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Cuando ver menos permite ver mejor

Entrevista con Ahmad Natche

Manuel Asín
Fotografía Miguel Balbuena | Fotogramas de Dos metros de esta tierra

El filósofo Santiago Alba Rico siempre alerta de la insistencia de los medios en asociar el destino de los palestinos a imágenes de ceremonias funerarias colectivas: «Cuando matan a un niño en España ningún periódico publica imágenes de su cadáver ni de su entierro. De manera espontánea se buscan imágenes del niño vivo, sonriente, lleno de vida, lo que permite calibrar mejor el dolor de los supervivientes y el horror de la acción cometida. De los niños palestinos muertos no vemos nunca imágenes de cuando estaban vivos y se asemejaban a nosotros». La película Dos metros de esta tierra, del cineasta palestino-español Ahmad Natche, es justamente el retrato fiel de una Palestina real, viva, poblada por gente como nosotros: posiblemente no cabe una subversión mayor del relato oficial ni una denuncia más eficaz de la situación de este pueblo.

Dos metros de esta tierra (Two Meters of This Land) es la única película de ficción palestina, con financiación íntegramente palestina, realizada en 2012. La producción de cine palestino debe de ser una de las más escasas del mundo, en contraste con el caudal de imágenes del lugar que a diario afluye a los medios de comunicación. ¿Qué significa hacer allí una película, y más concretamente una ficción?

En efecto, no hay una producción significativa de ficción palestina y sí de reportajes o documentales, lo que sin duda está provocado, además de por las propias insuficiencias estructurales, por la urgencia a la que empuja una inestabilidad geopolítica en la región, que, como apuntas, debe ser notificada casi a diario. La ficción, en cambio, exige unas condiciones de estabilidad y previsión que difícilmente se encuentran del lado de los palestinos. Cuando Jean-Luc Godard explica en Nuestra música (Notre musique, 2004) que, con la creación del Estado de Israel en 1948, los judíos entran en la ficción y los palestinos en el documental, escenifica en esa separación, que también es traumática para la propia historia del cine, la reducción a la que se somete la imagen de los palestinos.

Por otro lado, existe la idea de que hacer cine de ficción —es decir, concebido con actores (profesionales o no) sobre la base de un guión previo— es costoso en términos de producción. La práctica totalidad de las películas de ficción que se hacen en Palestina son coproducciones con otros países donde la mayor parte del equipo y los medios procede del exterior. Aunque tengo raíces palestinas nací y viví la mayor parte de mi vida en España, así que yo también llegaba de fuera, pero para mí era esencial ensayar un cine de ficción palestino creado con recursos propios y un equipo básicamente local. Como director, siempre he sido partidario de ese principio ecológico de trabajar con lo encontrado allí donde se filma. Asumía de este modo que se trataría de una producción mínima, algo que para mí es una ventaja: a la hora de filmar busco limitar en lo posible los recursos con los que cuento para un mejor control del lenguaje. Tengo muy presente esa máxima de Bresson: la facultad de aprovechar bien mis recursos disminuye cuando su número aumenta. Practicaría esta austeridad en cualquier sitio donde hubiera planeado una película, pero especialmente en Palestina, por ser un marco que estamos muy acostumbrados a ver pero no en forma de ficción: pensé que daba más relieve al propio lugar.

En relación con esa reducción de la imagen de los palestinos y a la oportunidad que supone la ficción, me ha llamado la atención algo presente a lo largo de toda la película, que es el registro del diálogo cotidiano. Da la impresión de que esas conversaciones cotidianas, sobre cuestiones poco grandilocuentes, suponen algo precioso en la medida en que no tenemos muchas referencias de ese tipo asociadas a la imagen de Palestina. Es como si se hiciera pública una cierta forma de voz, como si pudiéramos escucharla por primera vez.

Desde la concepción del argumento de esta película tenía claro que era necesario visibilizar una parte de la realidad que queda oculta bajo la avalancha de imágenes informativas que nos llegan de los palestinos. ¿Qué es más valioso mostrar cuando uno decide filmar en Palestina? ¿Y de qué forma? Un modo de huir de lugares comunes a la hora de hablar de esa región era fijarse en lo que no tiene peso informativo, pero tiene otro valor: cotidiano, afectivo, poético...

Elegí un contexto que podría localizarse en cualquier lugar del mundo: la preparación de un festival de música durante una tarde de verano. Decidí que, en ese reducido marco espacial y temporal, podían confluir los suficientes elementos reveladores de una realidad. Encontrar rasgos, imágenes, sonidos diferentes a los que conocemos de Palestina, pero que también son parte de ella; de manera más íntima, quizá. Gestos lejanos que a la vez son cercanos, similares a aquello que podemos encontrarnos en nuestras ciudades.
En esa elección también había una intención de aislar. Por razones de producción y realización, de control, porque —como dije antes— las condiciones de producción eran mínimas y porque prefiero jugar con pocos elementos. Al mismo tiempo, como acostumbro a hacer en todo lo que he dirigido, quería mantener un respeto ecológico hacia el objeto retratado: intervenir lo menos posible, dejando que las cosas hablen por sí mismas. De modo que dentro de ese vaciado, del aislamiento y del control, la película se abre a un cierto descontrol. Apenas manipulé las localizaciones donde grabamos; todos los actores responden por su nombre real y cumplen en la ficción un rol muy similar al de la vida real; nunca les pedí que estudiaran un texto escrito por mí sino que hablan con sus propias palabras... Esta apropiación de lo aleatorio hace que la película también pueda verse como un documental (aunque, por otro lado, eso puede hacerse con cualquier película) y que haya sido seleccionada en un festival de cine expresamente documental como el de Yamagata, en Japón.

Al principio de la película hay una secuencia muy distinta en su estilo al resto, que es la secuencia de las fotografías de militantes palestinos. Pese a su brevedad, creo que esas fotografías se quedan muy grabadas en la memoria del espectador, se convierten en un discreto sustrato sobre el que viene a posarse todo lo que vemos después. ¿Cuál fue la génesis de esta secuencia?

La idea surge de la lectura de un libro de Elias Sanbar durante la concepción del guion: Les Palestiniens: La photographie d’une terre et de son peuple de 1839 à nos jours (París, Hazan, 2004). Es un libro de gran formato compuesto básicamente de fotografías que muestran la construcción de la identidad palestina desde mediados del siglo xix. En 1948, con la fundación de Israel, ese proceso se interrumpe: los palestinos desaparecen del mapa y de las imágenes porque, para el sionismo triunfante, Palestina era «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra». Y hasta dos décadas más tarde no vuelven a entrar a escena, con la emergencia de la resistencia popular en los campos de refugiados palestinos de Líbano y Jordania. Los medios de comunicación empiezan entonces a documentar su actividad y los palestinos encuentran de nuevo un lugar en la imagen. Ese momento supone la recuperación de la identidad perdida, un nuevo nacimiento.

Me interesaba dejar constancia de ese proceso en mi película; que el inicio de su acción coincidiera con el reencuentro de esa visibilidad que tiene algo de fundacional. De hecho, como afirma el personaje de la productora de televisión francesa, puede decirse que esas son en realidad las primeras imágenes de palestinos, porque las que existen antes de la creación de Israel son fotografías de tema bíblico, o de familias ricas o instituciones sociales. Ahora las imágenes las protagoniza gente anónima que solo tiene en común la lucha por volver a sus casas en Palestina. 

Es notorio que la película no privilegia a ninguno de los personajes que concurren en ese pequeño teatro, de manera que al final no hay nadie que pueda ser considerado protagonista. Al mismo tiempo, consigues dotar de un perfil propio a casi todos ellos, y así hay personajes como la fotógrafa japonesa y el chico palestino con el que entabla conversación, que se vuelven especialmente memorables pese a aparecer en una sola escena de la película.

Porque mi intención era precisamente que el protagonista fuera el propio espacio habitado de manera transitoria por esos personajes. Era una forma de poner en primer término la idea del espacio, problema fundamental en la vida de los palestinos puesto que les es negado. Más que seguir a un personaje protagonista que tira de un hilo narrativo, lo que prefería era moverme de un rincón a otro más o menos próximo y descubrir quién pasaba por ahí y qué podía revelar ese personaje de aquello que vive cada día. Aunque se muestran fragmentos aparentemente separados, todos están conectados porque participan en la preparación del festival de música la misma tarde de verano.

El mínimo hilo narrativo que estaba previsto en el guion es el que conduce a través de ese espacio. Había personajes preconcebidos y otros que fueron encontrados sobre la marcha, en el contexto del festival o muy próximo a él, como es el caso de la fotógrafa japonesa. Lo que aparece en la película es principalmente resultado de un trabajo de selección, más que de fabulación o invención a partir de la ficción.

El protagonismo del espacio que mencionas queda patente, a mi entender, en dos detalles: por un lado, en la abundancia de planos vacíos —o que esperan ser llenados por personajes que vemos aparecer pasado un tiempo— y en la recurrencia de ciertos escenarios, que son filmados exactamente con el mismo encuadre aunque los personajes y la situación hayan cambiado, un poco a la manera del cine mudo.

En la puesta en escena prevalece un respeto por lo que se sitúa delante de la cámara. Como director, mantengo la voluntad de no imponerme a lo que acontece. El control lo ejercía en otros momentos del proceso de producción de la película, pero en el instante mismo del rodaje —desde que empieza el registro de las imágenes y el sonido hasta que termina— prefería dejar que todo se desarrollara al margen de mi intervención y, de ese modo, capturar una verdad en bruto: algo que nace en ese momento.

Eso comporta que elija descomponer la acción lo menos posible con el fin de no interferir en su curso. Y, como consecuencia, se opta por planos más amplios, que permiten la circulación libre de los actores, y por la toma larga, con pocos cortes de montaje.

Detenernos más tiempo en ese espacio y volver a verlo desde la misma posición en diferentes momentos provoca que nos afecten más los cambios que se producen en él. A la vez, el propio tiempo adquiere también mayor relieve porque, sin cortes, actor y espectador comparten la vivencia del presente, una misma espera.

Me gustaría preguntarte por otro personaje que me parece uno de los más relevantes de la película, y en el que recae buena parte del peso de su segunda mitad. Me refiero a la periodista cuya grabadora se queda sin pila y tiene que pasar a tomar notas en un bloc. Mientras que el resto de personajes realizan un trabajo u otro, un tipo de acciones u otras, este es un personaje que se dedica sobre todo a observar. La observación que la película hace de los preparativos del festival pasa en buena medida por su mirada.

Es un personaje concebido como parte del paisaje que compone el festival de música. La creación del guión es fruto de visitar varios festivales similares durante el verano anterior al rodaje, averiguando cómo funcionaba su preparación y qué constantes se encontraban en ellos. Yo me comportaba como la estudiante de periodismo a la que te refieres, tomando notas por escrito —pero también con una vídeocámara—, y absorbiendo todo lo que se movía alrededor para construir con ello el hilo narrativo del que hablaba antes.

Cumple asimismo la función de delegada del espectador de la película, que ve a través de sus ojos una realidad ajena. Es alguien que llega de fuera, al igual que la productora de TV francesa. La productora es extranjera pero participa en los preparativos del festival; en cambio, la estudiante de periodismo vive en la región pero no pertenece a ese contexto. Representan dos formas diferentes de desplazamiento.

A propósito de ese eco del personaje de la periodista en tu propia actitud durante la preparación de la película, hay una pieza tuya poco difundida, que si no me equivoco deriva también de esos trabajos previos, y que se titula Yo también he visto a Mick (2003). ¿Puedes hablarnos de ella y, en general, de la diferencia entre tomar notas con una cámara y tomarlas por escrito, como dices que también hiciste en alguna ocasión?

El cortometraje al que aludes está grabado antes de un concierto de los Rolling Stones en España. El contexto es similar (un concierto o un festival de música al aire libre) aunque en aquella ocasión me centré en la espera del público antes de entrar al recinto y no tanto en lo que sucede alrededor del escenario. Pero ambos trabajos parten del mismo principio de prestar atención a la periferia del espectáculo, de dar protagonismo a lo que pasa desapercibido a la mayoría de las miradas. Aquel corto lo planteé como un ejercicio de observación, llegando en solitario al lugar sin ningún plan preconcebido, grabando lo que me parecía más interesante para finalmente, en el montaje, construir un discurso con todo ese material según las direcciones que él mismo marcara. En ambos trabajos tiene más peso el encuentro con lo real que lo premeditado, aunque de diferente manera.

En el corto son las propias notas en vídeo —mis observaciones— las que componen la película. En Dos metros de esta tierra las notas se toman como base preparatoria de cara al rodaje. Tanto lo grabado en vídeo como lo escrito tenían como función apuntalar la realidad: cuánto tiempo tardan los técnicos de sonido en preparar el equipo, cómo comienza un ensayo de baile... Lo escrito era más bien una forma de situar lo visto y oído, de constatar ciertas rutinas. De modo que el rodaje de la película sería, en buena medida, una reconstrucción de ese marco dentro del cual se desarrolla nuestra ficción. 

El adelgazamiento del hilo narrativo al que te has referido antes tiene otra consecuencia que, en mi opinión, es clave en Dos metros de esta tierra, y es la ausencia de dramatismo. Ahora bien, para una película palestina esta opción estética tiene un valor especial, ya que lo que se espera son precisamente contraposiciones nítidas incluso si, como suele suceder, estas se han vuelto poco operativas. Tu película crea sus propias relaciones entre situaciones y personajes que, audazmente, no son de oposición.

Creo que para visibilizar ciertos aspectos de la vida, paradójicamente, hay que renunciar a mostrar y servirse de la sugerencia. En el caso de Palestina, dada su presencia en los medios y las tragedias que la oprimen a diario, tenía la convicción de que ver menos permitía ver mejor. En lugar de hollar en lugares comunes, opté por el despojamiento y la concentración en gestos mínimos: en saber lo que pasa cuando no pasa nada. Hay un cierto público que encuentra en el cine hecho en Palestina una oportunidad para la denuncia, y en proyecciones de la película me encontré con algún espectador disconforme con mi visión de aquella realidad, al dejar el drama fuera de campo. Considero necesaria la denuncia, pero me parece que el otorgar valor a gestos de la vida diaria que normalmente no lo obtienen en el cine o en los medios de comunicación, enriquece el conocimiento de una realidad y cumple con el objetivo de llamar la atención sobre lo precioso de unas vidas.

Muchas veces la pretendida denuncia consiste en la aplicación de ideas y patrones previos; no hay una actitud o tiempo para explorar la dinámica más sutil de una cotidianidad, que la mayoría de las veces no es espectacular aunque las condiciones en que transcurre sean dramáticas.

Me gustaría saber cómo fue la acogida de la película en Ramala o, más ampliamente, en Palestina. ¿Algunas de las personas que participaron ha podido verla? ¿Qué opinan de la imagen que la película proyecta, de su imagen en ella?

En la primavera de 2014 fui invitado a Ramala a presentar la película para conmemorar el aniversario del nacimiento de Mahmud Darwich. La proyección se realizó en el auditorio del mismo complejo cultural donde está filmada la película, junto a la tumba del poeta. Posteriormente, organicé por mi cuenta proyecciones en diferentes ciudades de Cisjordania: en Jerusalén Este, Belén, Nablus, Yenín... Algunos de los actores y técnicos pudieron ver la película en estos actos. En general, por la desnudez de su relato o su modo de dramatizarlo, en el público prevalece la imagen de una Palestina desconocida —aunque se centre en lo cotidiano y lo cercano, como he dicho, dentro del marco excepcional donde sucede—. Por tanto, se suele recibir como una imagen valiosa. Al mismo tiempo, es una película que exige una mirada activa, un público que no se conforme con deslizarse por lo narrativo y se fije en otras cualidades de aquello que ve y oye. Así que hay espectadores poco acostumbrados a propuestas cinematográficas diferentes que no acceden con facilidad. Pero esto es algo que comparte el espectador medio de cualquier lugar del mundo, en Oriente Próximo o España.