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Momentos con Tarkovski

Conversación con Ángel Gutiérrez

José Manuel Mouriño
Imágenes Fotogramas de El Espejo, Andréi Tarkovski, 1975

El dramaturgo Ángel Gutiérrez, coétaneo y amigo íntimo de Andréi Tarkovski, rememora en una conversación con José Manuel Mouriño, comisario de la exposición Andréi Tarkovski y El espejo. Estudio de un sueño, los momentos que compartió con el cineasta ruso. Gutiérrez vivió en primera persona el proceso de guion, rodaje y montaje de esta obra clave en la filmografía tarkovskiana. El episodio que protagoniza en el filme junto a un grupo de españoles está inspirado en su propia biografía como niño de la guerra.

El primer encuentro entre Ángel Gutiérrez y Andréi Tarkovski

Nos conocimos en Moscú, en el restaurante armenio Ararat. Tarkovski ya había hecho La infancia de Iván (1962), su primera película, con la que ganó el León de Oro en Venecia. Me acuerdo de lo primero que me preguntó: «¿Cuál es tu pintor favorito?». Le dije que tenía muchos y que los primeros eran españoles. Yo era muy amigo del pintor y escultor Alberto Sánchez Pérez, que siempre decía: «Lo que en España en pintura es de segunda, en el mundo es de primera», y le respondí: «El Greco, Velázquez, Goya y Zurbarán». Y él, muy enfadado, me dijo: «¿Y Piero della Francesca? ¡Si es el primero en el mundo!». Así empezó nuestra primera conversación. Él era un enamorado de la pintura y eso se nota en sus películas. También estaba locamente enamorado de Bach y le interesaba el genio de la literatura universal: Goethe, Dostoievski, Shakespeare, Thomas Mann…

La orfandad compartida

A partir de entonces, comenzamos a vernos con mucha frecuencia, un par de veces a la semana como mínimo. Cantábamos canciones españolas, con Dionisio [también niño de la guerra y uno de los españoles que aparecen en la escena de El espejo] a la guitarra. Aquello volvía loco a Andréi: arrugaba la cara, aplaudía, nos besaba; era un niño enloquecido. Ahí conectó con España. También con dos niños huérfanos, que es importante. Nos quería no solo como españoles y hombres del arte interesantes. Lo que le atraía de nosotros era ese sufrimiento por no tener padre. Porque, de algún modo, él tampoco lo tenía; o sea, aunque su padre vivía, lo veía poco y era como si no lo tuviera. Nos unía mucho esa orfandad.

Tarkovski como persona

Estos días he pensado en Tarkovski muy intensamente y he observado que, aunque se habla mucho de él como cineasta –se habla de su estética, de sus películas (sobre todo de El espejo), de su técnica y de su filosofía–, en ninguna de las muchas charlas a las que he asistido, tanto aquí como en Rusia, ni en la casa museo de Yúrievets –donde se celebra el festival Tarkovski–, nunca he oído a nadie hablar de él como persona. Y a mí me gustaría llenar ese hueco. Andréi y yo somos del mismo año, pero si estuviera aquí sentado, conmigo, estaría mucho más arrugado que yo. De tanto reír y de tanto sufrir, tenía toda la cara llena de arrugas. Era endiablado por naturaleza, muy temperamental. Emocionalmente, sufría todo a cada instante. Siempre lo identifico con un gran gato salvaje, con esos ojos que te miran y te atraviesan.

Se opuso desde muy joven al establishment de aquel país donde vivíamos, la URSS, y esa lucha que libraba como persona, como artista, como creador, filósofo y pensador, está reflejada en sus películas. Como dice mi querida María Zambrano en La agonía de Europa: «Las catástrofes son el mejor medio para conocer los bajos fondos, la esencia de las personas». Eso es muy importante para conocer a Tarkovski como persona. La estética y su arte no los necesitaría si no llega a ser porque quería expresar algo muy importante antes de morir, que no le dejaba vivir ni dormir tranquilo. Estaba constantemente inquieto. Había muchas cosas que no aceptaba, y ya no digamos después de hacer su segunda película, Andréi Rubliov (1966), que lo convirtió en enemigo del pueblo. A partir de entonces lo prohibieron, sobre todo, por el tema religioso [Andréi Rubliov fue pintor de iconos rusos del siglo XV], que era la quintaesencia de la película, y de todas sus películas. Tarkovski vuelve una y otra vez a Andréi Rubliov.

Recuerdo que en una ocasión me invitó, junto a Dionisio y un grupo reducido de amigos, a un estudio pequeño de Mosfilm a ver la película. Nos reunimos en secreto, porque estaba prohibida. La impresión fue grandiosa. Creo que es la película que más me ha impresionado en mi vida. Mucho más que Kurosawa o que Pudovkin. Recuerdo que le dije: «¿Cómo un hombre tan delgado como tú, pequeño de estatura, ha podido levantar tanto peso?, ¿cómo han podido levantar tantas montañas esos hombros?». Emocionado, me puse de rodillas delante de él. Fue la primera vez que hacía algo así y la única hasta el momento.

A la mar fui a por naranjas, la biografía nunca filmada de los niños de la guerra

Cuando empezó la persecución descarada a Tarkovski y comenzaron a hacerle el vacío en el país, estuve casi un año yendo a su casa. Yo había escrito un guion sobre la odisea de los niños españoles en la Unión Soviética, que se titula a A la mar fui a por naranjas. Sergei Gerasimov lo había leído por consejo de Tarkovski, y en los estudios Mosfilm le hicieron la objeción de que era demasiado largo, por lo que Tarkovski se ofreció a ayudarme a acortarlo.

Un día él estaba enfrente de mí, escuchando a Bach como siempre, y yo leí el episodio de cuando salíamos de Gijón hacia la Unión SoviéticaComo se narra en el libro de José Manuel Mouriño, Andréi Tarkovski y El espejo. Estudio de un sueño, Gutiérrez y sus dos hermanas fueron llevados en 1937 a Gijón, desde la aldea en la que vivían, para ser evacuados a Rusia. En el muelle, «los pequeños comenzaron a ser embarcados. Los tres hermanos estaban a punto de cruzar la pasarela de acceso cuando un hombre les solicitó sus datos. Anotó sus nombres y edad. A la hermana mayor de Ángel (de nueve años) y a él (de seis) se les ordenó que subiesen a bordo de inmediato; a la pequeña (de tres años) no se lo permitieron. Debían separarse. El hombre de la pasarela obligó por la fuerza a Ángel a desprenderse de la pequeña, a la que el niño abrazaba en ese momento. La hermana mayor ya había sido llevada a la cubierta del barco y desde ahí lloraba y pataleaba. "No te preocupes, después te llevaremos", dijo Ángel para calmar la desesperación de la pequeña. Pero nunca más volvió a verla» (Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2018, pp. 75-76).. Se quedó pálido. Me pidió que se lo regalara. «Lo necesito», me dijo. Yo le dije que era suyo, que tenía mucho material y que, además, no me iban a dejar hacer la película. Aunque en el Mosfilm me querían mucho, porque había protagonizado, en el papel de un revolucionario catalán, ¡Salud María!, que tuvo mucho éxito, había algo en el guion que hacía que no quisieran producirlo, no les gustaba a las autoridades soviéticas, ni tampoco a Dolores [Ibárruri, La pasionaria].

Los españoles de El espejo

Nuestra participación en El espejo fue una casualidad, aunque seguramente no hay nada casual en el mundo. Tarkovski me pidió que le regalara ese episodio de A la mar fui a por naranjas y que le ayudara a contactar con españoles. Le propuse a Dionisio y a Ernesto del Bosque, el que torea en la película. Era vasco, trabajaba en el circo y era muy exhibicionista, muy buen amigo. Andréi me dijo que necesitaba una mujer española guapa, de unos cincuenta años. Fui al centro español, donde había unos cuantos señores jugando al ajedrez y, en otra habitación, jóvenes bailando bailes españoles. Pregunté quién era la mujer española de esa edad más guapa de Moscú. Sin pensarlo, me dijeron: «María Luisa, pero trabaja en una embajada», lo que, para muchos, significaba que trabajaba para la KGB. Andréi dijo que no importaba. Conecté con ella, fui a verla. A Andréi le gustó mucho. Ernesto llevó a su familia. Dionisio le dijo que lo único que podía hacer era regalarle su imagen: «Dame un lápiz y yo estaré ahí tomando notas, dibujando y escuchando, nada más». A mí me dijo: «Rita Térejova vendrá invitada a tu casa, donde están tus amigos, Dionisio, María Luisa, etcétera. Tenéis que ser vosotros, no hay que interpretar ningún personaje». No participamos en la película como actores, Tarkovski quería que fuéramos nosotros.

El espejo o la formulación del cosmos

Cuando Andréi empezó a escribir el guion de El espejo, quería hacer como una película casi documental, a base de entrevistas con su madre. Después fue cambiando, y la madre está en la película pero no como él pensaba al principio. Estaba muy emocionado, intentando formular el cosmos, que no es fácil. Su sufrimiento radicaba en cómo hacerlo. Tarkovski hace la película a los 41 años, pero la guerra la pasamos con once o doce años… Y en la película vemos a su madre, la leche, el hambre, la miseria, el frío… ¿Cómo llegar ahí? ¿Cómo conectar con aquel tiempo? Quiere expresar tantas cosas… Sobre todo una: pedir perdón a todos aquellos a quien pudo haber hecho daño en su vida.

El montaje de una película sin argumento

Estuve con Andréi en el montaje hasta el último momento. Sufrió mucho durante el proceso, porque esta película no tiene argumento. ¿Y cómo montas una película sin argumento? En la sala de montaje, todos los episodios estaban como cartas de una baraja. Él las movía, como en un juego de combinaciones de cartas, y después montaba. Las montadoras eran unas muchachas con mucha paciencia y con mucho amor al cine y, especialmente, a Andréi. Después de montar los episodios, íbamos a la salita a verlos. Andréi me preguntaba, con aquella mirada tan expresiva, si me gustaba esto o aquello, si había que quitarlo… Tenía una expresividad terrible en la cara y en el cuerpo.

De pronto vimos el episodio del tartamudo y toda la película empezó a fluir como un río. Él se puso muy contento. Yo me quedé pensativo. Me preguntó qué estaba pensando. Le dije que el chico hablaba demasiado pronto, que quizá hacía falta que después surgiera algo, pero que empezara a hablar ya en el prólogo… Comprendo que estaba hecho para justificar que él hablaba, que decía lo que quería en este mundo, en esta vida. Fue el primero que dijo lo que quería. Eso es lo grandioso en Andréi. Lo dijo contra viento y marea, contra un Estado totalitario terrible, una censura infinita, contra la soledad infinita en la que vivía. Ni siquiera su compañero de guion en Andréi Rubliov, Andréi Konchalovski, volvió a llamarlo después de Rubliov. Nadie lo llamaba. Lo felicitaban desde otros países, pero en su país estaba aislado. No tenía trabajo, le proponían guiones sobre una granja agrícola, una ordeñadora de vacas que había recibido un premio, cosas así.

Lo grandioso de Andréi es también que su obra no habla sobre la URSS ni sobre los problemas políticos o sociales, sino que es muy personal; en ella, en una gota de agua se refleja el sol. En un niño, que después crece y se hace pensador, poeta, se refleja el mundo entero, sobre todo el mundo en el que él vivía y en el que yo también vivía.

El genio inconformista de Tarkovski

Una de las tardes en las que fui a su casa, Tarkovski no estaba. Su mujer, Larisa, me dijo que esperara, que estaba en la universidad, en una proyección de Andréi Rubliov. Volvió del encuentro muy contento, feliz, nunca le había visto tan feliz, excepto en nuestras tardes de juerga. No me dejó preguntarle nada. Llegó y empezó a hablar: «¿Te imaginas? Vieron la película y empezaron a darme mazazos. "¡Cómo puede ser esto en nuestro país, si ya vemos en el horizonte cercano el comunismo!"». En aquella época, había letreros por todos partes en los que se leía: «Nuestra generación verá ya el comunismo». Un chico joven, que estaba sentado a su lado, se levantó y dijo: «¡Cómo somos! Nosotros, con palas, trabajando como esclavos día y noche, todos con los ojos vendados. Viene un joven débil, endeble, pálido y nos abre los ojos al arte, a la verdad, al espíritu, y queremos asesinarlo, matarlo. Estáis queriendo matar a este genio, cuando él solo contra todos ha hecho esto para abrirnos los ojos y que seamos conscientes de lo que vivimos, y con amor verdadero a la tierra». Andréi estaba muy emocionado, como un niño pequeño. Así era Andréi.

Desde joven, antes de hacer cine, ya se vestía de otra manera. Después de la guerra todos llevábamos pantalones anchos de trabajo. Si se arrastraban un poco, como los de los marinos, mejor. A los primeros jóvenes que se les ocurrió vestir pantalones estrechos los llevaban a la policía. Andréi era uno de esos jóvenes, un stiliaga, como los llamaban en sentido peyorativo, porque aquello era antisoviético. De hecho, su madre lo envió a los bosques de Siberia para enderezarlo. Desde siempre, Tarkovski fue un inconformista.

Memoria de un país desaparecido

En mayo de 2018 se publicó en Rusia la tercera edición de mis Diarios rusos, que van a traducir al castellano. Los escribí desde los 18 años hasta que me fui, en 1974. Hay muchos episodios dedicados a los encuentros con Tarkovski. Los Diarios son interesantes porque, además de hablar de Tarkovski, hablan de un país que ya no existe, un país interesantísimo. Aquella Unión Soviética era un mundo completamente original, que conocí en distintas etapas. Llegué en 1937, con seis años. Nosotros no sabíamos lo que estaba pasando dentro del país, porque veníamos de la guerra civil española, pero 1937 fue el año de las purgas más feroces, lo que se llamó el «Terror Rojo». Nosotros no lo sabíamos, solo sentíamos el enorme amor que nos entregaron nada más aparecer en el puerto de Leningrado: amor, lágrimas, flores, cariño. Y eso tuvimos hasta que empezó la Segunda Guerra Mundial, cuando me tocó vivir el cerco de Leningrado.

En El espejo hay un episodio que también yo viví en la guerra, cuando disparan los niños. Hacíamos ejercicios bélicos, armábamos y desarmábamos el fusil, disparábamos… Yo disparo muy bien. No maté a nadie, ni pienso hacerlo, pero durante la Segunda Guerra Mundial, sí lo pensaba y quería hacerlo, porque habían invadido nuestra tierra. Veía esos aviones Messerschmitt sobrevolando el cielo negro en las noches blancas de Leningrado, y caían bombas y bombas… En la película de Tarkovski, en la que es todo muy impresionista, se recoge ese momento. Nosotros siempre nos preguntábamos: «¿Cuándo abrirán el segundo frente?». Con cincuenta grados bajo cero, en los Urales… Había hambre, piojos, los chicos morían de tuberculosis y no llegaba el segundo frente para ayudar en la guerra. En El espejo eso está muy presente, no solo en el episodio maravilloso, cuando el niño, Andréi, está en las prácticas de tiro…

Formarse en la guerra, con mucho amor a la patria, a la tierra, luchando y buscando un ideal en la vida, pasando hambre desde niños, con piojos... Eso hay que pasarlo, es maravilloso. Cuando nos vemos en Moscú, Dionisio y yo hablamos de eso. Yo le digo: «Dionisio, ¿no te parece que hemos tenido la guerra por gracia de Dios, para hacernos hombres y ser lo que somos?». Y él está de acuerdo. Éramos felices en la guerra. Íbamos a talar bosques, con once años, con hachas y sierras, con aquellas nubes de mosquitos en otoño, y lo hacíamos todo por la victoria, por el pueblo ruso y por el pueblo español. Íbamos a los hospitales a dar conciertos para los heridos, cantábamos «Limón, limonero, limonero mío de mi corazón» y los militares rusos lloraban, se emocionaban, gritaban: «¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva Dolores! ¡No pasarán!». Y nosotros éramos felices haciéndoles felices a ellos. Por hacer eso nos pagaban y con ese dinero construimos el tanque que se llamó Pasionaria. Después, Dolores prohibió mi guion, pero eso ya es otra cosa.

Nosotros nos hicimos como hombres, con cojones, con fuerza, con ideal. Ese ideal del que habla Tarkovski toda la vida, ese dios que lleva dentro, esa patria que lleva siempre dentro, la tierra que lleva dentro. Desde niño le tocó también vivir eso. Y vivir sin padre. Yo no quiero que haya otra guerra –aunque ya hay bastantes–, pero tengo la convicción de que la guerra es muy útil. La guerra española no, la guerra de la vida. Pasar calamidades, pasar dificultades, hacerse persona desde niño. Si no te haces persona de niño, después no hay manera.

Exilio y sacrificio

Cuando decidí irme a España, estaba con él en el montaje de El espejo. Yo ya tenía el visado y me llamaron de los estudios Mosfilm, donde estaba mi guion, para anunciarme que ya había llegado el permiso para filmarlo. Les dije que yo me iba a España y me dijeron que aquello no podía ser, que llevaba diez años luchando y que fuera a Mosfilm. Fui, pero al montaje con Tarkovski, no al departamento desde el que me habían llamado. Cuando se lo comenté a Andréi, se puso pálido y empezó a soltar tacos. Me dijo: «Vete a España, estos cabrones te han puesto una trampa, no te van a dejar hacer la película. Te quieren dejar aquí y te van a castigar muy fuerte. Yo no me voy, porque soy demasiado ruso y amo demasiado esta tierra sagrada, sufrida. Yo nunca me iré de esta tierra», me dijo. Y era verdad. Era muy ruso. Vivir fuera de Rusia para él debió de ser un sacrificio. Y ahí está la película El sacrificio (1986).

Quise mucho a Andréi, lo tengo muy presente. No solo como director, sino como persona. Para un documental en el que he participado, me llevaron al cementerio Sainte-Geneviève-des-Bois, en París, donde está enterrado. El director me dijo que me acercara a su tumba; todo estaba tranquilo, no había viento. Me senté en un banquito y empezaron a moverse las hojas, empezó a moverse todo. El documental se titula El preludio de un milagro. Tal vez es a eso a lo que el director se refiere con milagro: ¿puede haber comunicación entre dos almas? Yo sí lo creo y, además, es muy tarkovskiano.