Mancha · Diego S. Garrocho Salcedo

Toda mancha entraña la subversión de una continuidad. La mancha siempre es accidental, imprevista, inesperada. La mancha ejerce una disrupción, una intromisión o interrupción en una lógica previsible, sobre una superficie, a lo largo de una trayectoria. La mancha encarna una alteración, la inclusión de algo otro sobre una realidad que idóneamente aspira a calificarse pura, y ya conocen la antigua relación entre lo impuro y el pecado, entre la mácula y la falta. La mancha por excelencia, lo sabemos todos, es siempre una mancha de sangre.

Como en toda teología negativa parecería atinado interrogarnos sobre la mancha definiendo qué es —cómo se llama, cómo se reconoce— aquello sobre lo cual la mancha se impone. Esto es, ¿qué-no-es-una-mancha? ¿Qué es aquello que la mancha arruina o desbarata?, ¿cómo se llama aquello que no alberga mancha ni posibilidad de mácula alguna? ¿Qué forma adquiere, pues, lo inmaculado? ¿Quién ha visto alguna vez algo sobre lo cual no pueda extenderse una mancha así sea como amenaza? Parece obvio que lo manchado se opone a lo limpio, a lo puro, a lo inmaculable por definición, aquellas realidades que esquivan y evitan cualquier tipo de tacha. Y es precisamente el término castellano que concomita con el francés el que nos da algunas pistas sobre las que seguir el rastro y la huella de aquello que sea una mancha. Sinónimo de la mancha es la tacha (tache), el defecto o la nota que, según el DRAE, se halla en una cosa para hacerla imperfecta. Si la tacha y la mancha son la marca de lo imperfecto, pareciera, de algún modo, que son el signo distintivo de todo lo humano. No existe humano sin mancha, del mismo modo que no existiría tacha sin un ideal con el que poder comparar aquello que se dice imperfecto.

La relación entre la mácula y lo humano podría precipitarnos antes de tiempo sobre una tradición que en la Modernidad sería retomada para signar aquella mancha que operaba como un desdoro, como una falta heredada en forma de linaje: la mancha de sangre. Sin embargo, si filosóficamente tuviéramos que reconstruir la genealogía de lo impuro sería la filosofía presocrática la que primeramente podría hablarnos de una mancha o de una tacha. Sólo así, y puede que ni por esas, podríamos reconocer en uno de nuestros textos fundacionales la misión reconstructiva de aquello que habiendo sido manchado aspira a decirse (otra vez) puro. Recuerden, pues, el nombre de la célebre obra de Empédocles que vendría a inaugurar toda una convicción ritual sobre la conversión estética, ética y política del animal humano: las purificaciones o kátharmoi. Recordemos que ese proceso iniciático pautado por el de Agrigento arranca, precisamente, sobre una forma específica de fracaso: “Cuando alguno —señala Empédocles— por errores de su mente, contamina sus miembros y viola el juramento que prestara …” (DK 31 B 115) tendrá como condena vagar por tiempos tres veces incontables. Una errancia que es fruto de una mácula, de un error o de un fracaso (hamartía) que habrá de quedar purificada. De algún modo, la relación entre el fracaso y la mancha sugerirá una relación causal en la que la mácula y, por ende, la necesidad de purificación, vendrá siempre dada por la existencia de un fracaso anterior: el humano es el animal expulsado del Paraíso. No es la mancha la que nos hace fracasar, sino el fracaso (algún fracaso) el que sobre nosotros impone una tacha.

La mancha, o el modo en que nosotros podemos atribuirle e imputarle una consideración moral, no es necesariamente, o no del todo, privativamente griega. Por más que Platón describiera en el Fedón que la verdad es una forma de purificación (Phd. 69 c2) la imagen que más habitualmente reconstruimos cada vez que oímos apelar a lo inmaculado sólo puede tener por objeto preferente a la iconografía y la literatura religiosa. Las referencias a lo manchado o lo impuro encuentran algunos antecedentes relevantes en lengua hebrea. En un pasaje que adelantará la condición hereditaria de la mancha (algo que, de nuevo, correría en paralelo con la heredad del linaje, del pecado y de la culpa), descubrimos que en el Deuteronomio se advierte la marca que distingue la irremisible condición inmaculada del Dios frente a la mácula de sus hijos. De tal modo se lee, por ejemplo, en el pasaje donde se describe que la corrupción no es suya (del Dios) sino de sus hijos (Dt 32, 5). La palabra empleada es mum (מְאוּם), y parece signar una mancha equiparable a una falta. Esa misma palabra se podrá distinguir en el Cantar de los Cantares, reforzando su cualidad estética y contrastando que la condición yapheh de la amada (יָפֶה), esto es, su belleza, es por causa de la ausencia de mancha (Ct 4,7). Lo bello, por tanto, quedaría certificado como aquello que está desposeído de mancha o de falta, aquello que se muestra perfecto, completo (no en vano lo completo y lo perfecto es en griego, una y la misma cosa: τέλειος).

Ya en el Nuevo Testamento la palabra que podría describir de un modo más exacto lo manchado sería lo contrario a lo purificado. Retomando la ya descrita vía de Empédocles, estaría manchado aquello que es ἀκάθαρτος, esto es, aquello que no ha sido purificado. El más griego de todos los autores del Nuevo Testamento, Pablo de Tarso, se sirve del término en Efesios 5,5, aunque probablemente el vocablo que mejor resumiría la mancha sería σπῖλος. En esa misma epístola reconocemos esta palabra para describir aquello inmaculado o, literalmente, aquello que es santo y sin mancha: ἄμωμος (Ef 5, 27).

Recordemos que Mômos es la representación personificada de la mofa, la bufa o el sarcasmo. El término ἄμωμος en su plural ἄμωμα será, de nuevo, el término sacral empleado para describir en la Carta a los Filipenses la condición de ser “hijos de un Dios sin mancha” (Flp 2, 15), en términos muy próximos a lo que leeremos en Colonenses: “para presentaros santos y sin mancha (ἁγίους καὶ ἀμώμους, Col 1, 22). El apelativo “sin mancha” se reserva preferentemente para el Cristo, quien se presenta como un mártir sin mancha, como un sacrificio puro (Hb 9, 14), o si no con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin culpa y sin mancha ἀμνοῦ ἀμώμου καὶ ἀσπίλου (1 Pe 1, 19), recordándonos la proximidad de ambos términos. Probablemente, el ejemplo que mejor case con la idea de fracaso lo encontramos en Judas (1, 24) donde la “mancha” se contrapone, precisamente, a la “caída”: “aquel que es poderoso para guardaros sin caída, sin tropiezo, (ἄπταιστος), y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría”.

Vemos, por tanto, que todo aquello que aparece manchado es contrario a la bello, a lo sagrado, a lo inmaculado y a lo perfecto, no sólo en un contexto religioso sino también en el marco del pensamiento propio de la cultura griega. A fin de cuentas, la función purificadora era una de las vocaciones de la tragedia ática. En ese contexto descubrimos reiterados usos de la mancha como un condicionante moral. En Edipo Rey, por ejemplo, Sófocles describe en el diálogo entre Edipo y Creonte la necesidad de purificar la muerte de Layo. Esa operación política convierte a la purificación en un proceso que permite “echar la mancilla del país” (OT, 99). La falta, el pecado o el crimen se describe literalmente en el texto sofócleo como una μίασμα, esto es, como una “miasma”, algo que según la RAE sería un “efluvio maligno que, según se creía, desprendían cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas”. Es felicísima la traducción que nos brinda José Vara Donado (Crespo, 2004, 332) y que convierte “miasma” en “mancilla”, reforzando la connotación moral que se advierte en el término, pues macella es un diminutivo vulgar de la macula latina.

Las connotaciones orgánicas que pudieran derivarse de la “miasma” detectada en griego nos sitúan ante un uso que es también reconocible en el uso de la mancha misma. La macula es originalmente una mancha sobre la piel, pero, también, en su consideración moral, una cualidad susceptible –como la gloria, el pecado o el honor — digna de ser heredada a través de la sangre. El vínculo entre la condición orgánica y la cualidad moral se expresa en la consideración dinástica de la mancha, algo que reconocemos cuando, por ejemplo, advertimos el uso habitual que describe la imposición de una mancha sobre un nombre. Recordemos que el nombre en Roma era por definición el nomen gentile o gentilicium, término que designaba no a la persona individual sino a su linaje. Por eso la mancha que se impone sobre el nombre es la que marca dinásticamente a toda una familia. Se descubre, pues, que la mancha es una cuestión de sangre. En línea con este tratamiento orgánico no podemos renunciar al uso algo más tardío que reconoceríamos en Agustín de Hipona para quien no será la mancha sobre la carne sino la mancha de la carne misma (ex carne inquinatum) la que habría de temerse según leemos en sus Confesiones (Conf. V, X, 20).

A partir de estas consideraciones se hace inevitable, pues, conectar la mancha con su contrario más político, más rotundo, más absoluto y sin duda más terrible: aquel que identificaría con los estatutos relativos a la Limpieza de Sangre a partir de finales del S. XV. Aquella discriminación legal aspiraba a distinguir entre aquellos que pudieran acreditar una herencia cristianamente inmaculada y aquellos otros conversos que, en algún modo, heredarían la culpa y el estigma de sus antepasados. La comprensión hereditaria de la cualidad moral permitió considerar a los cristianos nuevos hijos (y por tanto herederos) del pecado deicida que, según el integrismo religioso de aquel tiempo, habría perpetrado el pueblo judío (Irigoyen, 2012). La segregación y discriminación de las minorías religiosas establecieron una disputa que incluso adquiriría una interesantísima instanciación metafórica y dogmática: ¿podía o no, el agua bautismal, remover cualquier pecado previo que pudiera preexistir sobre el linaje del converso? En un cumplimento estricto, como en ocasiones alcanzaron a refrendar distintos Papas o Franciscanos como Gaspar de Uceda, los estatutos de limpieza de sangre podrían considerarse contrarios a la fe católica pues operaban una distinción que rivalizaba con la vocación universal y ecuménica de la propia fe.

Sin salir de ese contexto resulta inevitable enfrentar la cuestión de la mancha en contraste con la representación más icónica de su contrario: la Purísima Concepción de María que, en términos pictóricos y escultóricos, afianzó una iconografía y una iconología específica a partir del siglo XVI. La Inmaculada, tradicionalmente representada en línea como la Mulier amicta sole descrita en el Apocalipsis (12,1), se recrea con una corona de doce estrellas, vestida de Sol y con la Luna bajo sus pies. Curiosamente no sería hasta el siglo XIX cuando en 1854 se sancionó la definición dogmática de la Inmaculada Concepción en la carta apostólica Ineffabilis Deus, promulgada por Pío IX, un dogma jamás reconocido por el protestantismo y que, en algún sentido pauta una marca distintiva (otra más) entre católicos y reformados. Recordemos, con todo, que no pocos filósofos medievales —entre ellos Santo Tomás— llegaron a cuestionar esta doctrina. Y existen no pocos investigadores que sostienen que el dogma de la Tota Pulchra no deriva de la iglesia latina y romana, sino que la descripción de una virgen libre de pecado, sin mancha o sin mancilla tendría un origen oriental. Es, tal vez por este motivo, que a través de Sicilia y del sur de Italia la Corona de Aragón pasó a convertirse en el primero de los reinos peninsulares en los que caló dicha doctrina (Calvo Portela, 156).

Es curioso. A finales del siglo XIX, el que para Thomas Mann llegara a ser el más sensible de todos los moralistas, F. Nietzsche, emplearía la metáfora mancha para ejemplificar su tan ansiada transvaloración de todos los valores. Así, en un gesto por lo demás nada imprevisible, el pensador intempestivo sancionó en el Anticristo (1888) que “la única inmortal mancha deshonrosa (Schandfleck) de la humanidad” fue, precisamente, el cristianismo (2007, 121). La apología de la mancha, del error y el descrédito de la culpa cobrarían una nueva significatividad teórica a partir del desafío nietzscheano, por más que algunos hitos tan funestos como las leyes de Nürenberg, hubieran revitalizado la estigmatización de algunos seres humanos en función de su origen. Algo mutó, sin embargo, con la intervención nietzschena e incluso antes, pues no lejos de algunas vindicaciones del filósofo del martillo encontraríamos desafíos a la lógica de la pureza en el orden literario, artístico y moral. ¿Qué no es, sino una apología de lo impuro y de la mancha, el orden libertino que encarnara el Marqués de Sade? ¿Cuál es el estatuto excepcional de la “Vénus noire” que Baudelaire atribuyera a la belleza de Jeanne Duval y que también retratara un Édouard Manet? ¿Cuántas excepciones a la pureza se han consagrado en el arte y en las letras desde entonces?

No lejos de todas y de cada una de estas pulsiones, humanizantes y apologéticas de lo falible, de lo manchado y hasta lo caído, reconoceríamos incluso un orden metafísico naciente en la que el límite, el orden, el género y la pureza habrían de decirse por siempre revocados. En un sentido tal, pocos filósofos habrán resignificado la mancha o lo impuro como hiciera Jacques Derrida. Si en sede agustiniana la mancha siempre fue el residuo orgánico de un pecado, en una prolongación siempre crítica pero fascinada con el pensamiento del de Hipona reconoceríamos en el autor franco-argelino al gran apologeta de la impureza. No en vano, y siempre al hilo de una prosa marcadamente judía, e incluso cristiana según no pocos testimonios, la mancha siempre fue consecuencia de una mezcla, de una mixtura, de una hibridación. Recordemos que Jacques Derrida no dudó en apreciarse a sí mismo como un marrane (1991, 160), un marrano de la cultura católica francesa capaz de tocar, retomando la condición impura de su sangre no sólo sin desdoro sino con verdadero orgullo. En alguna forma, si esta entrada comenzó destacando el valor metafórico de la mancha como una tintura sanguínea, la de la falta o el crimen, pero también la de una herencia transmitida a través del linaje, la mancha contemporánea parece exhibirse como una forma orgullosa de nuestra condición falible. Lo mezclado, lo impuro, lo mancillado, lo marcado y estigmatizado, lo tachado, lo enmendado, lo mestizo, lo no heredado y lo elegido, aspiran hoy a encarnar una instancia contradictoria con respecto al viejo ideal de pureza. A fin de cuentas, esta humanización del mundo, en defensa de lo precario, de lo accidental y hasta de lo carente, parece subsistir en virtud de todo aquello que niega. Cómo podríamos negarlo si toda mancha es, en algún sentido, es la revocación del dominio de una idea.

Bibliografía

Bernabé, A. ( 2008). Fragmentos presocráticos. Madrid: Alianza Editorial.

Bover, J., & O’Callaghan, J. (1988). Nuevo Testamento trilingüe (2a. ed., Biblioteca de Autores Cristianos 400). Madrid: Católica.

Calvo Portela, J. (2013). La Monarquía Hispánica defensora de la Inmaculada Concepción, a través de algunas estampas españolas del siglo XVII. Anales De Historia Del Arte, 23, 155-168. doi:10.5209/rev_ANHA.2013.v23.41908.

Crespo Güemes, E. (2004). Esquilo. Sófocles. Eurípides. Obras completas. Madrid: Cátedra.

Derrida, J. (1996). Apories. París: Galilée.

Derrida, J. & Bennington, G. (1991). Jacques Derrida. París: Seuil.

Franco, Juan, & Irigoyen López, Antonio. (2012). Construcción y deconstrucción del converso a través de los memoriales de limpieza de sangre durante el reinado de Felipe III. Sefarad, 72(2), 325-350.

Hipona, A. de. (1979). Obras de San Agustín II. Madrid: B.A.C.

Nietzsche, F. (2007) El Anticristo. Madrid: Alianza Editorial.

Índice de ilustraciones:

Fig.1: Bartolomé Esteban Murillo, La Inmaculada Concepción, 1655-1660

Fig. 2: Bautismo. Fotografía de dominio público: https://creativecommons.org