Error · Valerio Rocco Lozano

El error y el fallo constituyen una vertiente principalmente epistemológica del fracaso. Sin embargo, en el análisis que se hará a continuación se intentará, a través de la etimología y de una aproximación conceptual al significado de estas nociones, abordarlo de una manera más general, en el marco de una teoría de la “acción fallida”.

En griego, dos verbos principales expresan la contraposición acertar/errar: tynchano/hamartano. Errar, fallar, se comprende en este nivel por oposición al verbo de los aciertos y la buena fortuna. Existen al respecto diferentes niveles semánticos. Tynchano es, en Homero, el verbo de los encuentros por excelencia. En un primer momento y principalmente en el seno de la Ilíada, su contexto de aplicación es el ámbito de la batalla. Forma parte, por tanto, del vocabulario bélico y designa el contacto entre un arma y el cuerpo del enemigo, o el atuendo guerrero del mismo, como resultado de un embate o lanzamiento. El encuentro queda localizado en el espacio y se caracteriza por su concreción explícita y por las consecuencias inmediatas que desencadena: generalmente la muerte o el padecimiento de heridas. El sentido fundamental del verbo en el vocabulario bélico estriba no tanto en el carácter teleológico o fortuito del encuentro, -el acierto o el error- como en la expresión plural del contacto entre un curso de acción determinado (arremeter, lanzar) y un estado de cosas (un cuerpo, una parte de un cuerpo), así como de la situación resultante. Dependiendo de las diferentes construcciones en las que aparecen estos verbos, el encuentro se define bien como contacto con un objetivo perseguido y alcanzado (éxito) bien como contacto con un objetivo no perseguido pero alcanzado (error, fallo, fortuna).

Al margen de los ejemplos circunscritos al escenario de la batalla, existen otras instancias significativas en las que el encuentro se configura en el ámbito lúdico del concurso, la competición o en el terreno de la caza. En ellos, la estructura es prácticamente idéntica a la del vocabulario bélico: tynchano designa el estado resultante de una acción como encuentro o desencuentro entre el arma y el blanco. Hamartano (ἁμαρτάνω), forma verbal de la que deriva el sustantivo hamartía (ἁμαρτία) expresa con mayor claridad el desatino. El acierto implica la victoria y, por tanto, la obtención de los premios. Asimismo, en el caso de la caza, ambos se limitan a designar el tino en el lanzamiento del arma contra la presa o el contacto con un punto del cuerpo de la misma. Tanto en el caso del vocabulario bélico como en el interior del contexto atlético, cinegético y lúdico, las apariciones de tynchano y hamartano en la Ilíada muestran un predominio de la dimensión espacial, física y concreta del encuentro.

En Tucídides su recurrencia es habitual y en Platón y Aristóteles comienza a asentarse con sentidos específicamente morales. En el caso de Platón se dan usos epistemológicos de error o fallo (Cf. Crat. 420d; Car.171e7, Lg. 660c7; 668c8) vinculados en ocasiones a la ignorancia o a error técnico. Eso sí, en textos morales como Gorgias (525c5) e incluso en Leyes (627d3) se asume la ἁμαρτία como un error del que hay que dar cuenta a través de la pena o el castigo, con ánimo retributivo y ejemplarizante. En Aristóteles se abren tres usos fundamentales: el error trágico que se recoge en Poética, como un error fatal que determina el destino del personaje; algunas referencias nuevamente epistémicas en textos morales (así p.e. en EN 1142a21; 1142b10, referido a la “deliberación”, el mal juicio, el error en el cálculo) y, en otros textos, el uso que evidencia ya un marcado carácter moral: en EN 1148ab3 se distingue del vicio como una “falta” menor.

En latín, el errar se expresa mediante dos verbos: en primer lugar erro, as, avi, atum, are, que remite directamente al extravío, al vagar, pero también al titubear y vacilar. Como veremos posteriormente, este significado sigue muy presente en la metaforología del error en la época moderna, a través de la imagen del camino extraviado. El segundo verbo para referirse al fracaso es fallo, is, fefelli, falsum, ere, que originariamente significa “hacer caer” en dos sentidos: uno más drástico, “abatir”, y otro más gradual, “hacer deslizar”. Esta raíz se conserva en el alemán fallen y el inglés fall. Esta diferencia en la manera de concebir el error afecta a su vez a dos vertientes de sus significados figurados: por un lado es “engañar”, “hacer caer en el error”, pero por otro es “simular” o “disimular”, “hacer pasar por”, “decepcionar”. Así, por ejemplo, fallor es “engañarse”, fallentia es el conjunto de engaños y spes fallere es traicionar la confianza de alguien. En este sentido de “engañarse”, es preciso recordar, por su gran repercusión filosófica y sus conocidos desarrollos en el cogito cartesiano, el “si fallor, sum” de San Agustín. En su De Civitate Dei (Lib. XI, cap. XXVI, el obispo de Hiipona escribe: “Quid si falleris? Si enim fallor, sum. Nam qui non est, utique nec falli potest, ac per hoc sum, si fallor” (“¿Qué? ¿Y si te engañas? Pues, si me engaño, existo. El que no existe no puede engañarse, y por eso, si me engaño, existo”).

El participio pasado del verbo, “falsum”, introduce una clara superioridad de la vertiente gnoseológica del error (que sigue en el alemán fehler) sobre la moral. Ésta también existe, lo que por cierto afecta a términos como el español “felón”.

Otra cuestión importante es considerar de dónde viene a su vez etimológicamente la palabra latina fallere: en algunos diccionarios se afirma que viene del griego sphalein (hacer caer) y en otros de phelos (falso o engañador, referido a una persona). Una tercera vertiente defiende que viene del sánscrito sphal (vacilar, estar a punto de caer).

En este sentido, es preciso destacar el componente agonístico, bélico, que encierra el error (es decir, la vertiente fundamentalmente epistemológica del fracaso) sobre todo si nos centramos en el participio pasado. A este respecto, Heidegger, en el parágrafo 3 de sus Lecciones sobre el Parménides, de 1942-43, señala que tras la verdad griega como desocultamiento en Roma se impone como palabra fundamental el imperium, el poder, que afecta a la concepción de la verdad a partir de la comprensión justamente de falsum: lo que es falso porque fallit, porque cae, lo que es apresado por el adversario vencedor, y por lo tanto, dueño de la verdad. Esta concepción agonística del error es fundamental, aunque no agota todo el campo semántico del término latino.

En virtud de todo lo dicho a partir de las etimologías estudiadas, se puede ver que el error está hondamente relacionado con tres paradigmas: el encuentro, el extravío y la caída, siendo probablemente este último el más determinante. Como hemos visto, el primero es quizás el más determinante, y ha sido a menudo entendido, desde el punto de vista metafórico, como el encuentro entre un arma y su blanco. Tal y como se adelantaba al principio, cabe preguntarse, basándose en esta metáfora, ¿es posible formular un mecanismo general de comprensión de la atribución del error a una acción?

El camino para encontrar un mecanismo que nos permita atribuir fiablemente el término “error” puede comenzar con la búsqueda de un criterio para detectar qué hechos son susceptibles de convertirse o ser designados como errores. Si todo fracaso es el fracaso de una acción, en concreto los errores lo son de un tipo de acciones que se despliegan en la práctica totalidad de ámbitos de la vida humana: los intentos
Todo intento es una acción orientada a fines. Esto no implica intencionalidad necesariamente, puesto que pueden existir acciones de este tipo no intencionales, orientadas a fines en un sentido funcional. Los intentos, además, se caracterizan por la forma en que son evaluados y llevan consigo una normatividad característica, a la que puede llamarse normatividad télica.

De manera comprensible, dada la etimología que hemos estudiado hasta ahora, el ejemplo del arquero es utilizado como un caso paradigmático para ejemplificar estas acciones. En este sentido, por lo explicado anteriormente, parece inevitable esbozar una teoría de las acciones fallidas a partir de la definición del acierto. La acción de lanzar una flecha, llevada a cabo por un arquero, esto es, por alguien entrenado y en un contexto apropiado, puede someterse a una evaluación que se despliega en tres dimensiones (según la teoría elaborada por Ernst Sosa en el marco epistemológico contemporáneo):

-Acierto: la acción es acertada cuando la flecha da en el blanco. Esto puede ocurrir porque la fortuna ha sonreído al arquero, o bien porque el tirador es una persona capacitada que ha practicado lo suficiente y sabe cómo dirigir el tiro para dar en la diana con precisión.

-Competencia: si el tirador es una persona capaz y competente en esta práctica de tirar flechas con el arco. Cómo midamos esta competencia es algo completamente abierto a interpretación y existen distintos enfoques para considerar esta cuestión. Es en esta dimensión de evaluación donde se hace clara la diversidad de experiencias de errores o fallos posibles.

-Aptitud: una acción es apta cuando la flecha ha dado en el blanco porque el arquero era competente. Es la dimensión que vincula las dos anteriores: se produce sólo cuando el acierto está directamente relacionado con la competencia.

Con este esquema de evaluación en mente, podemos plantear que el error se produce toda vez que la acción no es apta (no hay acierto) pero sí hay competencia, esto es: el agente, el sujeto, tiene en su mano la capacidad de lograr el acierto, pero éste no ha sido alcanzado.

En tanto que intentos, estas acciones llevan consigo una normatividad propia, que incluye intuiciones como: “el acierto es mejor que el fallo” o “un intento es un mejor intento si es competente que si es incompetente”.
La competencia es una dimensión evaluativa que se mide de forma distinta según el ámbito en el que se produzca el intento, y el criterio para medir esta dimensión será determinante para catalogar los tipos de error.

Desde esta perspectiva, podemos afirmar que la etiqueta “fallo o error” solo puede atribuirse a acciones normativas télicas. Con respecto al mecanismo de atribución, detectamos claramente la distinción entre la dimensión evaluativa objetiva (el hecho mismo de no haber logrado el fin), que se decide en la dimensión del acierto y la dimensión subjetiva: qué criterio utilizamos para decidir si el sujeto era capaz o no de lograr el éxito. Esta evaluación es llevada a cabo por el propio sujeto, pero también desde fuera: por su comunidad, por una institución o por toda la sociedad, por un historiador o por una gran variedad de otras instancias.

Así, parece posible detectar un mecanismo que determina cómo aplicar el término “error”, pero este mecanismo incluye una dimensión normativa ineludible que requiere observar todo fallo en su propio contexto y que hace posible la compleja diversidad de usos de este concepto a lo largo de la historia y en todos sus ámbitos: cultural, social, profesional, económico, bélico, religioso…

Así podría quedar esbozada una caracterización de un hecho del mundo del que el sujeto forma parte de manera pasiva, en tanto que esta caracterización de “acción fallida” parece poder determinarse de manera unívoca. Sin embargo, la evaluación explícita de una acción como fallida, el momento mismo en que un sujeto considera su acción un error (o más en general un fracaso), o es su propia comunidad la que consensuadamente etiqueta la acción o al propio sujeto como fallidos, resultan definitivos en cualquier intento de abordar con rigor el estudio del concepto. Así, el término “fallo” adquiere una función performativa sobre la experiencia del fracaso. Esta distinción entre la acción fracasada y la experiencia de fracaso resulta fundamental, porque sólo abarcando ambas dimensiones es posible afrontar la reversibilidad de este concepto y su significación histórica.

Para que el fallo se produzca no basta entonces con cumplir de forma unívoca los criterios para la atribución de la etiqueta analizada formalmente más arriba: resulta imprescindible el hecho mismo de ser experimentado como tal. Resulta imprescindible asumir esta doble dimensión: por una parte, el fallo como hecho del mundo, un hecho en que el sujeto está implicado como agente y desencadenante del mismo; por otra, la evaluación explícita de una acción como fallida, el momento mismo en que el propio sujeto considera su acción un fracaso, o su comunidad la que consensuadamente etiqueta la acción o al propio sujeto como tal.

Esta atribución puede llevarse a cabo por diferentes razones, de índole política, social, económica, etc., en virtud del gran potencial axiológico de la noción de fracaso (aquí declinada como error o fallo), que dada su connotación negativa establece relaciones asimétricas y verticales de dominación, explotación, discriminación, estigmatización, marginación, etc. Además, como señalábamos antes, el término “fallido” adquiere una función performativa sobre la experiencia subjetiva del mismo, creando una retroalimentación entre acción fallida y narrativa del fracaso (tanto la auto- como la hetero-evaluación por parte de los sujetos) que resulta definitiva para todo intento de abordar con rigor el estudio de este concepto.

En la modernidad, principal objeto de estudio de este Glosario, existe una larga tradición de escritos propedéuticos en el sentido de “medicina mentis”, para eliminar la inclinación del entendimiento humano al error. En este sentido, obras como las Regulae ad directionem ingenii de Descartes, el Tractatus de Intellectus Emendatione de Spinoza, el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke o la Fenomenología del Espíritu de Hegel constituyen la “pars destruens” de sus respectivos sistemas, para eliminar los puntos de vista errados o unilaterales y poder alcanzar el saber, la verdad o un consenso entre los seres humanos (según el filósofo en cuestión).

Según el clásico estudio Sobre el error de Victor Brochard (1879), en la modernidad existen tres actitudes fundamentales a la hora de comprender el error. La primera correspondería a Spinoza y sería heredera, en cierta forma, del Poema de Parménides: el error, en sentido estricto, no es posible, porque la Sustancia (Dios o la Naturaleza) es todo lo existente. La segunda, en cambio, correspondiente a Leibniz y al cartesianismo entiende “un pensamiento falso [como] la aparición en el mundo actual de un fragmento de esos mundos posibles a los cuales la voluntad divina ha rehusado la existencia” (Brochard, 1926, 246). La tercera modalidad de comprensión del error implicaría alguna forma de “relatividad” de la verdad: habría diferentes niveles o ámbitos de realidad que admitirían por tanto una multiplicidad de puntos de vista: piénsese en los múltiples dualismos del sistema kantiano o en el funcionamiento de la dialéctica hegeliana como progresiva superación de puntos de vista prima facie opuestos, pero reconciliables a través de un regreso al fundamento común de ambos.

Desde el punto de vista de la metaforología del fracaso, además del paradigma de la ceguera, predominante en el mundo clásico, en la modernidad cobra especial importancia para representar el error -además de la imagen del arquero y la flecha, ya abordada más arriba- la del camino extraviado (a menudo, dentro de un bosque). Esta tradición comienza indudablemente con Dante:

“En medio del camino de nuestra vida 
me encontré en un obscuro bosque, 
ya que la vía recta estaba perdida. 
¡Ah que decir, cuán difícil era y es 
este bosque salvaje, áspero y fuerte, 
que en el pensamiento renueva el miedo” 
(Alighieri, 1915, Inf. I, 1-6).

La experiencia trágica de la modernidad es la de darse cuenta de que, al haber fundado la prelación y autonomía del sujeto, al haber hecho del hombre el fundamento de la verdad, se ha roto la posibilidad del milagro; el precio que hay que pagar por el antropocentrismo es que ya no vendrá ningún Virgilio enviado del cielo para ayudarnos a salir de la selva oscura. A partir de Descartes y más tarde la Ilustración, es cierto, como decía Heidegger, que “el hombre entendido como ser con razón, no es menos sujeto que el hombre que se comprende como nación, que se quiere como pueblo, se cría como raza y finalmente se otorga a sí mismo poderes para convertirse en dueño y señor del planeta” (Heidegger, 2003b, 89). Pero ya nadie vendrá a rescatarle de la selva oscura, pues tiene que encontrar su propio camino; no se trata únicamente de poder contar sólo con el propio esfuerzo para llegar a la meta, pues esto está ya en el “por mi misma alma llegaré hasta Ti” de San Agustín. Es que ya no hay un único camino para salir del error, para librarse del fallo. 
 
Como ya se ha dicho, el Discurso del método de Descartes es una introducción (en este caso, a tres grandes tratados científicos: Meteoros, Dióptrica y Geometría) para poder alcanzar una certidumbre libre todo posible fracaso. En este sentido, es una guía para caminantes extraviados: ese méthodos enseña el hodos, el camino. Es sobre todo en su “moral provisional” en la que Descartes dialoga con la metáfora dantesca del “errar”, del extravío en el bosque, con una enseñanza (débilmente) prescriptiva: “mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fueran segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho posible hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque (Descartes, 2002, 88). Esta larga cita no tiene desperdicio. Caminar siempre recto puede ser un buen consejo para salir del bosque, pero este guiarse por el azar no es propio de la filosofía que quiere ser enseñable, discursiva, conceptual. Quien sale del bosque sin saber bien cómo, sólo por la fuerza de su impulso y decisión, no es un filósofo, sino un genio, tal y como leemos en el fragmento 235 de Humano, demasiado humano: “alguien que ha extraviado por completo su camino en el bosque, pero que con descomunal energía se afana en cualquier dirección hacia la salida, descubre a veces un nuevo camino que nadie conoce: así nacen los genios cuya originalidad se celebra” (Nietzsche, 2001, 155).  

Heidegger, el autoproclamado superador de la modernidad, comprendió y compiló algunos de sus escritos como “caminos de bosque”. Pero en otra obrita, Camino de campo, describe lo que ocurre cuando el camino de la vida se acerca al bosque: “al paso por su linde, saluda a un viejo roble bajo el que hay un banco de madera de tosca entalladura. Encima de él de vez en cuando se encontraba algún que otro escrito de los grandes pensadores que una joven torpeza intentaba descifrar. Para cuando los enigmas se agolpaban y no se vislumbraba salida, ahí estaba siempre el camino de campo” (Heidegger, 2003a, 17). Del bosque brotan pensamientos como eco de los filósofos que se hallan atrapados dentro de él; el camino de la vida, el del campo, no se adentra en el bosque, pero, dice de nuevo Heidegger, “en el bosque hay caminos, por lo general medio ocultos por la maleza, que cesan bruscamente en lo no hollado. Es a esos caminos que se llama caminos de bosque. Cada uno de ellos sigue un trazado diferente, pero siempre dentro del mismo bosque. Muchas veces parece como si fueran iguales, pero es una mera apariencia. Los leñadores y guardabosques conocen los caminos. Ellos saben lo que significa encontrarse en un camino que se pierde en el bosque” (Heidegger, 2003b, 9).
 
La experiencia epistemológica de la consumación de la modernidad está precisamente en empezar a sospechar que no existe una salida del bosque y que las fronteras entre el error y el acierto se difuminan. Por decirlo en latín: non potest non errare. Entonces la filosofía no debe imaginar escapatorias y soñar con el trasmundo que nos aguarda fuera de la selva, sino explorar el bosque utilizando esos caminos que nunca salen de él, y hacerlo más amable, habitable, que es precisamente la tarea del leñador y el guardabosque. El bosque (lucus) es nuestro lugar (locus), nuestro hogar, esta es la traducción ecológica de que “vivimos en tiempos de miseria”, y “los dioses han huido”. Ello no debe abocar a la resignación, sino a la serena comprensión de que no somos nadie (nemo) sin ese bosque (nemus), estamos transidos y unidos a él como si nosotros mismos fuéramos un árbol, como Pier delle Vigne, el hombre-arbol de Dante, o el entrañable Bárbol de Tolkien, por lo que toda huida es inútil, imposible. Pero entonces se hace necesario acondicionar, cambiar, mejorar los lugares inhóspitos del bosque, irradiando esta acción transformadora tomando como centro ese árbol tan especial al que aludió Descartes en los Principia: “ese árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen principalmente a tres: a saber la medicina, la mecánica y la moral” (Descartes, 1995, 15). Si no podemos dejar de errar, al menos procuremos hacerlo en un bosque en condiciones.

Bibliografía:

Alighieri, Dante (1915), Divina Commedia, ed. de Giuseppe Campi, Turín: Unione Tipografica Torinese.

Brochard, Victor (1926), De l’erreur, Paris: Berger-Levrault.

Descartes, René (1995), Principios de filosofía, Madrid: Alianza.

Descartes, René (2002), Discurso del método y meditaciones metafísicas, Madrid: Tecnos.

Heidegger, Martin (2003a). Camino de campo, Barcelona: Herder.

Heidegger, Martin (2003b), Caminos de bosque, Madrid: Alianza.  

Nietzsche, Friedrich (2001), Humano, demasiado humano, Madrid: Akal.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Paul Gustave Doré, Ilustración del Infierno de Dante, Canto primero, 1861, grabado. Dominio público: https://archive.org/details/dantesinferno00dantuoft/page/n33/mode/2up  

Fig. 2: Paul Gustave Doré, El arbusto que sangra, Ilustración del Infierno de Dante: Canto decimotercero, 1861, grabado. Dominio público: http://www.gutenberg.org/files/8789/8789-h/images/13-137.jpg