Desengaño · Gabriel Aranzueque

Formado por el prefijo negativo des- y el sustantivo engaño, este vocablo designa el sentimiento dominante que se alberga cuando un determinado estado de cosas desmiente la expectativa, la esperanza o la confianza puestas en algo o alguien. La partícula antepuesta des- denota negación, contrariedad o privación del sentido de la palabra a la que se aplica la prefijación (RAE, 2009, 716). Este proceso morfológico expresa también intencionalidad, así como la pérdida parcial o total de lo que se expresa en la base léxica, y connota una crítica negativa de la voz a la que se añade el prefijo. En este caso, el sentido privativo del morfema signa la ausencia de la base nominal engaño, de resultas de su inversión, instantánea o paulatina. El desengaño, por tanto, trae consigo la falta de confianza que acompaña al hecho de salir de una mentira. Por su parte, la voz engaño, que significa igualmente una falta, la de la verdad en lo que se hace, se dice, se piensa, se cree o se discurre, proviene del latín vulgar ingannāre: burlar, frustrar, desvanecer la expectativa o el deseo de alguien, haciéndole creer que algo falso es verdadero mediante halagos y mentiras. El prefijo in-, con valor intensivo, es sumamente productivo y añade la idea de interioridad: hace a alguien víctima de una trampa, la introduce en él y le convierte así en un sujeto burlado, al que se enreda literalmente con charlatanería, pues ese es el significado derivado de gannīre (charlar, parlotear). El engañado es presa de un habla insustancial que encuentra su raíz etimológica, de carácter onomatopéyico, en el gañido de los perros, en el corto aullido o quejido que emiten cuando son maltratados, como lo es el propio burlado, por cierto. En la lengua castellana, como recoge el Tesoro, se vincula el dolus malus del desengaño a gāneum: «el bodegón o taberna secreta, donde se vende el gato por liebre y hacen pagar muy bien el escote a los forasteros que van allí a comer; y ni más ni menos las casillas y sótanos de las rameras, que también engañan a estos, dándoles a entender que son mujeres honestas» (Covarrubias, 1995, 474). Otra etimología del Tesoro lo relaciona con gana, en el sentido peyorativo de cupiditās, esto es, con la codicia de una cosa por la que se da más de lo que vale, siendo el desengaño el conocimiento de la verdad con que se sale del error en que se estaba, la enseñanza recibida por una lección amarga, a saber, «el hablar claro, porque no conciban una cosa por otra […], el trato llano y claro con que desengañamos, o la mesma verdad que nos desengaña» (id., 413). El origen semántico del desengaño, por tanto, al poner fin a una creencia mal fundada, no implica necesariamente un estado de abatimiento, sino que puede encerrar, pese al disgusto inicial, una parte positiva, pues la aceptación del fracaso supone la comprensión de las limitaciones que la realidad impone al deseo, y nos desembaraza del lastre de la illūsiō, de aquellos conceptos, imágenes o representaciones sin una base real, o de aquellas esperanzas vanas cuyo cumplimiento parecía especialmente atractivo y cuyo abandono se evidencia a posteriori una liberación. Si el engaño produce ilusión, la viva complacencia fatua en una persona, una cosa o una tarea (DRAE, 2001, 1250), su inversión trae consigo un desmentido, cuya consecuencia puede ser el desencanto, la desesperanza, la frustración o el malogro; pero también la contradicción necesaria que desdice la falsedad del victimario. Ese bivium es una de las claves gnoseológicas y morales que ha recorrido la edad moderna en varios sentidos, y el difícil camino emotivo y estético de toda educación sentimental.

La rica y plural semántica del desengaño puede suponer que el «alma se caiga a los pies», que uno «dé con la badila en los nudillos», que «quede chasqueado» y «dé en la cresta», que le «salga el tiro por la culata», que «salga trasquilado» y con «el rabo entre las piernas», en suma, que quede defraudado, desinflado, despagado, amargado y escaldado; pero también, y esto es fundamental, desembelesado, desimpresionado y desencantado (cf. Moliner, 1992, 934), condiciones de posibilidad de la toma de conciencia y de la activación de la fuerza activa de la voluntad que la modernidad llamó siempre libertad.

Ese doble camino del êthos y el páthos lo comparte el desengaño con la decepción. El primero es la causa de la segunda, y ésta, por tanto, la consecuencia, la impresión producida en el ánimo por aquél. La dēceptiō entraña pesar: el dolor motivado por la pérdida de la esperanza, el sufrimiento que conlleva la frustración, el sentimiento originado por un fraude del que se es consciente; pero implica también poseer el conocimiento verdadero que deshace el error y muestra el carácter infundado de la trama que nos envolvía con anterioridad, la red de ensueños y fingimientos que nos apresaba. El término dēceptiō se forma con un sufijo de acción sobre el supino dēceptum, del verbo dēcipere, cuyo significado nuevamente es engañar, burlar, extraviar o defraudar. El étymos de esta última voz latina, su verdad semántica, nos conduce a la idea de descenso o caída que añade el prefijo de- y al verbo capere (tomar, coger, capturar), con una apofonía radical debido a la cual la a pasa a i. Se trata de un verbo relacionado en origen con la acción de cazar que designa el acto de hacer caer una presa y capturarla mediante alguna trampa (captiō). En el padecimiento de la decepción, el sujeto se sabe presa de un ardid, literalmente objeto de capción: asido o atrapado por la desilusión, tomado por la fuerza del desengaño. La raíz del nombre parece remontarse a la lengua indoeuropea: *kap-, donde significa igualmente coger o tomar (Roberts y Pastor, 1997, 75). Como estado emocional de desánimo, la decepción comienza a formar parte de la historia político-sentimental de Occidente a partir del siglo XVIII y, más concretamente, a través de la difusión de la voz inglesa disappointment, cuyo origen se remonta al siglo XV, procedente a su vez del término francés antiguo desappointer (destituir), derivado de poindre (pinchar, punzar).

En consonancia con este campo semántico, el decepcionado se siente literalmente destituido, fuera de todo programa o acción, invadido por el desánimo y la desesperanza. Efectivamente, tanto el desengaño como la decepción pueden traer consigo emociones y sentimientos penosos que maridan con la tristeza y la falta de fe, y que suelen acompañar, en consecuencia, al fracaso de las expectativas no realizadas, o sencillamente irrealizables. En ambos casos, nos encontramos siempre ab initio con una búsqueda que aspira a su cumplimiento, que proyecta descargarse en una acción específica o eficaz. Pero tanto en el caso del desengaño, como en el malestar que entraña la decepción, la inclinación o propensión propia del afecto que nos mueve a obrar de ese modo no llega a término, el propósito se desbarata y el fin evidencia ser una falsa ilusión. De hecho, la voz latina affectō trae consigo la idea de «intentar alcanzar» a alguien o algo (id., 41), de influirle, de poner algo en ello, de colocarlo o de arreglarlo, posibles significaciones de afficere (influir), que encuentra a su vez su origen etimológico en faciō (hacer) y, en última instancia, en la raíz indoeuropea *dhē- (poner, arreglar; con grado cero y sufijo: *dh∂-k- (hacer): id., 40-41).

Esa intención de alcanzar o lograr algo, cuando no llega a buen puerto, supone evidentemente el fracaso de la voluntad, de su ideación práctica, lo que suele abrir otras dimensiones psicosomáticas no tan conscientes y verse acompañado, en consecuencia, por una emoción penosa. En ella, el sujeto se ve alterado intensamente, apartado, movido a un lado, separado de la acción plena, de su despliegue completo o en toda su forma. No otra cosa es lo que dice expresamente el término emoción: del francés émotion, émouvoir, y este del latín emōtiō, compuesto de mōtiō (movimiento, impulso) y la partícula e-, que significa «fuera», «sin participación en». La raíz indoeuropea de mōtiō es meu∂-, que significa «apartar», «mover» (id., 109). Las emociones que promueve la decepción son movimientos o impulsos al margen de la acción voluntaria en los que uno se ve atrapado, desplazado por algo otro que se vivencia fuera del control racional, sin la participación del entendimiento. Esta emoción es de suyo un afecto primario intenso, una conmoción neurovegetativa, una pasión que domina al sujeto o a la persona, esto es, una excitación que emana de la fuente pulsional, un proceso de descarga con sensaciones directas de displacer que dan a ese pesar su tono dominante. Se trata de un acto motor y/o secretor, pero no de una acción eficaz, entendiendo por tal la que se realiza sobre el mundo exterior (Chiozza, 1998). El gesto propio de ese desengaño o desafección se realiza en el propio cuerpo y suele manifestarse o representarse en Occidente llevándose las manos a la cabeza, cubriéndose el rostro con ellas o dejando que este último descanse, grávido de oscuros pensamientos, sobre ellas.

Cuando irrumpe el sentimiento concomitante, la tristeza, lo hace ya un afecto secundario, en el que el sujeto decepcionado elabora, modula y controla sus emociones, siente lo que le sucede y le da un sentido, se siente a sí mismo, puede percibirse simbólicamente desengañado, y emplear el lenguaje para ello. El sentimiento siempre es un afecto atemperado por el proceso de pensamiento, en el que las emociones llegan a la conciencia y reciben ahí su nombre, un movimiento psicosomático configurado por la persona, a) que se da cuenta de lo que le afecta, b) que puede pensarlo y opinar sobre ello, y c) decidirse o no después a ponerlo en acción, a desplegarlo o desarrollarlo, a que el afecto tome una dirección o se dirija de nuevo hacia alguien o algo. De hecho, son dos las posibilidades del afecto, de la intencionalidad teleológicamente orientada que lo constituye: o bien se descarga, en cuyo caso la inclinación, la propensión o el impulso se llevan a la acción, con éxito, sin encontrar obstáculos (dicha), o con penalidad, con algo que impide ese despliegue (dolor), o bien se introyecta, cuando el remanente afectivo no puede integrarse con la acción, es incapaz de volverse un acto afectuoso pleno de sentido y queda condensado, produciendo efectos penosos de carácter psicosomático debido a esa frustración (dolor).

Ni qué decir tiene que el sentimiento de insatisfacción propio de la frustración de un propósito y el incumplimiento de expectativas que implica suelen traer consigo distintas formas de displacer. Cuando el télos que orientaba la acción se ve truncado por el incumplimiento de las expectativas sobre algo o alguien, el deseo es doblegado, quebrado por una realidad que le impide materializarse y le insta a decaer, lo cual no está exento de su pasión correspondiente: «la consideración del bien presente suscita en nosotros la alegría; la del mal, la tristeza, cuando se trata de un bien o un mal que se nos aparece como propio» (Descartes, Las pasiones del alma, art. 61). El escenario en el que se produce esa aflicción o pesadumbre parte de un estado previo de confianza, de una creencia positiva, de una esperanza más o menos firme y cimentada en la razonable satisfacción de las expectativas que permite la anticipación de recompensas. El pesar de la decepción motivado por el desengaño surge, por el contrario, cuando nuestra capacidad de previsión se ve desbordada o cortocircuitada por un evento imprevisto que malogra la decisión. La conmoción o suspensión que provoca esa sorpresa, unida a la pena que produce el resultado adverso, alimenta la detención propia de la decepción, su inacción primera. Es más, la prolongación en el tiempo de esa parálisis, que trae consigo una sensación interna continuada de frustración e impotencia, bien podría desembocar en una depresión, una de las caras de la llamada antaño melancolía (cf. Clair, 2005).

Detrás de la decepción hay, por tanto, una respuesta subjetiva a una búsqueda emocional anticipatoria fracasada. La respuesta sentimental e intelectual que demos a ese resultado adverso e inesperado puede comportar procesos de subjetivación muy diferentes que concluyan en patrones identitarios igualmente dispares. Parece poco razonable, por ejemplo, presumir la posibilidad de satisfacer en todo momento cualquier apetencia, y que el afecto y el deseo no encuentren por doquier todo tipo de impedimentos y estorbos. Una personalidad en la que primase esa presunción, además de tener una tolerancia a la frustración cuando menos limitada, no solo resultaría profundamente ingenua, sino insoportablemente egocéntrica y, en última instancia, trastornada por un narcisismo que solo podría conducir a la autodestrucción. La aceptación de la decepción es condición sine qua non del reconocimiento de la diferencia, umbral imprescindible para el acceso y posterior comprensión de la alteridad. La forma del otro solo puede aparecer tras el velo que retira el desengaño. Quien se ejercita en recibir de buen grado lo que la realidad ofrece, haciendo suyo reiteradamente ese proceso de manifestación, descubrimiento o desvelamiento que le son propios, tal vez asuma que conocer no es otra cosa que desengañarse de continuo.

Esa vivencia subjetiva puede trasladarse igualmente al ámbito sociocultural, político o comunitario, donde la desconfianza y el descrédito de las instituciones son moneda corriente, allí donde la corrupción y el clientelismo sustituyen al bien público. Para acallar el acicate crítico de un malestar que puede crecer hasta la indignación y el movimiento revolucionario, ha formado parte de las formas de gobernanza modernas —lo que resulta explícito en el modo de conducir nuestra sociedad de consumo— la educación en la evitación de la decepción, esto es, la promoción de falsas expectativas de perfección que malogran la configuración de identidades saludables. Y ello se ha llevado a cabo tan intencionadamente como el hecho de fomentar de manera subrepticia el desengaño colectivo, trasladando tácticas y estrategias del arte de la guerra a la construcción «social».

Como gustaba decir a Montaigne, la decepción tiene muchos rostros: se sufre y se causa, se experimenta y se provoca, se confiesa y disimula, se encaja y se entrevé, se vive y se supera, siendo amarga o clara, angustiosa o fuerte, cruel o grande, dolorosa o enorme, honda o ligera, lamentable o inmensa… Y en todos los casos, hasta en su pretendido acallamiento, siempre se deja ver, siempre se exterioriza o expresa. Las ilustraciones de esas formas de desengaño agente o paciente son demasiado numerosas para atenderlas en este texto. Cabría recodar la frustración de las expectativas que conlleva cada desenlace trágico o la aceptación por parte de los héroes de ese fātum funesto, desde las escenas funerarias de próthesis de la cerámica griega arcaica, que se remontan al siglo VIII a.n.e., hasta el pesar de los melancólicos Penélope o Áyax, pasando por las escenas de crucifixión y deposición de Cristo que han recorrido el arte de origen cristiano, desde Giotto di Bondone hasta Francis Bacon y Antonio Saura; cabría recordar, digo, el temple de ánimo del decepcionado por la atria bilis, desde la melancolía poética y generosa del Renacimiento influido por Durero y el disinganno de Veronese, hasta el Big man de Ron Mueck y la obra de Anselm Kiefer (Melancholia, Hypatia) o el cine del Lars von Trier (Dogville, Melancolía), pasando por el derrumbe del desengaño barroco, el oratorio de Händel Il trionfo del tempo e del disinganno (HWV 46a), La gran sombra romántica de Tischbein, o Füssli, o Goya… Pero a modo de ejemplo, y para hacer hincapié en ese tiempo moderno en el que abundó la creación y el desengaño (VV.AA., 2015) —El desengaño del mundo y del hombre (Lope de Vega), El desengaño dichoso (Guillén de Castro) o El desengaño de cortesanos (Alonso de Barros), por citar solo lo más selecto de la extensísima producción hispana— quisiéramos traer aquí dos botones de muestra de las formas contrarias del desengaño que antes esbozábamos semántica y conceptualmente: Medea desilusionada, del pintor holandés Paulus Bor (fig. 1), y El desengaño, del escultor genovés Francesco Queirolo (fig. 2).

La primera de ellas representa el abatimiento en que sume la decepción a quien es devorado a fuego lento por la negra bilis; la segunda, el desvelamiento que trae consigo el desengaño cuando se hace sinónimo de la verdad. Las dos obras ponen de relieve las dimensiones activa y pasiva de la desilusión respectivamente, e ilustran el hecho de sentirse atrapado por ella o ser liberado de su pesar. En el primer caso, la princesa Medea muestra la nuda veritas de su abandono: su amor decepcionado por el héroe Jasón, junto a un altar dedicado a la diosa Diana, adornado con guirnaldas, donde aparece un bucráneo y una lámpara ardiendo, símbolos de la melancolía. Esta encantadora hechicera, atrapada a su vez por los lazos de Eros, es la viva imagen del desengaño amoroso. Bor nos muestra la desnudez del abatimiento de la muchacha antes de emborracharse de cólera, el disgusto mezclado con la ideación de la venganza y el crimen que están por llegar, la mirada perdida y el rubor del rostro, síntoma de la vergüenza y de la turbación del ánimo que la acompaña. Todo evidencia el fracaso del sentimiento y su frustración, y la próxima caída en desgracia de los frutos del amor. En la Medea de Bor, cautiva de la decepción, todo entona alrededor el bello llanto de la desesperanza.

En el segundo caso, el virtuosismo de Queirolo nos muestra a un pescador liberado por un ángel de la red que lo apresa. La ficción alegórica significa el abandono del error y la falta gracias a la acción del intelecto, simbolizado por la llama que corona la frente del mensajero divino, situado sobre un globo terráqueo, en señal de triunfo sobre las pasiones mundanas. En recuerdo de la vida disoluta del Duque de Torremaggiore, Antonio di Sangro, a quien está consagrada la estatua, la obra simboliza la fragilidad humana, su estar dividida entre la virtud y el vicio, y la posibilidad de la redención, que rompe las cadenas de la oscuridad, de la «larga noche del mundo», como reza en la cita del libro de la Biblia abierto a los pies del ángel, símbolo de la ley, de la gran luz ilustrada de la francmasonería, que constituye, según el Museo Cappella Sansevero de Nápoles, donde se encuentra la escultura, el trasfondo ideológico de esta excepcional pieza rococó. El desengaño es aquí, como hemos visto anteriormente, la cancelación de una carga, una puesta en libertad de quien, habiendo estado preso por el ardid y la tiniebla de la ilusión, recupera el entendimiento de la pura verdad y recobra de ese modo la expresión clara, sin rebozo ni lisonja, de las cosas: la conformidad con lo que es.

Bibliografía

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VV.AA. (2015). Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro. Madrid: Turner.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Paulus Bor, The Disillusioned Medea, ca. 1640, Óleo sobre lienzo, 155,6 x 112,4 cms., The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, sig.: 1972.261.

Fig. 2: Francesco Queirolo, Il disinganno, 1754, Mármol, 1,95 m., Museo Cappella Sansevero, Nápoles.