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Elogio de Tati

Traducción Ana Useros | ilustración David Merveille

Probablemente Jacques Tati sea el cineasta cómico más importante de la historia del cine sonoro. Sus películas permiten tanto reír como reflexionar ante los peculiares conflictos con el mundo moderno de su inolvidable Sr. Hulot. En 1979 Serge Daney (París 1944-1992), figura de referencia para la crítica de cine, publicó en Cahiers du Cinéma este texto magistral, que años después recogió Gallimard en su volumen La Rampe, y que Minerva reproduce acompañado de algunas imágenes del libro El papagayo de Monsieur Hulot con el que el dibujante David Merveille rinde homeneje al cineasta, publicado por la editorial Kalandraka.

1. Cada película de Tati marca a la vez: a) un momento en la obra de Jacques Tati; b) un momento en la historia del cine y de la sociedad francesa; c) un momento en la historia del cine. A partir de 1948, las seis películas que ha dirigido son las que mejor escanden nuestra historia. Tati no es únicamente un cineasta raro, autor de pocas películas (por otra parte, todas buenas); es, en vida, un punto de referencia. Todos nosotros pertenecemos a uno u otro periodo del cine de Tati: el autor de estas líneas pertenece al que va desde Mon oncle (1958, un año antes de la Nouvelle Vague) a Playtime (1967, un año antes de los acontecimientos de mayo del 68). No hay apenas nadie, con la excepción de Chaplin, que a partir del cine sonoro haya tenido ese privilegio, esa soberanía: estar presente incluso cuando no filmaba y, cuando sí filmaba, estar exactamente en hora, es decir, un poco adelantado. Tati: antes que nada, un testigo.

2. Un testigo exigente y, por lo tanto, molesto. Muy rápidamente, Tati rechaza la facilidad. No juega con su imagen de marca, no gestiona los personajes que ha creado: el cartero de Jour de fête desaparece y el propio Hulot termina por diseminarse (Playtime está recorrido en todos los sentidos por falsos Hulot). Corre el mayor riesgo de un cómico: perder su público arrastrándolo demasiado lejos. Pero, ¿hacia dónde? Por muy admirable que fuera su conciencia de artista, no nos conmovería tanto si se tratara únicamente de una altivez aristocrática o de la réplica soberbia de un hombre enfadado con su tiempo y con el cine. Pero él se conduce de una manera totalmente distinta. Si ponemos en perspectiva las seis películas dirigidas por Tati, después de Jour de fête (1948), nos damos cuenta de que dibujan una línea de fuga que es la de todo el cine francés de la posguerra. Quizás porque a un cómico se le permite menos que a los demás desolidarizarse con su tiempo, percibimos en Tati mejor que en ningún otro, película a película, incluso y sobre todo para criticarla, esa oscilación característica del cine francés: entre el populismo y el arte moderno. ¿Quién puede hoy retener, remedar los gestos más cotidianos (un camarero sirviendo una consumición, un policía pidiendo circular) y, al mismo tiempo, ser capaz de integrar estos gestos en una construcción tan abstracta como un lienzo de Mondrian? Tati, evidentemente, el último mimo teórico. Así, cada una de sus películas es un mojón, un testigo de «qué tal está» el cine francés. Y esto desde hace treinta años. Si Jour de fête da testimonio de la euforia de la posguerra, si Les vacances de Monsieur Hulot y Mon oncle afirman el carácter perenne de ese género tan francés (la sátira social) en el marco de un cine de «calidad», Playtime, la gran película anticipadora, construye La Défense antes de que exista La Défense, pero también dice ya que el cine francés no puede abordar el gigantismo de la realidad francesa, que ya no está, si me atrevo a decirlo así, «a la altura» y que se va a degradar abriéndose a la internacionalización, es decir, a la americanización que ya amenazaba al cartero de Jour de fête. Efectivamente, las dos películas que vienen después ya no son ni totalmente francesas (Trafic es una coproducción, una película muy europea) ni totalmente del cine (Parade es un encargo de la televisión sueca).

3. Tati no es sino el testigo ejemplar y desolado del retroceso del cine francés y de la degradación del oficio, toma el cine en el estado tecnológico en el que lo encuentra. Y, curiosamente, él, tan a menudo acusado de pasotismo, no busca sino innovar. Empezamos ahora a saber que Tati no esperó a nadie para volver a pensar, a partir de Jour de fête, la banda sonora en el cine. Pero aún no sabemos bien que, casi treinta años más tarde, Parade es una exploración extraordinaria sobre el mundo del vídeo. De hecho, el gran tema de las películas de Tati es lo que hoy llamamos los medios. No en el sentido restrictivo de los «grandes medios de información», sino en el sentido en el que lo empleaba MacLuhan: «las extensiones especializadas de las facultades mentales o psíquicas del ser humano», las prolongaciones de su cuerpo, en todo o en parte. Jour de fête es ya la historia de un cartero que, a fuerza de refinarse en la entrega del mensaje, lo pierde. Es un niño que hereda un mensaje (una sencilla carta) pero que, desviado de su camino por un circo ambulante, no llegará a transmitirlo: hermosa metáfora de la intransitividad del arte moderno. Pero, en ese momento, el espectador ha comprendido que el verdadero mensaje es el medio, es el cartero, Tati. Los medios, son también, por supuesto, los fuegos artificiales que se lanzan por error y demasiado pronto al final de Les vacances du Monsieur Hulot y que transforman a Hulot en un espanto luminoso, prefigurando la culminación genial de Parade, en la que cada uno (es decir, cualquiera) se convierte en la estela luminosa de un color dentro de un paisaje electrónico. Y los medios estaban también en Mon oncle, en esa toma de postura, tan sorprendente para la época, de no hacer reír a los espectadores a costa de los programas que emite el televisor que ha comprado la pareja «moderna», sino de reducir ese televisor al espectáculo abstracto, casi experimental, de los saltos de intensidad de la luz pálida que irradia sobre el ridículo jardín. La lista no tiene fin, otros cien ejemplos podrían citarse. Lo esencial es que haya, en todo momento y para cualquiera (en una especie de democratización-generalización de lo cómico que es la gran apuesta de los tres últimos Tati y, sin duda, el reconocimiento de que todos nosotros nos hemos vuelto cómicos), un posible devenir medio. Desde el portero de Playtime que, roto el cristal, deviene él puerta por entero, hasta la criada aterrorizada por la idea de pasar bajo el rayo electrónico que abre la puerta del garaje, donde sus jefes se han dejado encerrar a lo idiota (Mon oncle), el cuerpo humano tiene siempre la posibilidad (amenazante o cómica) de devenir a su vez un límite, un umbral (y ya no más, como ocurría en el burlesque, una profundidad escatológica). Arte moderno, si alguna vez lo ha habido.

4. Tati no condena el mundo moderno (chapuza y derroche) demostrando que el antiguo mundo (economía y calor humano) es mejor. Excepto en Mon oncle, en su obra no hay ningún elogio de lo antiguo. Se podría incluso decir, sin caer demasiado en la paradoja, que él solo se interesa por una cosa: por cómo se moderniza el mundo. Y, si hay una lógica en sus películas, desde los senderos campestres de Jour de fête hasta las autopistas de Trafic, sería la que continúa conduciendo irreversiblemente a los hombres desde el campo a las ciudades. De acuerdo en esto con las descripciones recientes (esquizo analíticas) del capitalismo, Tati muestra, más bien, que este devenir medio del cuerpo humano funciona muy bien en la medida en la que no funciona. No hay catástrofes burlescas en Tati (como podemos todavía verlas en los americanos: El guateque, de Blake Edwards, por ejemplo) sino, más bien, una fatalidad del éxito que evoca a Keaton. Todo lo que se emprende, se prevé, se programa, funciona y lo cómico radica justamente en el hecho de que funcione. Cuando vemos Playtime, tenemos tendencia a olvidar que todas las acciones que allí se emprenden se ven coronadas por un éxito razonable: Hulot termina por encontrar al hombre del esparadrapo en la nariz con el que había quedado, repara la lámpara, se reconcilia con el fabricante de puertas silenciosas, consigue incluso hacer llegar in extremis a la joven americana un regalo no obstante absurdo. De la misma manera, la apertura del Royal Garden es un éxito: la gran mayoría de los clientes baila, cena y paga. Nada fracasa verdaderamente en Playtime, aunque es cierto que nada funciona bien.

5. El cine nos ha acostumbrado de tal forma a reírnos del fracaso, a disfrutar de la burla, que terminamos por creer también que, cuando vemos Playtime, nos reímos contra algo, aunque no sea para nada así. Pues en Tati no hay caída. Los gags están siempre amputados de su caída, del momento del estallido de la risa. O bien ocurre lo contrario: hay una caída pero no hemos visto cómo se construía el gag. No se trata de una forma taimada y elegante de hacernos reír jugando con las elipsis, se trata de algo más profundo: estamos en un mundo que, cuanto menos funciona, más funciona, por lo tanto en un mundo en el que una caída no tendría ya el efecto desmitificador y de sacudida que tiene allí donde aún es concebible el fracaso. Igualmente ocurre con el otro sentido de la palabra «caída». Estamos tratando con cuerpos que no se vuelven cómicos por el hecho de que se puedan caer. Es el lado no humanista del cine de Tati. En la comedia, desde siempre, lo «humano» es reírse del que se cae. La risa no es lo propio del ser humano (espectador) a no ser que la caída sea lo propio del cuerpo humano (ofrecido en espectáculo). Chaplin es el arquetipo de aquel que se cae, se levanta y hace caer, el rey de la zancadilla. En Tati casi nunca hay caídas, porque ya no hay nada «propio del ser humano». Uno de los momentos más hermosos de Playtime es para mí aquel en el que una clienta del Royal Garden, habiendo creído que un camarero le acerca una silla, hace el gesto de sentarse sin girarse (es una snob) y se desliza al ralentí. Un gag muy divertido, una «caída» muy bella pero, ¿de qué nos reímos exactamente? Y, ¿de qué nos reímos en Parade, durante el número en el que se pide a los espectadores que traten de montar una mula intratable? ¿O en aquel en que los payasos no paran de caerse los unos sobre los otros trastabillando en un potro de gimnasia? Aquí, caer no es sino un movimiento del cuerpo entre otros. Cineasta no humanista, Tati está lógicamente cautivado por la especie humana, por ese animal del que Giraudoux decía, más o menos, que se mantenía en pie «para pillar menos lluvia y engancharse más medallas en el pecho». Lo que para él es fuente de comicidad es que eso se mantenga en pie y que funcione, que eso pueda funcionar. Sorpresa infinita, espectáculo inagotable.

Tati sustituye una dialéctica de lo alto y lo bajo, de lo que se erige y de lo que se arrastra (tradición carnavalesca, situación que ha ilustrado Buñuel: desde la cámara a la altura de los insectos hasta Simón del desierto encaramado en su columna), por una comicidad diferente, donde el hecho de mantenerse en pie es lo divertido y el hecho de vacilar (la manera de caminar de Hulot) es lo humano.