Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente
NUEVAS ÉLITES, VIEJO ELITISMO

El desprecio del pueblo [o la doble herida de la sociedad de masas]

Germán Cano
Manifestación de los «Chalecos amarillos» en la Place de l’Étoile, París, en enero de 2019. Foto Olivier Ortelpa, CC BY 2.0

Tras varias décadas de hegemonía neoliberal, para Germán Cano, profesor en la Universidad de Alcalá de Henares, especialista en filosofía contemporánea y autor, entre otros libros, de Fuerzas de flaqueza. Nuevas gramátias políticas (Catarata, 2005), la desafección política y el ascenso de distintas formas de populismo se sustentan sobre lo que llama el «doble desprecio del pueblo»: el que sienten las élites por las masas y el que siente el pueblo por esas élites y por las instituciones que tienden a monopolizar. La postura de políticos como Donald Trump o Boris Johnson «hace buenas migas con un cinismo sin miramientos», impugnando todo movimiento de transformación social.

1

«Chalecos amarillos», brexit, ascenso de los populismos de izquierda y derecha, desafección hacia la política representativa, descrédito de los medios de comunicación tradicionales y fake news... Parece que el gran signo de nuestro tiempo viene marcado por un doble desprecio, el desprecio del pueblo. Pero entendámoslo bien, un desprecio doble, pero secretamente cómplice. Por un lado, la profunda sospecha de la cultura de gobierno hasta ahora hegemónica hacia todo lo que cabe en ese gran y difuso cajón de sastre llamado «populismo»; por otro, una desafección creciente y recelosa hacia toda forma de mediación, establishment o instituciones ligadas a la política convencional, básicamente, la representativa –como, por ejemplo, el parlamentarismo–.

Sí, un desprecio del pueblo entendido como genitivo subjetivo y genitivo objetivo. Una doble herida que se retroalimenta, cuya interacción dinámica esconde, casi siempre que opta por sus salidas extremas y las caricaturas burdas del adversario, un escenario políticamente impotente, repetitivo. No es casual que, en el imaginario de época, haya tenido éxito el melodrama político de la película V de Vendetta, ese optimismo salvífico que plantea el escenario desde la fácil dicotomía de una multitud presta a tomar el poder y un poder autoritario controlado por una oligarquía corrupta. Como ha señalado perspicazmente Mark Fisher:

«Si la tarea política más crucial es ilustrar a las masas sobre la venalidad de la clase dominante, entonces el modo discursivo predilecto será la denuncia. Sin embargo, este esquema repite más que desafía la lógica del orden liberal; no es un accidente que los periódicos fomenten el mismo modo de denuncia. Los ataques a los políticos tienden a reforzar la atmósfera de cinismo difuso de la que se alimenta el realismo capitalista. Lo que se necesita no es más evidencia empírica de los males de la clase dominante sino que la clase subordinada se convenza de que lo que piensa o dice importa; de que ellos son los únicos agentes efectivos del cambio»Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida, Buenos Aires, Caja Negra, 2013, p. 268..

Como vemos, este doble discurso de desprecio no pocas veces se blinda en gestos de tonos moralizantes, donde también conviven dos modalidades enunciativas: por un lado, la autosuficiencia condescendiente del adulto –las élites amenazadas y supuestamente asediadas por la inundación caótica y amorfa de lo popular–, cuya madurez desprecia a esa realidad popular adolescente, rebelde, egoísta; por otro, la aparición de un chulesco enfant terrible, el outsider antisistema, no pocas veces vestido como un macho alfa ofendido, dispuesto a reivindicar sus supuestos derechos pisoteados y hablar por fin «sin complejos» frente a la politiquería reinante. No es en absoluto irrelevante este matiz de género cuando reparamos en que, en ese diagnóstico repetido de la «rebelión de las masas» del siglo pasado, encontramos la conciencia defensiva ante la «rebelión de las mujeres», la entrada en escena de un desbordamiento inaceptable para las gentes de orden y sus valores.

No deja de ser llamativo que esa fusión de desprecios, desde arriba hacia abajo y desde abajo hacia arriba, se condense en nuevas figuras políticas. Se ha hablado hasta la saciedad de Trump, pero ¿qué decir de ese clamor supuestamente popular que ha sido el brexit guiado, entre otros poderes fácticos y nostálgicos del remake imperial, por un pijo bufonesco de Eton? En esta compleja articulación de desprecios, parece que el cinismo es un clima de época reconocible.

2

Es conocido el célebre diagnóstico de Leo Löwenthal según el cual «la cultura de masas es psicoanálisis al revés». También es sabido que cuando la Escuela de Frankfurt forja el concepto de «industria cultural» buscaba, de alguna manera, una tercera vía entre la crítica conservadora de la «rebelión de las masas» y ese falso populismo que identificaba demasiado a la ligera la cultura de masas con una irreversible democratización de la experiencia. Consciente del anacronismo nostálgico de la primera, ¿no emergía tras la fachada de alegría, buen humor y entretenimiento de la segunda un desprecio insospechado que se presentaba cínicamente con un gesto que no se tomaba nada demasiado en serio? En este intento de sortear tanto las trampas de la crítica de la crisis como la crisis de la crítica, Theodor W. Adorno –por ejemplo, en 1936– reprochaba a Walter Benjamin, en una carta pormenorizadamente estudiada por sus comentaristas, el peligro de que este recayera, por la funesta influencia de Bertolt Brecht, en una posición privada de la sana y necesaria tensión dialéctica:

«Les extremes me touchent (Gide), al igual que usted»: pero solo si hay una equivalencia entre la dialéctica de lo inferior y la de lo superior, no abandonando simplemente esta última. Ambas llevan consigo los estigmas del capitalismo, ambas contienen elementos transformadores (obviamente, nunca jamás el término medio entre Schönberg y el cine americano); ambas son las mitades desgajadas de la libertad completa, que, sin embargo, no es posible obtener mediante su suma: sacrificar una a otra sería romántico, bien bajo la forma de un romanticismo burgués conservador de la personalidad y de toda su magia, bien bajo la formada por un romanticismo anárquico que confía ciegamente en la autonomía del proletariado en el proceso histórico –del proletariado que es él mismo un producto burgués–Theodor Adorno y Walter Benjamin, Correspondencia 1928-1940, Madrid, Trotta, 1998, p. 135..
Manifestante con una pancarta a favor del brexit en el exterior de la Cámara de los Comunes, en Westminster, septiembre de 2019. Foto ChiralJon, CC BY 2.0

¡La inteligencia crítica debía escapar del «romanticismo» de «las falsas mitades»! Así, mientras Adorno se negaba a confiar en la conciencia empírica de unas clases trabajadoras que, en el fondo, «portaban todas las huellas de la mutilación del carácter burgués», Benjamin no podía admitir que el sueño de felicidad material posibilitado tecnológicamente, por deformado que estuviera, pudiera cederse políticamente a la ideología fascista. Si bien había que cuestionar los sueños compensatorios de un mundo «falso», ¿también había que renunciar al sueño? ¿No era esa felicidad también resistencia, en la medida en que la propia existencia del fascismo requería que ese deseo no fuera satisfecho? Más allá de discutir en qué sentido Adorno también terminaba recayendo en el polo contrario –un diagnóstico, en todo caso, que debe atribuirse más a su fatal dependencia a la imagen de un tardocapitalismo unidimensional que a su elitismo, todo hay que decirlo–, lo decisivo hoy es que esta tensión entre «las mitades desgajadas de una libertad completa» se debilita cada vez más desde la lógica autónoma de los dos polos. Si ya no estamos escindidos entre Schönberg y el ratón Mickey, ¿dónde nos encontramos?

3

Cabe cifrar el interés del texto «El populismo y la nueva oligarquía», del sociólogo italiano Marco D’Eramo, justo en el hecho de que nos brinda una sugerente interpretación de este primer desprecio desde arriba hacia abajo. La pregunta que plantea es: ¿y si lo decisivo de la estigmatización del intruso «populista» no radicara tanto en el objeto mismo como en las propias prácticas discursivas que recientemente le nombran como enemigo?

Se parte de que hoy el populismo no es jamás una autodefinición: populista no es algo que te proclamas a ti mismo, sino un epíteto que te endosan tus enemigos políticos […]. En su acepción más brutal, populista es simplemente un «insulto», mientras que en la más educada es una «denigración». Ahora bien, si nadie se autoproclama populista, entonces el término dice mucho más del que lo profiere que de quien es simplemente denigrado por él. Mi tesis, por lo tanto, es que la noción de populismo es un instrumento hermenéutico útil, sobre todo, para identificar y caracterizar a aquellas facciones políticas que tachan a sus adversarios de populismo. Esta aproximación tiene, además, otra ventaja nada indiferente, pues permite introducir la dimensión temporal en el término «populismo»: porque no siempre se ha hablado de populismo, ni siempre se ha hablado de él como se hace hoy, ni «populista» ha sido siempre una hetero-definiciónMarco D’Eramo, «El populismo y la nueva oligarquía», New Left Review, n.º 82, septiembre-octubre de 2013, p. 12..

Esa moneda inflada, ¿a qué hipertrofia está señalando? ¿Quién la emplea y con qué fin? No preguntando por la esencia, sino pragmáticamente por el uso, D’Eramo plantea otro escenario de discusión, desplazando el hasta ahora normalizado pero interesado ángulo óptico desde el cual se analizaba el fenómeno. Señalar este enclave privilegiado, aparentemente natural, como una perspectiva que toma partido por el desprecio significa entender el populismo abriendo un sugerente zoom: el populismo solo se entiende desde la perspectiva política de la verdad. Bajo esa palabra, «indefinidamente salmodiada por todos los intelectuales […] se quieren alinear todas las formas de secesión por relación al consenso dominante, sea que conciernan a la afirmación democrática o a los fanatismos raciales o religiosos»Jacques Rancière, El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu, 2008, p. 114.. Como «ignorancia de los últimos», «apego al pasado, ya sea el de los privilegios sociales, ya el de los ideales revolucionarios o el de la religión de los ancestros», «populismo» es la consigna cómoda de una normalidad que no quiere cuestionarse, que solo parece entenderse trazando un cordón inmunitario frente a las patologías. «Este nombre oculta y revela al mismo tiempo el gran deseo de la oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin política»Ibíd..

4

De este primer desprecio por el pueblo también ha hecho recientemente una de sus mejores crónicas Owen Jones en su muy comentado ensayo Chavs (2011). Radiografiando el ángulo «miserabilista» desde el cual la sociedad británica, primero con Thatcher y luego con la «tercera vía» de Blair, ha caricaturizado a las clases populares, el libro de Jones se ofrece como un ilustrativo fresco de cómo los medios de comunicación, los programas de entretenimiento y las élites políticas británicas, bajo la hegemonía neoliberal, han ridiculizado y distorsionado las imágenes otrora orgullosas de la cultura popular y sus valores desde una marcada estrategia de clase. La supuesta chabacanería de los estratos populares, sostiene Jones, debe entenderse como el resultado del éxito hegemónico de una ideología individualista de nuevo cuño orientada a erosionar los tejidos comunitarios y cooperativos populares y ensalzar subjetividades competitivas, libres de cualquier densidad antropológica o cultural.

De alguna manera, la consolidación de este marco liberal, respetuoso con la diferencia, impulsado por las aspiraciones sociales de las clases medias, estaba sirviendo ideológicamente para condenar toda resistencia popular a las nuevas condiciones degradadas de vida como una conducta retrasada y, esto es importante, parasitaria de las ayudas y subsidios estatales. Sin duda, el éxito del thatcherismo residió en su capacidad de propiciar entre las clases trabajadoras la renegación de su misma condición de clase trabajadora.

Jones también muestra, por ejemplo, cómo, ante la animadversión de las clases trabajadoras hacia la inmigración, los políticos neolaboristas tradujeron el problema económico que estaba en juego simplemente como un problema de «retraso cultural» de la clase trabajadora blanca. Sería esta superioridad moral la que hoy estaría siendo comprensiblemente atacada.

Ahora bien, ¿en qué sentido podemos afirmar que «el ascenso de la extrema derecha es una reacción a la marginalización de la clase trabajadora?»Owen Jones, Chavs. La demonización de la clase obrera, Madrid, Capitán Swing, 2012, p. 269.. O, dicho de otra forma: aun reconociendo la importancia de esta clave, ¿cabe decir que, sin esa marginalización económica y en una situación diferente, no se habría producido ese ascenso? Que Jones compare esta emergencia con «el suspiro de la criatura oprimida», siguiendo el razonamiento de Marx sobre la religión, es significativo de la complejidad del problema ideológico, puesto que el mismo Marx reconocía su dimensión ambivalente como «protesta frente a la miseria». Sea como fuere, el sentimiento de agravio no parece solo económico, sino que tiene que ver con los marcos frustrados de reconocimiento de otras clases más allá de la estrictamente trabajadora, preferentemente entre hombres «ofendidos» por sus privilegios erosionados. De ahí que la composición social del nuevo bloque reaccionario se construya como una condensación de diferentes malestares.

5

El modo retórico de este primer desprecio hacia el «intruso populista» no puede tratar a su objeto más que como una realidad en minoría de edad. En este último sentido hablaba Christopher Lasch, en la década de 1990, haciendo un guiño a Ortega, de La rebelión de las élites (1994). Una actitud paternalista que interpela al pueblo como un maestro indolente.

Ahora bien, frente a la contención racional y los buenos modales, un nuevo y segundo desprecio, en cambio, aparece cada vez más como «expresión de un ello liberado de las ataduras de las convenciones de discurso y la corrección política [...] y se relaciona más con el Marqués de Sade que con Edmund Burke»Angela Nagle, Muerte a los normies. Las guerras culturales en Internet que han dado lugar al ascenso de Trump y la alt-right, Barcelona, Orciny Press, 2018, p. 76.. Esta precisión de Angela Nagle es muy interesante: ya no nos encontramos exactamente ante el conservadurismo receloso de la Revolución francesa y de sus violentas reivindicaciones de una racionalidad desnuda sin tradición y continuidad histórica. La alt-right [derecha alternativa] trol no es tan deudora de la Biblia como del nihilismo de El club de la lucha. La retórica de este desprecio hace buenas migas con un cinismo sin miramientos que se jacta justamente de su crudeza frente a las ensoñaciones «buenistas».

Dos resentimientos, pues, el de una ira antipolítica no siempre estrictamente popular, desde abajo, y el de una casta, cada vez más embrutecida, que se apoya en los fenómenos de agitación mediática de la sociedad en red. Dos desprecios, el de una universalidad abstracta, incapaz de concretarse en contenidos particulares y ensimismada en su discurso autodefensivo, y el de una particularidad recelosa ante cualquier horizonte de universalidad o, incluso, de generosidad ética, acusado de acomodado intelectualismo o falta de realismo.

Concentración del movimiento «Open Ohio Now» contra las medidas de confinamiento decretadas a raíz del Covid-19, en abril de 2020. Foto Paul Becker, CC BY 2.0

Que recientemente, en España, el feminismo haya sido criticado desde el bloque regresivo por ser una «ideología de género» expresa claramente en qué sentido el nuevo repliegue reaccionario busca apoyar paradójicamente su contramovimiento hegemónico reclamando la vuelta a un «sano realismo». Solo desde ahí, argumenta, se puede combatir ese frívolo parasitismo cultural que habría llevado a los «progres» a desatender las necesidades supuestamente más inmediatas de la población. Arrogándose el papel de «espejo» fidedigno de esa sucia y dura realidad social escondida bajo la alfombra por el «progresismo», el bloque reaccionario coopta con éxito el malestar social jugando a dos bandas. Mientras tanto, las apelaciones del discurso tradicional a trazar un cordón inmunitario no son sino contraproducentes a la hora de demonizar al enemigo desde su supuesta pureza cuestionada muestra su propia debilidad. Es en este terreno donde debe discutirse la pertinencia política de usar a la ligera la consigna de «lucha contra el fascismo», pues ¿desde qué horizonte de normalidad hegemónica cabe hacer ese llamamiento cuando esta misma aparece seriamente cuestionada como una toma de posición parcial?

6

¿Vivimos, pues, hoy tiempos marcados por este doble desprecio del pueblo? La respuesta parece afirmativa, pero teniendo en cuenta sus caricaturas gemelas. Tengamos presente la campaña de la alt-right contra el «marxismo cultural» o la grosería impúdica de Trump y sus seguidores frente a cualquier ofensa «progre» –lamentablemente, a veces imitada por una izquierda que, por simpatizar con el monstruo, vive bajo la obsesión por la autoflagelación y un curioso «síndrome de Estocolmo» respecto al éxito de la reacción–, pero también el desprecio acumulado todas estas décadas de hegemonía neoliberal contra la inteligencia común de las sociedades.

¿Cómo salir de este funesto y cínico círculo vicioso? Tras la Revolución francesa, el viejo Kant nos alertaba de aquellos políticos y analistas que sostenían la necesidad, cuando no el cinismo, de «tomar a los hombres como son y no, según sueñan los pedantes desconocedores del mundo o los bienintencionados fabuladores, como deben ser». Kant inmediatamente añadía que ese realismo chato del «tal como son» solo significaba: «a lo que les hemos llevado a ser nosotros mediante coerción injusta, mediante golpes traidores que tuvo en su mano darles el gobierno»Immanuel Kant, «Der Streit der Fakultaten» [ed. esp. El conflicto de las facultades, Madrid, Alianza editorial, 2003], en Kants Werke, Akademie Textausgabe, Berlín, Walter de Gruyter, vol. VII, 1954, p. 80.. Lo más interesante de este gesto crítico antiburkeano es su cuestionamiento de la legitimidad de la continuidad histórica, naturalizada convenientemente con objeto de impugnar, por demasiado abstracto, pero también –una paradoja interesante– por demasiado afectivo, todo movimiento social transformador. Este realismo antiprometeico, ¿no subyace a la foto fija que se expresa en el actual doble desprecio del pueblo?

Ha sido un mantra conservador entre las clases dirigentes el reproche a las clases dirigidas por su distensión moral, su ingratitud, su escasa disciplina ascética en el trabajo y la falta de responsabilidad respecto a sus obligaciones. Las clases dirigentes suelen ser exquisitamente idealistas a la hora de verse a sí mismas, pero rudamente materialistas en su relación con los derechos de los de abajo. Sin embargo, el antiintelectualismo tiene hoy un doble signo. Brota tanto de la compulsiva horizontalidad en red que escupe sus likes y sus odios a ritmo de tuit, donde todo el mundo busca distinguirse en la levedad de una indiferencia de fondo, como de una verticalidad en crisis, que se justifica como defensa elitista frente a esa inundación democrática llamada despectivamente «masa».

Pero ¿qué es la «masa»? Raymond Wil-liams señalaba a finales de la década de 1950 que, «en realidad, no hay masas; solo hay formas de ver a la gente como tales […]. Las masas son siempre los otros, aquellos a quienes no conocemos ni podemos conocer»Raymond Williams, Historia y cultura común, Madrid, La Catarata, 2008, p. 39., un punto ciego de nuestra propia reflexión y un déficit autocrítico del crítico. En otras palabras, la tensión cultural, como la inteligencia, no es cosa exclusiva de intelectuales, sino de toda la ciudadanía. Si la experiencia de la vida de los sectores populares que debían desplegar sus capacidades está condenada al sometimiento, al cinismo y a la ceguera, ¿no es también por una injusta división social del trabajo que cada vez más separa la inteligencia de las necesidades, el apego biológico a las necesidades de todo refinamiento? Para combatir el clima antiintelectualista existente, ¿no necesitamos menos críticos de la decadencia de la cultura actual y más mediadores, menos apocalípticos y más puentes?

JORNADAS ÉLITES NUEVAS, ELITISMO VIEJO
23.10.19 > 07.11.19

COORDINADOR ANDREA GREPPI
PARTICIPANTES FERNANDO BRONCANO • GERMÁN CANO• ESTEBAN HERNÁNDEZ • JOSE MARÍA LASALLE • AGUSTÍN JOSÉ MENÉNDEZ • IGNACIO SÁNCHEZ CUENCA • CRISTINA SANTAMARINA • GONZALO VELASCO • JOSÉ LUIS VILLACAÑAS • MANUEL VILLORIA • ERMANNO VITALE
ORGANIZA UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID
COLABORA GRUPO DE INVESTIGACIÓN SOBRE EL DERECHO Y LA JUSTICIA • MINISTERIO DE ECONOMÍA Y COMPETITIVIDAD • CBA