Pérdida · Pablo Castro García

El deseo de perder, de perdernos […] encontró primeramente en el rito del sacrificio la satisfacción que ahora nos proporciona la lectura de novelas.

G. Bataille, Historia del erotismo

Las palabras perder, perdido/perdida y pérdida en las lenguas modernas se remontan a la voz latina perdo, forma verbal compuesta por la raíz do-, que “significa dar en el conjunto de las lenguas indoeuropeas”(Benveniste, 1983, p. 54), y por el prefijo per-, que indica, en el caso que nos ocupa, desviación (Ernout y Meillet, 2001, p. 497). La raíz do-, de la que obtenemos el griego doron y el latín donum (el don en ambos casos), es ya suficientemente interesante para un análisis histórico, pues remite a ciertas instituciones fundamentales de la vida jurídica y económica de Occidente. En concreto, la forma verbal que analizamos (perdo/deperdo) adquiere en latín el significado de dar o gastar inútilmente. Y en un sentido más pronunciado aún, perdo significa malograr, arruinar o destruir (Ibíd., p. 180). De dicha forma verbal derivan el participio perditus (perdido) y la forma sustantivada peditio (que Nebrija registra a finales del siglo XV, en el Vocabulario español-latino, como pérdida o perdición). Las lenguas modernas desarrollan una variedad inabarcable de significados del perder y el perderse con los que ponen en funcionamiento eficaces mecanismos de atribución del fracaso. Estos significados van desde la pérdida de beneficios y el gasto de tiempo y dinero en vano (así el inglés lose), hasta la corrupción y el desorden moral (así en español la palabra perdición, con fuerte impronta religiosa), pasando por el extravío y la deshonra (en francés tenemos se perdre y perdre sa réputation), la pérdida o privación de un ser querido (el italiano perdere) o la derrota militar. 

Perder y perderse son, como recordase provocativamente Georges Bataille, secretos deseos en los que la modernidad occidental (especialmente ella) no se ha reconocido: la parte proscrita y maldita del sujeto burgués moderno. Una reconstrucción del proceso de racionalización moderno nos da alguna pista en esta dirección a la que apunta el diagnóstico de Bataille. Como recuerda la vieja genealogía weberiana, no fue el irracional afán de lucro (más propio del capitalismo aventurero) lo que caracterizó al capitalismo moderno, sino más bien “la aspiración a la ganancia lograda con el trabajo capitalista incesante y racional, la ganancia siempre renovada, la rentabilidad” (Weber, 2011, p. 58). Lo esencial, entonces, del moderno capitalismo, no era solo la búsqueda de la ganancia, sino el modo de conducción de vida [Lebensführung] racional mediante el que se perseguía aquella: “ganancia racionalmente legítima” (Ibíd., p. 102). Como completaba la genealogía weberiana, esa Lebensführung pudo instalarse en el sujeto burgués moderno por la influencia de la ascesis activa, racional e intramundana que portaba el ethos de cierto protestantismo tan relevante para el devenir de Occidente. Así pues, la moderna vida profesional estuvo marcada, desde su nacimiento, tanto por la búsqueda de la ganancia, como por la ascesis y la conducción racional de la vida que la acompañaban. No se trataba, para la naciente época moderna, tan solo de no perder, sino también de no perderse, concepto este último que tendemos a olvidar al hacer dicha genealogía. No perder, no perderse: doble imperativo de la normalización, económica y moral, propia de la vida profesional moderna. De ahí que Weber nos recuerde el ideal de la countenance del ascetismo puritano como algo que está en la base del naciente modo de vida burgués: el rechazo de los afectos desmedidos y de los lujos, pero también la prevención contra las tentaciones de la unclean life. De ahí también que Weber subraye el dominio de sí y el autocontrol, valores “que representan aun hoy los mejores tipos del gentelman inglés y angloamericano” (Ibíd., p. 169). No perder, no perderse; no malograr, no malograrse. Pero ¿no malograr o perder qué exactamente? Sobre todo, el tiempo: “el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo” (Ibíd., p. 214). De este modo, Weber nos conducía hacia ese oscuro origen de la moderna mentalidad calculadora y hacía resonar las pesadas palabras de Richard Baxter, tan cargadas de consecuencias para el capitalismo moderno: “Keep up a high esteem of time and be every day more careful that you lose none of your time” (Ibíd., p. 215). 

Una radiografía del sujeto burgués, que señale el tránsito desde los orígenes de la racionalización de la vida profesional moderna (siglos XVI y XVII), hasta la consolidación de la burguesía como clase (siglos XVIII y XIX), nos permitirá completar esta línea de análisis. Como ha mostrado en su excelente monografía Franco Moretti (Moretti, 2014), el mundo del burgués es el mundo de lo útil (la orientación productiva de todo esfuerzo), lo industrioso (la laboriosidad asidua que no se pierde en el ocio) y lo eficiente (la acción económica y sin derroche). También es el mundo de la regularidad de los órdenes cotidianos, mundo normalizado, tal y como lo caracterizan las obsesiones de la época. Así pues, el mundo burgués exhibe una constelación de palabras clave contrarias al gasto inútil (constelación de valores contrarios a la inutilidad de la pérdida en cualquiera de sus acepciones). Aparecía con claridad, como mostraría críticamente el arco de la filosofía que iba de Rousseau a Nietzsche (Löwith, 2008, pp. 310-341), que el problema de la sociedad burguesa iba asociado al imperio de la racionalización y el cálculo en todos los dominios de la vida humana, algo que generaba aberraciones que iban desde el egoísmo y la soberbia hasta el control moral asfixiante (como señalaron aquellos pensadores). Todos estos valores, contrarios a la pérdida, parecían adecuados para una sociedad crecientemente vertebrada por la propiedad y los modales (capital económico y social, pero también simbólico y cultural). Sin embargo, no escaparían a la problematización y a la crítica de sus contemporáneos. No perder, no perderse: ese era el doble recordatorio de la vida burguesa. Es este cosmos de valores señalado el que conquista además la prosa de la novela, con su representación de acciones tranquilas (continuas y cotidianas) y con su gusto por la precisión y el detalle: “la lógica de la racionalización impregna el propio ritmo de la novela” (Moretti, 2014, p. 104). El ejemplo paradigmático, tanto en el contenido como en la forma, es la novela de Defoe, Robinson Crusoe (1719), extraña novela de aventuras (de extravío, de naufragio) que se transforma en un relato preciso de la laboriosidad racional y metódica donde nada se pierde. La narración (seria) de lo cotidiano, clave de este género serio (como nos recuerda Moretti), pospone por algo más de un siglo la función que provocativamente le asignara Bataille a la novela desde el otro lado del proceso: satisfacer el deseo de perder y perdernos. Esta última función será puesta en marcha, entre otros dispositivos literarios, por el cuento fantástico en el siglo XIX y, como recordase Italo Calvino, por el progresivo predominio de lo fantástico cotidiano sobre lo fantástico visionario durante la segunda mitad del siglo: “la paulatina interiorización de lo sobrenatural” (Calvino, 2019, p. 17), introducción del principio de pérdida en esa conciencia burguesa doblemente normalizada. Pero esto habría de desarrollarse progresivamente durante la modernidad. La novela, género intermedio propio de una clase intermedia, se situaba desde sus inicios entre dos extremos dispendiosos de los que escapaba: “las cumbres aristocráticas de la pasión trágica y las hondonadas plebeyas de la comedia” (Moretti, 2014, p. 93).

Al final de este doble proceso, que atravesaba los siglos cruciales de la modernidad enlazando la ascesis puritana con la productividad burguesa, quedaba claro que la pérdida (el gasto inútil) era el principio económico (en sentido amplio) que había quedado negado y reprimido. Ese doble proceso había encadenado la actividad humana a las obras útiles y había cerrado todo acceso al consumo improductivo, como constatase Bataille en sus escritos más decididamente antropológicos. Constatación desencantada la suya (en línea weberiana), constatación de un mundo deslucido y mecánico, por cuanto la esfera del consumo improductivo era la puerta de acceso (ya perdida) a lo sagrado: “la verdadera santidad de las obras calvinistas residía en el abandono de la santidad— en la renuncia a toda vida que tuviera, en este mundo, un halo de esplendor” (Bataille, 2009, p. 141). El mundo burgués era lo más ajeno a ese esplendor, del mismo modo que era ajeno a la antigua economía del don, para la cual “la riqueza aparece como adquisición en tanto el hombre rico adquiere un poder, pero está íntegramente orientada hacia la pérdida debido a que ese poder se caracteriza como capacidad de perder” (Bataille, 2008, p. 122). Más allá de las propuestas, el diagnóstico era claro: la negación de la pérdida (no perder, no perderse) era el eje del proceso de normalización moderno, una normalización (económica y moral) que llamaba al orden al sujeto y garantizaba la cohesión del cuerpo social. Un diagnóstico similar nos ofrece Foucault, quien ve aparecer, entre los siglos XVII y XVIII, “una nueva mecánica de poder”, a la que caracteriza como “una de las grandes invenciones de la sociedad burguesa” y que denomina poder disciplinario: una mecánica del poder que “recae, en primer lugar, sobre los cuerpos y lo que hacen, más que sobre la tierra y su producto. Es un mecanismo que permite extraer cuerpos, tiempo y trabajo más que bienes y riqueza” (Foucault, 2003, pp. 39-40). Nutriéndose de aquella negación moderna de la pérdida, la nueva mecánica de la disciplina, ejecutada por eficaces instituciones, operará para Foucault como un saber-poder normalizador sobre los cuerpos y sus tiempos productivos, generando lo que denomina una “sociedad de normalización” (Ibíd., p. 41). Sociedad que, además de normalizar, hará funcionar sus mecanismos de exclusión política en base a la doble pinza de esa normalización moral y económica, como lo muestra la historia política del siglo XIX (J. M. Fradera, 2015). Es el caso, por ejemplo, de las Constituciones coloniales decimonónicas, en las cuales “las propiedades del sujeto político (el elector nacional) son discutidas a fondo”, propiedades definidas tanto por las capacidades profesionales y económicas del ciudadano metropolitano, como por “las cualidades morales que distinguen al selecto propietario y, más tarde, a las pusilánimes clases medias” (Ibíd., p. XXXVIII). Normas económicas y morales que sirven para excluir, para negar “el acceso a la ciudadanía, al voto y a una identidad política plena” a las mujeres, los trabajadores y “los individuos que formaban parte de los pueblos uncivilized” (Ibíd.).

Todavía podemos añadir algo más, después de este largo recorrido, sobre la relevancia de la pérdida (y su negación) en la época moderna. Siguiendo otro relato que también tiene uno de sus puntos de arranque en Max Weber, la teoría de la secularización, hay otro sentido en el que la Edad Moderna es una época que no pierde, que conserva ciertas esperanzas y expectativas de sentido. Desde la secularización de las categorías teológicas en la moderna teoría del Estado (que constatase Carl Schmitt), hasta la secularización de la Historia de la salvación en las modernas filosofías progresistas de la Historia (que constatase Karl Löwith), la época que estudiamos parece conservar con insistencia viejas esperanzas, resistiéndose a su pérdida.  Como repitió en numerosas ocasiones Odo Marquard, la filosofía revolucionaria de la Historia supuso un reajuste de motivos teodiceicos y de esperanzas escatológicas de emancipación (Marquard, 1999, p. 35). El hecho de que a dicha conservación de ideales y esperanzas hubiesen de acecharle inevitables procesos de pérdida, como el desengaño o la postergación, era un aprendizaje ineludiblemente moderno, pero lento y costoso, al fin y al cabo, un aprendizaje que solo encontramos realizado en las postrimerías del siglo XIX. Dicho aprendizaje está consumado en Freud, quien ve precisamente en “los casos de ofensa, postergación y desengaño” (Freud, 2003, p. 240) las causas ocultas de la melancolía, esa peligrosa fijación y retracción de la libido ante una pérdida, esa especie de pérdida que no quiere o no sabe perder. La posibilidad de comprender la época estudiada como un tiempo expuesto a grandes procesos culturales de desengaño y fijación melancólica (algo que afectaría a la dinámica de imperios en igual o mayor medida que a los procesos revolucionarios arriba mencionados), la posibilidad de entenderla como un tiempo de abatimiento reacio a la pérdida que dinamiza el deseo (el desplazamiento de la libido hacia nuevos objetos e ideales), vendría sugerida por otro pensador de las postrimerías del siglo XIX. La filosofía de Nietzsche, su anuncio de la aurora tras el ocaso, a la contra de esa fijación melancólica, resumiría un enorme trabajo de duelo, cerrando el arco temporal de la modernidad con un aprendizaje de la pérdida. Como ha señalado con justeza Miguel Morey, el mensaje nietzscheano advierte con insistencia de que “la sustitución de la fe en Dios por la creencia en el progreso no nos pone en absoluto a salvo de nuestra soledad” (Morey, 2015, p. 15). La imagen con la que Nietzsche transmitía esta doctrina de la soledad, imagen que portaba consigo ese gran duelo y ese aprendizaje de la pérdida, hablaba por sí misma: “En efecto, nosotros, filósofos y espíritus libres, ante la noticia de que «el viejo Dios ha muerto», nos sentimos como iluminados por una nueva aurora; nuestro corazón rebosa de gratitud, sorpresa, premonición, espera — por fin el horizonte nos parece de nuevo libre, […] nuestro mar está de nuevo abierto, quizá no haya habido nunca un «mar tan abierto»” (Nietzsche, 2014, p. 859).

Mensaje de pérdida, escritura de duelo, doctrina de soledad: la filosofía de Nietzsche exhibe un brillo de jovialidad a pesar de la dificultad y terribilidad de la tarea a la que nos emplaza la muerte de Dios, incluso allí donde aquellas se hacen más presentes. Introduce algo del perder y el perderse en el ejercicio del pensamiento (algo de aquello que había sido negado) pero sin apelar a las facilidades del dogma, sino convocando aquellos valores como condiciones de posibilidad de una verdadera mayoría de edad (Morey, 2015, p. 14). Mucho habría que decir aún sobre los vínculos entre el pensamiento, la pérdida y la soledad en una línea no melancólica, en una línea ilustrada y que no renuncie, por ello mismo, al uso público de la razón. Por otro lado, en aquello que tiene de transgresión, la imagen de Nietzsche evoca, siguiendo a Didi-Huberman, un levantamiento, algo que también la enlaza irremediablemente con la pérdida. Pues, como nos ha recordado hace poco el filósofo francés, “¿acaso no es verdad que perder nos levanta después de que la pérdida nos haya derrumbado? ¿Acaso no es verdad que perder nos hace desear después de que el duelo nos haya inmovilizado?” (Didi-Huberman, 2020, p. 7). Lo que nos levanta está hecho de pérdida y todo levantamiento implica una cierta pérdida. Enseñanza freudiana, que comprende la pérdida como dimensión esencial del deseo y de la vida y que, en una línea similar a la que apunta Didi-Huberman, nos recuerda que el melancólico ha abandonado, por cierto proceso, “la constelación anímica de la rebelión” (Freud, 2003, p. 237). Duelo, soledad, levantamiento, rebelión o revuelta, tal y como venimos entendiéndolos, son algunos de los conceptos que permiten revertir el sentido de la pérdida como fracaso. La apelación al legado intelectual de Nietzsche y de Freud, que cierran el periodo aquí estudiado, nos permite revaluar el sentido fracasado de la pérdida, llevar a cabo nuestra propia trasmutación de los valores. La pérdida como elemento constitutivo del pensamiento, la vida y el deseo. Ese es el vuelco que aquí proponemos. En suma, hemos tenido ocasión de apreciar la importancia que tiene la negación de la pérdida, en cualquiera de sus sentidos, para la época moderna en sentido amplio. Hemos tenido ocasión de constatar una falta de reconciliación con este principio en la época moderna, situación que vinculó la pérdida a los diversos mecanismos de atribución del fracaso. Ante la actual extensión de la racionalidad económica que conocemos como neoliberalismo, con su lógica de autoinversión y cálculo interesado en todos los ámbitos de la vida humana (corolario de la moderna negación de la pérdida), bueno será recordar esta necesidad de la pérdida para la vida. Y, como dice Kristeva, ahora que “la misma Europa en persona está amenazada por una regresión melancólica, de pérdida de identidad, valores y orgullo” (Kristeva, 2017, p. 10), no estará de más recordar, también a la tribu melancólica de los filósofos, que la cultura es ese espacio donde se gestan las identidades colectivas a partir de la elaboración de las pérdidas.

Bibliografía:

Bataille, G. (2008). La noción de gasto. En La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939 (pp. 110-134). Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

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Benveniste, E. (1983). Vocabulario de las Instituciones Indoeuropeas. Madrid: Taurus.

Calvino, I. (Ed.). (2019). Cuentos fantásticos del XIX. Madrid: Siruela.  

Didi-Huberman, G. (2020). Desear desobedecer. Lo que nos levanta, 1. Madrid: Abada.

Ernout, A. y Meillet, A. (2001). Dictionnaire étymologique de la langue latine. Paris: Klincksieck.

Foucault, M. (2003). Hay que defender la sociedad. Curso del Collège de France (1975-1976). Madrid: Akal.

Fradera, J. M. (2015). La nación imperial (1750-1918). Vol. I. Barcelona: Edhasa.

Freud, S. (2003). La aflicción y la melancolía. En El malestar en la cultura y otros ensayos (pp. 231-247). Madrid: Alianza.

Kristeva, J. (2017). Sol negro. Depresión y melancolía. Girona: WunderKammer.

Löwith, K. (2008). De Hegel a Nietzsche. La quiebra revolucionaria del pensamiento en el siglo XIX. Buenos Aires: Katz.

Marquard, O. (1999). Apología de lo contingente. Estudios filosóficos. Valencia: Alfons el Magnànim.

Moretti, F. (2014). El burgués. Entre la historia y la literatura. Buenos Aires: FCE.

Morey, M. (2015). Pequeñas doctrinas de la soledad. Madrid: Sexto Piso.

Nietzsche, F. (2014). La Gaya Ciencia. En Obras completas. Vol. III. Obras de madurez I. Madrid: Tecnos. Weber, M. (2011). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. México: FCE.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Política de cafetería, (El buen burgués), de Honoré Daumier. Publicado el 21 de abril de 1864 en Le Charivari. The Elisha Whittelsey Collection, 1962. Met Museum. Dominio público.

Fig. 2: Una criada muestra a un anciano su cara de viruela en un espejo de mano. Litografía coloreada de Langlumé, 1823. Dominio público de la Wellcome Collection.