarle un aspecto nuevo puede resultar complicado, pero si finalmente das con la clave, el resultado tiene aún mayor eficacia, por tratarse de una variación sobre un símbolo tan ampliamente reconocido.

Sea como sea, los encargos tienen siempre una doble vertiente: por un lado te hacen sufrir, porque te ponen entre la espada y la pared, y por otro lado te obligan a acercarte a temas a los que por iniciativa propia jamás te hubieras acercado y, en ocasiones, salen imágenes bien interesantes. Es una limitación, pero funciona como un elemento enriquecedor.

Técnicamente, suelo trabajar con una óptica normal –evito por ejemplo el gran angular– que, de algún modo, me permite establecer una relación con la realidad lo más directa y estrecha posible. También la luz con la que trabajo suele ser natural. Generalmente voy montando los objetos con una idea ya formada de dónde los voy a fotografiar dentro de mi estudio y a qué hora, según la luz que entra por aquí o por allí. Y si no funciona, pues busco otro lugar, otro horario, otra luz… Eso me sitúa en una dinámica de trabajo que me gusta: me obliga a buscar el momento idóneo con lentitud, una lentitud que también deja su poso. Tanto en el tratamiento de las luces como en el del propio objeto hay mucho mimo y cariño. También mi elección de película tradicional y mi rechazo al photoshop tienen que ver con esta forma de trabajar. En fotografía digital todo es posible, pero como ya he dicho, para mí es importante la idea de limitación. La fotografía analógica tiene un vínculo estrecho y directo con la realidad: lo que se fotografía analógicamente es real. Me gusta la idea de subvertir la realidad en su propio terreno, creo que la subversión consigue mayor eficacia. No obstante, sí que he hecho alguna cosa con fotografía digital. Y creo que se nota: las imágenes delatan su origen digital porque se ve que estoy jugando con algo imposible.

A través de este repaso he querido dejar claro cuáles son las formas, maneras y procesos por medio de los cuales llego a las imágenes: en la mayoría de las ocasiones son bien simples, casi como un ejercicio de reducción, como la búsqueda de un mínimo común múltiplo o un máximo común divisor. Mis imágenes son casi siempre juegos con la lógica que, de algún modo, dando unas vueltas de tuerca más, acaban revelando lo cerca del absurdo que te puede llevar seguir las reglas lógicas hasta el final. También hay imágenes que surgen de una forma más cercana al hallazgo. Pero en ambos casos hay siempre un proceso reflexivo: lo que pasa es que a veces la reflexión es anterior y otras veces es posterior. Es decir, también cuando se trata de un hallazgo comienza un proceso de reflexión en el que procuro ser consciente de cuáles son las posibilidades que abre ese destello para no quedarme en algo gratuito, en un mero chiste. Por lo demás, detrás de la mayoría de las imágenes hay mucho trabajo previo. Hay una parte cercana al bricolaje que procuro que no sea evidente, que llegue lo menos posible al espectador. Me interesa transmitir una cierta levedad, creo que la imagen gana en elegancia si tiene esa apariencia de algo fortuito, ligero… Si el trabajo que ha acarreado una foto se hace patente, la imagen adquiere una gravedad, un peso que, de algún modo, obliga a hacer lecturas más trascendentales, mientras que la imagen que transmite ligereza permite un acercamiento más fácil y espontáneo, más feliz incluso. No es que trate de hacer un guiño ni persiga provocar una sonrisa, pero sí intento quitar peso, lograr que una imagen muy trabajada parezca casual.