García Montero y los Prometeos: el advenimiento de la Fe artística y vital

Laura Benedicto Escajedo

Se dice que cada vez que se interpreta un clásico teatral se le entrega de nuevo al presente, que su elección es un acto de pasar por el cuerpo de nuevo palabras que pudieron ser escritas hace millones de años, un romper la barrera espacio-temporal y volcar encima de las tablas y del público espectador una problemática, una cuestión sin respuesta que resuena en cada recoveco del teatro que lo aloje. El pasado jueves 16 de junio, el poeta y presidente del Instituto de Cervantes Luis García Montero presentó en el Círculo de Bellas Artes su última publicación, Prometeo, un libro que nace del intento de reescribir y repensar la actualidad del mito clásico. El libro nace de la iniciativa junto a José Carlos Plaza, director teatral, de crear una obra que pensase de qué manera el arrepentimiento del Prometeo, que libró el fuego a los hombres arrebatándoles el secreto a los dioses y desafiándolos, puede interpretarse ahora, con las consecuencias que dicho poder ha ocasionado en el uso que los humanos le hemos dado. La obra que García Montero escribió fue puesta en escena en el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y la recoge ahora Alfaguara en una edición que se abre y cierra con dos ensayos del autor que reflexionan, igualmente, sobre el poder de seguir creyendo en la vida misma, en el poder de la palabra y de la escritura.

El acto se desarrolló a modo de diálogo entre el autor, José Carlos Plaza y la periodista y escritora Berna González Harbour. La poesía fue el eje central de las reflexiones, y se expuso com un sustrato vital, como dotadora de un sentido a la existencia contingente. El poeta, recordaba García Montero, tiene que tener claro que la obra de arte no es un panfleto político ni la expiación de unas vivencias; así, en un sentido muy blanchotiano, se plantea una lucha-juego en la que el escritor debe asumir la potencia de una vida poética, con las consecuencias irreversibles que eso conlleve, en un sacrificio parecido también al de Prometeo, que no puede caer en expectativas preconcebidas ni dotarse de egocentrismos: el arte es, así, un juego entre las experiencias propias y la transcendencia de estas.

Prometeo es, así, un homenaje a la palabra, una obra en la que la poesía articula de principio a fin la estructura y, paradójicamente, no se halla presente más que a través de citas; es la muestra de que, en realidad, lo poético va más allá de los versos y los compases, de la métrica y la rima: la existencia poética y la escritura es un acto performativo. En este sentido, García Montero abre su libro diciendo que la escritura poética es pensar de una manera honesta: no puede ser de otro modo, pues el encuentro entre papel y lápiz, con todo lo que ello conlleva, solo puede asumirse desde la honestidad más radical.

Así, como el mismo autor dijo en la presentación, el libro es una invitación a cuidar el fuego, el amor, un canto a mantener viva la esperanza. Para ello, la mayor innovación de su adaptación consiste en dividir el personaje del titán en dos y provocar, muy borgianamente, un encuentro entre ambos. Se produce, así, una larga conversación entre un Prometeo joven recién encadenado, y un Prometeo viejo. Surge entre ellos, una reflexión sobre la Fe y la vida, los riesgos y el fracaso. La obra produce un choque en su contemporaneidad: en una era donde la superproductividad y las retóricas del éxito nos atraviesan constantemente, el fallo es la única manera de constituirse en resistencia, de forjarse a uno mismo y a su creación. El actor y director Lluis Homar, quien participó en el estreno de la obra, y Ana Belén, actriz y cantante, leyeron a modo de clausura este pasaje, creando en toda la sala Valle-Inclán un aura donde la palabra, el arte y la vida y la muerte iban trenzándose y constituyendo una fortaleza. Los espectadores, así, pudieron presenciar la corporeización de las palabras del poeta, en un movimiento que hizo muy presente lo que García Lorca llamó el duende, aquella presencia que surgía desde “las últimas habitaciones de la sangre” del artista y que otorgaba a la creación aquel halo que lo diferencia como obra artística, el resultado de pelearse con el verbo, de hacerlo carne. Las palabras de García Montero interpretadas fueron una apelación que era imposible de esquivar.

De este modo se cerró un acto que dejo en el aire múltiples preguntas e inquietudes que atravesaron la conciencia: el límite colindante entre el derecho y el deseo, la pasión excavada a través de las palabras, los movimientos y la creación artística; el paso del tiempo imparable con certeza y el consuelo de que hay que mantener la fortaleza y la esperanza, de que, como dice el viejo Prometeo, “Ni siempre, ni nunca. Mejor contar los días”.