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Tres entrevistas a Ullán

Eloísa Otero

Periodista, escritora y destacada blogger, Eloísa Otero (León, 1962) ha trabajado para diversos periódicos y revistas, como La Voz de Galicia, Diario de Galicia, El Progreso de Lugo, El Ideal Gallego y El Mundo de Castilla y León, y es autora de los poemarios La fuente dormida (1982), Cartas celtas (1995), Tinta preta (1999), Cartas celtas y otros poemas (2008). En el siguiente artículo recoge fragmentos de las diferentes entrevistas que mantuvo con el poeta José-Miguel Ullán.

En toda mi vida habré visto a Ullán sólo cinco o seis veces (quizá menos), coincidiendo con recitales y encuentros organizados por amigos. Se ponía nerviosísimo cuando tenía que leer en público, y mucho más si allí había precisamente amigos.

Sin embargo, aunque apenas nos conocimos personalmente, entre nosotros se tejió un hilo invisible de amistad, de complicidad y cariño, que él me hizo sentir de muchas formas, desde que un amigo (mi compañero entonces) le envió mi primer libro de poemas por correo postal, a mediados de los ochenta.

En los últimos diez o doce años le hice seis o siete entrevistas (quizá alguna más), a propósito de alguna lectura pública, o de la publicación de algún nuevo libro suyo. Manolo Ferro y él siempre me hicieron llegar sus libros y muchos otros de la colección Ave del Paraíso, personalizados con dibujos, fajitas, postales, poemas... como regalos inesperados. El último fue un precioso volumen titulado Complicidades, que realizaron mano a mano, y en el que sorprendentemente aparece uno de mis primeros poemas.

Todas las entrevistas que le hice a Ullán se plantearon a través del correo electrónico. No recuerdo las preguntas. Pero cada respuesta hubiera merecido publicarse tal cual (algo que no pudo ser, por exigencias del formato periodístico).

Sólo conservo tres y merece la pena sacarlas al aire. Sobre todo porque José-Miguel me animó a hacer con ellas lo que me viniera en gana. Y porque, como dijo Ruth Toledano: «Ullán es una mina», y aquí queda más claro que el agua.

Eso de leer poemas

La entrevista más antigua, fechada en marzo de 2001, se realizó a propósito de la participación de Ullán en el ciclo de lecturas «Pequeñas cosas para el agua» que organizó Víctor M. Díez en el CCAN de León. Lleva esta introducción:

Querida Eloísa:
«Eso de leer poemas» es lo que es. Tómatelo como incontinencia prologal a fin de darle yo salida de tono al instante, pues fiel reflejo es de la neura que ya me precede. Puedes utilizarlo a tu entero antojo. Como discurso de lo irremediable o desahogo involuntariamente cómico. O, mejor, como obsesión locoide y que, bien fragmentada, sería turbio Guadiana entre los párrafos de ayuda que tú escribas. O puedes verlo, claro, como tragedia prescindible de cabo a rabo. O inventarte otra cosa. Pero me quedo ahí. Nos vemos mañana. Gracias. Y abrazos.
José-Miguel

(ESO DE LEER POEMAS). Suelo resistirme. No porque tenga nada en contra de las lecturas públicas de poesía; de hecho, a mí muchos poetas me han aportado datos de interés, para bien o para mal, a la hora de decirse en voz alta, al conocer el comportamiento de su voz ante lo escrito, al percibir el ritmo y la tonalidad con que recorren sus palabras para ofrecerlas o para deshacerse de ellas de la mejor manera posible.

Pero, si uno llega a la conclusión de que lo pasa mal, se distrae, se confunde y hasta se asfixia, tiene que plantearse con neutralidad que algo raro, amén del tabaco, se interpone entre su escritura, con su parte de bisbiseo mental o compás de corazonada, y la dicción rotunda, exterior, desprovista de blancos no sujetos a astucia, de emplazamientos estratégicos, nada teatrales y de imágenes que, al fin y al cabo, resultan palpables: caligrafía, objeto, intimidad, libre recorrido.

En el fondo, todos los esfuerzos previos de despersonalización se hacen añicos, tienes que reconstruir el conjunto como si se tratara de una cosa propia, que lo será, pero que no tendría que serlo hasta el punto de proclamarlo.

Sin embargo, sería petulancia absurda, raridad instrumental o contraimagen de buen tono no volverlo a intentar de vez en cuando, no exponerse a lo mismo, sobre todo cuando un lugar propicio y unos amigos cabales, en la poesía y en la cordialidad de otros secretos, tienen la deferencia de reclamarte por las buenas, con todas las consecuencias.

Todo esto queda muy siglo XIX, bajo el dilema de costumbre: salir o no salirse de lo suyo, y permite sospechas varias, como coquetería, misantropía o ganas de enredar. Pues, al término, ejecutada la lectura, enseguida se cae en la cuenta de que esa cosa tan atormentada, entre el sonrojo y la estoica patafísica, la verdad es que tiene un componente considerable de vulgar neurosis risible, que así son todas cuando no te tocan por dentro.

Y bueno, sí, luego está eso que tú dices, el sambenito de lo hermético, que es cilicio que ronda a deshora, aunque mal podría hacer la menor mella en mí. Porque, a la postre, y aunque yo tenga alguna opinión sobre la claridad de las sombras, pienso que buena acción sería recitar un canto incomprensible. Por puro placer, sin prurito de modernidad cíclica, y también en detrimento expreso de lo que tanto abunda. Una mediocridad siempre tan comprensible, aferrada al tenaz despropósito antipoético de raíz, de acceder al entendimiento de los más, gracias a frecuentar un único sentido: el sentido común.

Pero todo eso da igual. Y es normal que le dé también igual al que ha ido a oír leer, que va a encontrarse con alguien que le lee lo que ya está ni claro ni oscuro, pero sí minado de dudas, y que tal vez parezca poco propicio, en efecto, a enmascararse con un tipo de canto para el que no nació, pues tiende a repetirse desde hace mucho la pregunta de César Vallejo: «¿No subimos acaso para abajo?» Y en ese hondón la resonancia es otra, otra la luz y otro el tiempo. Allí decirse es excavar, amasarlo, conformarlo con ser así. Entonar cada cosa con el color de sus deseos. Y, a todo esto, hasta lo más liviano se complica. Y ya no sabes si barajas lo complicado real del caso o lo absurdamente complicado de un no saber obrar cuando te acuerdas, por ejemplo, de los poetas amigos que van a estar acompañándote.

Junto a ellos, que a todo esto le dan vueltas, que de sobra saben que lo nuestro es minucia, «pequeñas cosas para el agua», pues sí, te da otro no sé qué por añadidura. Y hasta pueden estos reconstruir un cuadro de Tàpies cuando leo determinado poema, cuando yo desearía (incluso para mí mismo) que ya sólo lo escrito se dejara decir como un decir ocasionado allí, pero ya sin presencia de lo otro, del primer estímulo.

Y alguna vez he puesto una canción, como creo que haré en León, para ilustrar de plano una cita. Y total, que a ti te interesaba, periodísticamente hablando, saber qué tal las relaciones actuales entre cultura, esa sección, y periodismo, ese universo. Y no me escabullo, que digo que andan bastante mal por lo general, que todo vuela bajo y que, por vez primera, sin la menor mala conciencia por parte de los responsables. Muchos escritores y periodistas se han puesto de acuerdo: «¡Ya está bien!» O: «Lo que vende, vende». O: «Se acabó de fingir». O, en fin, la sentencia más pronunciada: «A mí no me la vuelven a dar con queso...». Pero no te creas que eso me quita el sueño, pues más bien parece pura coherencia con lo ahora predominante en todos los otros campos del convivir. Ya sabes: la difícil sencillez, el pan-pan y el vino-vino, la sana obviedad, el relato de lo menudo.

Pero en ese contexto ha de leer uno. Y eso sí intranquiliza. Porque el que acude casi por azar a una lectura pública tiene todo el derecho del mundo a centrarse en eso, a esperar amenidad, soltura, aclaraciones complementarias y, además y mientras tanto, algo que tenga que ver con lo que suele entenderse por poesía, por declamación, por pundonor.

Y, con todo esto, ¿qué hacer? No te imaginas a Goethe o Victor Hugo en este trance. Y te ríes, de acuerdo, pero sólo después. Hasta entonces, yo sé que tú quisieras que abordáramos algún aspecto de mi poesía o que habláramos de México, y sin duda sería más animado el compendio, ir del camaleón a «Muerte sin fin», pero, ya ves, vuelvo y vuelvo a lo que a nadie, de hecho, le importa: salvo a mí, impropio de mi edad. Y que no tiene nada que ver con la poesía, sino con la forma de mostrar el enigma, las líneas espirales del deseo. Cuando llega el momento de ponerle voz a lo apalabrado y se te cruza todo esto de lo que te he estado hablando sin ton ni son, pero sin ahorrarte la sensación paralela de no acordarte en realidad de nada, ni tan siquiera de esos signos que tienes ante tus ojos y que te aguardan a una prudente distancia. Y entonces, poema tras poema, lees sin más, como buenamente puedes: que suele ser un decir a ciegas.

Ni mu

Esta es la segunda entrevista que conservo, fechada el 15 de octubre de 2003, en torno a la aparición del libro Ni mu, editado por José Noriega en El Gato Gris (Valladolid).

Querida Eloísa:
A ver si ya. De entrada, te copio lo que me salió en cuanto llegaron tus preguntas y sólo referido a la naturaleza del encargo. (Tal vez nada de eso sirva, por haberte ocupado ya del editor, pero así hará más bulto este envío.)

DEL ENCARGO: Hace bastante tiempo, José Noriega me pidió unos poemas para que, en colaboración con algún pintor, hiciésemos un libro de artista en sus ediciones limitadas de El Gato Gris. No respondí entonces a esa propuesta no porque no me interesara, sino porque en ese momento, tal como a menudo me pasa, no tenía nada publicable o impublicable ni tampoco la sensación de irlo a tener en breve. Así que me quedé con la copla, pero también con la sequía. Y aplacé mi respuesta al editor con la idea de terminar por mandarle algo concreto y no una simple nota de cortesía. Por cierto, Juan Carlos Mestre, que ha publicado en esa editorial y es amigo de Noriega, me recordaba a veces, cuando me lo encontraba, aquella posibilidad pendiente. Hasta que un día surgió una serie de dibujos, enseguida muy amplia, de la que Ni mu forma parte. Y fue cuando observé que esos poemas mudos, aunque no exentos de agitación, guiñaban en dirección del molino donde tiene su taller El Gato Gris.

Cuando al fin di señales de vida y anuncié la naturaleza del libro, creo que el heroico y paciente editor ya no esperaba respuesta mía ni tampoco esa ausencia obstinada de escritura en las páginas entregadas. Pero Noriega se hizo al instante cargo del objeto, tratándolo con entusiasmo y delicadeza.

Porque, claro, yo mismo no dejaba de ver que representaba a un desaparecido que, después de un eclipse total, resucita con lo que tal vez se esperaba menos de él. En definitiva, con unas cuantas ánimas, en gozo o en pena, que se muestran propensas a no decir palabra. Y que acaban por entregarse en cuerpo y alma a lo bailable, a la articulación de un deseo que no necesita nombrarse.

(Hasta ahí, el primer calentón explicativo. Y, a partir de aquí, unas cuantas lascas. Por favor, con lo uno y lo otro haz lo que quieras: borra sin piedad, corrige, monta a tu antojo.)

—El silencio es un sueño más. No sé por qué, en su nombre, suele malgastarse tanta saliva.

—Es cierto, mientras dibujaba, sonaba de continuo a mi lado el primer disco de la Mala Rodríguez: Lujo ibérico. Tal vez esa saturación de alegatos y posiciones escabrosas («estoy en la línea que da más miedo») invitaba a un peregrinaje en paralelo, a través de simples gestos y de unas cuantas manchas sin nombre. Y es que a la mano, estimulada por ciertos ritmos, también le gusta dejarse ir.

—La caligrafía del dibujo tiene algo más primitivo y libertino, menos domesticado que aquello que articula la escritura. Sus límites son más ambiguos. Y la ambigüedad, tomada ésta como movimiento de doble percepción y no como un escape o componenda, sigue siendo un buen instrumento de resistencia. Por eso, al dibujar de manera espontánea (sin la exigencia de un artista plástico, sino como desahogo de escritor), hay algo inaugural, no fijado del todo, que enseguida se impone en su hibridez y que ahí se queda, a su aire, mientras que en la escritura todo tiende a amoldarse, a darse en forma y, en definitiva, a rendir cuentas. Cada dibujo, en cambio, es un sobresalto sin molde.

—En mí, lo dibujístico aparece cuando no escribo, a modo de ejercicio durante la tregua. Si la pausa es mera interrupción, el garabateo y los monigotes se entremezclan con lo que ando escribiendo. Ahora bien, cuando la pausa es prolongada, emborronar papeles se convierte en tarea obsesiva a la par que tranquilizante.

—A veces, una serie vive agazapada durante largo tiempo. Ése ha sido el caso del alfabeto inserto en el próximo libro, Con todas las letras, que se fue haciendo, a lo largo de más de diez años, al compás que le es propio a un ciclotímico crónico.

—¿Materiales? Los que tenga a mano. En especial, tinta china, acuarela y gouache... Y me agrada utilizar el pincel, por su recorrido flexible frente a la rigidez del lápiz, el bolígrafo o la pluma.

—Son dibujos alimentados por la inmediatez.

—Los escritores que, además de escribir, han dibujado son legión. E, independientemente del valor artístico de sus imágenes, éstas suelen ser a menudo muy iluminadoras de su escritura. Por supuesto, los resultados de algunos son espléndidos y válidos por sí mismos. Fíjate en Strindberg, Hugo, Michaux, Kolar o, sobre todo, en William Blake.

—A mí me gusta asomarme a las páginas manuscritas que contienen dibujos, tachaduras, notas al margen, borrones... Es un caos instructivo. Y es entrar en una intimidad que no crea sensación de malestar, sino de afecto. Me acuerdo de las hojas en las que Gustave Flaubert dibujaba las joyas que iba a llevar Salambó. Y de los papeles recortados de Andersen. Y de tantos otros –de Lewis Carroll a Kafka, pasando por Dostoievski, las hermanas Brontë, Lorca o Burroughs– que nos dejaron esa doble huella. No quisiera tampoco olvidarme de Augusto Monterroso, Severo Sarduy, Francisco Pino o Aníbal Núñez.

—Es curioso. Hay obras plásticas de escritores que confirman mi escasa devoción por su obra escrita. ¿Algún nombre? José Hierro o Ernesto Sábato. No, tampoco lo de Alberti me entusiasma.

Y corto por lo sano, sin relectura ni cosa que le valga, para no volverme a dormir.

Gracias por tu paciencia y por si logras poner en pie estos fragmentos.

Abrazos grandes.

Amo de llaves. Rensaku

La última entrevista que guardo tiene fecha de 1 de marzo de 2004:

Asunto: Sobre ‘Amo de llaves’.
Querida Elo: A ver si voy de vuelo, para que encuentres algo al llegar hoy.

El «rensaku» es una composición poética japonesa formada por una serie de «haiku». (Como en «los taliban», así permanece la palabra para los puristas a la hora de convertirla en plural; pero otros dicen «haikús» o «haikúes» –«kai-kais» escribía uno de sus primeros cultivadores, el mexicano José Juan Tablada– y tampoco pasa nada. He abierto este paréntesis para que obres a tu antojo al transcribir la palabreja; en realidad, como habrás visto, yo escribo «jaykú» y «jaykúes» por capricho propio. Y, venga, regreso al exterior.)

Éstos (aquellos «haiku») funcionan dentro del conjunto como un muestrario de vicisitudes, oscilaciones, subidas y bajadas de tensión; es decir, no están sujetos a otra unidad de relación que no sea la correspondiente a un mismo molde estrófico. En castellano, el «haiku» se queda en una estrofa de tres versos (5,7,5) con rima, por lo general asonante, entre el primero y el tercero. Total, que pasa a ser seguidilla (la de tres versos, que empezó siendo el estribillo de la seguidilla compuesta), con lo que el exotismo oriental de la propuesta tiene enseguida su contrapunto de andar por casa. Entramos, pues, en el territorio de una estrofa tradicional de la lírica española, a la que a menudo se ha recurrido para hacer una poesía neopopular.

Pero, regresando al dichoso «rensaku», lo curioso es que esta composición tolera e incluso aconseja que haya altibajos en el recorrido; ya sabes, ese prurito oriental en reflejar tanto lo sublime como lo abyecto, ya que en cada persona conviven. De ahí la comodidad a la hora de dar albergue a múltiples voces sin que se quiebre la «unidad» del conjunto. (De hecho, Amo de llaves es un reflejo paroxístico de la diversidad de cosas que te pueden pasar por la cabeza. Hay chistes cuarteleros, juegos dudosos de palabras, obscenidades, plegarias, mensajes de amor, jitanjáforas, suspiros, homenajes, parodias, bromas leves y bromas pesadas, desesperación, ironía... Más la huella del rumor social, de cuanto sucedía a lo largo del mes de julio de 2003. Se explica en la nota epilogal el proceso de este juego obsesivo. Que aumentó sus reglas al obligarse a introducir en cada estrofa dos palabras – «amante» y «ojo»–, tal cual o por medio de sus acciones –por ejemplo, amar, corazón, querer... / ver, mirar, atisbo...–. Y que también aumentó sus libertades al cargarlo de materiales gráficos: un alfabeto de corazones con ojos al final del libro, con cuyas «letras» se compone el «haiku» nº I; dibujos varios, manuscritos, recortes de periódico (pág. 146), fotografía (pág. 127), reproducción de pintadas callejeras y conversaciones anónimas (págs. 86-87), citas, notas a pie de página... (Lo ambiguo, lo resbaladizo, lo inestable, lo híbrido.)

Y dicho lo dicho de forma tan gelatinosa, tú me dirás ahora si quieres que te comente alguna cosa en concreto. (¿Viste La Razón del viernes? Venía un amplio batiburrillo a propósito del libro, donde incluso daban a Villarino de los Aires por desaparecido bajo las aguas.) No temas molestar; ambos sabemos que la editorial Losada necesita del soplo difusor. Ah, por si, en virtud del color local hablas del haiku-homenaje a Paco Pino, puedes deslizar esto:

Me acuerdo mucho de él. En los últimos tiempos, cuando llamaba por teléfono y no me encontraba en casa, no dejaba mensaje, pero sí quedaba su huella en el contestador. Eran unas toses nerviosas, un leve chasquido de fastidio y una frase suspirada: «¡Este hombre nunca está!» A veces, tales palabras parecían un lamento o un reproche en clave de monólogo interior. Pero también había ocasiones en que se convertían en una forma sutil de presentarse, de manifestarse él mismo: «¡Este hombre nunca está!»

Como acaba de celebrarse el primer aniversario de la muerte de Augusto Monterroso, quien también tiene en el libro un homenaje muy especial, te comento algo por si acaso.

Estuve en casa de Monterroso, en la ciudad de México, en diciembre de 2002. Fue la última vez que lo vi, ya bastante desmejorado. Pero, cuando regresé a Madrid, tuve aún tiempo de comunicarle que acababa de trasladarme a vivir al barrio de San Blas. Resultaba un homenaje en toda regla, pues, como sabes, en la ciudad de San Blas vive uno de sus más célebres personajes, el escritor Eduardo Torres, autor de este aforismo: «Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo». Pues bien, el haiku número cien alude a ello: «Moro en San Blas. / Y la cigüeña ahí sigue / al despertar». Puede leerse sin más, sin mayor explicación, como leemos un poemilla de Gil Vicente y teniendo por telón de fondo el conocido refrán sobre la nieve. Pero podemos acordarnos del célebre dinosaurio del celebérrimo cuento de Monterroso, tan a menudo transformado en otros animales (cosa que a él le divertía) cuando era citado por otros escritores. Lo curioso es que ese «haiku» tiene una ampliación en el Apéndice de Amo de llaves. Y da pie al único poema del libro ajeno a la estructura del haiku. Me refiero al poema «El camaleón», que a su vez es una versión bastante libre de un apunte del poeta árabe-andalusí («Moro en San Blas...») Galib al-Hayyam (al que reflejo como espía) en torno a una cigüeña que acaba de llegar.

No te doy más murga, aunque tal vez ahí quede alguna pista de cómo cada chispazo o instantánea arrastra, en centésimas de segundos, un poso variopinto. Con lo que el ojo, como le ocurre al corazón, no sólo ve tal o cual cosa cuando en ella se fija, sino que la ve en relación con otro sinfín de cosas.

Perdona el caos, el zigzagueo y las obviedades.

Muchos besos de Manolo y míos.

Y muchos besos también, queridísimo Ullán, para Manolo y para ti de Elo.