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Escribir "Guerra y paz" en los coches de choque

Ana Useros
Durante el rodaje en España de Espartaco, 1959-1960; US (US 1959-1960). © Universal Studios Inc.

Hoy damos por hecho que la autoría de una película es atribuible a la persona que la dirige, pero no siempre ha sido así. En este artículo, Ana Useros revisa la historia de la «discutible ecuación director = autoría» a partir de la figura de Stanley Kubrick, paradigma de la evolución del oficio de dirigir y de la propia industria. Sobre el universo de Kubrick y su ecléctica y monumental filmografía, se pudo ver en el CBA, hasta el pasado 8 de mayo, STANLEY KUBRICK. The Exhibition

En la obra de Kubrick, el mundo mismo es un cerebro, hay identidad entre el cerebro y el mundo, como la gran mesa circular y luminosa de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, como el ordenador gigante de 2001 o el hotel Overlook de El resplandor. (...) Si Kubrick renueva el tema del viaje iniciático, es porque todo viaje por el mundo es una exploración del cerebro.
Gilles Deleuze

Londres, 1943. Michael Powell y Emeric Pressburger (productores, director y guionista, respectivamente) y Ralph Richardson (estrella) organizan un pase privado de su última película, The Volunteer, para la cúpula de la Armada británica. Richardson cuenta: «Los almirantes vieron la película en silencio y después el Gran Almirante se levantó. Nosotros nos habíamos puesto de pie para presentarnos. Pero él pasó por delante sin decirnos ni una palabra, salió por la puerta y se detuvo ante la cabina de proyección. En la cabina acristalada estaba el proyeccionista, un tipo peculiar que, rezongando y con el cigarrillo colgando de los labios, rebobinaba a mano la película. El Gran Almirante se fue directo a él: "Estupenda película", le dijo, mientras le estrechaba la mano. "Maravillosa. ¡Enhorabuena!" Creo que de verdad estaba convencido de que el proyeccionista lo había hecho todo».

Para un almirante, con su pensamiento jerárquico, no debe de ser sencillo localizar así a primera vista quién es el responsable último de una película. Su elección, como en todo buen chiste, no carecía de lógica, ni mucho menos. Al fin y al cabo, en aquel momento y en aquel lugar, el proyeccionista era la única persona ocupada en algo relacionado con la película. Para el almirante, y para todas nosotras, habría sido mucho más sencillo si se hubiera tratado de un cuadro, un poema, una novela, una escultura. En todos estos casos, la cuestión de la autoría es tan evidente que, zarandajas académicas aparte, no suele plantearse. Siempre se sabe qué mano hay que estrechar o a quién hay que fusilar, solo hay que mirar la firma.

La chaqueta metálica, 1987; GB/US. © Warner Bros. Entertainment Inc.

Aunque ahora también lo sabemos en el cine, ¿no? Desde hace varias décadas ya se da por sentado que la autoría le corresponde a la persona que se ocupa de la dirección de la película. Pero esta discutible ecuación ha necesitado de un proceso tortuoso para materializarse. Primero tuvo que inventarse ese oficio llamado dirección, que aparece una vez se independiza del trabajo de cámara. Cuando hacer una película se volvió algo ligeramente más complicado que encuadrar con una cámara y rodar lo que ocurría ante ella, nació una función cuya principal prerrogativa era decir con voz muy fuerte dos palabras: «¡Acción!» y «¡Corten!». Bien mirado, es una actividad bastante militar. Se parece a la del comandante de un batallón que señala con la espada al enemigo y grita: «¡Carguen!». Y luego a lo mejor grita «¡Retirada!». Pero, como bien sabe el almirante y como sabemos también nosotras, porque hemos visto Senderos de gloria, el comandante que azuza a sus huestes no es el verdadero jefe; el jefe está en el castillo (¿en la cabina?), esperando el resultado de la batalla. Ese comandante que grita no ha decidido prácticamente nada, ni quiénes son esos soldados a los que envía a morir, ni el emplazamiento de la batalla, ni mucho menos si había o no que plantear esa batalla. El cine se había convertido en un lugar de producción capitalista casi tan lucrativo como la guerra. Pero en ese lugar, a diferencia de la industria que se desarrollaba en torno a las otras artes, el concepto de autoría no tenía ningún sentido.

Durante un tiempo, a los directores, casi todos varones, parecía satisfacerles ese papel de orquestadores de combate. Adquirían sus pequeñas parcelas de poder según hubieran tenido más o menos éxito en su batalla anterior e intervenían según sus posibilidades y sus gustos en el resto de los oficios necesarios para hacer una película, especialmente en el guion y en el reparto; daban indicaciones a los actores y decidían, más o menos, el emplazamiento de la cámara. Desarrollaron incluso una mitología masculinista, bélica, de su papel: se vestían como exploradores, cultivaban una personalidad estricta y tiránica. En los primeros años de su carrera, Stanley Kubrick, que ya había dirigido escenas de batalla con grandes masas de extras en Espartaco, también cultivaba un poquito esa imagen: hay fotografías de rodaje que lo muestran subido a estructuras de madera desde las que inspecciona el campo de batalla y da órdenes con un megáfono. En alguna entrevista dice eso de que dirigir una película es como ir a la guerra, aunque da la impresión de que lo dice un poco a regañadientes, como obedeciendo las indicaciones del entrevistador, que, obviamente, considera que un gran director es alguien capaz de domar los elementos y mantener la cabeza fría en mitad del caos.

Poco a poco, esta situación se va revelando insuficiente. Hay directores que desean un control más real sobre unos proyectos que ya consideran personales. Desean, especialmente, asegurarse el final cut, el montaje definitivo de la película, que por contrato no les corresponde a ellos, sino a la productora. Después de la Segunda Guerra Mundial, una de las vías más comunes era constituir sus propias empresas de producción, siguiendo el ejemplo pionero de Chaplin1. Pero, aunque esa iniciativa les otorgaba un poder real, suponía un riesgo financiero y les obligaba a pensar demasiado en los números y la contabilidad. Así que, de manera paralela, se desarrolló otra estrategia, más publicitaria, que consistía en informar al público de que el director de una película es su autor, de que esa película, que hasta ahora se pensaba que era de John Wayne o de vaqueros, en realidad era de John Ford.

Mediante entrevistas, reportajes, apariciones en televisión y giras de presentación se va matizando el estereotipo: comandante, pero visionario; tirano, pero genio. En esto, como en tantas y tantas cosas, el maestro absoluto fue Alfred Hitchcock. Hitchcock había disfrutado de la relativa autonomía que podía ofrecer aún una industria de dimensiones más reducidas, como era la británica, y se resentía enormemente de las limitaciones que se imponían en el sistema de estudios hollywoodiense. Gracias a una serie de estrategias (las más conocidas probablemente sean los cameos en sus películas y las presentaciones de los capítulos de la serie de televisión), Hitchcock consiguió poco a poco ser la estrella de sus películas y, a la vez, contribuyó a cambiar la imagen pública del director de cine, que pasó a ser una figura algo excéntrica, con un toque perverso, manipulador y fanático del control.

2001: Una odisea del espacio, 1965-1968; GB/US. © Warner Bros. Entertainment Inc.

En este tira y afloja entre la aspiración a la autonomía y las exigencias de la producción en cadena se desarrolla la carrera de Stanley Kubrick. Con la excepción de Espartaco, que no solamente fue un encargo, sino un proyecto al que Kubrick se incorporó después de que se despidiera al primer director asignado, sus primeras películas tienen como denominador común ser proyectos propios, gestionados por productoras en las que él participaba, basados en novelas (Atraco perfecto, Senderos de gloria, Lolita), y distribuidas por los grandes estudios (Columbia, MGM, Universal). Pero, poco a poco, Kubrick empieza a hacer otras cosas, como rodar en Inglaterra a partir de 1962 o asumir decisiones sobre la distribución, la publicidad y las versiones extranjeras de sus películas, y esas cosas irán abriendo camino a la situación excepcional en la que se encontrará después del éxito arrollador de 2001: Una odisea del espacio en 1968: tendrá el control total sobre su creación, desde la preproducción hasta la distribución y comercialización, incluyendo, por supuesto, el tan deseado final cut. Esta libertad absoluta fue producto de la combinación de su traslado definitivo a Inglaterra y de un ventajoso contrato con Warner Brothers2 por tres películas (que se prolongaría posteriormente para otras tres), que solamente le obligaba a presentar un presupuesto razonable y le garantizaba una parte importante de los beneficios de cada producción.

Simultáneamente a la rebelión de los directores, pero desde el otro lado de la barrera, desde las entrevistas, los reportajes y las críticas, se producía el mismo movimiento en pro de la autoría de las obras cinematográficas, impulsado en este caso por el deseo de hablar de las películas como obras de arte, analizándolas con el mismo prisma crítico con el que se hablaba de las novelas o de la música. Para que las películas fueran arte, debían tener una autoría. Nace así la política de los autores en Francia o la teoría de los autores en Estados Unidos. Lo curioso de este movimiento crítico, furiosamente romántico, era que no «elevaba» automáticamente a la autoría a cualquier persona que dirigiera una película, sino que, a partir de sus instrumentos de análisis, designaba como autores a determinados directores, según el criterio de que su genio personal se transparentara a través, y a pesar, de las trabas e impedimentos que el sistema fabril cinematográfico imponía a sus deseos. La tarea de la crítica era localizar esas películas y a esos autores y exponer cuál era su singularidad, sus obsesiones, sus motivos recurrentes, su filosofía subyacente. Así, en un principio, la autoría cinematográfica fue un panteón reservado a unos pocos genios, defendido con celo. Pero se fueron añadiendo más y más, porque los gustos de la crítica eran variados; y acabaron entrando todos porque era más sencillo partir de la premisa de que el director era el autor de la obra que demostrar esa premisa. Y de esta manera, curiosamente acrítica, a la vez que la industria se reestructuraba para conceder a los directores más parcelas de poder, reales o simbólicas —y, por lo tanto, para dar un valor añadido, artístico, a sus productos—, la crítica cinematográfica, instalada definitivamente en el romanticismo, contribuía a esta operación consolidando definitivamente la ecuación dirección = autoría.

Recreación de la biblioteca infinita de libros sobre Napoleón de Kubrick

Stanley Kubrick, autor 

Kubrick es una figura que suscita intensos sentimientos polarizados, de amor u odio, aunque nadie le discuta eso que se llama «maestría técnica». Normalmente se puede identificar esa filia o esa fobia según qué película suya se cite como favorita (con entusiasmo o a regañadientes). Si es posterior a Teléfono rojo, es adoración; si es anterior (suele ser Atraco perfecto o Senderos de gloria), es en el fondo un rechazo. 

A partir de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, y hasta el día de su muerte, Stanley Kubrick se convirtió en la representación más fiel del autor cinematográfico y, en ocasiones, en su caricatura más acabada. Porque no solamente es que tuviera el control del proceso creativo, sino que asumía en persona muchos aspectos de ese proceso que otros directores habitualmente delegaban: apasionado de la óptica, desarrollaba nuevos dispositivos, usando objetivos y lentes de la NASA, rescatando modelos antiguos de cámaras. Controlaba la construcción de decorados y la ambientación mediante agotadores métodos de documentación gráfica y textual. Revisaba las traducciones de las versiones extranjeras, especificaba el tamaño de los anuncios en las revistas. Se metía en todo, vamos. Consiguió poseer los medios de producción, convirtió su casa en un espacio de producción cinematográfica prácticamente autosuficiente, se rodeó de un equipo no muy numeroso, pero extraordinariamente fiel, que aceptaba ser la prolongación de sus ojos, sus oídos y sus manos. Así que fue un rarísimo ejemplo (dentro del cine industrial, por supuesto), de un creador que ya no tenía que enfrentarse a otras voluntades humanas, sino que lucharía, como se hace en la escritura o en las bellas artes, contra las limitaciones propias del material elegido y de su propia capacidad imaginativa. La lucha agónica para expresar correctamente la propia visión. 

¿Cuál sería esa visión propia, pues, que lo definiría como autor más allá del control de sus condiciones materiales? Su obra es, desde cierto punto de vista, bastante ecléctica; su estilo varía, más allá de la fijación por la simetría, ajustándose a cada película, desde la cámara en mano de La naranja mecánica hasta la steadicam de El resplandor o los planos estáticos de Barry Lyndon. Prueba géneros diferentes, del terror a la ciencia ficción, pasando por el melodrama sexual o la sátira, aunque se puede detectar una ligera preferencia por el cine bélico. Extrae sus argumentos siempre de novelas o de material ajeno. Pero, en una de las entrevistas que concede a Michel Ciment, Kubrick dice que él trata de reproducir en sus películas «la emoción que se siente cuando se lee por primera vez una historia». ¿Podría ser esa la poética de Kubrick? ¿Reproducir lo más fielmente posible esa película que la lectura de un argumento, de un relato, de una novela, ha creado dentro de su cerebro? ¿Sería ese el origen de la característica que detectaba Deleuze en su cine, la correspondencia absoluta, la identidad entre el cerebro y el mundo?

Stanley Kubrick durante el rodaje de 2001: Una odisea del espacio, 1965-1968; GB/US. © Warner Bros. Entertainment Inc.

Es tentador, muy tentador, adoptar esa frasecilla que quizás fuera casual como motor de toda una obra. Explicaría muchas cosas, casi demasiadas. Cierto que por eso mismo es sospechoso adoptarla. Pero vamos a dejarnos caer. 

Explicaría la necesidad del control absoluto porque esa visión, esa película interna, es necesariamente personal y en muchos sentidos intransferible; explicaría la compulsión obsesiva de buscar información, porque a la vez tienes que ser fiel a esa visión y completarla con los datos del mundo que encajen con ella, combinar la imaginación y el rigor, no dejarte contaminar por visiones de otras personas. Explicaría que usara el talento y el tiempo de sus colaboradores exclusivamente como proveedores de esa información, como extensión necesaria de sus propias facultades. Explicaría la repetición infinita de las tomas, porque se está tratando de recuperar una imagen previa, no de crearla. Y esa creencia en la posibilidad de una correspondencia entre la imagen mental y la realidad, que implica también creer en una cierta o total transparencia del significado, explicaría, por ejemplo, que, para controlar las versiones extranjeras de sus películas, se hiciera retraducir al inglés las traducciones de los distintos idiomas, para asegurarse de que «no se había perdido nada».

Explicaría en parte el fracaso de uno de sus proyectos más perseguidos y queridos, la película sobre Napoleón que trató de hacer durante tantos años. En la exposición del CBA se le ha dedicado un espacio a este proyecto: se ha construido un pozo sin fondo cuyas paredes están forradas con los libros que Kubrick habría reunido para documentar esta futura película. Son más o menos unos doscientos libros, después multiplicados hasta el infinito mediante un juego de espejos. Pero lo sorprendente es que todos tratan exclusivamente de Napoleón: sus batallas, su pensamiento, su vida, sus cartas... Kubrick habría intentado la misión imposible de crear una película en su mente a partir de otra mente, sin mediación ninguna, como en un juego de espejos imposible. Explicaría, en cierto modo, la necesidad de partir siempre de un material ajeno. 

Explicaría sobre todo el carácter onírico de sus imágenes, la ambigüedad de una puesta en escena que se debate entre revelarse como puramente subjetiva, como producto de una mente, y como aparentemente objetiva, sin adherirse a ninguno de los personajes. Un carácter onírico del que se derivarían tanto la simetría obsesiva de los encuadres como ese montaje que es a la vez funcional y discretamente visible, como el montaje de los sueños. Explicaría paradójicamente la apuesta por la transparencia y por el borrado de las huellas visibles del medio cinematográfico (con la excepción de esos encuadres simétricos y de ese montaje ligeramente desestabilizador) en una obra plagada de innovaciones ópticas. Explicaría, quizás, el uso de temas musicales ya existentes, como si recurriera a esas melodías que nos dan vueltas por la cabeza y que a veces se juntan de manera aleatoria con las imágenes del cerebro y las potencian. Explicaría, sobre todo, esa doble necesidad de localizar y documentar los objetos y las imágenes reales que se correspondan con exactitud a las imágenes mentales y, a la vez, de reconstruir el mundo desde cero en lugar de reproducirlo: construir un hotel a imagen y semejanza de un hotel ya existente para El resplandor, recrear Vietnam en un suburbio británico para La chaqueta metálica. 

Y podría explicar, finalmente, ese rechazo instintivo que algunas sentimos ante sus películas, que nos resultan opacas, solipsistas, ajenas al mundo, hostiles ante él, suspicaces ante las bellezas del azar, del error, de lo inesperado, de la incoherencia. Explicaría cómo podemos sentir admiración por su perseverancia, por sus búsquedas técnicas y sus hallazgos, por su ingenio, agradecer la importancia que concedía a cada aspecto de la producción de la película y, a la vez, resentir la limitación de que pusiera toda su sabiduría y la de las personas que lo rodeaban al servicio de una única mente, de una única perspectiva. Desde su gesto fundacional de colocar una cámara, escoger un encuadre y darle a la manivela, el cine llevaba, y lleva, la promesa de ser un arte distinto, un arte impuro, un arte realmente colectivo, más parecido a una asamblea o una fiesta que a una batalla. Esa lucha en nombre de la autonomía que tanta gente libró contra las grandes corporaciones no era necesariamente una lucha por ocupar el puesto en la cúspide de la jerarquía, por sustituir a la junta de accionistas por un director, por reemplazar la lógica empresarial por una lógica autorial romántica, sino que muchas veces (y es el caso de quienes hemos citado antes, de Chaplin, de Ford, de Hitchcock) era una defensa de la capacidad de exploración y descubrimiento propia del cine por parte de personas que sabían que el oficio de dirigir es un ejercicio de escucha y de atención, un dejarse invadir y no una conquista. 

En 1998, poco antes de morir, cuando Kubrick se encontraba inmerso en el larguísimo rodaje de Eyes Wide Shut, le concedieron el premio D. W. Griffith. Halagado por un reconocimiento que procedía de sus colegas de profesión, pero reticente como siempre a viajar, Kubrick grabó un pequeño discurso de agradecimiento, que se convirtió en su última intervención pública. Es un documento conmovedor, un primer plano torpe, en el que un anciano envarado y algo incómodo, con una camisa vaquera abotonada hasta el cuello, pronuncia un discurso que claramente ha sido redactado con mimo. Estoy aquí y sigo vivo, parece decir. Estoy rodando, dice, con un orgullo apenas disimulado, una película con Tom Cruise y Nicole Kidman. Y da su última definición de la dirección de cine. Ya no es liderar una batalla, ni jugar al ajedrez. Dice: «Cualquier persona que haya tenido el privilegio de dirigir una película sabe que, aunque hacerlo sea como intentar escribir Guerra y paz en los coches de choque de una feria, si finalmente se consigue, hay pocas alegrías en este mundo que puedan igualar esa sensación». Escribir Guerra y paz a mano, se entiende. Curiosa inversión que convierte al todopoderoso y bélico director que grita órdenes, al megalómano que embarca a cientos de personas al servicio de su misión, en una persona agazapada en un minúsculo habitáculo que se bambolea con violencia, tratando de concentrarse y de no echar un borrón. Por otro lado, cualquier persona que se haya puesto, por ejemplo, a escribir puede identificarse con la situación: siempre parece Guerra y paz, siempre se está a merced de los vaivenes y, si se consigue... En fin. Podríamos incluso olvidarnos de que estamos hablando de cine y aceptar del todo esa extravagante imagen que nos ofrece Kubrick sin la menor sombra de ironía, que en el fondo es una imagen clásica de la obstinación artística. 

Pero somos obstinadas nosotras también, las que pensamos que el cine pudo y puede ser otra cosa, y que entendemos las sacudidas y los sobresaltos como invitaciones al diálogo. No podemos evitarlo, atesoramos las tachaduras y los borrones. 

EXPOSICIÓN STANLEY KUBRICK. THE EXHIBITION
21.12. 21 > 08.05.22

COMISARIADO ISABEL SÁNCHEZ 
ORGANIZA CBA • SOLD OUT
COLABORA CCCB
PARTICIPAN DFF - DEUTSCHES FILMINSTITUT & FILMMUSEUM  • CHRISTIANE KUBRICK • JAN HARLAN • THE STANLEY KUBRICK ARCHIVE UNIVERSITY OF THE ARTS LONDON
CON EL APOYO DE WARNER BROS ENTERTAINMENT INC. • SONY-COLUMBIA PICTURES INC. • METRO GOLDWYN MAYER STUDIOS INC. • UNIVERSAL STUDIOS INC. • SK FILM ARCHIVES LLC