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PHOTOESPAÑA 06

Paraíso recordado, paraíso perdido

Horacio Fernández
Fotografía Minerva

Dentro del festival PHotoEspaña 06, dedicado este año a la fotografía de la naturaleza, el CBA acogió las exposiciones de Joel Sternfeld, Chris Jordan y Manfred Willman. Minerva ha pedido al director artístico de las tres últimas ediciones de PHotoEspaña, Horacio Fernández –historiador del arte especializado en fotografía, comisario de exposiciones y profesor en la Universidad de Castilla-La Mancha–, que nos hable de Joel Sternfeld, uno de los fotógrafos más relevantes del panorama de la fotografía estadounidense de las últimas décadas. Muy ligado en sus comienzos a la fotografía callejera, Sternfeld pronto comenzó a acercarse al que se convertiría el tema clave de su obra: el gran paisaje americano, entendido no sólo como realidad física, sino también histórica y social. Minerva acompaña este artículo con algunas de las declaraciones que realizó Sternfeld a su paso por Madrid.

Hace ya casi veinte años que Joel Sternfeld publicó un fotolibro compuesto por paisajes con figuras. Lo llamó American Prospects, es decir, perspectivas o vistas americanas, pero como la palabra «prospect» es rica en significados, el título también alude, sin agotar del todo las acepciones de los diccionarios, a exploraciones, posibilidades y hasta esperanzas, siempre americanas. Las imágenes del libro son, ciertamente, vistas de una claridad sorprendente obtenidas en exploraciones, profundas y detalladas perspectivas tan distintas entre sí que lo de las posibilidades tiene asimismo su sentido, sobre todo si se piensa en términos de futuro, con lo que se llega a las esperanzas, que siempre vienen de lejos.

Aquel fotolibro lo publicó Times Books en Nueva York en 1987 y ahora es una pieza cotizada entre los aficionados a las primeras ediciones fotográficas, que son unos cuantos. Por suerte, se reeditó en 1994 y, una vez agotado de nuevo, se volvió a imprimir hace tres años, en su segunda edición, con un nuevo prólogo de Kenny Brougher que se añadía a los textos de Andy Grunberg y Anne W. Tucker que acompañaban las fotos de la primera.

De la impresión se encargó entonces Steidl, lo que significa una calidad que tiene poco que envidiar a las mejores copias fotográficas posibles. La reproducción quizás ocasione pérdida de auras, si es que se puede extraviar algo tan evanescente, pero en ocasiones como ésta puede dar resultados extraordinarios y hasta bien grandes, con las fotos de 34 x 27 centímetros, nada menos, lo que hace que la última edición de American Prospects sea uno de esos mamotretos que no cabe en las estanterías, aunque, a cambio, siempre se lo pueda poner en una repisa, abierto cada día por una página distinta.

Que un fotolibro se haya publicado cuatro veces en menos de veinte años –en 2004 salió la segunda impresión de la edición de Steidl– es, sin duda, poco frecuente. La pasión de los coleccionistas no sirve para explicar este éxito, ya que los adictos se limitan a las primicias, a ser posible un poco sobadas. Así que los compradores que han agotado tres impresiones y están a punto de acabar con la cuarta deben tener otras razones para apreciarlo.

La exploración de Joel Sternfeld de una América ideal sobre el territorio real de Estados Unidos comenzó en 1978, gracias a una beca que obtuvo al reconocerse la calidad de las fotografías callejeras en color que hacía desde principios de los setenta. Aunque parezca raro, la fotografía en color comenzaba entonces. Los procedimientos para obtenerla existían antes, como se puede comprobar con sólo mirar los reportajes y, sobre todo, los anuncios satinados de las revistas ilustradas a partir de la posguerra. Pero los fotógrafos con pretensiones de ocupar un sitio en la historia del medio siguieron mucho tiempo sujetos a las gamas de grises entre el blanco y el negro, el arte fotográfico por excelencia hasta antes de ayer.

Una exposición de William Eggleston en el Museum of Modern Art neoyorquino en 1976 se considera la superación de la reválida artística del color fotográfico, y a Eggleston, desde entonces, se le distingue como el inventor del medio, el primero en dominarlo y superar las limitaciones de las imprentas en las que se hacían los anuncios y las revistas, unas restricciones tecnológicas hace tiempo vencidas. Sternfeld conoció las imágenes de Eggleston y al mismo fotógrafo, al igual que a los demás que hacían fotos en color en aquellos años, cosa poco complicada, ya que no eran más que un puñado. Como ellos, buscaba en la calle combinaciones cromáticas más cercanas al mundo de la pintura que a las pautas fotográficas entonces dominantes, que se pueden resumir con el título que puso Robert Frank a la maqueta de otro fotolibro: Black, White and Things. Aquellas fotos callejeras fueron su aprendizaje en el color después de haber estudiado bellas artes y sirvieron para obtener la beca mencionada, que Sternfeld aprovechó para realizar un proyecto al margen del bullicio callejero, cada vez más difícil de encontrar en cuanto se salía de Manhattan.

Los formalistas pensaban, creo que con toda la razón, que primero es la técnica y luego viene el contenido. No puede haber arte sin un empleo magistral de recursos técnicos. Así que habrá que empezar por los procedimientos utilizados por Sternfeld en el proyecto, el color y el gran formato, en cuanto a la fotografía, y las composiciones de la pintura de paisaje y del cine, en la forma. El tamaño era una cuestión relevante. Al principio utilizaba, al igual que casi todos sus colegas, una cámara de 35 milímetros, pequeña y manejable, además de bastante económica en su mantenimiento, reducido a películas y revelados al alcance de cualquiera y casi en cualquier sitio. Al emprender su exploración optó por un artilugio que pertenecía al siglo anterior, una cámara de madera con negativos de 8 x 10 pulgadas, unos 20 x 25 centímetros, un aparato costoso, cuyo uso implicaba películas y laboratorios no menos caros, además de bastante pesado, sobre todo por su respetable volumen. Al usar aquella máquina, Sternfeld renunciaba a las ventajas de las pequeñas, como la comodidad, la velocidad y la facilidad de registrar acciones espontáneas e instantes irrepetibles. Pero lo que perdía por una parte, lo podía ganar por otra, ya que la cámara Wista con la que comenzó a trabajar conseguía vistas extraordinariamente precisas en todos sus detalles, iluminadas por una luz continua sin contrastes ni claroscuros, y capturaba matices que se podían convertir en las armonías cromáticas limitadas y equilibradas que Sternfeld esperaba poder crear. En lugar de atrapar al vuelo las situaciones efímeras que tan bien guardaban las cámaras corrientes, tenía que dedicarse a buscar pacientemente el sitio más adecuado para componer la imagen, de forma semejante a como se han comportado los pintores en las mismas circunstancias, lo que no carecía de lógica en su caso, ya que sus referencias estaban en la historia de la pintura más que en las tradiciones fotográficas.

Una vez más se demuestra que la especialización no es más que una costumbre académica que sólo de vez en cuando se corresponde con los hechos. Como los historiadores tienen tendencia a buscar relaciones lineales, un fotógrafo debe tener sus referencias en otros fotógrafos. Evidentemente, las había, sobre todo en los que hacían en aquellos años fotografía en color, pero hay otras más relevantes. Eggleston, Stephen Shore o Helen Levitt estaban, como Sternfeld, encontrando su camino propio, que debían recorrer solos. Además, eran sus contemporáneos. El magisterio tenía que buscarlo en otras fuentes. Por suerte, las herencias en el arte moderno no siempre se trasmiten de padres a hijos. Hay ocasiones en las que el artista recibe la herencia de sus tíos, como aconsejaba Viktor Sklovski a los sobrinos ambiciosos.

El cine en color tenía ya una corta pero estimulante historia a finales de los setenta, con grandes directores de fotografía capaces de aprovechar la luz natural para producir acordes cromáticos más que brillantes. Kenny Brougher ha señalado la influencia en la paleta de Sternfeld de las películas de Robert Altman, Terrence Malik o Arthur Penn y, en particular, de un maestro de la fotografía cinematográfica de entonces, el gran Néstor Almendros.

En cuanto a la pintura, las referencias de Sternfeld eran múltiples, tanto en los museos como en las bibliotecas, desde las miniaturas góticas a los paisajistas norteamericanos de la escuela del Hudson, pasando por los holandeses. Las nubes, por ejemplo, de las vistas de Sternfeld están bastante más cerca de Jacob van Ruisdael que de Gabriel Figueroa. Le gustaba en particular Pieter Brueghel el Viejo, cuyos paisajes poblados muestran una sucesión continua de acciones en perspectivas aladas en las que tan importante es el conjunto como los detalles, lo general –el paisaje, el mundo– como lo particular –las situaciones que vive la gente corriente–. Sternfeld aprendió de Brueghel que se podía hacer, con medios fotográficos, imágenes de un paisaje casi panorámicas, sin renunciar a la narrativa.

La técnica sirve para saber cómo se hacen las imágenes. El complemento de la forma es el contenido, lo que las imágenes son, su significado. Y en el proyecto de Sternfeld no falta el significado. Para empezar, el propio autor ha destacado sus intenciones de que la serie no fuese sólo un conjunto de documentos, sino también relatos reflexivos en los que se reuniera la fantasía ideológica y la realidad empírica, una manera visual de meditar sobre la idea o, mejor dicho, el ideal de América, un edén al alcance de todos, el paraíso en la tierra.

El mito edénico cobró vida en las praderas y los bosques americanos, y en sus habitantes, los buenos salvajes de Rousseau, incapaces de cualquier malicia, nobles por definición, a causa de su ósmosis con el territorio que poblaban. En los relatos de los primeros colonos británicos, América era una esperanza de un nuevo mundo sin las desigualdades, injusticias y penalidades del viejo. La última película de Terrence Malik, The New World, trata precisamente de esto, así como una de las novelas del escritor en español más estimulante de los últimos tiempos, Emma la cautiva, en la que el maestro César Aira contrapone como un músico el mundo urbano y el nativo atribuyendo las mejores cualidades de la cultura a los salvajes y las peores de la barbarie a los civilizados. Como ha señalado Fi-Yu Tuan en Cosmos y civilización, se aseguraba que era la misma tierra la fuente que proporcionaba las virtudes a sus habitantes. La generosidad y opulencia de la tierra americana era la razón última de la libertad de los americanos, en primer lugar de los nativos, después, de los colonos y, más tarde, también de los emigrantes; al menos así debería ser, pero se ve que todo cambia algún día, el derroche de la madre tierra no debe ser infinito.

Todo esto puede ser ideología, es cierto, pero positiva, una especie de optimismo cosmológico que ha dejado más rastro en las bibliotecas que en ningún otro sitio. No obstante, Sternfeld quiso seguirle la pista y encontrar en la tierra, en el paisaje, señales que descubrieran la presencia del mito en el país que exploraba a bordo de una vieja furgoneta Volkswagen, armado de una cámara de madera Wista. Ya no podía buscar en las praderas de las viejas películas del Oeste, demasiado heroicas y monumentales. En lugar de dedicarse a los escenarios vacíos de todo, excepto de retórica, se acercó a lugares semejantes a los que describió Theodor W. Adorno, para quien el paisaje americano era«desolado y desolador» a causa precisamente de las carreteras que lo cruzaban sin alterarlo, como si«nadie hubiera paseado su figura» por él. La ausencia de restos de la mano del hombre era para el filósofo un defecto del paisaje americano mucho más importante que la carencia de historia, que era la explicación de su debilidad frente al europeo, según el pintor del siglo xix Thomas Cole, que lo hallaba «privado de las huellas de la antigüedad». No obstante, Cole encontraba características propias en el paisaje americano; destacaba sobre todo su carácter salvaje y no cultivado, a diferencia del Viejo Continente, en el que los rasgos primitivos del territorio se destruyeron, con talas de bosques y roturaciones, o se modificaron, desviando cursos de ríos o construyendo torres en las cimas de las montañas. Sin embargo, para Cole, al final no era tan importante que en el paisaje americano no hubiera historia, ya que sus asociaciones trataban más del presente y el futuro: era el espacio de«los hijos de la libertad» y en él habitaba «la paz, la seguridad y la felicidad»: el mito aún pervivía en sus palabras.

Thomas Cole mantuvo en su Essay on American Scenary, publicado en 1836, que el paisaje americano era más importante que su falta de historia. Pero un siglo más tarde, cuando Adorno escribió su nota sobre el mismo tema, las cosas ya no estaban igual. Los bosques habían sido tan talados y los ríos tan desviados como en Europa, y por todas partes, llanos o montañas, había construcciones y carreteras. Para Adorno, lo peor de todo estaba en que los coches no eran ni podían ser los paseantes que echaba en falta. Lo que la mirada vertiginosa descubría a través de la ventanilla del automóvil no se podía conservar, se perdía, no añadía nuevas huellas a las ya de por sí escasas que encontraba en el paisaje.

Adorno escribió su nota sobre el paisaje americano en 1944 y luego la publicó en su antología Minima moralia. Seguramente no eran buenos tiempos para los optimistas. En la fotografía de carretera de la posguerra, cuya obra maestra es The Americans, de Robert Frank, tampoco se encuentra mucha alegría. The Americans es el resultado de otra exploración, en esta ocasión hecha en 1955; una odisea fotográfica –así se la suele llamar– realizada, gracias a una beca, por un fotógrafo suizo cuyas simpatías generacionales se dirigían a los escritores un tanto amargados de la pandilla de Jack Kerouac, quien escribió el prólogo de aquel fotolibro. Las fotos de Frank, más que pesimistas, eran trágicas: pobre gente pobre que obstaculizaba al fotógrafo la contemplación de cualquier paisaje.

En el proyecto de Sternfeld, de nuevo una odisea fotográfica subvencionada con una beca Guggenheim, el protagonismo pertenece al territorio más que a sus habitantes, aunque nunca falten ellos o sus huellas, ya sean construcciones boyantes o ruinosas. De una manera que tiene alguna semejanza y numerosas diferencias con la de Stephen Shore –otro explorador del paisaje de las carreteras que publicó en 1982 un fotolibro, Uncommon Places, en el que refutaba a Adorno, demostrando la posibilidad de que los automóviles pudieran ser paseantes activos y hasta productivos–, Sternfeld se encargó de registrar el tipo de contemplación que Adorno consideraba, necesariamente, miradas perdidas e inútiles. Y encontró de paso algunas huellas de la mano humana, eso sí, después de bajarse de su furgoneta, con los pies sobre la tierra.

En la quinta imagen de American Prospects, sucede lo que el título indica: el terreno ha cedido justo debajo de una carretera, llevándose al tiempo un coche aparcado y revelando las tuberías y cableados que unen a la civilización industrial las casas del otro lado del camino, dotadas de cuidados jardines adornados con cedros, sauces y palmeras, todos ellos bien regados y alimentados. La frágil línea de la naturaleza domesticada contrasta abruptamente con la aridez de las montañas del fondo, un horizonte reseco como el desierto.En el primer plano, el terreno que aún no se ha movido, pero seguramente se llevará la próxima tormenta, está cubierto de vegetación espontánea, malas hierbas agarradas de milagro a un terreno a punto de desmoronarse: la generosidad de la tierra. Adán llegó al Edén a bordo de un descapotable y lo convirtió, aún más, en un paraíso, pero tan inconsistente como un castillo de naipes.

Otra foto de American Prospects trata aún mejor la Arcadia feliz, al fin consumada. Muestra una urbanización de clase media en las afueras de una gran ciudad al atardecer, con los últimos rayos del sol dorando las fachadas de unas viviendas casi recién construidas, pero que quieren parecerse a las casas solariegas, a las viejas mansiones que no tuvieron los antepasados de sus propietarios. La vegetación es edénica, con los árboles podados y la hierba mojada, envolviendo las casas en una ficción de naturaleza que sirve sobre todo para protegerse de las miradas de los vecinos, los únicos que pueden ser curiosos en esas parodias urbanas que los americanos llaman suburbia, en las que nunca hay ni puede haber extraños paseando. En el camino, tan sinuoso como un río, que une y separa el puzle, tres mujeres están fuera del paraíso, tan ausentes que cada una de ellas mira para un lado sin prestar demasiada atención. El ángel justiciero que las excluyó del paraíso fue más generoso que el que expulsó a Adán. Les permite acceder unas horas, aunque a cambio de su trabajo.

En un cuadro de Caspar David Friedrich, las santas mujeres contemplarían arrobadas sus posesiones, como en el cuadro del Ermitage en el que dos hermanas que dan la espalda al espectador, una apoyada en el hombro de la otra, admiran mástiles de barcos y agujas de iglesias, su ciudad y su mundo. Y, si no, admirarían aún más arrobadas un paisaje tan sublime como la extensión infinita del océano, en la que se manifiesta el poder y la grandeza de la divinidad. En cambio, en la foto de Sternfeld que constituye la última imagen de American Prospects, también hay mar y espectadores –abundantes, además–, pero asisten impotentes a una masacre organizada por el curso de la naturaleza aquel día de verano, Dios sabrá por qué.

Otras fotografías de Sternfeld son más curiosas y hasta más amables, incluso están dotadas de cierto sentido del humor o, al menos, eso se asegura. La que quizás sea la fotografía más reproducida de Sternfeld muestra una situación corriente, la detención de un prófugo, pero el suceso se convierte en extraordinario al ser el fugitivo un elefante. La furgoneta le llevó esta vez a Woodland, la tierra de los bosques –o de la madera, si es que no son lo mismo una cosa y la otra en términos productivos–, a un lugar que antaño fue una selva, de la que sólo queda el testimonio mudo de unos cuantos abetos. Para hacer la foto Sternfeld se alejó lo suficiente como para que el todo fuera el escenario de unas circunstancias tan llenas de anécdotas como un cuadro de Brueghel el Viejo, en el que la perspectiva elevada permite penetrar gracias al juego de unas diagonales pictóricas que convergen en el agotado animal, completamente fuera de lugar en aquel momento y aquel sitio, lo que no sucedería en Arcadia.

Los elefantes son incoherentes con las carreteras, excepto cuando existe una unidad dramática que relaciona una cosa con la otra. El paisaje, por ejemplo, tan exhausto y arruinado como el pobre animal atrapado, cuya subsistencia, al igual que la del paisaje, no depende de sí mismo, si no de la atención que se le preste socialmente. Como las demás imágenes de American Prospects, la foto exige del espectador una mirada detenida y atenta, capaz de reconocer otras imágenes, así como de leer lo que puede narrar.

Hay una fotografía de American Prospects que se puede comparar con un cuadro de Georges Innes, un paisajista de la Escuela del Hudson, que muestra un valle amable desde una colina. En él hay un pueblo que está creciendo deprisa y pronto será una ciudad, que en la actualidad es un suburbio de Buffalo. Humo de chimeneas y una flamante estación de ferrocarril, de la que proviene un trenecito que parece de juguete pero arrastra un buen número de vagones, indican el progreso, lo que ha hecho que al cuadro se le considere un anuncio visionario –Innes lo pintó a mediados del siglo xix– del complicado encuentro entre los seres humanos y las máquinas que aún estaba por llegar. Aquella cita tenía su precio, como señalan tan profética como elocuentemente los tocones de los árboles talados de la falda de la colina, una nueva confirmación del obligado cumplimiento de la paradoja de la técnica: para construir hay que destruir. La pintura fue un encargo de una compañía ferroviaria, la Delaware, Lackawanna and Western Railroad, y quizás producía mala conciencia a sus propietarios, ya que se desprendieron de ella. Apareció hace unos años entre los muebles de una oficina en México DF, antes de acabar en un museo de Washington.

El lugar que ocupa en la ladera, sin sombra a la que acogerse, un mirón desocupado, es el que escogió Sternfeld en la plancha novena del fotolibro. Al fondo, envuelta en la calina veraniega, se encuentra una gran ciudad rodeada de verde artificial, situada incomprensiblemente en el mismísimo centro del desierto. El tren del cuadro de Innes está compuesto ahora por una recua de jinetes que han alquilado sus monturas en algún centro de equitación cercano. Un guía vigila sin necesidad, más que nada por si acaso, el paso cansino de los aburridos caballos. Lo que podría ser una alegoría del retorno al pasado ideal de la Arcadia feliz, del mito de la frontera y los nuevos territorios y hasta, exagerando un poco, de la doctrina del destino manifiesto, se convierte así en algo que se parece más a una parodia un poco cruel que a una tragedia, ya que al fotógrafo no le gustaba cargar las tintas. Ni siquiera era un cínico.

Joel Sternfeld no quería parecer pesimista después del derroche de amargura de los fotógrafos documentales que debían de haber sido sus maestros. Intentaba pensar en aquella Arcadia americana en la que la naturaleza tenía el poder de rejuvenecer a los ancianos, enriquecer a los desposeídos y convertir en ciudadanos independientes y honestos a los delincuentes más perversos. Pero se encontró con demasiados contrastes y no se arredró por ello. Hizo imágenes monumentales en las que se leen mitos desfasados, tanto como realidades de su propio tiempo, que aún es el nuestro; la historia y el presente. Sus vistas muestran sin dramatismo posibilidades y esperanzas, unas dilapidadas, y otras olvidadas y caducas. Posibilidades que no se llegaron a convertir en hechos y esperanzas que no se cumplieron. De no ser tan americanas, podrían parecer melancólicas. Paraíso recordado, paraíso perdido: la Pastoral americana de Philip Roth bien podría ser la«banda literaria» de la exploración de Joel Sternfeld.

Del paisaje reciente, Madrid, Fundación ICO, 2006

Variaciones en España: fotografía y arte, 1900-1980, Madrid, La Fábrica, 2004

Fotografía pública / Photography in print: 1919-1939, Madrid, Aldeasa, 1999

Mexicana. Fotografía moderna en México 1921-1940, Valencia, IVAM, 1997

EXPOSICIÓN
JOEL STERNFELD


07.06.06 > 09.07.06

COMISARIO SERGIO MAH
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