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Princesas del slapstick

Santiago Aguilar
Retrato de Fay Tincher, 1916

La vindicación de la comedia cinematográfica de tartazo, tortazo y batacazo –eso que los sajones, sus inventores, llaman slapstick– pasa por la confección de un canon en cuya cúspide suelen figurar Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd. Estirándolo, se puede completar el póquer de ases con Harry Langdon, pero eso es solo porque Frank Capra se encargó de rescatarlo del olvido en sus memorias. Si alguien tiene ganas de ponerse estupendo citará la malograda carrera de «Fatty» Arbuckle, las delirantes parodias del bizco Ben Turpin o, solo en los últimos años, el arrollador empuje surreal de los cruces de slapstick y stop motion nacidos del magín de Charley Bowers. Y hasta ahí. 

Retrato de Mabel Normand. Fotografía de Albert Witzel, 1917
Retratos firmados de Gale Henry
Fay Tincher en una escena de Rowdy Ann (1917)
Cartel de Mighty Like a Moose (1926)
Retrato de Alice Howell
Marie Dressler en una escena de Tillie’s Punctured Romance (1914)
Zasu Pitts y Thelma Todd en una escena de On the Loose (1931)
Marion Byron y Anita Garvin en Feed ’em and Weep (1928)
Fay Tincher con uno de sus famosos trajes de rayas, 1919

Keystone, algo más que bellezas en bañador

¿Mujeres? Mack Sennett, el creador de los archilocos estudios Keystone, concibió a un conjunto de Bathing Beauties, contrapunto de los desbocados Keystone Kops. Mientras los polis de pega salían volando del coche patrulla en cada curva de los bulevares de Los Ángeles, las bellezas en bañador jugaban a pasarse una inocente pelota en la playa de Venice. Así, de entre las olas, cual nuevas Venus, surgieron estrellas como Carole Lombard, Phyllis Haver o Gloria Swanson. Pero en cuanto pedían un aumento Sennett las ponía en la calle. Sin asomo de discriminación. Lo mismo hizo con Chaplin o con Langdon.

Hubo una excepción: Mabel Normand. La autobiografía de Sennett es una larga y doliente carta de amor a su musa, fallecida prematuramente por una tuberculosis a principios de 1930. Para entonces, hacía ya tiempo que se había convertido en una sombra. Quedaba lejos la época en la que Sennett hizo construir para ella un estudio en el que rodar Mickey (Dick Jones, 1918), el primer largometraje —seis bobinas— protagonizado por esta princesa del slapstick. Pero Mabel se fue a trabajar con Samuel Goldwyn y los escándalos provocados por el consumo continuado de cocaína y por un par de oscuros asesinatos en su entorno supusieron un nuevo y definitivo descalabro para su carrera. Una vez más, fue Sennett quien acudió al rescate. The Extra Girl (Dick Jones, 1923) fue el último intento de recuperar el encanto perdido. La trama se esfuerza por equilibrar los momentos melodramáticos con otros de genuino slapstick, en un juego autorreferencial en el que una soñadora muchacha de pueblo quiere triunfar como actriz dramática en Hollywood mientras todas las pruebas a las que se somete terminan en una catarata de incontenibles carcajadas por parte del equipo. La escena que mejor captura el viejo aliento cómico presenta a Normand paseándose tan tranquila por el estudio seguida por un león que provoca el pánico entre quienes se acercan a ella. Ver en ello una metáfora de su declinante estrella resultaría excesivo.

Mabel Normand no había sido la primera comedianta lanzada por Sennett. Cuando este decidió producir su primer largometraje buscó a la dama de la escena Marie Dressler, que a su vez le había dado a él su primera oportunidad como actor. Así, con el exorbitante salario de 2.500 dólares por semana, la matrona Dressler, de imponente físico, se vio emparejada con un primerizo Charles Chaplin —con bigotito de petimetre de dos guías y no el característico de cepillo que asociamos con su imagen— en Tillie’s Punctured Romance (Aventuras de Tillie, Mack Sennett, 1914). Chaplin es un timador de poca monta que se las arregla para casarse con una rica heredera (Dressler), aunque su corazón pertenezca a su cómplice (Normand), que se coloca como doncella en la mansión del matrimonio. La dinámica —y la mímica— de la pareja no queda lejos de la que unos años más tarde se establecerá entre Groucho Marx y Margaret Dumont. El salvamento de la dama por parte de una Patrulla Marítima de los Keystone Kops y el repudio del estafador hacen que el final feliz presente una escena como poco arriesgada: Dressler y Normand se funden en estrecho abrazo habitualmente reservado a la pareja romántica.

También Louise Fazenda —hija, según sus biógrafos, de un panadero vasco establecido en Lousiana— siguió la senda de muchos de los contratados por Sennett: buscarse un trabajo mejor pagado una vez su fama se lo permitió. En Keystone no entraba en competencia con la pizpireta Normand, puesto que sus armas eran una ingenuidad y una candidez desarmantes. Sus mohines valían lo mismo para encarnar a una burguesa celosa, a una empleadita deseosa de ascenso social o a una inocente florista que, sin saberlo, ha heredado una gran fortuna, como en Hearts and Flowers (Eddie Cline, 1919). El director de la orquesta del hotel en el que ella trabaja no quiere dejar pasar la oportunidad de hacerse con la fortuna y la celosa Phyllis Haver decide travestirse y seducir a la ingenua. La maniobra incluía escenas de baile agarrado y apasionados besos en la boca: al igual que en Tillie’s Punctured Romance, el slapstick era el único contexto que podía albergar imágenes de transgresión, travestismo y homosexualidad femenina, completamente inimaginables en cualquier otro nicho cinematográfico.

Actrices y productoras

Louise Fazenda había aprendido a hacer los pucheritos que tanta gracia hacían al público en la división de cortometrajes cómicos de Universal, Joker Comedies, donde coincidió con Gale Henry. A un ritmo de película por semana, no pasó mucho tiempo antes de que esta comenzara a protagonizar sus propias series de cortos cómicos. Fue así como en 1915 estuvo al frente de la docena de entregas de «Lady Baffles y el pato detective» producidas por Power Pictures, y en los que la señorita Henry ya mostraba su afición por el disfraz y por los pasajes secretos. A decir de los estudiosos, este fue siempre el gran problema de Gale: asociarse con empresas que al poco se iban a pique. Y no solo ajenas: su compañía, la Model Comedy Company, entraría en quiebra tras la agitada peripecia de su asociación con la distribuidora dirigida por Charley Chase. No obstante, su encuentro con Chase sería fructífero y Gale Henry fue digna compañera de payasadas del Max Linder americano en múltiples ocasiones, como en Mighty Like A Moose (1926), donde interpreta a una dama de la buena sociedad, frenética bailarina de polka. El principal aliciente de las comedias de Gale Henry vistas hoy es que nunca adopta un papel subsidiario del hombre. Jamás fue una ingenua. Ella está siempre en el centro del fotograma y corre por los tejados, se pega batacazos y reparte estacazos como el primero. Sus proezas cómicas cuentan siempre con argumentos entonces considerados exclusivamente masculinos. En ellos, su físico desgarbado y su rostro expresivo tienden a la mueca. Quizás un poco demasiado para el gusto contemporáneo, pero a fin de cuentas se trata del sello identitario de la casa.

Fay Tincher había sido convocada en los estudios Biograph por su parecido con Mabel Normand, pero David W. Griffith dio más peso a su tipo de vampiresa. Poco duraría en estos cometidos y en pocas semanas se había convertido en «Ethel», una moderna taquimeca mascadora de chicle. Sus trajes de rayas, su pelo rebelde y su desenfado la convirtieron en una de las comediantas favoritas del público, a pesar de que no partiera nunca como estrella de la función. Como Gale Henry, también ella se lanzó a crear una productora propia. Como Gale Henry, también de corta vida. La distribuidora destacaba cómo «la señorita Tincher escribe sus propias historias —en defensa propia, según ella misma—, elige a sus propios compañeros de reparto y dirige sus propias películas, pero acaba rematando que es una despiadada autócrata cuando tiene que dirigir a los hombres». La aventura duró año y medio escaso. Recalaría luego en el estudio de Al Christie, donde siguió interpretando a mujeres de armas tomar en una serie de westerns cómicos. En Rowdy Ann (Al Christie, 1917) es la hija del propietario de un rancho en Cactus Valley, criada entre reses y vaqueros y capaz de manejar el lazo, la pistola y los puños como cualquiera de ellos. Cuando su padre la encuentra boxeando con el capataz que ha querido besarla decide que ha llegado el momento de desbravarla enviándola a un colegio de señoritas donde un estirado profesor da clases de danza al estilo de Isadora Duncan. La apoteosis tendrá lugar cuando la indómita Ann acuda a la lección vestida con los tules clásicos pero con su sombrero, sus botas de montar y sus cartucheras. La situación se resolverá gracias a una suerte de solidaridad interfemenina: Ann hará gala de sus habilidades —aún no desbastadas del todo por el rígido sistema educativo— para librar a una compañera de las garras del compromiso con un jugador de ventaja.

La cara de luna de Alice Howell la asemeja en cierto modo a Harry Langdon. Se especializó en tipos populares, como doncellas o camareras. Solo mediada la década de los veinte se irá acomodando al encarnar a matronas burguesas, eso sí, con especial inclinación a provocar desastres domésticos. Pero en Cinderella Cinders (Frederick J. Ireland, 1920) es aún una camarera capaz de coger una espumadera y dirigir la orquesta de los sonoros sorbidos de sopa por parte de los famélicos clientes. En la segunda parte, los equívocos la llevan a hacerse pasar por una dama europea de alta alcurnia. La trompa que llevan ella y su acompañante se traduce en continuos tropezones con la cola del vestido y en un recital de abanicazos que pretenden ser elegantes pero que ponen en fuga a los desprevenidos que se acerquen a ella. Cuando por aquellos años preguntaron a Stan Laurel por sus comediantas favoritas, situó en primer lugar, sin duda alguna, a Alice Howell.

El propio Stan Laurel, como «Fatty» Arbuckle, buscó a menudo la carcajada en el travestismo. No es extraño encontrarlos a lo largo de sus filmografías ataviados con sofisticados vestidos de noche, con bañadores complementados con provocativos pololos o con una peluca rubia de abundantes rizos. Pero ya hemos visto unas líneas atrás que el recurso es también harto frecuente en los argumentos centrados en personajes femeninos. Know Thy Wife (Al Christie, 1919) hace del trueque de identidad motor de la trama. El personaje interpretado por Dorothy Devore debe pasar sus primeros días de matrimonio en casa de sus acaudalados suegros haciéndose pasar por un compañero de universidad de su propio marido. El hecho de que haya un corsé y otras prendas de vestuario femenino en su equipaje provoca en el suegro ciertas dudas sobre la identidad sexual de su hijo. Las cosas se complicarán cuando decida llevar a los dos jóvenes a un cabaret para que echen una canita al aire.

La diminuta Devore protagonizará medio centenar de títulos en el estudio de comedias de Al Christie y, como otras comediantas, llegará a tener su propia serie en el seno de Educational Pictures a finales de los años veinte, realizando el tránsito de la mueca y el tartazo a la comedia de situación siempre en formato de dos rollos —poco más de veinte minutos—. Porque la década de los veinte compromete la supervivencia del slapstick. Las grandes figuras se pasan al largometraje, donde las actrices más volcadas en la comedia dislocada solo encuentran papel de comparsas. Las nuevas reinas de la pantalla son Mary Pickford, «la novia de América», o las hermanas Gish, protagonistas de los intensos melodramas de Griffith. Se crean así los cimientos de las women’s pictures de la década de los treinta —tildadas despectivamente de weepies, literalmente «lacrimógenas» o «lloronas»—. Solo la comedia screwball recogerá algunos elementos slapstick para insertarlos en sus intrincadas tramas sobre la guerra de sexos. Por eso actrices gamberras como Carole Lombard serán las ideales para este tipo de papeles.

Parejas cómicas en el estudio de Hal Roach

La figura de Hal Roach suele quedar ensombrecida por el mito de Mack Sennett. A lo largo de su vida centenaria, Roach fue básicamente productor de comedias slapstick. Dos series le dieron la fama: las cintas del Gordo y el Flaco (Oliver Hardy y Stan Laurel) y las de las sucesivas reencarnaciones de La Pandilla (Our Gang). De las figuras individuales que aupó al estrellato solo Harold Lloyd alcanzaría el Olimpo. Aún así, este siempre quedaba emparejado —mejor diríamos «entriado»— en sus trabajos para Roach con la dulce Bebe Daniels y el bigotón de morsa de Harry «Snub» Pollard. El punto fuerte de Roach era la creación de tándems que potenciaran la comicidad mutua. Así llegó, en 1928, a la convicción de que lo que el cine cómico necesitaba era un buen par de payasas trabajando a la par. Las elegidas para el experimento fueron Marion Byron y Anita Garvin.

Marion Byron era hija de inmigrantes judíos. Cuando su hermana mayor intentó abrirse paso en el circuito del vodevil comprendió que su racial apellido —Bilenkin— no cuadraba con los parámetros del espectáculo y adoptó el de Byron. Lo mismo haría poco después la pequeña Marion —apenas 1,50 de estatura— cuando siguiera su camino a los trece años, así que a los dieciséis, cuando Buster Keaton la contrató para interpretar el principal rol femenino de Steamboat Bill jr. (El héroe del río, 1928), era ya toda una profesional. Su contrato con Hal Roach duraría poco más de un año. Con la llegada del sonoro trabajó en varios musicales de la Warner y a mediados de los años treinta se casó con un guionista y abandonó su carrera como actriz.

Roach sabía lo que se hacía. Al lado de la diminuta Marion colocó a la espigada Anita Garvin. Tenía también trece años cuando asistió en Nueva York a una convocatoria para elegir nuevas Bathing Beauties. Al parecer se trataba de un timo organizado por unos desaprensivos, pero su belleza y su altura le sirvieron de pasaporte para los espectáculos de Florenz Ziegfeld. En el teatro hizo amistad con Will Rogers y con un cómico británico, Stan Laurel. Fue éste quien le dio sus primeras oportunidades en el cine y quien la llevó al estudio de Hal Roach, donde trabajó repetidamente junto a éste y Hardy.

Feed’em and Weep (Fred Guiol, 1928) será la primera película conjunta de Anita y Marion. Roach las empareja con el cómico judío Max Davidson y con el sempiterno sufridor de las hecatombes provocadas por Laurel y Hardy, el flemático Edgar Kennedy. Encomienda la dirección a Fred L. Guiol, pone al futuro director Georges Stevens a la cámara y encarga la supervisión a Leo McCarey: un equipo curtido en esta clase de empresas. Se trata de hacer una película de dos rollos a base de batacazos y estacazos en preferiblemente un único decorado, por aquello de abaratar costes. Tras una breve presentación de la situación —Max debe dar de comer a un centenar de viajantes cuyo tren para apenas media hora junto a su cantina, y contrata a dos novatas que quieren ser actrices— la máquina de risas se pone en funcionamiento. Los viajeros arrollan a Max y las chicas están desbordadas. Marion —cara de luna llena, ojos saltones— pone su mejor voluntad pero no para de causar desastres, mientras Anita la reconviene e intenta mantener las apariencias. El repertorio de tartazos, caídas y demás desastres está garantizado por un decorado con dos puertas batientes. El final es un auténtico duelo a base de filetazos. El público no debió responder como esperaba Roach porque disolvió la pareja después de otro par de títulos facturados en rápida sucesión. 

A pesar de este fracaso, Roach no cejó en su empeño de encontrar un equivalente femenino a Laurel y Hardy. Han pasado tres años y el cine ha aprendido a hablar. La esforzada dicción de sus chicos les ha permitido realizar la transición sin mayores contratiempos e, incluso, su fama se ha acrecentado. Mientras otros ases del slapstick como Harry Langdon o Larry Semon ven decaer su estrella, el estilo de comedia de situación y de humor a fuego lento que practican el Gordo y el Flaco resultará reforzado por el nuevo medio.

Para crear su contrarréplica, Roach recurre a Zasu Pitts y Thelma Todd. Las actrices encarnan a dos chicas solteras que comparten apartamento en los Estados Unidos post-crack del 29. Zasu es apocada, desgarbada y metepatas; Thelma resuelta, sexy y siempre dispuesta a salir adelante. Sobre esta contraposición se construye la veintena larga de cintas de dos rollos que constituyen la serie protagonizada por ambas entre 1931 y 1933, cuando Pitts abandona el estudio –bucle inacabable– por una renegociación salarial infructuosa. En la décima entrega, Show Business (Jules White, 1932), Thelma y Zasu se enfrentan con la estrella del espectáculo en el que han sido contratadas. La primera vedette no es otra que nuestra vieja conocida Anita Garvin, en un papel de estrella altiva y displicente. En la estación ferroviaria, una disputa por un abrigo dará lugar a que Thelma luzca bien lucido su espléndido físico de rubia platino –algo bastante común en la serie, puesto que por estas fechas el código Hays no había impuesto todavía sus rígidos postulados– y a que en el coche-cama se arme la marimorena. En On the Loose (Hal Roach, 1931) Zasu y Thelma regresan a casa agotadas después de su enésimo sábado en Coney Island con dos galanteadores sin un duro en el bolsillo. El hecho de que Zasu vacíe su zapato de arena y de que ambas compartan cama sugiere una libertad sexual que en un par de años Hays proscribirá de las pantallas norteamericanas.

En diciembre de 1935, Thelma Todd tendrá un final trágico como solo se tienen en Hollywood: asfixiada en el garaje de la mansión de una amiga actriz tras inhalar el dióxido de carbono de su coche. Como en otras ocasiones, hubo rumores de asesinato en el que habrían intervenido alcohol, sexo y gangsterismo, todos juntos o por separado. Hal Roach intentó reemplazarla con el recambio pensado para Zasu Pitts, Patsy Kelly, produciendo para ella un vehículo estelar, Kelly the Second (Gus Meins, 1936) en el que le daba la réplica el mismísimo Charley Chase. Su notorio lesbianismo le valdrá el ostracismo en Hollywood y su carrera cinematográfica se estancará a principios de los años cuarenta. Kelly se ve obligada a dejar Los Ángeles y replegarse en la radio y el teatro de bajas miras literarias en Nueva York, donde trabajará también como asistente personal de la que siempre se rumoreó fue su amante, Tallulah Bankhead. Pero la justicia (poética) siempre triunfa: con el paso de los años y la llegada de tiempos más liberales, conseguirá abrirse paso en proyectos estrella de la recién nacida televisión, como la serie Alfred Hitchcock presenta, e incluso regresar a California para elaborar memorables papeles de composición en películas que marcarían el denominado New Hollywood como Rosemary’s Baby (La semilla del diablo, Roman Polansky, 1969).

Kelly rescataba, de este modo, la memoria de toda una generación de pioneras que terminaría devorada por los nuevos parámetros de un cine y un país que reaccionaban –no siempre acertadamente– ante el imparable empuje de los totalitarismos. Políticos, sí, pero sobre todo económicos y morales.

CICLO DE CINE GENERACIÓN KEATON
07.01.16 > 31.01.16

ORGANIZA CBA • TEATRO REAL