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Hedda Gabler de Ibsen

Lou Andreas-Salomé
Traducción Ana Useros   /   Fotografía Minerva

En 1892, la inclasificable intelectual germano-rusa Lou Andreas-Salomé (San Petersburgo 1861-Gotinga 1937), autora de una obra heterogénea en la que filosofía, psicoanálisis y literatura se combinan de diversas maneras, y conocida por su intensa relación con Friedrich Nietzsche, publicó Figuras femeninas en Henrik Ibsen, uno de los primeros ensayos consagrados al dramaturgo noruego, a día de hoy inédito en castellano. A continuación reproducimos importantes fragmentos del agudo capítulo dedicado a la moderna y supuestamente emancipada protagonista del drama de Ibsen Hedda Gabler, de 1890, que presentó en el CBA la compañía de teatro Galanthys.

Hedda Gabler representa el más alto grado de la contradicción interna […]. Es la imagen de una reivindicación ilimitada de libertad, del rechazo testarudo de toda obligación y de toda responsabilidad, unido a la debilidad que se deja esclavizar por la nulidad extrema, cautivar por lo minúsculo. […] En Hedda Gabler vuelve a surgir un rasgo fundamental: la ausencia de forma y contorno, el reverso de su sueño original de libertad. Es un déficit de interioridad, de capacidad de evolución, es decir, una indigencia espiritual. La profundidad de la que surge Hedda no desborda vida salvaje, como un insondable fondo marino, sino que es una profundidad vacía en la que no actúan grandes fuerzas, un precipicio abierto. Por esta razón, no nos parece tampoco un ser en lucha consigo mismo, que busca en vano dar curso libre a su yo más profundo; por el contrario, se controla perfectamente y, de principio a fin, no es sino una superficie perfecta, una apariencia engañosa y una máscara siempre ajustada. Precisamente por esta razón, esa música de la superficialidad, esa satisfacción del mero parecer, que en otros personajes de Ibsen nos emocionaba y complacía, adquiere aquí un carácter muy inquietante: se asemeja a acordes de vals más allá de la nada. […]

Hedda se parece a un lobo feroz al que se ha puesto una piel de cordero, que ha perdido su fuerza depredadora para conservar únicamente su alma carnívora. Condenada a la máxima docilidad y familiaridad, una naturaleza así reprime con ansiedad cualquier audacia. En un ataque de cólera impotente, se contenta con jugar con su propia sed de libertad, su salvajismo, como una mano temerosa juega con un arma. No tiene ningún objetivo y, de tenerlo, sería incapaz de lograrlo; por eso tiene que contentarse con el juguete que, al menos, la ayuda a soportar el tedio de una inactividad completa. «Me quedo ahí y disparo al aire» es su lema. La capacidad de dejarse llevar es el único rasgo positivo aún prendido a su ideal de vida: la libertad de atrapar en el momento un placer frívolo. […]

¿Qué otra cosa puede salir de la naturaleza de Hedda que la maldad harta, irritada, guiada por móviles mezquinos? El elemento más antiguo que conocemos de su vida es en realidad un sentimiento impotente: es la cólera envidiosa que la lleva a tirar del pelo a su compañera de clase, Thea Rysing, porque tiene unos rizos más bonitos que los suyos. Algo de esa cólera atraviesa toda su vida; en cuanto piensa en la cabellera rizada, abundante y con reflejos, la inunda el mismo deseo violento, que antes apenas reprimía, de chamuscar los cabellos de Thea. Pero su maldad se hace acto en muy pocas ocasiones y sólo cuando los riesgos son menores, solamente cuando, ante un ser indefenso, no tiene nada que temer y se puede relajar: «A veces me vienen prontos así. Y no puedo resistirlos». […]

En la casa de su padre, el viejo general Gabler, tuvo la ocasión de ejercer el dominio de la forma exterior. Las «buenas maneras» y el aspecto externo se sitúan en el lugar que ocupan en la educación de otras personas el sentido del deber y la severa moral tradicional. El contenido parece idéntico aquí y allá pero, en el primer caso, el acento se pone exclusivamente sobre la forma exterior. […] Hedda crece sin duda en un mundo abuhardillado, lleno de prejuicios angustiosos y estrechas barreras, pero para ella se trata menos de estar que de parecer profundamente cómoda; la buhardilla1 representa por así decirlo un salón en el que cada uno entra más o menos enmascarado y adaptando su comportamiento: el parecer y el ser son dos cosas distintas. Junto con la limitación que le impone el adoptar una actitud muy precisa en el mundo, Hedda dispone de la libertad de hacer y no hacer lo que quiere; sin estar impedida por obligaciones inoportunas, dilapida su vida de doncella con sus afeites, bailes, paseos a caballo y amoríos. Esa existencia le es del todo conveniente: nunca protesta contra ella; Hedda es la única figura femenina de Ibsen cuyas experiencias no conllevan ninguna lucha, ningún cambio hacia una novedad cualquiera, sino que persevera en su forma de vida una vez establecida, porque ésta incluye en su seno un lugar para la contradicción interna. […]

Así Hedda, de joven, evita cuidadosamente todo lo que podría comprometerla. Aunque se hubiera entregado con gusto al placer de los sentidos, se contenta con una relación de camaradería con el joven Eilert Løvborg, que sabe hablarle, a su modo vivo y extravagante, del mundo de lo prohibido, de la tentación y de la lujuria. En una época en la que la juventud de Nora y de madame Alving se agota en luchas fervientes por el conocimiento de la verdad, Hedda se sienta cada tarde en un sofá de esquina con su amigo […].

Es fácil suponer que la cosa llega tan lejos que el prudente espíritu de compañerismo que preside su relación con Hedda ya no le basta a Løvborg. Entonces, «cuando aparece el peligro de que la realidad se pueda infiltrar en su relación», queda claro que Hedda no se toma en serio sus deseos de libertad. Cuando Løvborg se acerca a ella con decisión, a ella le entra miedo, hasta el punto de querer matarlo con la pistola de su padre. Pero también en eso se amilana y, cuando Løvborg se ha alejado de ella, confiesa incluso que sólo ha rechazado su propia decisión de entregarse a él: «¡Tenía tanto miedo del escándalo!».

Lo que ella más admira, aunque en secreto, es el valor de Løvborg para la desmesura, el abandono; se da cuenta con claridad de que ése sería su ideal de vida si no fuera «horriblemente cobarde» para permitirse algo así. «Sí, el valor, sí. ¡Si lo tuviera...!», se queja. El valor de despreciarlo todo y de despojarse de todo lo que constituye su personalidad como un corsé opresor: la medida justa, el atuendo impecable, la apariencia estética de la forma socialmente válida. No puede salir de esa cárcel estrecha, está condenada por su debilidad a seguir siendo la dócil Hedda, colmada de salvajes deseos, para quien «un destello de belleza involuntaria» es el «acto valeroso» que desborda el marco de las conveniencias y el tedio. Por eso Løvborg, incluso en su depravación y decadencia, no le parece en absoluto odioso sino, involuntariamente idealizado, «ferviente y alegre, con pámpanos en los cabellos».

Como Hedda, en cierto modo, se encuentra aún bajo el imperio de Løvborg, no puede salvarlo del naufragio. La mano de una mujer totalmente diferente acudirá en su ayuda, la antigua compañera de clase de Hedda, Thea Rysing, cuyos cabellos tanto envidiaba Hedda. Thea es la mujer del anciano juez de paz Elvsted, de quien era ama de llaves e institutriz. […] Es una naturaleza sencilla, nada salvaje o libre. Pero su deseo de autenticidad, su disposición a convertir toda su vida interior en una realidad auténtica la eleva sobre todos los seres provistos de un apetito desenfrenado de placer y de una realidad hecha de apariencias.

Løvborg llega a la casa del juez Elvsted para educar a los niños del anterior matrimonio de él. Thea, con su altruismo, se gana su consideración y admiración. Su necesidad de ser útil y de dar lo mismo que recibe contrasta demasiado con la desmesura egoísta de él como para no producirle una gran impresión. Cuando ella lo mira, la vergüenza lo invade; le aprende espontáneamente la moderación y la lealtad. […]

Nunca habló con ella de los temas que interesaban a Hedda, porque «sobre esos asuntos ella no sabe nada». Pero mientras se esforzaba en despertar y formar su mente, sus antiguos ideales salen a la superficie. Lo que su vida depravada había manchado y desnaturalizado, lo ve reflejado en su pureza original en el alma sensible de Thea. Así consigue, con su colaboración, terminar una gran obra de historia de la filosofía que le llena de orgullo y alegre confianza en sí mismo: el fruto de una verdadera unión espiritual. Sobre ese trabajo se arriesga a edificar una vida nueva y mejor, pues «el alma pura de Thea está en el libro». Y cuando vuelve con su obra a la ciudad en la que vive Hedda, para reconquistar su lugar en el mundo, Thea lo sigue. Rompe las cadenas, desafía el juicio del mundo, porque sabe que él la necesita. […] Es interesante que, en este drama, con su severa condena del apetito desnaturalizado de libertad, nos encontremos de repente ante la justificación de un auténtico e implacable deseo de libertad, que afronta todo con valor. […] La capacidad de Thea para romper las cadenas y revolverse contra el orden establecido evoluciona precisamente a partir de la misma atracción por la autenticidad y la lealtad que antaño la empujó a vivir de una manera desinteresada y entregada al círculo que le fue confiado. Por el contrario, Hedda, a pesar de su educación libre de todo prejuicio y de su deseo de libertad, se mantiene dependiente del orden establecido y de la tradición. El universo de buhardilla, originariamente tímido, representa aquí firmemente la libertad y la verdad, mientras que la representante del placer y del deseo de libertad se agazapa temerosamente tras las persianas de la vida de buhardilla.

Significativamente, Jørgen Tesman, el hombre con el que Hedda se casa, estuvo antes interesado por Thea. Los dos se complementan, son los dos seres de la buhardilla, entre los que surge finalmente algo sólido, algo que Hedda no vivirá jamás. […] La verdadera superioridad de Hedda sobre Tesman no radica en que ella tenga más talento que él, sino en la ingenuidad de él, en su sencillez e inocencia, en que él, en definitiva, está mucho menos corrupto que ella. Tesman se une a ella porque la ama y la admira verdaderamente, y ella le sigue, tras haber «bailado hasta el agotamiento», precisamente porque él se entrega a ella seria y noblemente. «Era más de lo que estaban dispuestos a ofrecer mis demás pretendientes», reconoce ella; los otros tenían miedo de meter en su casa a la joven coqueta y malcriada, que sólo sabía bailar y montar a caballo. […]

Hedda, por su parte, lo engaña desde el principio. Para convencerlo del matrimonio, con un instinto infalible, comparte con él el sueño de un hogar común. Tesman le procura ese hogar con grandes sacrificios, pero, en secreto, ella esperaba otra cosa: una casa acogedora, círculos selectos, atenciones, criados con librea y un caballo. Sólo eso podría, a sus ojos, compensar en último término el tedio inherente a una situación así, «el estar siempre y eternamente junto a una única persona». Ella no aspira a la comprensión más profunda de ese «uno» que es su esposo, y nada le parece más despreciable que la aspiración de Thea a compartir el trabajo de Løvborg, a hallar un fin común. Mientras que el libro, hijo espiritual de Løvborg y Thea, es la expresión más profunda de la seriedad de su alianza, Hedda siente en su propia carne su maternidad inminente como la quintaesencia del ridículo y del azar, como una parodia de su ser y de su voluntad. […] Para Hedda, lo horrible, lo simplemente insoportable, consiste en la reivindicación de crear, de dar la vida, a la que se adjunta espontáneamente una serie de obligaciones ideales. En esta existencia condenada a una eterna improductividad, ningún camino conduce a la plenitud de la realidad y de la vida fecunda, y como el vacío existencial absoluto lleva en sí una contradicción, Hedda dice de ella misma con toda lógica: «A veces me parece que no sirvo más que para una cosa en el mundo: para aburrirme mortalmente». […]

Mientras Hedda revolotea y todo lo frivoliza ante nuestros ojos, el espíritu de seriedad de su alma constituye el punto de partida del desarrollo trágico. Su horror, el miedo al devenir vital y la mirada que lanza al oscuro vacío, le devuelven la imagen de la pura negación. No percibimos casi ninguno de esos pensamientos mudos que la sitúan constantemente al borde de la desesperación, solamente, de vez en cuando, un apretón de manos, una mirada colérica, que quiebra la frialdad impasible de su comportamiento. El humor de ese siniestro espíritu de la seriedad la cerca siempre, como el otoño cerca la casa y desliza sus hojas amarillas por las ventanas. Su alegría forzada parece artificial y marchita, como los ricos ramos de flores que pasan de mesa en mesa. «Tengo la impresión de oler la lavanda y las rosas secas en todas las habitaciones. Produce una impresión cadavérica. Recuerda a las flores de un baile... el día después».

En su búsqueda incesante de nuevos estímulos y distracciones, acaba por encontrar un amigo que promete ser tan divertido como antaño lo fue Løvborg, «que la entretiene con todo tipo de temas divertidos». Es el juez Brack, amigo de la casa. Hedda pone una única condición: salvar las apariencias. Pero él pone otra: guardar fidelidad en la alianza, que no lo comparta con otros. […] Hedda se ofrece así un poco de la libertad a la que aspiraba secretamente de niña, a cambio de entregarse al cautiverio, al cautiverio enormemente represivo del matrimonio. Como no tiene el valor de ser verdaderamente libre, abierta y disponible, se ampara para serlo en un engaño que la protege. […]

La alianza que el juez contrae con Hedda está a punto de deshacerse nada más establecerse. Hedda vuelve a ver a Eilert Løvborg y a interesarse por su amigo de juventud, impulsada por el aguijón más potente, los celos. Hedda no puede aceptar que Thea haya logrado influir tan eficazmente en Løvborg y se dedica a reconquistar su imperio sobre él. Lo consigue al empujarlo a beber después de que, con la ayuda de Thea, el hubiera recuperado una vida sobria y ordenada. Busca despertar en Løvborg el sentimiento de que es ridículo e indigno para un hombre el temer la tentación y evitar melindrosamente su camino. En la prudencia que le recomienda Thea, Hedda no ve sino mezquindad, pues no puede representarse la libertad y la virilidad más que bajo la imagen de un dejarse llevar arbitrario, su ideal. […]

A invitación de Hedda, Løvborg acude a un banquete ofrecido por el juez Brack y, a la salida, de camino hacia la casa de una antigua conocida, pierde el manuscrito irremplazable de su obra, en la que reposan todas sus esperanzas. Tesman encuentra el manuscrito en la calle, lo lleva a casa y se lo confía a su esposa. Pero Hedda no puede resistirse al deseo de hacer con él lo que le hubiera gustado hacer con el cabello rizado de Thea: quemarlo. […]
De nuevo el rechazo instintivo de cualquier conflicto con el juicio mundano aleja a Hedda de su amigo Løvborg. Cuando él pierde una vez más la estima que acababa de recuperar, Hedda se deja convencer por el celoso juez de que debe evitar a Løvborg. «A partir de ahora ninguna casa honorable lo recibirá». Ella no es Thea, que quiere compartir la vergüenza con él, ayudándolo y consolándolo. Hedda busca desembarazarse de él. Cuando Løvborg, desesperado, le anuncia la intención de terminar con su vida, está expresando sin saberlo lo que ella desea en secreto . Aunque no ha quemado aún la obra, le deja creer que se ha perdido. No pronuncia la palabra que reavivaría sus esperanzas. Si Thea le inspira una nueva vida, no le faltará la ayuda de Hedda a la hora del suicidio. Pues la muerte voluntaria es, para la mujer cobarde, la imagen del heroísmo absoluto, la imagen de la «belleza». Le ofrece como recuerdo a Løvborg una de sus pistolas, pidiéndole que tenga cuidado de suicidarse «bellamente».

Løvborg recibe agradecido el arma, pero su final es distinto al deseado por Hedda. Lo encuentran muerto en el tocador de la cantante de mala fama a la que visitó la noche anterior y donde pensó que podía haber dejado olvidado el manuscrito. La pistola está en su bolsillo interior. Yace allí, con el bajo vientre reventado, en lugar de con un tiro en el pecho o en la sien, lo que correspondería mejor a la imagen heroica de Hedda. Le creen ladrón, además, porque el arma no es suya. «¡Oh, el ridículo y la humillación se extienden como una maldición sobre todo lo que toco!», grita Hedda, cuando se entera.
Pero esa muerte afecta a su destino. El juez sabe cuál ha sido el papel de Hedda en la historia, y ella se encuentra a su merced, a la merced de un hombre sin escrúpulos. Sólo él puede impedir que no se la haga responsable, que no se la interrogue junto a aquella dama. «¿Cree usted que se descubrirá?», le pregunta al juez, obteniendo como respuesta: «No, Hedda Gabler, no, si yo guardo silencio».

Se percibe ya en el empleo de su nombre de soltera, con el que se atreve a llamarla como si ella fuera libre, el precio que reclamará por su silencio. Él sabe que la amenaza del escándalo es lo más insoportable, aquello de lo que ella quiere escapar a toda costa. Pero también está decidida a no depender de él: «Privada de libertad. ¿Privada de libertad, entonces? No, la idea me es insoportable. ¡Nunca!».

Es lo más bello que Hedda haya dicho jamás. Incluso si toda su libertad no tiene el más mínimo valor, si se reduce al placer y al dejarse llevar lánguido, si no encuentra la fuerza de una verdadera emancipación, o del goce, o de una dependencia voluntaria de los límites, sí expresa con sus palabras que la libertad es para ella el fin supremo, más elevado que la vida misma. ¿Acaso no ha sabido disfrutar su libertad atendiendo a sus humores pasajeros? Ella nunca vivirá para atender los humores de otros. Sabe que la dependencia bajo amenazas está fuera de lugar, y sabe que no puede elevarse sin miedo hasta una verdadera independencia del alma, que está atrapada para siempre por sus debilidades. No le queda más que una salida: renunciar a la vida.

Se produce un efecto sorprendente cuando la mirada que Hedda lanza a modo de adiós sobre su hogar y su esposo le revela, con toda claridad, que la propia vida, por así decirlo, la ha excluido también. Tesman está sentado en una mesa con Thea a su lado; bajo la luz de la lámpara están las notas que dejó Eilert Løvborg y, juntos, se disponen a reconstruir la obra destruida, todo lo exactamente que la memoria y la colaboración de Thea les permitan. […] «¿Me necesitáis para algo?», pregunta Hedda. «No, para nada», le asegura Tesman. Para distraerse, le queda el juez Brack. Que Tesman, en lo mejor de su trabajo y de su amor por ella, deba darle la espalda y acercarse a otra es como una sentencia, pronunciada en su contra. Todo el gesto y todo el mérito, toda la sustancia auténtica y la vida retornan a aquellos dos seres ordinarios. Poco importa si Hedda se queda o se va: ella está totalmente de más, su asunto está arreglado, va a concluir su vida sin dejar atrás la menor falla.

Se dirige lentamente a la habitación de al lado, donde está su piano y, encima, la caja de las pistolas. […] Los dos estudiosos escuchan una salvaje melodía de baile que procede de esa habitación, una disonancia que rompe su concentración. Nadie se da cuenta de que esos sonidos resumen la naturaleza frívola de Hedda. […] Hedda concluye su vida con un acto de alienación espontánea, en un sentido sombrío e irónico: no muere por otro, no vive por otro, sino que muere por sí misma igual que vivía por sí misma. En el hecho de morir, delata sin embargo su pertenencia al grupo de las naturalezas libres y salvajes, pues solamente en la necesidad de su muerte se desvela toda la tragedia de la inquietante contradicción interior de Hedda Gabler: la tragedia de que Hedda sólo puede probar la verdad de su libertad interior negándose ella misma, borrando la vida de la Hedda sumisa y falsa, prisionera de su propia debilidad, la Hedda que, cuando estaba viva, no soportaba las palabras que el juez Brack pronunciaba sobre la muerte «¡Ese tipo de cosas no se hacen!».

Hedda está tendida en el sofá, en la oscuridad, la pistola apoyada sobre la sien. Toda su vida había jugado con ese arma, los disparos al cielo eran el símbolo de un deseo de libertad sin verdad interior, sin fuerza, sin objetivo y, por eso mismo, sin valor. Adquiere el único valor posible, gana la única verdad posible, con la fuerza de darse para siempre un fin: un disparo; una nada.

LOU ANDREAS-SALOMÉ

Friedrich Nietzsche en sus obras, Barcelona, Minúscula, 2005
Mirada retrospectiva: compendio de algunos recuerdos de la vida, Madrid, Alianza, 2005

Correspondencia con Rainer Maria Rilke, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 2004

El erotismo, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, 1993

Nietzsche, Madrid, Zero, 1986

Aprendiendo con Freud: diario de un año 1912-1913, Barcelona, Laertes, 1984

Fenitschka: una divagación, Barcelona, Icaria, 1988

El narcisismo como doble dirección, Barcelona, Tusquets, 1982

Documentos de un encuentro, Barcelona, Laertes, 1982

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HENRIK IBSEN (SELECCIÓN DE EDICIONES RECIENTES)

Un enemigo del pueblo, Madrid, Funambulista, 2007

Casa de muñecas, Madrid, Espasa Calpe, 2007

Emperador y Galileo, Madrid, Encuentro, 2006

Casa de muñecas; Hedda Gabler, Madrid, Alianza, 2005

Casa de muñecas; Juan Gabriel Borkman, Madrid, Espasa Calpe, 2004

Poesía completa, Madrid, Losada, 2004

Casa de muñecas; La dama del mar, Madrid, Espasa Calpe, 2003

Casa de muñecas; Los espectros; El pato salvaje, Madrid, Edaf , 2000

Brand: poema dramático en cinco actos, Encuentro, 1996

TEATRO HEDDA GABLER


06.09.07 > 14.09.07

COMPAÑÍA GALANTHYS TEATRO
DIRECCIÓN ERNESTO CABALLERO
INTÉRPRETES JOSÉ LUIS ALCOBENDAS • ANA CALEYA • LINO FERREIRA • DAVID LORENTE
INMA NIETO • ROSA SAVOINI
PROGRAMA CBA
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