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Renta básica: tiempo para todo(s)

Jorge Moruno
Competición de surf en Mavericks, California, 2010. Fotografía de Shalom Jacobovitz. CC BY-SA 2.0

El libro de David era necesario por varias razones. La primera, por la idea de recuperar el concepto de libertad, que, curiosamente, ha sido despreciado en los últimos años por muchos sectores de la izquierda, que lo han asociado a «una cosa de liberales». Sin apenas oposición, le hemos regalado al adversario un concepto, el de libertad, sin el cual no hay posibilidad de pensar en ningún proyecto de transformación ni de democratización de la sociedad. Sin duda, debemos recuperar el sentido de las grandes palabras como libertad, a la que sumaría igualdad y seguridad. Por eso le agradezco a David que haya otorgado a esta idea una posición central, y que lo haya hecho de una manera propia del siglo XXI, pero recogiendo una larga tradición republicana en torno a lo que se concibe como libertad.

Por otro lado, este trabajo da en el hueso al recuperar a autores como Adam Smith. Apelando a Smith, pone en evidencia las distintas formas de realización personal y el abanico de motivaciones, más allá de la finalidad económica, que tienen los seres humanos para sacar adelante un proyecto. Me ha recordado a Lenin y su texto ¿Cómo debe organizarse la emulación?, en el que venía a decir una frase que puede resultar muy curiosa: «Es el capitalismo el que está aplastando el espíritu emprendedor del 99% de la clase trabajadora». Precisamente, decía, es el nepotismo propio del capitalismo, así como su manera de articular el trabajo, lo que suprime esa capacidad del ser humano de querer emprender cosas y llevarlas a cabo.

Como recuerda Hannah Arendt en su libro La condición humana, según la ética del trabajo que tenemos inscrita en la cabeza y que se ha forjado tras una afanosa tarea histórica de décadas, una sociedad de trabajadores que se encuentra sin trabajo se siente desestabilizada, perdida. Ese es uno de los grandes abismos a los que nos asomamos en el siglo XXI: cómo buscar otras formas de identidad, reconocimiento, sentimiento de utilidad y de pertenencia en una sociedad donde el centro abisal no tenga que pasar necesariamente por el trabajo remunerado, o donde nuestra biografía no dependa solo de eso.

Tenemos que enfrentarnos a la forma actual de comprender la libertad. De alguna manera, hemos permitido que la libertad se articule como la no interferencia; es decir, yo puedo hacer lo que quiera a través de un facilitador que se llama dinero: nada interfiere entre mi deseo y su realización si se dispone de dinero para pagarlo. La libertad del dinero priva de libertad a quien no lo tiene, por lo que se establece toda una jerarquía temporal y compleja, en donde unos ganan tiempo comprando el tiempo de otros para hacer lo que quieran, precisamente porque otros no pueden hacer lo que quieren y tienen que vender su tiempo. La libertad del asalariado es la libertad de aquellos que tienen que vender a otro su tiempo, su fuerza de trabajo, para poder obtener un ingreso, si bien luego, en otro ámbito de su vida y muchas veces por falta de tiempo, tienen que comprar el tiempo de otros para hacer tareas que ellos no pueden o no quieren asumir. Esta enredadera de la distribución temporal, esto es, de la distribución de poder, se sostiene sobre la base de la no libertad de todas las personas que tienen que trabajar para un tercero para poder vivir, así como sobre la base del tiempo que dedican las mujeres, tengan o no un empleo, a realizar las tareas de cuidados no remuneradas.

Cada vez hay más cosas a la venta, cada vez más cosas, servicios y procesos se convierten en necesidades que solo pueden satisfacerse a través del mercado, y cada vez más la sociedad intensifica su dependencia del empleo como única vía para acceder a los medios de vida. Pero ese acceso al dinero que proporciona el trabajo se presenta cada vez de manera más frágil e insuficiente, precisamente en un momento histórico en el que nunca había trabajado tanta cantidad de gente como ahora. En efecto, resulta paradójico comprobar que vivimos en una sociedad de trabajadores que obliga a trabajar cada día a más personas, al mismo tiempo que el trabajo que ofrece ya no funciona como fuente de seguridad y de acceso a la condición de ciudadanía, sino que aparece como fuente de inseguridad e incertidumbre sin dejar de ser, no obstante, la única vía para acceder a los medios de subsistencia.

Se trata pues de establecer nuevos criterios para pensar la ciudadanía, la vida en común y el mundo compartido, lo cual implica reordenar la vida sobre bases diferentes a las que impone el trabajo asalariado, el reparto de las tareas y la interdependencia social. Y eso pasa por reivindicar una idea de libertad en la que todas las personas tengamos igual derecho a ejercer esa libertad. Para eso, debemos impugnar esa célebre frase de «mejor tener un trabajo que no tener ninguno». Por un lado, nos venden la libertad de elegir, tanto en el mercado –véase Uber y demás manifestaciones de una supuesta economía colaborativa– como en el acceso a derechos básicos: piénsese en la libertad de elegir médico, escuela… Así es como nos presentan nuestros derechos, como servicios y, por lo tanto, mediados por el dinero. Esa es la idea de libertad que se nos ofrece en tanto que consumidores. Sin embargo, a la hora de tener que conseguir un trabajo para poder vivir, la libertad está totalmente cercenada; ahí se impone una suerte de dictadura. De ahí la importancia de una perspectiva que contemple la necesidad de tener un suelo mínimo de garantía de vida para poder ser libres, de ahí la necesidad de un mecanismo como la renta básica, incorporada dentro de un paquete de medidas más amplias, que ofrezca unas condiciones reales de existencia para la libertad. Sin ellas la libertad se reduce a votar cada cuatro años, una libertad en la que el banquero parece igual al vagabundo porque los dos pueden votar en las elecciones.

Las condiciones de una libertad real pasan por tener la capacidad de poder rechazar un trabajo precario, esto es, por ampliar el margen de autonomía individual y colectiva y así ampliar el abanico de actividades a realizar, lo cual también obliga al capital a mejorar su oferta si quiere comprar la mercancía fuerza de trabajo. Esa capacidad de ampliar el campo de vida al margen y más allá de la obligación de trabajar para un tercero para poder vivir está en el genoma de todo avance social; Adam Smith da el ejemplo del joven que innova y logra poner en funcionamiento una máquina de vapor porque desea irse a jugar con sus amigos.

Esto no es algo nuevo: tiempo y libertad. La libertad de los que tienen tiempo frente a la no libertad de los que no lo tienen. Establecer un suelo de dignidad nos permite al conjunto de la sociedad poder decidir y utilizar nuestro tiempo de una manera distinta a la actual. Además, una sociedad es más inteligente cuanto más tiempo libre tiene. O démosle la vuelta: ¿cuánto talento estaremos perdiendo al obligar a un montón de gente a usar su tiempo limpiando váteres, por ejemplo, o poniendo copas en lugar de poder disfrutar de su tiempo y sacar adelante otro tipo de proyectos? Se trata de subvertir la realidad a la que se refería Marx, cuando decía aquello de que el tiempo es el espacio del hombre y que las vidas de los que solo disponen de tiempo para poco más que comer y dormir valen menos que la de un mulo de carga. Se trata de avanzar hacia una sociedad del tiempo libre garantizado para todas las personas, para que podamos decidir y elegir en libertad.

Hay que darle la vuelta a los eslóganes neoliberales y decir: todos tenemos derecho a elegir, no solo unos pocos; todos tenemos derecho a ser libres. Los ricos ya reciben una paguita. Se la pagamos todos los meses con los alquileres, con lo que se ahorran al no pagar impuestos sobre el patrimonio, cuando se aprovechan de una fiscalidad regresiva, cuando vemos que las transferencias sociales en España —y esto lo dice la OCDE—, benefician más a los que más ganan en detrimento de los que ganan menos… Son ellos quienes ven la renta básica como la paga para no trabajar, a pesar de que a menudo son ellos quienes nunca han trabajado. Son los herederos de esa línea histórica trazada por personas como Bravo Murillo, el ministro de Isabel II, que se negaba a alfabetizar a la gente mayor y a abrir escuelas y lo justificaba diciendo: «España no necesita hombres que piensen, sino bueyes que trabajen». Nosotros debemos pensar más para trabajar menos y así, poder dedicarnos a actividades que satisfagan necesidades sin que para hacerlo tengan que tomar la forma de la mercancía.