Las últimas fiestas de la cosecha, ingcubhe, de la tribu Bhaca en la exposición “Eventos de lo social”

Baile de las fiestas de la cosecha de los bhaca.

En la exposición de PHotoESPAÑA 2021 en el CBA Eventos de lo social Fotografía africana en The Walther Collection, encontramos unas curiosas fotos de Alfred Martin Duggan-Cronin en las que estamos frente a, posiblemente, las últimas celebraciones de las fiestas de la cosecha de los primeros frutos, las ‘ingcubhe’, recogidas en su colección “The Bantu Tribes of South Africa” (1928-1954).

Entre 1919 y 1939, Duggan-Cronin se desplazó alrededor de 128.000 kilómetros a lo largo de Sudáfrica, Namibia, Botswana, Zimbabwe, Zambia, Mozambique, Swazilandia y Lesotho. En ese periplo hizo siete mil negativos de los que imprimió varios cientos de copias. Tras abrir una galería dedicada a los bantúes, en la que fue sumando fotografías enmarcadas, hasta 750, se las ofreció a la ciudad de Kimberley con la condición de que la colección fuera debidamente alojada y accesible al público. Con el apoyo de De Beers, la empresa de explotación de diamantes para la que había trabajado cuando llegó a Sudáfrica, la galería se incorporó permanentemente al Mc-Gregor Memorial Museum. Tras su muerte en 1954, la colección “The Bantu Tribes of South Africa” constaba de 11 volúmenes. Para Duggan-Cronin el proyecto constituyó un monumento al pueblo bantú “a quien”, decía, “nosotros en Sudáfrica le debemos tanto”. En estas fotografías retrató la vida de estas tribus, con sus celebraciones, creencias, rituales, su día a día… y entre estas estaban las de las fiestas de la cosecha.

En la exposición “Eventos de lo social” del CBA podemos ver treinta y seis de estas fotografías correspondientes a los pueblos de habla bantú, entre los que se encontraban los Nguni. De estas tribus, las más conocidas son los Zulú, Ndebele, Swazi o los Bhaca, que hoy ocuparían zonas de Mozambique, Sudáfrica, Swazilandia y Zimbabwe. En estas fotografías, aunque no se mencione, intuímos que se trata de los Bhaca, ya que estos fueron de los pocos que perpeturaron estas fiestas de la cosecha hasta el primer tercio del XX, y además porque Duggan-Cronin se refiere a las fiestas de los primeros frutos como ‘ingcubhe’ -así lo escribe en los márgenes de las fotografías-. Según el profesor de Historia, Keith Snedegar, de la Utah Valley University leemos que los Zulú llamaban a esta festividad ‘umkosi’; los Swazi, ‘incwala’; los Ndebele, ‘inxwala’; mientras que eran los Bhaca los que la denominaban como ‘ingcubhe’. Así que podemos decir que es muy factible que estemos ante esta tribu, pese a que el mismo Duggan-Cronin no lo mencione explícitamente en sus fotografías, ya que como se demuestra, coinciden fechas y denominación en diversos estudios.

Seguimos leyendo que fueron los Bhaca los que celebraron sus últimas fiestas de la cosecha, ingcubhe, completas allá por 1926, con lo que concuerda en fechas con las fotos de Duggan-Cronin, que están presentes en esta exposición. En ellas, el jefe de la tribu probaba el primer fruto de la cosecha y a este se le atribuían poderes sobrenaturales, algo que también imprimía, según la creencia, fortaleza frente a los enemigos. Además, se bendecía de alguna manera la cosecha de ese año que empezaba.

Los rituales de las fiestas de la cosecha

Las celebraciones, según documentos encontrados en relación a los zulús y los swazis, se iniciaban con la nueva luna de diciembre y podían durar hasta quince días. Para empezar, el rey quedaba recluido en sus aposentos, donde los doctores reales le ofrecían unas decocciones. A la mañana siguiente, este se subía a un promontorio donde sumergía sus manos en una papilla de calabaza amarga y después de chupar sus dedos, escupía la pasta en dirección al sol naciente. Los jóvenes guerreros recogían leña para asar un toro durante un par de días y ofrecer los restos entre integrantes de la tribu. También los guerreros más mayores pedían por la lluvia con música y bailes. Al parecer, se cantaba una canción Ngoma, que solo podía cantarse en las fiestas de la cosecha so pena de muerte.

La actual fiesta Kwanzaa afroamericana, que se celebra en los Estados Unidos, tiene sus orígenes en estas celebraciones.

La exposición de PHotoESPAÑA 2021 en el CBA Eventos de lo social Fotografía africana en The Walther Collection se puede visitar de martes a domingos de 11h a 14h y de 17h a 21h hasta el 22 de agosto.

Otras exposiciones de PHE21, White Nights (hasta el 5 de septiembre) y Supernova de Ouka Leele (hasta el 24 de octubre).

Sobre las humanidades y la innovación

Foro I+D+C #CulturaInnova. Sobre innovación y humanidades

Texto de Helena Agirre

El pasado 20 de mayo tuvo lugar en el Círculo de Bellas Artes el primer evento del Foro I+D+C con el fin de potenciar al máximo el impacto social e innovación de las disciplinas humanísticas. Para ello, las distintas salas del CBA congregaron una gran diversidad de actores y actrices relacionadas con la cultura y la innovación – grupos de investigación, entidades culturales, empresas e instituciones receptoras de transferencia, medios de comunicación – que compartieron sus ideas sobre la cultura de la innovación y la innovación desde la cultura. A través de las distintas mesas, se expusieron diversos proyectos, tanto europeos como nacionales, que mostraron la parte más práctica de la innovación en las humanidades, así como también la vertiente más teórica de la innovación: qué es la innovación y qué relación tiene esta con las humanidades.

Cartel del Foro I+D+C #CulturaInnova celebrado en el CBA el 20 de mayo de 2021, que ilustra el artículo de Helena Agirre: "Sobre las humanidades y la innovación"

Uno de los puntos convergentes de gran parte de los discursos del Foro I+D+C fue la escasa financiación que reciben las ramas humanísticas en los proyectos de investigación. En un mundo en el que el conocimiento también está encerrado en la lógica económica de coste y beneficio, el saber más abstracto queda relegado. No obstante, la pandemia de la COVID19 ha demostrado que la cultura es esencial para el bienestar y la cohesión social, para el sentimiento de conexión con el mundo que nos rodea. De hecho, esta necesitad se manifestó en las cifras de consumo cultural a lo largo del confinamiento, se llegó a un máximo histórico del 57% de personas que afirmaba leer por lo menos una vez a la semana, y qué decir de las plataformas digitales que aumentaron sus subscripciones exponencialmente. Sin embargo, a pesar de tales cifras, el sector cultural ha sido uno de los más dañados en la nueva normalidad y exige un inmediato cuidado por parte de las instituciones políticas, porque si se abandona a la lógica del mercado capitalista en la que impera el beneficio, con un aforo a la mitad, entre otras limitaciones, el sector cultural va a pique. ¿Es, pues, la lenta innovación por parte de las humanidades la culpable de esta situación?, ¿son las humanidades la disciplina con menor adaptabilidad a las crisis?

¿SE ESTÁN QUEDANDO ATRÁS LAS HUMANIDADES?

Las humanidades, como bien detectaron los grandes filósofos de principios del siglo XX, cuando asumen las reglas del marco técnico-práctico, se ven acomplejadas por no poder dar los mismos resultados que el resto de las ciencias, pero el problema no es inherente a las humanidades, sino al emplazamiento, a la mirada, a las condiciones que se le exigen al pensamiento para que sea riguroso. Dentro de este marco de comprensión de la realidad en el que todo ha de tener un fin – en la sociedad capitalista este fin sería el beneficio – las humanidades se cosifican, y se convierten en meros instrumentos para la producción de beneficio: los músicos componen canciones para ganar dinero, los dramaturgos y pintores más de lo mismo, incluso los filósofos acaban publicando artículos con fines lucrativos. Insertos en este marco, parece que avanza ante los ojos perplejos de los humanistas, la derrota constante y el miedo perenne a no ser una ciencia, a no ser riguroso, a no ser productivo. No obstante, el problema no se halla en las mismas humanidades, sino en el emplazamiento instrumentalizador del pensamiento, la crítica y las ideas.

Pilar Carrera, vicerrectora de Comunicación y Cultura de la Universidad Carlos III, defendía que la innovación humanística está relacionada con la generación de crisis, y no tanto con la solución de problemas que surgen en el statu quo. Es decir, que a diferencia de otras disciplinas más técnicas que tratan de limar las problemáticas que surgen en el mismo transcurso del tiempo, las humanidades tienen la capacidad de preguntarse por el más allá. La innovación de estas disciplinas ha de estar relacionada con las crisis porque se pregunta por la significación, por el porqué, por el marco interpretativo. No es que las humanidades necesiten innovar, sino que el pensamiento, sin cosificar o instrumentalizar, es inherentemente innovador y transformador. Asimismo, es peligroso pensar que hemos de rescatar a las humanidades y emparejarlas con el resto de las ciencias innovadoras, porque el pensamiento crítico difícilmente se podrá desarrollar de manera exitosa en una lógica que busca incesantemente soluciones a problemas contingentes. Las humanidades y el pensamiento crítico no se quedan en la paliación de los síntomas, sino que se preguntan por la enfermedad, por el malestar que origina todos los males perceptibles.

La obligación de cumplir ciertos estándares ya afianzados nos recuerda a la industria cultural de la cual nos intentaban prevenir Adorno y Horkheimer. La objetivización del pensar y el dominio técnico del lenguaje despoja a la cultura de su poder transformador, y se convierte en mero pasatiempo, en un lugar que nos aísla de un mundo externo agotador exigente de constante productividad. Hoy, gran parte de la cultura y sus productos se vuelven burbujas en las que el individuo puede olvidarse de sus quehaceres e identificarse con vidas que no son ni la suya ni las de sus vecinos, sino que son clichés, son apariencias que satisfacen, en primera instancia, el desarraigo del ser humano con su ser. Este emplazamiento no solo cosifica la cultura, el pensamiento o cualquier vertiente de las humanidades, sino que también lo hace con el ser humano convirtiéndolo así en un instrumento más para el sostenimiento del statu quo.

La cosificación del pensamiento nos ha llevado a la infertilidad de nuevos horizontes, parece que ya no somos capaces de pensar en otro sistema, en otra forma de vivir que no sea la nuestra. Imaginamos antes el fin del mundo que la posibilidad de uno nuevo. Es por ello, por lo que hay que recuperar a las humanidades, pero no porque son incapaces de innovar, sino para poder pensar libremente, poder pensar en el por qué y en el cómo de nuestro contexto.

INTERDISCIPLINARIDAD COMO RESPUESTA

El reto de la relación entre la innovación y las humanidades es enorme porque requiere algo más que una mayor financiación en los proyectos de investigación de las humanidades y ciencias sociales –aunque esta es esencial–. Los avances han de dirigirse hacia la deconstrucción de la cosificación del pensamiento y recuperar la razón de ser del pensar. La fragmentación de los saberes en disciplinas cada vez más concretas, con el fin de lograr la mayor especialización y el conocimiento específico del objeto de estudio, ha aislado cada vez más las aportaciones teóricas y prácticas de las diferentes materias, olvidándose de que existe un conocimiento más allá de su campo de estudio. La interconectividad del mundo y de los fenómenos es innegable, por lo que compartimentar tan estrictamente los saberes va contra natura.

Por ello, para poder evitar el abismo intelectual al que parece llevarnos esta organización tan rígida del conocimiento, los rectores de las universidades públicas de Madrid apostaron al unísono por la interdisciplinaridad. El conocimiento concreto y específico es esencial, pero este ha de ser puesto en contexto y conectado con el resto, y más en una sociedad en la que las conexiones son cada vez más complejas y dispares. Entre los ejemplos expuestos se habló de la necesidad de la cooperación entre los ingenieros informáticos y los lingüistas en el desarrollo de los algoritmos de las redes sociales porque estos, por ejemplo, no pueden detectar la ironía o sarcasmo, o, entre la antropología y la arquitectura, donde la transferencia de conocimientos es esencial para un buen desarrollo urbanístico.

La imperante necesidad de un pensamiento interdisciplinar surge por la exponencial complejización de los fenómenos sociales; las migraciones del Mediterráneo no se pueden analizar únicamente desde el prisma antropológico, ya que para poder comprenderlo en su totalidad se han de también tener en cuenta los factores políticos que enmarcan el conflicto, así como las razones y contexto económico, a esto se le suma la necesaria reflexión sobre las fronteras, o preguntarnos sobre qué es un ciudadano y cuáles son sus derechos …  Apostando por esta perspectiva interdisciplinar de pensamiento, el Círculo ya ha albergado las últimas dos ediciones del Congreso de Pensamiento Interdisciplinar organizado por los alumnos del grado en Filosofía, Política y Economía.

Las humanidades, por lo tanto, han de configurarse como el ingrediente transversal, han de ser el pensamiento crítico de los saberes más técnicos. No se les puede exigir productividad o eficacia porque parte de su esencia es ponerlo todo patas arriba, preguntarse por el porqué de todo, como los niños; pero no por ello pierden rigor o prestigio. Se preguntan por el marco interpretativo, lo problematizan para avanzar; por ejemplo, gracias a filósofas como Judith Butler que se atrevieron a preguntarse por las normas de género que ordenan y jerarquizan la sociedad, hoy, los derechos de las personas trans se están ampliando.

Para finalizar, creo que es importante abogar por la importancia de las humanidades en su ser, no como producto o instrumento, sino como mecanismo de la problematización del statu quo, además de subrayar la importancia de recuperar el poder imaginativo y poder proyectarse fuera del emplazamiento, del marco interpretativo. ¿Cómo vamos a avanzar, a innovar socialmente, si no somos conscientes de imaginarnos nuevos mundos?, ¿dónde están las utopías del siglo XXI?

Fotografía insomne. Las noches blancas de Timm Rautert y Tod Papageorge

Imagen que ilustra el artículo "Fotografía insomne". Es de Tod Papageorge. Studio 54, New York, 1978-80 © Tod Papageorge VEGAP, València, 2021

Texto de Marcos López Carrero

La noche es sutil. Lo burdo y lo evidente naufragan en la oscuridad de sus horas. La negrura insomne insinúa, pero no revela verdades. Quizá por ello, el relato de cuanto acontece tras el ocaso se encuentra siempre en la frontera entre lo real y lo imaginado, entre lo vivido y lo soñado. 

Imagen que ilustra "Fotografía insomne. Las noches blancas de Timm Rautert y Tod Papageorge".
Timm Rautert, Crazy Horse, 1976. © Timm Rautert.

Corría la segunda mitad de la década de los setenta cuando, a un lado y a otro del Atlántico, los fotógrafos Timm Rautert y Tod Papageorge se adentraron con sus objetivos en ese universo noctámbulo que, lejos de ser frío y lóbrego, encontraron lleno de purpurina y juegos de luces. La vida disoluta de los cabarets y de las discotecas despuntaba entonces como símbolo de la modernidad y la vanguardia. Tras sus puertas se abría un nuevo mundo de noches blancas, resplandecientes de felicidad, placer y desenfado. La existencia tras los cordones de rojo terciopelo que no todos conseguían rebasar, conducía a los afortunados rumbo a una Arcadia feliz. Una edad de oro en la que todo fluía ligero. Porque, en el fondo, la noche libera.

Bien parecía saberlo Alain Bernardin, inventor del striptease moderno y visionario fundador del cabaret The Crazy Horse. Curioso este rocambolesco homenaje a la tribu de los indios siux para un local en el que, en esencia, se organizaban espectáculos protagonizados por mujeres desnudas. El establecimiento abrió sus puertas el 19 de mayo de 1951 en el número de 12 de la parisina avenida George V, a escasos doscientos metros del Puente del Alma, lugar en el que ha resistido desde entonces. El cabaret pronto logró la fama gracias a funciones en las que, por medio de una compleja iluminación, se proyectaban imágenes inspiradas en obras de arte sobre el cuerpo de las bailarinas. The Crazy Horse se situó así a la vanguardia de la contemporaneidad, introduciendo en sus sutiles espectáculos influencias del neorrealismo y del movimiento pop. Desde su fundación, han pasado por allí nombres como Pamela Anderson o Charles Aznavour, artistas como Salvador Dalí han colaborado en el diseño de su mobiliario, y hasta Woody Allen lo ha usado como escenario para sus películas.

Atraídos por el magnetismo del lugar,  la revista alemana ZEITmagazin encargó en 1976 a Rautert un retrato de Bernardin –que se suicidaría dos décadas después– para ilustrar un reportaje sobre el cabaret. Rautert, curtido en el fotoperiodismo y en el trabajo documental, estudió en Folkwang, una universidad especializada en disciplinas artísticas situada en Essen, ciudad de la cuenca industrial del Ruhr. Allí coincidió con Otto Steinert, el padre de la fotografía subjetiva y uno de los más destacados fotógrafos de la Alemania de posguerra. Al comienzo de su carrera, Rautert abrigaba la esperanza de que sus imágenes sirviesen para cambiar el mundo, pero pronto, desengañado, acabó reconociendo que sus instantáneas «no habían cambiado nada». Poco a poco, empezó a virar hacia la dimensión artística de la fotografía, sin por ello dejar de privilegiar lo retratado frente al método. Pese a su aproximación a lo estético desde lo documental, Rautert nunca dejó de pensar que tratar a la fotografía tan sólo como un arte era un desperdicio.

Timm Rautert, New York, 1969. © Timm Rautert.

Fue mientras aguardaba a Bernardin cuando el fotógrafo, natural de Prusia occidental, tomó varias imágenes de los camerinos y de las bailarinas del Crazy Horse en una serie que permite al espectador aproximarse a los sugestivos cuerpos vestidos de luces que poblaban el cabaret. La obra de Rautert, para quien la mera presencia de su objetivo desvirtuaba la realidad retratada, constituye un valioso testimonio visual de los usos y costumbres de la vida nocturna capitalina, de sus lujos pero también de sus desmanes.

Brassaï, Vista desde el Pont Royal hacia el Pont Solférino, c. 1933. ©Estate Brassaï Succession.

Precisamente, fue en Paris de nuit (París de noche), una de las obras gráficas fundamentales de la fotografía europea del siglo XX, donde Tod Papageorge encontró la inspiración para su serie de instantáneas de la celebérrima discoteca neoyorkina Studio 54. El libro, publicado en 1932 cuando su autor no contaba más de 33 años, está firmado por Gyula Halász, más conocido como Brassaï, transilvano de nacimiento afincado en París desde 1924, que se cuenta entre los nombres más destacados de la irrepetible generación de fotógrafos húngaros (entonces Transilvania pertenecía a Hungría) nacidos entre finales del siglo XIX y principios del XX entre los que se cuentan André Kertész, Lucien Hervé, Nicolás Muller o Robert Capa. Brassaï inmortalizó con su cámara el París de entreguerras, una ciudad que se le antojaba irresistible y cuya esencia captó en fotografías que no tardaron en convertirse en iconos inmemoriales de una época y de un estilo de vida. Desde los intelectuales de Montparnasse hasta los vagos y la gente de malvivir de los bajos fondos, todos ellos tenían cabida en el París de Brassaï. Pese a lo exitoso de su libro Paris de nuit, lo cierto es que un gran número de sus mejores fotografías nocturnas no fueron publicadas hasta tiempo después. Sea como fuere, Papageorge encontró en su obra la luz con la que iluminar, Fujica mediante –«un equipo fotográfico dudoso» que se sentía como «un ladrillo de plomo en la mano», según sus propias palabras–, las noches blancas de Studio 54.

La discoteca, que, al contrario que la larga vida del Crazy Horse, sólo duró abierta tres años, entre 1977 y 1980, se convirtió pronto en el lugar en el que había que estar si se quería estar. Studio 54 encontró el caldo de cultivo perfecto para florecer en una sociedad que, hastiada tras Vietnam y escándalos políticos como el Watergate, clamaba por desinhibirse. Allí se podía ver y ser visto, existir en un mundo hedonista de arrolladora modernidad ajeno a lo exterior. El local neoyorkino era un refugio de lo efímero y un goce para los sentidos. También una metáfora radical del desenfreno y, en términos puritanos, hasta de la perdición. En Studio 54 se quemaban noches sin final en un fluir incesante de sexo, drogas y alcohol en el que se daba cita la jet set internacional. Hombres que esnifaban cocaína formaban parte de su ‘attrezzo’. No obstante, la discoteca no fue un mero lugar de encuentro de quienes ya eran famosos; el frecuentar Studio 54 te convertía en famoso. El local atraía pero también generaba glamour. Su estricta y discriminatoria política de acceso era casi tan célebre como el propio lugar. Hasta tal punto esto era así que, dicen, Nile Rodgers y Bernard Edwards, del grupo disco CHIC, compusieron aquello de «le freak, c’est chic» (algo parecido a «lo monstruoso es elegante») horas después de ser rechazados en la puerta de la discoteca. 

Tod Papageorge, Studio 54, New York, 1978-80. © Tod Papageorge.
Tod Papageorge, Studio 54, New York, 1978-80. © Tod Papageorge

La vida nocturna del infame Studio 54 llegó a convertirse en una forma de arte en sí misma. Esto atrajo a multitud de fotógrafos pero, al contrario que la mayoría, Papageorge no lo hizo por encargo, sino como un trabajo personal en el que esperaba captar el igual «deseo» que destilaba la obra de Brassaï. 

El fotógrafo estadounidense había disfrutado de dos becas Guggenheim, una para retratar competiciones deportivas y otra para tomar imágenes de Central Park. Durante los años 60, el mismo momento en el que el Bajo Manhattan era demolido y que tan bien inmortalizó Danny Lyon en su ensayo visual de un Nueva York agonizante, Papageorge también se embarcó en la difícil labor de fotografiar las calles de la urbe como antes había hecho Berenice Abbott, quien con sus instantáneas redefinió la ciudad moderna. «Siempre he pretendido que hablen por sí mismas [las fotografías], con un poder de persuasión distinto al de la narración de hechos del periodismo», escribía Papageorge, el cual trató de dotar a su retrato de Studio 54 una «elocuencia poética» modelada por la forma en la que el fotógrafo veía el mundo a través de su objetivo. Nacido en Portsmouth (New Hampshire), visitó en varias ocasiones Studio 54 entre 1978 y 1980, cuando el local cerró asfixiado por los escándalos. Sesenta y seis de sus fotografías, muchas efectuadas en la fiesta de Nochevieja de 1978, fueron publicadas hace menos de una década en una antología dedicada a esta discoteca que, pese a su efímera existencia, fue un auténtico fenómeno cultural. 

La fotografía insomne de Rautert y Papageorge, con cierto gusto por lo estético sin por ello descuidar lo documental, da fiel testimonio del brillante ambiente de las madrugadas que marcaron una época y se fueron para no volver. «La noche sugiere, no enseña», dijo Brassaï, el genio húngaro que captó con una Voitländer de 6 x 9 cm el alma de un París que despuntaba en la vanguardia. Las noches del Crazy Horse y de Studio 54 se insinuaban en un halo de purpurina, glamour y sofisticación tras el cual reinaban la desinhibición y el hedonismo que los dos fotógrafos captaron en el retrato de quienes no apagan la luz cuando la ciudad duerme.