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Las madres, sí [pero no tanto, ¿verdad?]

Silvia Nanclares
Una mujer alsaciana visita con sus hijos una exposición sobre bienestar infantil. Foto Lewis Wickes Hine, julio 1918. American National Red Cross Photograph Collection (Library of Congress)

La escritora, editora y activista cultural Silvia Nanclares, autora, entre otros libros, de ¿Quién quiere ser madre? (Alfaguara, 2017), reflexiona sobre maternidad, mercado editorial y canon literario al hilo de «Las madres que nos parieron», el coloquio que moderó en el Festival Eñe y en el que participaron Nuria Labari, Iguázel Elhombre y Lea Vélez, tres autoras que han tratado la maternidad y la crianza en sus libros.

La maternidad con eñe

«La maternidad se ha convertido en uno de los temas más importantes de la conversación pública y de la literaria. Ha salido de las casas para instalarse en el centro de la plaza, donde las madres reclaman un protagonismo y una atención a las que no son ajenos los movimientos feministas». Así reza el texto escrito por Sergio del Molino que encuadra la mesa en la que vamos a intervenir. ¿Estaremos de acuerdo con esta premisa las cuatro componentes de esta mesa sobre literatura y maternidad que se ha colado este año en el festival? Lea Vélez, Nuria Labari e Iguázel Elhombre, autoras las tres de obra publicada atravesada por la cuestión. Me toca moderar y tengo ganas de saber.

Ganas de saber si consideran que, efectivamente, el hecho de que en los últimos años hayan aparecido, y sigan haciéndolo, algunos buenos textos con la maternidad entre sus mimbres, está espoleando esa conversación social a la que se refiere Sergio del Molino. ¿Contribuye la literatura a ubicar la crianza en la esfera de lo público, de donde tal vez nunca debió salir? ¿Cómo viven las tres el hecho de haber sido convocadas a esta mesa, a este festival, por este motivo? Su lugar desde el mercado editorial, la recepción de su trabajo, ¿está quedando condicionado por haber investigado este asunto? Vamos desgranando estas preguntas.

Lea Vélez se siente más identificada con la temática «de infancia». «Toda mi literatura es sobre la infancia. Sin infancia no hay madres». Y así lo ha explorado en su novela Nuestra casa en el árbol (Destino, 2017). «Sin hijos no hay maternidad, y ellos deben de ser vistos desde otro ángulo literario y real». Nuria Labari, autora de la exitosa novela, con tintes autobiográficos, La mejor madre del mundo (Literatura Random House, 2019) le da la vuelta a su afirmación: «¿Crees que escribirías de la infancia si no fueras madre? Quizá sea al revés. A lo mejor es que sin madres no hay hijos ni hay tampoco quien los mire…». La cosa se va poniendo interesante. Iguázel Elhombre, autora de un espléndido diario de maternidad titulado Masa madre (Doscuartos Editorial, 2019) viene a abrir otro melón: «Yo tengo claro que soy madre, pero no tanto que soy escritora. Entro al trapo desde la impostura literaria». La impostora por excelencia: la madre que escribe, una figura sospechosa dentro de nuestra cultura. Ha tardado poco en salir a la palestra.

Instalarse a las afueras

Seguimos debatiendo acerca del hecho de si estar en Eñe es «bueno» o «malo», si nos reivindica o nos arrincona. La contraprogramación del propio festival es fuerte, las charlas son simultáneas y puede que el Salón de Columnas le quede grande a nuestra empresa. Si ya nos lo tiene dicho en sus múltiples artículos y ponencias sobre esta cuestión Laura Freixas, que lleva años investigando, abriendo camino. Ella misma, en la primera parte de sus memorias –A mí no me iba a pasar, una autobiografía con perspectiva de género (Ediciones B, 2019), en donde, cómo no, la cuestión de su maternidad es determinante dentro de su trayectoria literaria–, continúa la investigación que lleva haciendo desde hace un par de décadas para demostrar cómo la maternidad se percibe como una cuestión no universal, más del ámbito de la naturaleza que de la cultura.

Póster de la campaña «Salario para el trabajo doméstico». Jacquie Ursula Caldwell, 1976

Para la cultura la maternidad es algo obsceno, literalmente, queda fuera de escena. Y cuanto más alta es esa cultura, más androcentrismo rezuma y más obscena le resultará la maternidad. Nos falta, por tanto, más allá de ser programadas en festivales, algo crucial en la literatura: la tradición, la validación de nuestros iguales. ¿Qué hacemos tres madres perorando mientras Javier Cercas llena el auditorio una planta más abajo? Porque dentro de lo público hay plazas y plazuelas. Temas y temitas. Desde esa (no)tradición que señala Freixas, desde ese vacío, estamos hoy aquí. Con todas nuestras disparidades y tensiones nos afanamos en nuestro debate. Es verdad, nos inquieta esta ambivalencia de la propia representación específica, la sanción temática del canon. ¿Qué pasa, por ejemplo, con las paternidades? ¿Deberíamos compartir mesa con ellos, los padres escritores? Si el canon tiene tan claro que la maternidad es un asunto exclusivo de mujeres, un tema periférico, ¿hay autocensura a la hora de entregarnos a su temática, de ubicarnos en ese borde? ¿Nos beneficia o nos perjudica ser «cuota» o es una victoria habernos «colado» en este programa? «Toda literatura es en algo distinta por el hecho de ser madre o no. Independiente de la temática de tu creación», afirma Labari. Eso parece un hecho insoslayable.

Mercado y canon: ¿relación estable o espejismo?

Entonces, ¿es posible explorar literariamente, sea desde tu propia experiencia o desde la ficción, sin menoscabo de la percepción de tu valía, la cuestión de la maternidad? El trabajo de algunas autoras contemporáneas así lo demuestra. Pero es un hecho que la mencionada falta de tradición nos lastra tanto a la hora de dialogar con nuestra propia experiencia como a la hora de ser leídas. Pienso siempre en Gabriela Wiener, quien hace más de una década fue pionera con su Nueve lunas (Mondadori, 2009). Ella cuenta cómo se encontraba entonces su libro —una novela autobiográfica descarnada de su primer embarazo— en las librerías, junto a los manuales edulcorados del tipo ¿Qué esperar cuando estás esperando? Cinco años después y desde el ensayo, ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual, 2013), de Carolina del Olmo, venía a sentar otro precedente. De ambos libros han salido muchos debates, conversaciones y otros muchos textos. Seguro que ambas, en el momento de su escritura y publicación no sabían que aquellos ejercicios de literatura y conocimiento situado estaban por dinamitar no solo esas estanterías inexistentes o equívocas en torno al tema de la maternidad, sino poniendo la primera piedra de una bibliografía de cuyo hilo podemos tirar hoy para engancharnos a una línea genealógica que hasta el momento había sido, de tan exigua, casi inexistente.

Pero más allá de este comienzo y del presunto boom, llámalo hype editorial mejor, por el cual tal vez hemos pasado a la hipertrofia de la representación de la cuestión en los últimos años, está el canon, siempre poco poroso. Y me pregunto: ¿está abriéndonos sus puertas o nos explora como un espécimen exótico? Hasta hace muy poco más bien parecía permanecer impertérrito, sumido en un pacto de silencio o de ignorancia respecto a las expresiones de las maternidades en primera persona. ¿Estamos erosionando en algo esa supuesta conversación colectiva con nuestros aportes a la literatura en torno a la maternidad? Porque si la cuestión, como parece, ha llegado para quedarse, ¿no estaría bien pensar modos de transversalizar este tema para dejar de hacer montoncitos en la mesa de novedades bajo una etiqueta que nos puede llegar a lastrar?

Colarse en el canon, pagar el peaje

El solo hecho de clasificar esta riada de publicaciones en torno a la etiqueta de «maternidades» sigue demostrando cómo funciona la estrategia devaluadora del canon androcéntrico que Joanna Russ (Cómo acabar con la escritura de mujeres, Dos Bigotes/Barrett, 2018) denomina «el doble rasero del contenido»: «Si se define la experiencia de las mujeres como inferior, menos importante o más limitada que la experiencia masculina, la escritura de las mujeres se infravalora automáticamente. Si la experiencia de las mujeres simplemente se obvia, el efecto será el mismo. La invisibilidad social de la experiencia de las mujeres no es un "fracaso de la comunicación humana". Se trata de un sesgo tramado a nivel social que ha persistido mucho después de que la información acerca de la experiencia femenina esté disponible».

En este último año, algunas autoras parecen haber roto esa barrera del sonido para convencer a los críticos de que sus obras sí eran «alta literatura», pese a toda sospecha previa. Pienso en Las madres no, de Katixa Aguirre (Tránsito, 2019), Casas vacías, de Brenda Navarro (Sexto Piso, 2020) o Boulder de Eva Baltasar (Literatura Random House, 2020). También los dos volúmenes de memorias de Deborah Levy (Literatura Random House, 2019), en los que también se analiza críticamente la condición de madre de la autora en relación con su oficio. Todos ellos han conseguido pagar el alto peaje que la crítica pone a los libros de esta estantería feminizada (y por lo tanto, devaluada) de las bibliotecas. Porque, admitámoslo, para determinada crítica (huelga decir machuna), el argumento de la maternidad juega a la contra de la recepción, genera una inflación de expectativas (redoblada si a su lado aparece la de «feminista» o «feminismo») que hará engrosar la lupa implacable que sanciona la calidad literaria.

La comadrona Margaret Harriet sostiene en sus brazos al recién llegado a una familia numerosa de los Highlands, en Carolina del Norte, 1921. Library of Congress

En este punto me pregunto por dos cuestiones, una más genérica y otra más específica, respecto de la cuestión que nos ocupa. La primera es: ¿dónde quedó nuestro derecho como escritoras a ser mediocres, toquemos el tema que toquemos? A escribir e ir sacando novelas «medianitas» como todo autor profesional de estos lares hace cada uno o dos años. ¿Acaso todos los escritores son excelentes? No lo creo. Y la segunda, ¿por qué para esa crítica, por el solo hecho de abordar el conflicto de la maternidad, cualquier texto pasa a engrosar automáticamente ese supuesto boom, convirtiéndose así en sospechoso de oportunismo hasta que no se demuestre lo contrario? ¿Quién diría que hay un boom sobre paternidad o sobre «hijidad» masculina cuando hay miles de novelas en las que los protagonistas son padres e hijos, y en esa condición se fundamenta su conflicto, pero no por ello se deduce una exploración temática de «la paternidad»? Es decir, ¿por qué la maternidad tiene que ser un tema? ¿Es comparable entonces a la temática de, por ejemplo, y por referirme a otros booms recientes, lo rural? ¿O a la del populismo o a la de la seguridad en internet? ¿Podemos decir que uno de los conflictos centrales del ser humano, la reproducción, el amor filial, la crianza, sigue siendo solo «un tema»? Ejemplifico con un caso concreto. A nadie le dio por etiquetar Una odisea, de Daniel Mendelsohn (Seix Barral), uno de los libros mejor valorados por la crítica en 2019, como «otro libro sobre paternidades», y eso que su subtítulo es: «Un padre, un hijo, una odisea». Quizá para la crítica sigamos siendo «lo otro». Desde ahí, claro que la maternidad y, por supuesto, el feminismo son una moda. El androcentrismo nunca lo será, no, siempre será la mediana. Y este sí que es un punto de partida desigual. Ya se lo dejó claro Karl Ove Knausgård a Siri Hustvedt, en aquella célebre réplica: «Las autoras no son competencia».

Necesitamos un plan: límites y horizontes

Así que sí, podemos concluir que el canon sigue mostrándose resistente (lo imagino de un material poco poroso que contiene muchas trazas de «señor») ante la maternidad como gran tema literario. La maternidad, también desde la literatura, es algo de lo que poca gente quiere hacerse cargo. ¿Por qué venís a molestar con esta matraca otra vez? Sigue operando el prejuicio bajo la sección «libros de maternidad», como durante décadas sucedió con la «literatura de mujeres». Pero este mismo cautiverio dentro del canon, como diría Marcela Lagarde, puede convertirse en un cautiverio feliz mientras sigamos explorando esa cantera dentro de la literatura. Un cautiverio subversivo. Seguiremos dando la batalla para crear buenas novelas, buenos ensayos autobiográficos.

También es cierto que estoy algo cansada de la exploración identitaria sobre el conflicto individual que implica convertirse en madre, de las glosas a las renuncias que implica tener hijos. Me interesa la maternidad crítica, feminista, en primera persona, sí, pero, cada vez más, del plural. Me gustaría que explorásemos la vulnerabilidad social que conlleva maternar, que destapáramos la farsa de la conciliación, la paidofobia rampante de nuestra sociedad, el empobrecimiento casi automático de las mujeres que se convierten en madres. Me gustaría poner en la agenda literaria todas estas cuestiones. Y más: el cuestionamiento y el aislamiento de las familias monomarentales, la pobreza infantil, las vidas de familias en situación de extrema vulnerabilidad. ¿Qué madres podemos escribir? ¿Qué maternidades podemos representar? Creo que ahí radica la grieta más interesante. La reciente crisis sanitaria, social y económica ha venido ya a trastocar el horizonte de toda literatura y nos está empujando a preguntas perentorias acerca de lo comunitario. Hoy me siento más cerca de escritoras como Grace Paley o Toni Morrison, a quienes sus maternidades vividas en comunidad y su militancia vecinal les permitió no solo convertirse en escritoras, sino sortear el destino de la cabeza en el horno (Plath, Sexton), festoneado en el cuadro de la cocina para las madres poetas anteriores.

Quiero creer que la literatura, aún hoy, es un espacio efectivo para proponer nuevas formas de vida, utopías cotidianas, nuevos modos de mirar y de pensar la organización social. La novela contemporánea, en concreto, sigue siendo un artefacto cultural inigualable para contener indagaciones, formas de pensar que aún no conocemos, modos de cifrar críticamente la contemporaneidad con el fin de poner luz en aquellas experiencias invisibilizadas para cuestionar su naturalización; en este caso, la del aprendizaje que nos lleva a convertirnos en madres o sujetos sostenedores de la vida. Como nos dice en su Nacemos de mujer Adrienne Rich, quien se valió del ensayo y del poema sin distinción para desplegar el desmontaje crítico de la institución de la maternidad, en todo lo que rodea la maternidad como experiencia social, hay muchas «presunciones que no han sido examinadas», como titula Carolina León su prólogo a la reedición de Traficantes de Sueños (2019). El examen de estas múltiples presunciones traerá nuevas formas narrativas que podrán contribuir a crear el espacio necesario donde la cuestión de la maternidad/paternidad, la fricción entre crianza y mundo laboral y su consiguiente crisis de cuidados contemporánea sean atendidas desde la literatura con la relevancia social que pueden llegar a desplegar.

O salir voluntariamente por la puerta de atrás

Del coloquio del Festival Eñe me llevé a casa (tenía al niño con fiebre) algunas conclusiones. A las propias autoras también nos puede llegar a incomodar esta cuestión, este lugar. A veces, no sabemos cómo (quizá no quisiéramos tener que hacerlo obligatoriamente) situarnos ante ella. Algunas nos queremos zafar de la etiqueta, hartas de ser catalogadas como tal (si no escribo de otra cosa, no pasaré a ser considerada de otra manera; es decir, en serio); otras sabemos del tirón que en este momento puede tener esta cuestión, pero a la vez tenemos miedo de ser devaluadas como moda. Otras nos sentimos atrapadas por un tema que no deja de quemarnos. ¿Sabremos escribir de otra cosa después de esto?

Unas madres esperan con sus hijos en la consulta del pediatra, en Greenbelt, Maryland, 1941. Foto Marjory Collins, Library of Congress

Hay mucho por hacer. A saber: poner cuerpo ficcional al proceso de crisis profunda en la biografía que la transformación en madre supone para toda mujer, como sujeto político, con todas las asunciones sociales que de ello derivan; imaginar un futuro/presente posible donde las relaciones sociales pasen por el diálogo que las tensiones que la economía productiva y la reproductiva arrojan sobre el cuerpo de las mujeres, como tan bien nos ha indicado Silvia Federici; incorporar dentro del corpus novelístico actual tramas, personajes y cuestiones atravesadas por la maternidad, pero superando el reto/peligro de su tematización; ensanchar el espectro de matices en torno a la cuestión de la maternidad crítica como temática social relevante del canon literario contemporáneo o narrar el proceso social de aislamiento que implica la asunción de cualquier trabajo de cuidados, así como la reconstrucción de los vínculos sociales en paralelo a ello. Al fin y al cabo, mostrar cómo la vulnerabilidad radical en la que nos puede llegar a sumir la maternidad puede ser un correlato universal a experiencias traumáticas recientes que están transformando socialmente nuestros mapas.

Tal vez sea que el diálogo crítico y literario que está generando la conversación en torno a la maternidad contemporánea dentro del panorama editorial e intelectual ha venido para quedarse. De momento, solo podemos afirmar que sigue ocupando un espacio liminal, fronterizo respecto al canon. Personalmente, y como dice la autora mexicana Jazmina Barrera en su magnífico e inclasificable Línea Nigra (Pepitas de Calabaza, 2019), yo quiero, necesito, muchos más libros de maternidad. Que entren y salgan de todas las etiquetas para reventarlas. Que contribuyan a crear un nuevo canon.