Suicidio · Eduardo Zazo

1. Aproximaciones al suicidio. La muerte es inapelable, sí, pero hay muchas maneras de morir. Uno de ellas es el suicidio. La primera pregunta es de rigor: ¿constituye el suicidio una forma de fracaso? Por un lado, el suicidio puede entenderse como el fracaso de una vida interrumpida voluntariamente, como el fracaso de una vida que merecía la pena ser vivida, como la prueba incontestable de que algo ha fallado o de que la sociedad ha fracasado. En términos globales, así es considerado hoy en día. No en vano es la Organización Mundial de la Salud (OMS) quien vela por este asunto de “salud mental”. Este mismo organismo calcula que en torno a 800.000 personas se suicidan cada año, lo cual quiere decir que, cada cuarenta segundos, una persona se quita la vida sobre la faz de la Tierra. Y por cada suicidio consumado hay más de veinte intentos. La OMS lanza periódicamente campañas de prevención, considerando que se trata de un “comportamiento” socialmente evitable. Por otro lado, el suicidio puede tener un significado atribuido, tanto por parte del propio suicida como por parte de otras personas, que, bajo ciertas circunstancias y en ciertos contextos, puede entenderse como “no fracasado” o incluso “exitoso”. El suicidio puede ser considerado una salida de una situación penosa como el sufrimiento insoportable, la enfermedad incurable, el deshonor, la derrota militar, la fatigosa vejez, etc., o un acto modélico o ejemplar hacia otras personas.

Según algunas interpretaciones, el suicidio es un asunto “animal” en el sentido más amplio de la palabra, ya que algunos animales no humanos también “practican” el suicidio. Difícilmente podremos conocer los motivos para hacerlo y su grado de conciencia de acabar con la propia vida, pero resulta innegable que hay animales que se matan y que se dejan morir. En los textos de la Antigüedad, quizá como relatos míticos, se recogen varios ejemplos: Aristóteles menciona en la Investigación de los animales (Libro IX, 631a) la curiosa y edípica historia de un potro que, después de haberse acostado con su madre sin saberlo, se suicida; y Claudio Eliano, en su Historia de los animales, cita veintiún ejemplos de suicidios animales (Preti, 2005, 551-552). En términos científicos actuales se ha constatado la muerte voluntaria de algunos individuos animales no humanos (Preti, 2007, 842-844). Se podría ir más lejos y llevar la cuestión a nivel celular con la apostosis -una forma de muerte celular programada por procesos internos de la propia célula en organismos pluricelulares- e incluso a nivel bacterial, pues hay bacterias que al ser afectadas por un virus se suicidan. En resumidas cuentas: parece que el suicidio no es una realidad específicamente humana, sino que forma parte del continuum de la vida. Sin embargo, ya desde los orígenes de las grandes civilizaciones axiales, algunas corrientes filosóficas y religiosas consideran que la posibilidad del suicidio, e incluso el propio acto suicida, constituyen la más alta expresión de la libertad humana. Sea o no un acto exclusivamente humano y ligado al libre albedrío, lo que sí está claro es que no es una realidad específica o monopolizada por determinadas culturas. El suicidio es un tema presente en prácticamente todas las culturas o civilizaciones. Por citar algunos ejemplos: el sati, el jauhar y la autoinmolación quemándose a lo bonzo en la India; el harakiri, el seppuku y los kamikazes de Japón; o el nenomamictiliztliuna náhuatl, entre muchísimos otros posibles. Aunque es posible que el porcentaje de población suicida varíe enormemente entre distintas culturas o sociedades, el suicidio se da donde hay un grupo humano.

2. Definiciones del suicidio. En el apartado anterior hemos partido de una amplia y general definición de suicidio que, sin embargo, no se deja delimitar tan fácilmente como concepto científico. Quizá sea esta una empresa irrealizable. En su clásico estudio El suicidio Durkheim perfiló, tras notables dificultades, un concepto de suicidio operativo como “todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto, positivo o negativo, realizado por la víctima misma a sabiendas del resultado” (Durkheim, 2012, 14). Pero, ¿son lo mismo el suicidio, la muerte voluntaria, el crimen contra sí mismo, la autodestrucción, el dejarse morir, la eutanasia, etc.? ¿Hay suicidios egoístas y suicidios altruistas? ¿Todo suicidio tiene que ser realizado por la propia víctima? ¿Constituye un acto suicida acudir voluntariamente a una muerte sacrificial (Mauss y Hubert, 2010, 165)? ¿Se suicida “voluntariamente” un espía que toma una pastilla de cianuro evitando que le torturen para obtener información? Deletreemos, en primer lugar, la palabra, por si encontramos alguna pista en su historia. 

Aunque suene antiguo, casi inmemorial, el término “suicidio” no entra en el vocabulario jurídico de las lenguas europeas hasta los siglos XVII y XVIII (Andrés, 2015, 42-43). En nuestra lengua no lo recoge el Diccionario de Autoridades (1726-1739), sino que aparece por primera vez en el Diccionario de la Real Academia Española de 1817 (Sandoval Parra, 2017, 15). ¿Quiere esto decir que antes de la palabra “suicidio” no había conductas o “realidades” suicidas? En absoluto. Pero el surgimiento de esta palabra es índice de un sutil tránsito que pone el foco en el sujeto que comete el crimen… contra sí mismo (el “sui” de “suicidio”). En épocas de una mayor presencia y cercanía con la muerte (Aries, 2000, 23-24) probablemente era más difícil delimitar tan claramente esta forma de morir. En griego y en latín existen numerosos giros y construcciones lingüísticas para lo que después llamaremos “suicidio”. Sólo en estas dos lenguas clásicas se han llegado a recoger más de 300 expresiones (Van Hooff, 1990, 243-250), aunque muchas de ellas se refieren al modo de hacerlo. Veamos algunos ejemplos traducidos a nuestra lengua, para captar esta atmósfera: muerte voluntaria, libre destino, darse muerte, deshacerse de sí, morir por su propia mano, poner fin a la propia vida, tomar la última decisión, procurarse la muerte, apartarse de la vida, refugiarse en la muerte, cometer crueldad contra sí, expirar o exhalar el alma, etc. En latín, numerosas expresiones se construyen con la forma “poner la mano contra sí”, mientras que en griego predominan las fórmulas con el prefijo “auto” (Van Hooff, 1990, 140). Este difuso, indefinido y amplio campo semántico probablemente apunte a que la idea de “suicidio” en la Antigüedad grecorromana, así como probablemente en otras culturas, fuera mucho más abierta que en la sociedad moderna. El continuum de violencia quizá no estuviera tan delimitado, etiquetado y conceptualizado.

3. Representaciones del suicidio en los siglos XVI, XVII y XVIII. En la Europa de la edad moderna podemos identificar dos grandes acercamientos a la cuestión del acto de quitarse la propia vida: la vertiente prohibicionista teológico-jurídica y la vertiente ejemplarizante político-moral.

a) Para la vertiente prohibicionista teológico-jurídica, el suicidio constituye un crimen y un pecado –y, por lo tanto, un fracaso–. En esta literatura jurídica y teológica cristiana, el acto suicida se equipara al acto homicida, constituyendo aquél una especie de homicidio cualificado, un crimen contra sí mismo, un crimen peculiar por la posición que el sujeto ocupa en el mismo (Sandoval Parra, 2017, 12). El homicida mata el cuerpo de otra persona, pero no su alma. Sin embargo, el homicida de sí -esto es, la persona que se suicida- no sólo pierde el cuerpo, sino sobre todo el alma, y queda sin posibilidad de acceso a la divinidad. Al rechazar el regalo más precioso que la divinidad le ha ofrecido -la vida-, se arroga el derecho y la posición de Dios, pretende convertirse en juez de sí mismo, en ministro de su vida, y comete el más grave de los crímenes, el más nefasto de los actos. Para toda esta literatura teológica y jurídica, ningún contexto, ninguna situación, ningún sufrimiento pueden justificar el suicidio. Considerado como un crimen más grave que el homicidio, el suicidio es catalogado como una injuria hacia el Derecho divino, natural y positivo. No sólo constituye una traición a Dios, sino un crimen contra la especie humana y contra el orden de la comunidad. En última instancia, el suicido es identificado por esta literatura con Judas, el traidor de Jesús el Cristo-Mesías. Por otra parte, este tratamiento del suicidio tiene su origen en el legado del gran intelectual cristiano para la Iglesia medieval y de la primera modernidad: Agustín de Hipona (Zambrano Carballo, 2006, 16) A pesar de que durante los primeros siglos del cristianismo el martirio y la muerte violenta fueran positivamente sancionados, Agustín de Hipona realiza, en La ciudad de Dios contra los paganos, una feroz crítica y condena de las supuestas virtudes de suicidios ejemplares de la Antigüedad precristiana.

b) Para la segunda vertiente, la ejemplarizante político-moral, el suicidio no constituye un fracaso necesariamente, sino que es convertido en un lugar común pedagógico, en un depósito de ejemplos morales o en un tesoro de enseñanzas para la vida política. Este tema se halla presente en los textos y relatos de la Antigüedad grecorromana, en la Biblia cristiana y en algunos textos filosóficos de los siglos XVI, XVII y XVIII.

b1) En los textos y relatos de la Antigüedad grecorromana, el suicidio es una práctica relativamente habitual, atravesada por un significado político o filosófico, y motivada por razones tan diversas como la defensa del propio honor, las pasiones amorosas, la protección de la patria o la liberación del sufrimiento miserable. Los ejemplos de suicidios tanto forzosos como libres son abundantes, las mitologías ofrecen ejemplos suicidas y numerosos filósofos antiguos, como los estoicos, defienden que el suicidio era una prueba de la libertad del ser humano. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII encontramos representaciones pictóricas de suicidas antiguos, como por ejemplo la muerte de Sócrates, Catón el Joven, Séneca y, quizá la más conocida, la muerte de Lucrecia, representada por Rafael, Botticelli, Durero, Lucas Cranach el Viejo, Tiziano, Rubens, Artemisia Gentileschi o Rembrandt, entre otros. Tampoco hay que dejar de lado los numerosos suicidios por honor y por amor -en las obras de Shakespeare, por ejemplo-, al igual que otros suicidios con enorme contenido político, como el suicidio colectivo en El cerco de Numancia de Cervantes o el defendido en algunos pasajes por escritores como Maquiavelo o Montesquieu entre otros, quienes, siguiendo los versos de Horacio sobre el pro patria mori, ofrecen argumentos a favor del suicidio colectivo por razones políticas.

b2) En la Biblia cristiana, especialmente en el Antiguo Testamento, encontramos algunos relatos de suicidios cometidos por parte de figuras relevantes, como Abimelec o Saúl -gravemente heridos en combate- o Sansón –prisionero-. Sin embargo, durante los siglos XVI, XVII y XVIII apenas encontramos representaciones pictóricas de estos personajes en esa situación, sino en otras. Por ejemplo, Sansón (con Dalila) protagoniza numerosas obras artísticas -Andrea Mantegna, Lucas Cranach el Viejo, Miguel Ángel, Rubens, Van Dyck, Rembrandt o Luca Giordano-, pero en ninguna de ellas aparece su escena final suicida. En el Nuevo Testamento se relata la historia de un suicida: Judas, representación del pueblo de Israel según la comunidad cristiana y modelo del acercamiento teológico y jurídico al fenómeno del matarse a sí mismo de este período.

b3) Aunque algunos textos filosóficos de los siglos XVI, XVII y XVIII constituyan impugnaciones directas de la vertiente teológico-jurídica (como Biathanatos de John Donne, publicado en 1644 y subtitulado convenientemente Declaración de la paradoja o tesis de que la autodestrucción no es tan por naturaleza pecado que nunca podrá ser otra cosa, en que son diligentemente investigadas la naturaleza y extensión de todas las leyes que este acto parece violar o el tratado Exercitatio philosophia de morte voluntaria, de Johann Robeck, publicado en 1736), el representante más eximio de una reflexión propiamente filosófica sobre el suicidio (comprendido como un asunto humano al margen de la Teología y el Derecho, pero en diálogo con los textos y relatos de la Antigüedad grecorromana, con la Biblia cristiana y con las nuevas informaciones sobre el Nuevo Mundo) probablemente sea Montaigne, quien en el capítulo 3 del Libro II de sus Ensayos, titulado “Costumbre de la isla de Ceos”, defiende, sin exaltarlo, la validez del suicidio en algunas circunstancias: “Dios nos concede venia suficiente cuando pone en una situación tal que la vida nos resulta peor que la muerte” (Montaigne, 2009, 506). Retomando algunos argumentos de Séneca, Montaigne otorga su aquiescencia a una muerte digna ante el dolor insufrible o ante la expectativa de una vida insoportable: “Esto es lo que dicen: que el sabio vive mientras debe, no mientras puede; y que el don más favorable que nos ha otorgado la naturaleza, y que nos priva de toda posibilidad de lamentar nuestra condición, es habernos dejado la llave de la libertad. No ha prescrito más que una entrada a la vida, y cien mil salidas. Nos puede faltar tierra para vivir, pero tierra para morir, jamás nos faltará” (Montaigne, 2009, 504-505). En los alrededores de Montaigne encontramos reflexiones con un tono y alcance similar en el Elogio de la locura de Erasmo o en la Utopía de Tomás Moro y algunos eminentes representantes de la Ilustración europea como D´Holbach en Francia o Hume en Gran Bretaña retoman la antorcha de Montaigne en la sobria, humana y cálida apología del quitarse la vida en determinadas circunstancias: “una persona que se retira de la vida no hace daño a la sociedad. Deja únicamente de hacerle bien. Lo que, de suponer un daño, sería mínimo” (Hume, 2012, 500). El texto de Hume, publicado sólo tras su muerte, titulado sin más Del suicidio, compendia con precisión esta reflexión lanzada a la modernidad por Montaigne: el suicidio no constituye “una transgresión de nuestra obligación para con Dios, con el prójimo o con nosotros mismos” (Hume, 2012, 495).

4. La literaturización del suicidio y el suicidio como cuestión social. Poco antes de que póstumamente fuera publicado este texto de Hume (1777), Goethe daba a las prensas su novela Las penas del joven Werther (1774), que desencadenó la así llamada Wertherfieber y que generó un verdadero fenómeno de masas. El suicidio por amor de Werther -en línea con gran parte de la literatura europea previa y ampliando la conexión previamente establecida entre melancolía y suicidio-, se convirtió sin embargo en arquetipo para las posteriores generaciones, especialmente para el romanticismo (Minois, 1995, 298). Con el paso del siglo XVIII al XIX entramos en una época en la que el yo -el sui del suicidio- adquiere una voz cada vez más prominente, aproximándose el acto del quitarse la vida a la enfermedad, el individualismo y, especialmente, el genio creador. Junto con el asesinato, también el suicidio se convirtió en una de las bellas artes y una nueva sensibilidad literaria y estética trastocaron por completo su marco de comprensión. En este nuevo campo abierto hay que situar los textos, reflexiones y vidas de autores tan dispares como Madame de Stäel, Schopenhauer, Flaubert, Dostoievsky, Baudelaire, Mainländer o Nietzsche. Muchos de estos textos, como en Nietzsche o Dostoievsky, recogen preocupaciones ligadas a la teología o a la muerte de Dios -e incluso al suicidio del propio Dios-, hasta desembocar en la completa falta de sentido que atraviesa el siglo XX y las reflexiones “suicidiológicas” de autores como Pessoa, Camus, Cioran, Artaud, Jean Améry (y su Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria) o Hermann Burger (y su Tractatus logico-suicidalis. Matarse uno mismo), entre otros. En pintura se amplían temas bíblicos o grecorromanos poco explorados previamente, como el suicidio de Safo por Ernst Stückelberg (1897) o los lienzos con representaciones del acto suicida por parte de Alexandre-Gabriel Decamps (ca. 1836) o de Manet (ca. 1880). En esta nueva atmósfera no solamente explota el suicidio como asunto literario y filosófico, sino también su práctica entre literatos y filósofos. En una mínima nómina de suicidas hay que incluir a Larra, Von Kleist, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Hemingway, Pizarnik, Pavese, Deleuze, Paul Celan, Primo Levi y tantos otros… El asunto candente no es solamente el hecho de que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía” (Camus, 2006, 13) sino que la cuestión vital es “¿por qué no me mato? Si supiese exactamente lo que me lo impide, no tendría ya más preguntas que hacerme puesto que habría respondido a todas” (Cioran, 1974, 73); o incluso “vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado” (Cioran, 2007, 71).

El reverso de esta literaturización del suicidio, con el paso del XVIII al XIX, probablemente sea su progresiva despenalización y su ascenso a una de las coordenadas esenciales de la “cuestión social”. El propio Marx dedicó un pequeño escrito a este asunto en 1846: una traducción comentada de un informe sobre el suicidio realizado por un archivista de la policía de París, un texto con el que ponía de relieve “lo contradictorio y anti-natural de la vida moderna” (Marx, 2012, 63). Este enfoque alcanza una sistemática reflexión sociológica con el estudio de Durkheim en 1897, quien distingue cuatro tipos de suicidios: egoísta, altruista, anómico y fatalista. Uno de los aspectos más incisivos del estudio de Durkheim consiste en preguntarse por las características sociales de la persona suicida, esto es, si el suicidio afecta más en función del sexo (en general se suicidan más hombres que mujeres), de la edad (más adultos que jóvenes), del estado civil (más solteros que casados), de la descendencia (más sin hijos que con hijos), de los ingresos económicos y de las propiedades (más ricos que pobres), de los estudios (más cultos que incultos), del lugar de residencia (más urbanitas que habitantes del campo), de la religión (más protestantes que católicos, y en menor medida aún judíos) o del tipo de sociedad (más en sociedades desarrolladas que en sociedades primitivas). También investigó los momentos de ejecución del acto suicida: según el sociólogo francés, ocurren más en primavera y verano que en otoño y en invierno, más de día que de noche, más de lunes a jueves que en fin de semana y más por la mañana que por la tarde. Aunque estos resultados han sido reelaborados, modificados y superados, introdujo un sesgo estadístico y sociológico que no ha sido abandonado en ulteriores estudios, como por ejemplo la continuación de su trabajo por parte de Halbwachs en 1930 en Las causas del suicidio o en los estudios posteriores, ya en tiempos más recientes, llevados a cabo con una perspectiva medicalizada (Barbagli, 2015, 176-177) por parte de los departamentos de salud de las diversas instituciones nacionales e internacionales, por la propia OMS y por las sociedades de suicidiología. Estas últimas estudian el suicidio y combaten la errada y romántica percepción habitual del suicidio como un fenómeno inevitable, realizado en un estado mental alterado, con el que se busca llamar la atención, brusco, del que siempre se dejan rastros previos, que involucran notas escritas, etc.

Por último, el debate actual sobre el suicidio aborda diferentes campos, que podríamos resumir en dos y que entroncan con las dos vertientes anteriormente descritas. En primer lugar, en continuidad con la vertiente prohibicionista teológico-jurídica, el suicidio es abordado como un asunto jurídico, como un derecho en determinadas circunstancias: esto es, como reivindicación de una muerte digna o eutanasia. Este debate ha suscitado polémicas morales y políticas de hondo calado y no es improbable que se produzcan desarrollos legislativos en un futuro próximo que reconozcan el derecho a una muerte digna. En segundo lugar, en continuidad con la vertiente ejemplarizante político-moral, el suicidio es abordado como un asunto político: como acción política directa, e incluso terrorista, tal como sucede en los ataques suicidas (en el 11S, por ejemplo) o con los kamikazes japoneses (en la Segunda Guerra Mundial); como forma de protesta, tal como sucede en los suicidios quemándose a lo bonzo (desde la famosa imagen del monje budista vietnamita Thich Quang Duc, que el 11 de junio de 1963, en Saigón, decidió quemarse vivo, hasta las que dieron inicio a las protestas en el mundo árabe en 2011); o como supuesta acción razonable en el marco de algunas corrientes del anti-natalismo.

Como se ha podido comprobar en las consideraciones hasta aquí desarrolladas, y por decirlo con una fórmula paradójica a pesar de la seriedad y tristeza del tema abordado, el suicidio es un asunto que conserva una gran vitalidad y posee un enorme futuro. ¿Constituye el suicidio una figura del fracaso? Las paradojas emergen por todas partes, pues si pensamos que el suicidio no es un fracaso, entonces el hecho de intentar matarse y lograrlo tiene que ser calificado como una acción exitosa; e inversamente, si etiquetamos el suicidio como una forma descarnada de fracaso, entonces el intento fallido de suicidio sería un fracaso exitoso. La pregunta no tiene una respuesta sencilla (Álvarez, 2014, 16). Probablemente sea el suicidio una figura ambigua del fracaso.

Bibliografía

Álvarez, A. (2014). El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio. Santiago de Chile: Hueders.

Andrés, R. (2015). Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente. Barcelona: Acantilado.

Ariès, P. (2000). Historia de la muerte en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días. Barcelona: Acantilado.

Barbagli, M. (2015). Farewell to the World. A History of Suicide. Cambridge: Polity Press.

Camus, A. (2006). El mito de Sísifo. Madrid: Alianza.

Cioran. E. (1974). El aciago demiurgo. Madrid: Taurus.

Cioran. E. (2007). Silogismos de la amargura. Barcelona: Tusquets.

Durkheim, E. (2012). El suicidio. Un estudio de sociología. Madrid: Akal.

Hume, D. (2011). Del suicidio. En Hume, D. Ensayos morales, políticos y literarios (pp. 493-502). Madrid: Trotta [1777].

Marx, K. (2012) Acerca del suicidio. Buenos Aires: Las cuarenta.

Mauss, M., Hubert, H. (2010). El sacrificio. Magia, mito y razón. Buenos Aires: Las cuarenta.

Minois, G. (1995). Histoire du suicide: la société occidentale face à la mort volontaire. Paris: Fayard.

Montaigne, M. (2009). Ensayos. Barcelona: Acantilado.

Preti, A. (2005). Suicide among animals: clues from folklore that may prevent suicidal behaviour in human beings. Psychological Reports, 97, 547-558.

(2007). Suicide among animals: a review of evidence. Psychological Reports, 101, 831-838.

Sandoval Parra, V. (2017). El crimen de suicidio en la Edad Moderna. Tratamiento institucional en la literatura moral y jurídica europea. Madrid: Dyckinson.

Van Hooff, A. J. L. (1990). From Autothanasia to Suicide. Self-Killing in Classical Antiquity. London: Routledgde.

Zambrano Carballo, P. (2006). Literatura y suicidio: breve historia del debate. En: Zambrano Carballo, P., Fernández Garrido, M. R., Losada Friend, M., Navarro Domínguez, E. (2006). Estudios sobre literatura y suicidio (pp. 13-41). Sevilla: Alfar.

https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/suicide

Índice de ilustraciones:

Fig.1: Lucrecia muerta, Damià Campeny (1804)

Fig. 2: Ilustración de Las penas del joven Werther, de Johann Wolfgang von Goethe (1774)