La distancia y el cine de Pedro Costa

Lola Rodríguez Bernal

Vitalina Varela es un mirlo blanco en la industria cinematográfica. En los tiempos que corren, se ha vuelto francamente difícil encontrar un film independiente en taquilla. No cine de autor. No cine intimista. Cine independiente. Vitalina Varela es, sin duda alguna, una excepción en el panorama audiovisual. La película, que se estrenó el pasado jueves 15 de octubre y que se proyecta el sábado 24 de octubre en el Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes, surge precisamente del D.I.Y. (Do It Yourself), de los proyectos logísticamente limitados, con bajo presupuesto -de verdad- que investigan nuevas forma de acercamiento a la producción artística alejadas de la dinámicas de mercado. Una aproximación al cine que niega la diversificación profesionalizada, el tecnificado, la comercialización, la multiplicación de medios y las narrativas convencionales. Y es que Pedro Costa, su director, aunque no se venda como tal, es un indie de los que ya no quedan, de los que ya nadie se encuentra por Malasaña. La envidia de Yung Beef; el hijo bastardo de los Sex Pistols.

Esta forma de hacer en la trayectoria del director portugués, que comenzó con Ossos (1997) y que se ha consolidado íntegramente en Vitalina Varela, no atiende a ningún texto establecido. No hay guión más allá de lo que surge en la misma puesta en escena y en la plática entre el director y los propios actores, quienes suelen interpretarse a sí mismos. No tiene, tampoco, un gran equipo detrás de la cámara -el número total de técnicos involucrados se pueden contar con los dedos de una mano-. Así es como el cineasta resiste a los circuitos comerciales, como combate contra el peso de la industria, la superficialidad, lo postizo y simulado del cine.

El cineasta Pedro Costa en un rodaje. Imagen de Valerie Massadian.
Imagen de Valerie Massadian

Lo curioso es que Costa ha encontrado su sitio en el cine desde el acercamiento clásico -en el sentido cinematográfico- de la realidad. Esto es algo que él mismo hace referencia en otras entrevistas que ha concedido al Círculo, donde habla de oscurecer la oscuridad; esto es, de explorar la respectiva diferencia entre Vitalina y la cámara; Ventura y el ojo del director; los vecinos y vecinas de Fontainhas y Pedro Costa. El cineasta intenta reconciliar las vivencias de los protagonistas y su propia mirada, que, a fin de cuentas, es la de un portugués blanco. Costa hace de sus películas un punto de fuga, un punto concéntrico donde orbitan todas estas diferencias. Y esto es en gran parte, de forma muy breve, lo que es Vitalina Varela.

Cuánto hay de personaje en la persona y viceversa, cuánto hay de máscara, es una cuestión que se nos escapa de las manos -cuando creemos tener la clave ya se ha abierto una nueva dimensión; ya sabemos que el mochuelo de Minerva siempre llega tarde-. Pero tampoco podemos prescindir de ella -recordemos que el término persona proviene del latín máscara; recordemos, también, Persona de Ingmar Bergman-. Los límites de la ficción y la realidad, del género del documental, -como se explora ya fundamentalmente en En el cuarto de Vanda (2000)- la delicada relación entre el cine y la realidad: todo esto cabe en el ejercicio de Vitalina Varela. Pero como decíamos, este no es un ejercicio nuevo. Pedro Costa hace continuamente explícita la deuda de su cine con, entre otros nombres, John Ford, Jean Renoir, Straub-Huillet y Jean Rouch.

Una cuestión menos presente en su discurso y sin embargo muy importante de su forma de hacer cine es su metodología formal, el enfoque de su reflexión. Vitalina Varela, junto a En el cuarto de Vanda, Juventud en Marcha (2006) y Caballo Dinero (2014) son una serie de ejercicios donde el foco se da en el pensar en un espacio, un ejercicio que le debe a la producción americana por lo que recuerda a una suerte Yoknapatawpha, Macondo, Twin Peaks e incluso al Factory de Andy Warhol. Y es que lo continuo, el topos, literalmente el lugar común de estas últimas producciones del portugués, es Fontainhas, este barrio que incluso antes de su derrumbamiento ya tenía algo ficticio.

Fotograma de “Vitalina Varela” (Numax)

Fontainhas fue en su momento un suburbio periférico a la capital de Portugal que, aunque próximo geográficamente, se encontraba en realidad muy lejos de la metrópolis ibérica. El propio Google se resiste a su búsqueda -que ya es decir-. Las pocas entradas en castellano que hay en la web sobre el barrio son parte de alguna entrevista o artículo sobre las películas del portugués. Esa es toda la información que hay. El espacio es un asentamiento irregular -una suerte de favela o incluso kasbah- construida clandestina, desordenada y espontáneamente por la paria lisboeta. Su población es mayoritariamente inmigrante. Gente de Angola, Costa Verde, Guinea-Bissau que llegaron al país en los años 70. De hecho, en Caballo Negro, Ventura -quién participa también en Vitalina Varela– y Costa exploran cómo cada uno vivió la Revolución de los Claveles y la independencias de los países colonizados por la metrópolis -en este caso, Cabo Verde-. Caballo Negro nos presenta dos vivencias totalmente opuestas de un mismo momento histórico: mientras que la generación de Costa en Portugal se jactaba de haber combatido a un gobierno de fascistas, miraban hacia otro lado cuando miles de militares aterrorizaban a los inmigrantes africanos como Ventura.

Caballo Dinero, película de Pedro Costa que también se proyectó en Cine Estudio del CBA.

Las películas de Pedro Costa exploran la fuerza que tienen todavía las dinámicas neocolonialistas en Portugal. Los protagonistas de sus películas y los vecinos de Fontainhas son personas que vienen a Portugal para convertirse en mano de obra barata. Llegan a la península a trabajar en aquellos servicios que cuando Europa ha estado en momentos de expansión nadie ha querido desempeñar: la construcción, para ellos; las actividades de cuidado y limpieza, para ellas. Costa cuenta que precisamente comienza a utilizar menos equipo técnico cuando se percata de que su presencia en el barrio está desequilibrándolo. ¿Qué clase de cine comprometido con Fontainhas no dejaría descansar en paz a los vecinos y vecinas que precisamente por lo propio de sus trabajos tienen que levantarse a las cinco de la mañana? Esta es la razón por la que Costa se deshizo de todo lo que era incompatible e irrecordable con la vida de aquellos que vivían allí, con todo aquello que lo alejara de la integración con el espacio, del acercamiento máximo a sus vivencias.

Ahí está la clave para entender los ciclos neocolonialistas, la interdependencia que se crea entre colonias y metrópolis; el mercantilismo, la globalización, la imposición cultural -y todo lo que eso conlleva- a la que se someten las colonias. Todo esto que después la ideología y discurso poscolonial acaba redirigiendo siempre en su beneficio. No, no es que ellos vengan a quitarnos el trabajo. Es que nuestra presencia en sus pueblos les ha llevado aceleradamente a una globalización y mercantilismo que ha dinamitado sus economías, que les hace dependiente de su migración a las metrópolis, donde son explotados y violentados por el racismo europeo.

Fotograma de la película de Pedro Costa “Vitalina Varela” (NUMAX distribución).

Una de las cuestiones novedosas que aporta Vitalina Varela en relación con sus últimas películas es la exploración de la emigración desde la perspectiva femenina. El film es la historia del luto de una mujer caboverdiana, Vitalina, cuyo marido emigró a Lisboa en búsqueda de una vida mejor, de un trabajo en la sociedad poscolonial. Una historia que se desarrolla entre dos muertes en un sentido temporal, pero que también piensa en la muerte como espacio, en la presencia de la muerte en Fontainhas, donde el índice de enfermedades y muertes ya no es universal, sino totalmente contingente y fruto de las condiciones socioculturales de la vida de sus vecinos y vecinas.

En el film Ventura escapa de su propia biografía para interpretar a una especie de actualización de aquel cura rural y su diario que Bresson llevaba al cine a principios de la década de los 50.  Un personaje que sirve precisamente de contrapeso para iluminar más aún a Vitalina -cuyo nombre ya nos anticipa su fuerza, coraje y vitalidad-. Vitalina, el particular que encierra en sí misma la perspectiva femenina de todas las historias y familias que unen a Portugal y Cabo Verde. Es una mujer fiel y rigurosa, que ha dedicado toda su vida a la creación de un hogar, a un espacio digno e íntimo, que es intransigente con la pereza, la desidia y la negligencia. Una mujer de piernas fuertes y gruesas dedicadas al inagotable trabajo doméstico. Una mujer que cuando llega a Lisboa se encuentra con un proyecto de vida desvinculado con sus raíces, una casa totalmente impersonal donde su marido llevaba una vida mediocre, anodina, entregada al alcohol y otras drogas, al consumo de cuerpos. La mirada femenina de la neocolonización es esta parte de decepción, de tormento y angustia que experimenta en la intimidad de la casa, pues si el cura explora la dimensión pública y comunitaria de lo perdido en los inmigrantes lusófonos, Vitalina explora el espacio privado -el espacio por excelencia de la mujer-.

Vitalina y Ventura en un momento de la película (NUMAX distribución).

Vitalina Varela dialoga en el transcurso de la película con la memoria de la protagonista, tanto con los recuerdos del inicio de su relación con Joaquim, su difunto marido, como lo que queda de él en su paso por Fontainhas. Intenta conversar con él, pero es incapaz de reconocerlo en nada de lo que encuentra allí. Como guía espiritual, Ventura aconseja a Vitalina: si realmente quiere hablar con él, tendrá que hacerlo en portugués y no en criollo caboverdiano. ‘’¿Si hablo en portugués, ¿hablarás conmigo?’’ se interroga Vitalina. También ella, como Pedro, quiere reducir la distancia entre ella y su marido. Y así, sobrevolando por la pintura barroca flamenca, el cine clásico y el expresionismo alemán, Costa nos presenta un trabajo realizado desde la belleza, rigurosidad y esfuerzo del artesano que se dedica íntegramente a trabajar con aquellos que, más allá de los ejercicios cinematográficos, viven efectivamente en la sombra, en los escombros de las capitales europeas.

Ironía y capital en el mundo cultural

Fotograma del anuncio "Pepsi, The Choice of a New Generation" en el post "Ironía y capital en el mundo cultural" de Lola Rodríguez Bernal
Texto de Lola Rodríguez Bernal

En Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, Octavio Paz describe la actitud artística del autor como ‘’una ironía que destruye su propia negación y, así, se vuelve afirmativa”[1]. Para el mexicano este talante irónico venía a diluir los binomios que hasta ahora habían dividido la historia del arte en alta y baja cultura; en arte culto y vulgar. Así además la confluencia de géneros, la búsqueda por lo híbrido, el collage; la autoconsciencia y el abandono de la autoría: todas estas características propias del arte de principios del siglo XX se concentraban en este concepto de metaironía. Obras como La novia desnudada por sus solteros son un claro ejemplo de esta nueva forma de hacer arte. Casi cien años después de su aparición, ¿en qué situación se encuentra esta actitud irónica en el mundo del arte y la cultura?

La novia desnudada por sus solteros, o El gran vidrio (1915-1923). Marcel Duchamp

En Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer, David Foster Wallace responde a esta pregunta en un pequeño ensayo llamado E Unibus Pluram, donde explica cómo la televisión había absorbido esta ironía en sus producciones. La actitud que inicialmente buscaba la ruptura del yugo de la historia del arte anterior a Duchamp ahora se habría integrado en las grandes narrativas posmodernas. Estas ahora se rebatían contra la hipocresía de la televisión de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde las cualidades que se celebraban eran precisamente lo sentimental, lo ingenuo y simplista. La ironía se había extendido; sin embargo, el talante dinámico y operante de la propuesta duchampiana se había perdido en su integración: el uso de la ironía pasaba a ser un ejercicio discursivo totalmente parapléjico y desprovisto de cualquier indicio de transformación del mundo. Todo aquello que salía de la caja negra ahora se cubría de un discurso paródico que distanciaba al espectador de sus propios actos. Y es que Joe Briefcase -como Foster Wallace llama en el ensayo al americano normal, trabajador y silenciosamente desesperado– no era -o es- tan estúpido como parece. La carga autorreferencial en la cultura contemporánea provee a Joe Briefcase de lo justo y necesario como para encontrar aquello oculto que al resto se le niega y así, dormir un poco más tranquilo. ¡El telespectador cree ser diferente a la masa! ¡Qué burlones los juegos de la perspicacia y la sutileza irónica!

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer em(1997), de David Foster Wallace

Los anuncios, los programas de televisión, las series. Todos los productos culturales que giraban en torno al aparato electrónico establecían narrativas conscientes de su propia posición en el mundo, una suerte de para sí de la industria cultural -una vez más: gracias, Hegel-. Foster Wallace ejemplifica el uso de esta ironía con uno de los anuncios más premiados de finales de los ochenta. En él, una furgoneta blanca llega a una playa repleta de chicos y chicas con frescales atuendos estivales. Todos se muestran indiferentes a su entrada; el jolgorio y el bullicio de la juventud la deja pasar totalmente desapercibida. Sin embargo, de repente, de la furgoneta comienzan a aparecer un ejército de altavoces, amplificadores, micrófonos y todo tipo de elementos de equipamiento sonoro. Ahora, el sonido efervescente de una bebida gaseosa llega a toda la playa y capta la atención de todos los presentes. Como criaturas presas de una incontrolable pulsión, todos acudan a la furgoneta a servirse un poco de esa bebida.  Y es aquí donde entra en juego la ironía. Al final del spot publicitario, el eslogan de la marca reza: Pepsi. La elección de una generación. Mercadotecnia: etiquetas generacionales e ironía sofisticada. ¿Se le puede pedir algo más al ejercicio de diversificación del capital?

Fotograma del anuncio (1986)

Pues bien. Cambiemos por un momento el concepto de cultura televisiva por el de redes sociales. La aportación de Foster Wallace sería algo así como: en el juego de dinámicas de las redes sociales, los usuarios canalizan su visión del mundo a través de la ironía, incapaces de comunicar lo que verdaderamente sienten sin burla. Los jóvenes nacidos en los noventa -es decir, aquellos que en su infancia y adolescencia temprana vivieron el auge de los smartphone– son conscientes de las metanarrativas de la red en las que participan pero difícilmente hacen algo más al respecto. ¿Cómo de vigente se mostraría esta tesis en los llamados millennials, zinnellial o generación X?

En cualquier caso, esta sí que fue la base argumental de la ponencia Fugas del sujeto millennial: hacia la estética y la ironía, una de las muchas mesas que conformaron el congreso Fugas, Éxodos y Rupturas, que se celebró el pasado septiembre en el Círculo de Bellas Artes. La charla, que se desarrolló en formato debate, interrogó a los ponentes -Ernesto Castro y Elizabeth Duval- sobre cómo los jóvenes solo parecen ser capaces de asimilar ciertos fenómenos culturales a través de su ironización y estetización[2]. La tendencia a canalizar la realidad a través de estos dos gestos sería una consecuencia de la coyuntura contemporánea, que se traduciría en cierta imposibilidad conceptual de comprender la totalidad de la realidad, una totalidad desfasada y fragmentada. La abrumación ante tal coyuntura nos habría dejado a todos atónitos e incapaces de actuar en consonancia con el mundo. La ironía, en definitiva, se usa como una herramienta ilusionaria con la que trascender esta coyuntura donde todo nos es familiar y nada extraño a la vez.

Así, en la mesa se habló de nacionalismos y regionalismos, del viejo debate de la autenticidad y la comercialización entre el mundo mainstream e independiente, de la superación de las nociones de autoría ilustrada, la situación editorial en España y en general del mercado literario. También se habló, como no podía ser de otra forma, de los memes. Se destacó el poder que tiene el humor para llamar la atención sobre cosas o sentimientos que nos suceden en nuestro día a día e ignoramos. También de su capacidad de inclusión/exclusión dentro de un grupo -sobre el poder de la risa y su relación con la filosofía también se habló en el congreso, de la mano ahora de Iván de los Ríos y Jose Emilio Enguita, en la ponencia Senderos de fuga: de la risa, los filósofos y la filosofía-. Pero sobre todo se hizo hincapié en el trabajo que la comunidad en internet había hecho para sensibilizar y construir una consciencia sobre la salud mental de la población.

Los memes, que podríamos definir como los chistes de internet, se someten a las mismas preguntas que estos: ¿quiénes son sus autores? ¿cuántas versiones hay de cada chiste, de cada meme? ¿cuál ha sido su red de circulación? ¿cuántas modificaciones habrán sufrido con el paso del tiempo? Sin importar el creador o creadores, un meme puede literalmente recorrer todo el mundo en cuestión de días si es lo suficientemente verosímil -no olvidemos que al fin y al cabo el concepto de meme se deriva del de mímesis-. Y es que los memes se han convertido en una expresión colectiva, una fuga que ayuda a canalizar la alienación del mundo contemporáneo de forma totalmente anónima.

Los memes no tienen contenido y formato que se les escape. Su variedad, como el propio internet, es simplemente inabarcable. Y es en su diversidad donde encontramos precisamente todos aquellos flujos experimentales característicos del arte en el siglo XX.  ¿Acaso no son de partida un desafío a los conceptos de originalidad y autor? ¿no incorporan el pastiche histórico, el collage, el mash-up nostálgico? ¿no se acaban volviendo autoconscientes, autoparódicos y autorregenerativos?

Y de nuevo nos toca preguntarnos: el meme, como máxima expresión de lo irónico en la cultura de la red, ¿qué tiene de este talante metairónico en el sentido en el que nos lo ofrecía Octavio Paz? ¿Ha acabado sometiéndose a este concepto de ironía del que nos habla Foster Wallace? No parece que al menos sea la clave definitiva para la transformación de la sociedad; o siquiera que contribuya para pensar en otras alternativas posibles al capitalismo tardío -como explica Mark Fisher en Realismo Capitalista-. También en este sentido, Foster Wallace llegó a decir que ‘’la ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo literario.’’[3]. Paradójicamente, la actitud irónica habría acabado teniendo las mismas dinámicas que el propio capital, es decir, la tautología y la autorreproducción. ¿Supone esto el final definitivo, el final de cualquier tipo de esperanza ante la destrucción masiva del capitalismo?

Quizás es todavía demasiado pronto para afirmar algo así. En cualquier caso, esta coyuntura le suma otro reto a estos jóvenes nacidos en los noventa, que no solo tienen que superar esta ironía nihilista-paralizante, sino también afrontar la situación precaria en la que se encuentran. Sin ir más lejos, la Comisión Europea anunciaba recientemente que durante el mes de agosto de 2020 el paro juvenil en España alcanzaba el 43.9% de su población, mientras que la media europea se encuentra casi en un 19%. La juventud se enfrenta ya a la particular ironía de sus propias experiencias vitales, y en concreto, a su experiencia laboral y de toda dimensión relacionada con la estabilidad y seguridad material.

¿Cómo se supone que voy a encontrar trabajo, si todas las empresas piden experiencia laboral? ¿Cómo voy a dejar de prescindir de mis padres, cuya calidad de vida, por cierto, está muy lejos y muy por encima de mi horizonte material? Estas situaciones son para muchos la ironía más cruel, torpe y alienante de sus realidades, más que ninguna otra. Y es que a veces la realidad ya es lo suficientemente angustiosa, desconcertante y sobre todo irónica por sí misma.


[1] Paz, Octavio. Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp. Era, México, 1985

[2] Aunque Foster Wallace no le da el mismo nombre, a parte de esta actitud irónica también  presupone cierta estetización del mundo contemporáneo en la cultura televisiva americana. En el ensayo se refiere a ella como la narrativa de la imagen.

[3] Burn, Stephen J., Conversaciones con David Foster Wallace, Pálido Fuego, Málaga, 2012

La filosofía fuera de sí misma y el feminismo ante la filosofía

           Patricia Irene Lara Folch

Es bien sabido que en el interior de los llamados estudios de género o teoría feminista hay desacuerdos importantes e incluso, me atrevería a decir, irreconciliables. Este hecho se manifiesta en el reciente libro Fuera de sí mismas. Motivos para dislocarse de Luciana Cadahia y Ana Carrasco (eds.) que fue presentado en el marco de “Los Lunes al Círculo” el pasado 8 de junio –junto a las editoras dialogaron también Macarena Marey, Rosaura Martínez y Valerio Rocco–. Y no son solo abstracciones metafísicas las que generan el disenso en el seno de la disciplina sino que, tal y como hemos podido observar estos últimos meses en el panorama del activismo español en relación a la Ley Trans, los enfrentamientos se dan también en el plano inmanente y radicalmente material de lo político. En todo caso, la correspondencia y reciprocidad, lo que casi ya podríamos llamar interdependencia entre la teoría y la práctica en las cuestiones de género, es una realidad a celebrar en un momento en el que muchas pensadoras y pensadores, de las más altas esferas académicas, han dado por perdida cualquier posibilidad de influencia de la filosofía política sobre las instituciones, la participación ciudadana en la democracia o los marcos simbólico-cultuales que dan sentido a nuestras vidas.

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Releer y reinterpretar la historia de la filosofía desde una perspectiva feminista es una de las motivaciones que acerca, que une, a esa grupalidad tan variopinta que desde el principio hemos denominado estudios de género. ¿Pero qué queremos decir con esto? Creo que resulta crucial hacer alusión a la clasificación que Rosi Braidotti expone ya en el 1990 en la Conferencia inaugural como profesora de Estudios de las Mujeres de la Universidad de Utrech[1]. La filósofa italiana distingue tres fases de la teoría feminista —que yo preferiría llamar tres formas, para evitar así la jerarquización o una posible interpretación lineal y temporal en la que cada una de las fases superara a la anterior eliminándola—. Primero, la crítica a la misoginia y al sexismo en todas sus manifestaciones. Segundo, la reconstrucción positiva de la subjetividad y la experiencia femenina. Y tercero, la formulación de nuevos valores, metodologías, epistemologías, lenguajes, ontologías políticas que, si bien obtienen sus cimientos del campo de estudio del género, pretenden una transformación general que se posicione más allá del feminismo y que incumba más allá de las mujeres.

            En lo que sigue a continuación ofreceré un ejemplo de cada uno de esos modos de proceder, sin dejar de alertar que la distinción drástica y autosuficiente entre ellos corresponde solo a un método analítico. Aquello en lo que nos concentraremos y que ya ha venido en parte anunciado es cómo ciertas pensadoras han leído y percibido la historia de la filosofía. Y con esto ya empezamos las distorsiones, las dislocaciones: en el seno del feminismo tienen lugar una serie de contradicciones que me gustaría caracterizar de sin complejos. Unas tensiones que se reconocen como punto de partida y cuyo reconocimiento, cuidado, no evita el dolor que las disputas a veces ocasionan. Dicho de forma sencilla, lo paradójico se expresa así: el feminismo y lo femenino pretenden hacerse un hueco transformando el estado de cosas, pero para hacerlo necesitan de dicho estado, que les precede y excede. Este enunciado abstractamente formulado se concretiza en tensiones particulares. La que se da entre las instituciones sexistas y la participación de las mujeres en ellas; la que tiene lugar entre la tradición masculinista de la filosofía y la herramienta que ésta constituye para los estudios de género; o aquella de querer dejar atrás el binarismo sexual y, a la vez, tener que hacer inteligible la experiencia de la subjetividad femenina[2].

FUERA DE SÍ MISMAS Y VULNERABLES

Procedemos primero con la tercera fórmula —pues así evitamos, al menos, a nivel formal la interpretación lineal a la que parecía recurrir Braidotti— que consistía en la elaboración de marcos de pensamiento que hablan desde un lugar de enunciación feminista, pero que no apuntan necesaria ni explícitamente a la misoginia o la experiencia de las mujeres. Diría que es desde este motivo principalmente que se configura el libro Fuera de sí mismas. Motivos para dislocarse de Luciana Cadahia y Ana Carrasco (eds.). En la presentación en “Los Lunes al Círculo” se habló de ciertos lugares comunes de la filosofía de los que cabía dislocarse y cómo la forma que las autoras feministas tienen de relacionarse con la tradición filosófica puede ayudar a esas torsiones del pensamiento. Sin duda, la obra consigue su objetivo y es tan rica en referencias, temas e ideas que no podemos aproximarnos a todas ellas aquí.

Sin embargo, sí me gustaría rescatar una noción que consigue popularidad en la mayor parte de los ensayos, esto es: la de una ontología política relacional que parta de la vulnerabilidad de lo humano. Es decir, que la relación prevalece a la sustancia en la configuración del sujeto y, como tal, la primacía del afecto sobre la independencia y la autosuficiencia, nos constituye a todos y todas como seres vulnerables. Este posicionamiento, que es clásico de la obra de Judith Butler[3] –véase su reciente artículo para “Minerva”, la revista del CBA– pero que no se entendería sin recordar a Hegel o Spinoza, es un gran ejemplo de la tercera forma de hacer teoría feminista que Braidotti nos invitaba a tener en cuenta. Butler comienza a pensar en la noción de vulnerabilidad por querer abrir un espacio a subjetividades que carecían de categorías de referencia en un régimen sexuado. No obstante, al reflexionar sobre el sujeto y su relación con la alteridad, bien podemos decir que la vulnerabilidad de lo humano deviene un marco más allá del feminismo y más allá de las mujeres para pensar otro potencial de lo político.

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Vulnerabilidad. Marina Abramovic, Autorretrato con esqueleto.

FEDERICI: ENTRE MARX Y LA CAZA DE BRUJAS

            Veamos la segunda forma, en la que la subjetividad femenina, aprehendida hasta el momento únicamente en relación al régimen masculino, viene articulada afirmativamente. Este es el caso del trabajo que Silvia Federici realiza sobre los textos de Karl Marx y que supondrá un instrumento para pensar el rol de la mujer en el capitalismo. Después de una crítica al filósofo alemán por haber modelado su análisis desde la perspectiva del hombre proletario que surge como trabajador independiente, señala Federici la importancia de las mujeres como agentes en la reproducción de la fuerza de trabajo. Su tesis dice así: “la persecución de brujas, tanto en Europa como en el Nuevo Mundo, fue tan importante para el desarrollo del capitalismo como la colonización y como la expropiación del campesinado europeo de sus tierras.”[4] Reconoce en la cacería de brujas de los siglos XVI y XVII el principal mecanismo de disciplinamiento social, simbólico y material, desde el que se construyó la feminidad doméstica.

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Grabado de la época (Ámsterdam, 1571) que aparece en el libro “Calibán y la Bruja”, de Federici.

Pensemos que el imaginario de la bruja —eran hechiceras, practicaban abortos, indisciplinadas, nocturnas, alborotadoras sexuales— suponía un claro antagonismo al aumento de nacimientos y la estabilización del régimen familiar que el sistema económico necesitaba para ejercer de mano de obra. Para Federici, con Marx y sin él, el trabajo de reproducción doméstico deja de ser una actividad precapitalista para entrar de lleno en la historia y, consecuentemente, deviene un espacio político construido en base a un nuevo contrato sexual, en el que la subjetividad-bruja –sobre la que habla en la entrevista para el Círculo de Bellas Artes– devino el principal chivo expiatorio. De nuevo, Federici consigue esa segunda forma: investiga y construye la experiencia y el rol de la mujer de una manera afirmativa y no ya en relación a lo masculino en el momento de la acumulación primitiva capitalista.

IRIGARAY ANTE EL TIMEO DE PLATÓN

            Y por último la primera forma, aquella que denunciaba el sexismo, en este caso, contenido en la filosofía. Una de las constantes del diálogo platónico[5] es la aparición de obstáculos en la relación modelo-copia. ¿Por qué se da continuamente en el “Timeo” esta distancia que parece insalvable? Para dar respuesta aparece la caótica χώρα (chóra), ordenada en base a las formas inteligibles por el demiurgo que instaura, por lo tanto, un régimen de imitación, que como tal es siempre imperfecto: como un espejo, la chóra refleja las imágenes del Bien, recibe todo pero no participa de ello más que como soporte, es amorfa.

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   Luce Irigaray

La jerarquía ontológica y epistemológica que se da entre las formas inteligibles y la chóra y, sobre todo, las metáforas sexuales que Platón utiliza para designar cada uno de esos elementos es aquello que Irigaray rescata en “Speculum”[6]. El demiurgo y las formas inteligibles son identificadas con la figura paterna (37c, 50d). El receptáculo, en cambio, es denominado madre (50d, 51a) y nodriza (88d), un lugar de la pasividad en el que se generan los objetos. El poder de la reproducción femenina se toma entonces como instrumento de reproducción del Padre: la materia es estéril, es femenina “sólo en cuanto a la receptividad, no en la preñez (…) castrada de ese poder fecundante que corresponde sólo a lo inmutable masculino.”[7] Irigaray busca entonces lo femenino en lo silenciado, en aquello que el texto se niega a incluir pero que sin embargo constituye la posibilidad de su existencia. La feminidad, sostiene, es el afuera constitutivo y, por lo tanto, la otredad interna de la filosofía, aquello que asegura el estatuto de lo Mismo a lo masculino, porque no es lo Otro. La autoridad paterna, que domina la verdad en base al imperativo de la semejanza, crea a la vez que expulsa lo femenino: su utilidad espistemológica es medida únicamente en tanto que sirve para explicar las formas inteligibles a través de las huellas sensibles a las que hace de soporte-espejo. La Irigaray de “Speculum” es un ejemplo de la primera forma en la que se manifiesta la teoría feminista: mediante el psicoanálisis rastrea las huellas sexistas en el texto platónico.

            En conclusión, hemos sometido a la filosofía a revisión y las pensadoras, desde el feminismo, han dialogado con la filosofía, como no podría ser de otra manera. Hemos presenciado en estas líneas el intercambio e interdependencia de dos disciplinas que no siempre han mantenido una relación de cordialidad entre ellas, pero que deseamos que sus caminos confluyan en direcciones cada vez más próximas, encontrando motivos comunes y recíprocos por los que dislocarse.


[1] BRAIDOTTI, ROSI. (2004), Feminismo, diferencia sexual y subjetividad nómade. Barcelona: Editorial Gedisa, 2015. P.11

[2] La polémica a la que me he referido en un principio entre la Ley Trans y algunos sectores del feminismo creo que tiene su razón de ser en la tensión constituyente del feminismo a la que hemos estado haciendo alusión. Y obviamente, con dichas tensiones y contradicciones se debe tratar de lidiar; objetivo que una parte del feminismo no ha conseguido en este caso. Es la tensión entre la superación del binarismo sexual y la inteligibilidad positiva de las mujeres la que constituye la problematización del movimiento trans, supuestamente chocante con algunas demandas feministas. Movimiento al que se le solicita que abandonen rápida e inmediatamente el deseo de obtener coherencia en el dispositivo de regulación deseo-sexo-género cuando este configura aun la hegemonía estructural y discursiva de occidente y de muchas mujeres que protagonizan los sujetos políticos del feminismo.

[3] Por ejemplo en BUTLER, JUDITH. (2004), Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós, 2006.

[4] FEDERICI, SILVIA. (2004), Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de Sueños, 2010. P.23

[5] PLATÓN, Timeo. Edición bilingüe de José María Zamora Calvo (2010). Madrid: Abada Editores S.L, 2010.

[6] “La hystera de Platón” y “Una madre de cristal” son los textos principales con los que Luce Irigaray lee y analiza el “Timeo” de Platón, ambos recogidos en IRIGARAY, LUCE. (1974), Speculum. Espéculo de la otra mujer. Madrid: Editorial Saltés, S.A, 1978.

[7] IRIGARAY, LUCE. (1974), Speculum. Espéculo de la otra mujer. Madrid: Editorial Saltés, S.A, 1978. P.188.

Pensadores ¿judíos?

Texto de Gonzalo Pérez Santonja (Máster en Filosofía de la Historia UAM)

Are you so fast that you cannot see that I must have solitude?

When I am in the darkness, why do you intrude?

Do you know my world, do you know my kind?

or must I explain?

Will you let me be myself?

Or is your love in vain?

Bob Dylan, “Is your love in vain?” Street Legal (1978).

La cuestión de “quién es judío/a”, de qué significa ser judío, sigue siendo hoy en día profundamente incómoda. Probablemente ello se deba a que es una de las preguntas que más sufrimiento ha causado (y causa). Sin duda, constituye un problema central en los llamados Jewish Studies, en cuya bibliografía comúnmente se distinguen tres criterios : (1) el étnico/racial, que ha llegado a motivar estudios de ADN, como el realizado a la comunidad Beta Israel de Etiopía[1]; (2) el religioso, vara de medir algo imprecisa debido al número de los llamados “judíos ateos” (Bernie Sanders, Woody Allen, etc.); y (3) el cultural, que se enfrenta a una variedad de tradiciones, como la árabe o la rusa, difícilmente unificables. Otros autores han elaborado distintas categorías. Yosef Hayim Yerushalmi recupera el término de Philip Rieff de “judío psicológico” para referirse a aquellos judíos asimilados que renunciaron a su religión y su cultura, pero conservaron ciertas estructuras psicológicas, como Freud[2].  Incluso se ha llegado a hablar de judíos culinarios (“me gusta más vuestra cocina que vuestra religión”, apuntaba Heinrich Heine)[3].

Judíos etíopes de Beta, Israel.

Sin duda, todos los criterios mencionados (y quizás todo criterio en general) resultan escurridizos y problemáticos. Pero, ¿de dónde proviene tal dificultad? En buena medida de la ausencia de proselitismo, contraria a gran parte de nuestra tradición política occidental, y particularmente al mundo hispano, cuna de la Inquisición moderna. Sólo hace falta recordar a los fundamentalistas españoles de principios del siglo XX, partidarios de un “racismo sin raza” supuestamente católico-romano, que se mostraron dispuestos a reconocer a todas las etnias y culturas (romana, visigoda, árabe) como españolas, excepto la judía[4]. Hoy en día la Inquisición y sus formas se encuentran lejanas en el tiempo, pero perviven latentes en los hogares españoles. A menudo se hace necesario saber de qué va tal o cual político, qué ideología esconde realmente, sólo para que posteriormente este entre felizmente en el catálogo del enemigo visible y bien iluminado, el de toda la vida

Esta lógica miedosa refleja quizá una militarización de la vida y un rechazo del misterio, tan bien descrito por el teórico político español Javier Roiz. Y es que, como ocurre en la guerra, el uniforme identifica, sea del bando que sea, y garantiza un nivel mínimo de protección, recogido en las siempre sorprendentes “leyes de guerra”. El proselitismo común a la mayoría de ideologías y religiones permite definir rápidamente y con un criterio claro quién es amigo y enemigo, y con ello identifica de manera automática. La cuestión se vuelve más complicada con el judío, pues no forma parte de su tradición convencer y perseguir a otros para ser como él y, por tanto, su supuesta identidad no es tan accesible y ni está al descubierto.

Ante tan espinosa pregunta, por tanto, quizás quepa renunciar a criterios cerrados como los mencionados arriba. Sin embargo, evitar la cuestión no parece tampoco del todo adecuado. Como país y continente históricamente antisemita, el reconocimiento de la tradición judía (como de otras tradiciones olvidadas) —ejercicio sano a la hora de pensar las identidades , ya sean la española, la europea o la mediterránea— debe constar no sólo de un momento de reflexión sobre lo que han aportado a nuestra cultura pensadores que “en origen” son judíos, o que, como se diría en el inglés más puritano de nuestro tiempo, “happen to be jewish”. Sería conveniente que ese primer momento vaya seguido de un (re)conocimiento basado en algo tan viejo e ilustrado como la superación de la ignorancia y de los prejuicios, a través de un estudio y una divulgación que respeten el silencio de una existencia tradicionalmente no beligerante y por tanto contraria a muchos presupuestos occidentales. Es necesario tratar de entender las magníficas aportaciones que han hecho estos autores no sólo en tanto pensadores, sino, en la medida de lo posible, en tanto pensadores judíos.

Por supuesto, ello no es en absoluto fácil y requiere la ayuda de los mejores maestros y maestras. Un esfuerzo encomiable en este sentido es el que ha realizado el egiptólogo Jan Assmann. En primer lugar, Assmann desplaza la usual contraposición entre lo griego y lo judío, el paganismo y el monoteísmo, hacia un mismo lugar: Egipto. Con ello, se disipan las problemáticas étnico/nacionales, tan candentes en el presente, ya que el judaísmo se acerca a ser (aunque no sólo sea eso) una expresión más de un momento monoteísta que se itera en la historia, cuya primera manifestación no es necesariamente Moisés, aunque este sea un buen representante. El monoteísmo no sería, sin embargo, la “esencia” del judaísmo, sino una voz más, que se distingue en la rica polifonía bíblica. Algunas de las características más notables de dicho monoteísmo judío son el predominio del oído sobre la vista, la imposibilidad de la omnipotencia en el ámbito humano, la negación de la vida después de la muerte, la centralidad de la justicia y la ley y la sacralidad del texto.

Trabajos como el de Assmann ayudan a reconocer y comprender esa rica tradición que tuvo una edad de oro en nuestro país, y que aún se haya tan estigmatizada  e ignorada. Merece la pena en este sentido leer el ensayo dedicado a la ópera bíblica de Schönberg (Moisés y Aarón) en La palabra que falta , compilación editada por el CBA recientemente. La flexibilidad de un criterio basado en el conocimiento y el estudio permite, a su vez, que existan actitudes e ideas judías en otras tradiciones y figuras no necesariamente étnicamente judías. En este sentido cabría interpretar la concesión de la categoría de judío que Arendt otorga a Charlie Chaplin (en La tradición oculta), cuya biografía no apunta hacia a un judaísmo étnico definido.   

El libro Ante la catástrofe (Herder, 2020) editado por E. Zazo y R. Navarrete, es otro buen ejemplo, y plantea la cuestión de una forma velada (aunque central) que incita al lector a buscar su propia respuesta tras contemplar un excelente paisaje de pensadores judíos del siglo XX. En ello radica buena parte del valor de esta obra que fue presentada en “Los lunes al círculo” el 29 de Junio de 2020, donde dialogaron el editor Eduardo Zazo, Nuria Sánchez Madrid (autora de un artículo sobre Arendt) y Valerio Rocco, director del CBA[5]. La misma forma en la que está estructurada, en tres secciones (I. Crisis de la razón, II. Teoría Crítica, III. Filosofía y judaísmo) anuncia también esa dirección hacia la búsqueda y el estudio de lo específicamente judío, para comprender la pérdida que sufrió Europa en todas sus dimensiones. Uno podría preguntarse a partir de sus artículos sobre aquellos autores más seculares: ¿acaso no aparece la limitación de la omnipotencia humana en la crítica de Cassirer a Hegel o en la propuesta republicana de Helmuth Plessner? ¿No es la teoría crítica, a pesar de su materialismo, un impulso clave hacia la ética y la justicia? El libro es rico en sugerencias en este sentido, y es un paso importante para la recuperación de una tradición que tuvo un destino tan desafortunado.

Antisemitismo y Estados nación

El libro refleja a su vez la imposibilidad de la asimilación de los judíos europeos durante los siglos XVIII, XIX y XX. ¿Qué nos puede decir ello de la forma Estado nación, y la situación actual de los judíos? A mi juicio, la recuperación de la tradición judía a través del conocimiento y el estudio sin prejuicios debe ir acompañada de un análisis de las deficiencias de dicho modelo que la catástrofe hizo visibles, y que todavía perviven. En este sentido, considero crucial que, de cara a la superación del paradigma Estado nación, los judíos no sientan que el nuestro es un “amor en vano”—por decirlo con Dylan— sino que su aceptación (y la de otros grupos) sea sincera y pacífica.  Aquí habría que entrar de lleno en la cuestión del antisemitismo y las formas que toma hoy en el espectro ideológico, que me gustaría resaltar brevemente.

No podemos ignorar que a menudo desde la izquierda este se escuda en el Estado de Israel (muchas veces en las acciones del gobierno del Estado de Israel) para exigir al judío que declare su anti-sionismo y su ausencia de sentimientos religiosos si quiere entrar plenamente en la esfera pública de ciudadanos laicos y progresistas. Lo curioso es que, en muchas ocasiones, el “comprender sin justificar”, que tan bien se aplica a la violencia terrorista islamista en territorio europeo (cometida a menudo contra la población judía) no parece requerirse para hablar de la violencia del Estado de Israel, cuya comprensión parece innecesaria. Seguramente ello sea porque, como indica Slavoj Žižek: “la desgracia de Israel es que se estableció como Estado nación uno o dos siglos después, cuando tales crímenes fundadores ya no eran aceptables”[6]. Habría que añadir que la misma forma Estado nación que horroriza, y con razón, en el joven Estado de Oriente Medio, está dejando morir hoy en día a miles de personas ahogadas en la propia Europa, cuya ciudadanía se siente a menudo tan legitimada para juzgar un complejo conflicto que les queda a miles de kilómetros de distancia, más allá de los gritos de socorro que se oyen a sus puertas.

La derecha de hoy, desgraciadamente, tampoco se encuentra exenta de antisemitismo, muchas veces disfrazado de un sionismo visceral. Amos Oz explicaba el antisemitismo del siglo XX con dos órdenes : “judíos a Palestina, judíos fuera de Palestina”. El antisemitismo de derechas, patriota y nacionalista, se enmarca desde luego dentro de la primera sentencia, y tolera a los judíos siempre que tengan su propio Estado nación, máxime si luchan contra el supuesto enemigo de la civilización occidental. Pero esos otros judíos internacionalistas y globalistas (ahí tienen a Abascal preguntando a Sánchez por sus reuniones con Soros), o los judíos árabes, o las judías feministas como Judith Butler y Nancy Fraser—ellos y ellas siguen siendo percibidas como desestabilizadoras de la moral occidental (como lo fue Freud en su momento) o millonarios sin patria enemigos del Estado nación, que incluso aspiran a dominar el mundo e imponer sus valores globalistas y su moral corrupta. Si bien es cierto que el antisionismo no significa necesariamente antisemitismo, tampoco el apoyo al sionismo significa ausencia de antisemitismo. El caso de Steve Bannon y la administración Trump es prueba suficiente de ello.

La reflexión sobre la recuperación de la tradición judía no puede por tanto ir separada de la problematización de la forma Estado nación, cuyo fracaso fue una de las causas de la catástrofe.


[1] LUCOTTE, G., & SMETS, P. (1999). Origins of Falasha Jews Studied by Haplotypes of the Y Chromosome. Human Biology, 71(6), 989-993.

[2] Yosef Hayim Yerushalmi, El moisés de Freud: judaísmo terminable e interminable, 1a ed. Madrid: Trotta, 2014, p. 37.

[3] Ibid.

[4] Cabe recordar aquí que la propaganda franquista instaba a los musulmanes a luchar junto a ellos contra ateos y judíos: “El enemigo infiel, sierpe que ahoga la garganta de España, y apretado tiene su cuerpo, es de la Sinagoga el oculto poder. A otro costado por eso el moro del Estrecho boga. Viene a luchar por Dios.” Alberto Reig Tapia, Franco” Caudillo”: mito y realidad. Tecnos, 1996. p. 102.

[5] https://www.youtube.com/watch?v=0RNK7q5jThU

[6] Slavoj Žižec, Sobre la violencia. ( Barcelona: Austral, 2008) p. 142

El presente y la construcción del personaje

David Sánchez Usanos

Frente a una situación que no entendemos o que no nos resulta del todo soportable solemos formular una pregunta para tratar de comprender, pensando, tal vez, que el entender algo contribuye a distanciarnos de ello y que quizá permita transformarlo o, al menos, experimentarlo con menos intensidad. Esa pregunta podría ser «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» o su variante «¿cuándo empezó todo?». Se trata, en todo caso, de hacer historia, de buscar un antecedente a lo que nos pasa.

Seguramente la historia del presente puede remontarse tan atrás como uno quiera, pero parece existir un consenso bastante amplio en situar en Descartes el origen de la modernidad. Pero, ¿qué nos tiene que aportar hoy un tipo del siglo XVII? Bueno, quizá convenga recordar que a lo mejor los fantasmas que le atormentaban se parecen mucho a los nuestros. No cesamos de repetirnos que el presente parece una serie de ficción, que es como si detrás de las noticias con las que nos despertamos hubiese un equipo de guionistas que ha perdido la mesura e inventase tramas cada vez más inverosímiles, que nuestras ciudades se han convertido en un parque temático, que la realidad, en fin, ha devenido melodrama. Descartes también se planteó en su momento el posible carácter fantasmal de lo que sucede, ¿y si el presente fuese obra de un maldito guionista?, ¿y si lo que nos pasa no fuese más que el entretenimiento de un genio maligno?, ¿por dónde empezar a buscar un asidero frente a la extravagancia más absoluta?, ¿por dónde comenzar la refutación de que esto no es una pesadilla? Por el yo, por esa cosa que duda, pero que, por eso mismo, es. De eso va el Discurso del método (1637): el libro de un aventurero que, según sus palabras, abandonó el estudio de las letras porque no se fiaba de otra ciencia que no fuese la que procedía de su propia experiencia y que, en consecuencia, se lanzó a recorrer el gran libro del mundo y pasó su juventud viajando, viendo cortes y ejércitos. Uno de los presuntos cimientos del pensamiento moderno es un tratado autobiográfico destinado al conocimiento de sí mismo.

Pero casi todo pensador contemporáneo que se precie reniega de Descartes, el cartesianismo parece ser el origen de la rigidez, de la tecnificación, de la cosificación y del carácter desalmado del mundo moderno; de mucho más prestigio goza, en cambio, el que para algunos fue el primer escritor verdaderamente contemporáneo, alguien anterior al propio Descartes y que fue absolutamente moderno siglos antes de que Rimbaud nos apremiase a ello: Michel de Montaigne. Pues bien, también él eligió la autobiografía como registro apenas disfrazado en sus Ensayos (1580), unas páginas que, según el propio Montaigne, no persiguen ningún fin distinto al conocimiento de sí mismo: «yo soy el contenido de mi libro» afirma como advertencia al lector mientras le invita a no perder el tiempo con algo tan frívolo.

El yo, la propia experiencia transcrita, parece actuar como un principio rector frente a una realidad cada vez más inestable, como una garantía frente al olvido y al disparatado signo de los tiempos. Es algo que se deja leer al comienzo de las Confesiones (1782) de Rousseau donde se avisa al lector de que ése es el único retrato del ser humano pintado al natural que existe y existirá, un monumento a su carácter que deberá servir para el estudio futuro del ser humano. Una falta de pudor y una desmesura que recuerdan al Canto a mí mismo de Walt Whitman (1855) o al Nietzsche más desaforado y que nos devuelven a nuestro presente más inmediato y ensimismado.

Parece que vivimos en un tiempo en el que lo autobiográfico ha dejado de ser una categoría específica referida a los diarios, los dietarios, las memorias o las confesiones, que ha desbordado su propio género y se ha convertido en algo parecido a un protocolo general de configuración de la experiencia contemporánea. El desmantelamiento de las mitologías que daban sentido a nuestra existencia colectiva, la fragmentación de lo social fruto del consumismo y la competitividad han dado lugar a una extraña forma de narcisismo, a un mundo en el que se escribe más que se lee y en el que la vida parece estar subordinada a la mercadotecnia de uno mismo. Como hemos visto, lo autobiográfico quizá estuviese en el origen mismo de la historia de nuestro presente, pero parece que hoy se ha intensificado su presencia: afecta a todo discurso y la construcción de un personaje de dimensión pública es casi un requisito obligatorio para vivir en sociedad.

Joseph Beuys

Pero es que, además, en un tiempo a la deriva, el relato en primera persona, la crónica en la que esté involucrado el autor confiere una credibilidad superior, actúa como detonante de nuestro interés, parece el mecanismo de compensación perfecto después de tanta pirotecnia formal, de convenciones literarias agotadas y de referentes artísticos que se desvanecen; todo aquello, en fin, que incumbe a un «yo» parece saciar el Hambre de realidad (2010) que tan bien codificó David Shields.

Oscar Wilde -que por momentos parecía un arquitecto del futuro- ya avisaba en el prefacio de El retrato de Dorian Gray (1890) que toda crítica era una forma de autobiografía, fórmula que depuraba tiempo después Ricardo Piglia en Formas breves (1999) cuando decía que la crítica es la forma moderna de la autobiografía. ¿Y qué no lo es?, ¿no hay casi una superposición semántica entre «modernidad», «crítica» y «autobiografía»? El círculo se cierra y sentimos la tentación de considerar como nuestros contemporáneos a todos los que alguna vez se enfrentaron a los mismos miedos y experimentaron la misma sed.

Con el curso A través del espejo: (auto)biografía y exhibición en el arte, el pensamiento y la escritura (22-29 de junio) buscamos propiciar una conversación organizada en torno a estas cuestiones a partir de las intervenciones de profesionales e investigadores provenientes de la filosofía, de la práctica y la teoría de las artes, del psicoanálisis, de la antropología y de los estudios literarios.

David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la UAM y director académico de la Escuela SUR.

Ekhilore Quintet, banda ganadora de la I edición GoldFish Yam celebrada en Jazz Círculo

La velada Goldfish Yam, organizada en colaboración con Yamaha Music Europe Ibérica, clausuró la XIII edición de Jazz Círculo el pasado mes de febrero. Participaron tres bandas, procedentes de las escuelas de música: Centro Superior de Música Liceu (Barcelona), Berklee College of Music (Valencia) y Centro Superior Musikene (San Sebastián). Ekhilore Quintet, presentada por Musikene, ha sido la banda destacada como ganadora del certamen. Está formada por Juan José Cabillas (saxo), Juan Oliveira (guitarra), Nacho Soto (piano), Juan Codina (contrabajo) y Ander Alonso (batería).

Ekhilore Quintet en la I edición GoldFish Yam, celebrada en Jazz Círculo. Vídeo: Musikene.

Esta joven banda participará en la XIV edición de Jazz Círculo, ofreciendo un concierto que tendrá lugar el próximo 13 de noviembre. Jazz Círculo ultima ya una edición que se desarrollará entre los meses de octubre de 2020 y febrero de 2021, en una serie de conciertos que siguen teniendo en La Pecera y la Sala de Columnas sus escenarios principales. La inauguración del ciclo tendrá lugar el 30 de octubre y correrá a cargo de la banda taiwanesa, Stacey Wei Quartet. Junto a ella, nos visitarán formaciones jazzísticas de primer nivel que consolidarán al Círculo, una vez más, como lugar de referencia en la celebración de conciertos de jazz en vivo. Cabe recordar que por Jazz Círculo han pasado músicos y grupos tan relevantes como Bob Sands, Jorge Pardo, Federico Lechner, Rubem Dantas trío o el trompetista Jerry González con su Comando de la Clave.

Ekhilore Quintet en la pasada edición de GoldFish Yam en la Sala de Columnas del CBA.

Para este ciclo, el Círculo de Bellas Artes cuenta de nuevo con Yamaha Music Europe Ibérica, una colaboración que se ha mantenido durante toda la trayectoria de Jazz Círculo.

Resumen de la I edición de la GoldFish Yam, celebrada en el Círculo de Bellas Artes. Vídeo: Musikene.

Alfonso Berridi: el susurro de la acción.

La búsqueda de identidad en la vida cotidiana.

Texto de Julia Blanco Martínez (contratada predoctoral del Dpto. Filosofía UAM) y Daniel Rodríguez Castillo (graduado en Hª del Arte y Filosofía. Máster “Mercado del Arte”).

El arte de Alfonso Berridi celebra el presente, lo cercano, lo cotidiano, lo familiar y, a su vez, abraza el ámbito de lo social, lo colectivo y lo cultural. Fundamentalmente lo hace a través de la figura humana, tanto en su obra gráfica, como su escultura o su ilustración.

Desde la primera década de 2010, Berridi encontrará acomodo en la figuración. Una figuración nacida fundamentalmente del dibujo y la ilustración, ámbitos que dominaba, y algunos de cuyos frutos podemos encontrar hoy en la muestra que el Círculo de Bellas Artes de Madrid acoge en su seno, cuyo título Alfonso Berridi. ¿Qué hacen y quiénes hacen? nos predispone a reflexionar sobre objeto(s), agente(s), acción(es).

Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien[1].

Resulta inevitable pensar en Aristóteles al abordar una reflexión sobre la acción humana. En estas primeras líneas de su Ética Eudemia encontramos dos claves que recorrerán el pensamiento filosófico sobre las acciones humanas: la intención y el sentido. En primer lugar, descubrimos que para Aristóteles no tiene sentido hablar de acción sin apelar como fundamento de este concepto a la intencionalidad.

Toda acción está orientada en una dirección, supeditada a un fin. En el caso del ser humano, este fin puede y es a menudo elegido libremente. Esto nos permite, en un contexto social, ser reconocidos por los miembros de nuestra comunidad y convertirnos en sujetos de responsabilidad. Algo tan sencillo como desenvolvernos en el desempeño diario de nuestras acciones más cotidianas constituye el germen mismo de la construcción de nuestra identidad. En cada acción nos posicionamos, nos singularizamos. En este reconocimiento da comienzo la construcción de nuestra propia identidad. Toda la tradición filosófica comprendida bajo el título general de filosofía de la acción, desde Aristóteles, David Hume hasta Elizabeth Anscombe y Donald Davidson se ha enfrentado a serias dificultades para definir “acción” sin incluir la intención como concepto primario.

Hemos comenzado a comprender qué es hacer, pensando primero en qué consiste intentar, que requiere ya siempre contemplar un punto de llegada. Esta dimensión vectorial de la acción humana constituye una primera pista fascinante para abordar la importancia de las acciones cotidianas en el horizonte de sentido del ser humano contemporáneo, sobre la que quizá nos cuestiona Alfonso Berridi en la pregunta que titula esta exposición.

Artista versátil, Berridi trabaja con y sobre materiales efímeros, poco perdurables, tradicionalmente no considerados nobles, como el cartón, el cartón corrugado o las planchas de plomo. Al elegir estos soportes, se enmarca en la línea que la tradición que las vanguardias del siglo XX trazaron en el arte: un gesto político, una declaración de intenciones que, en España, adquirió una mayor fuerza expresiva con la consolidación del Informalismo.

[Signe i matèria (Signo y materia) Antoni Tapies, 1961]

Sus personajes, dignificados en tanto que han sido elevados sobre sus efímeras peanas, realizan acciones cotidianas, enigmáticas e inciertas, mientras permanecen absortos en el propio proceso de la acción; han quedado atrapados en una suerte de tiempo aristotélico, el cual definía como “el número del movimiento según el antes y el después”[2]. Un “antes” y un “después” que enmarcan un ahora que, paradójicamente, se presenta eterno y no deja de aparecerse. Cada pieza refleja la cotidianidad, el hábito, la acción de un hombre o una mujer que puede ser cualquier hombre o cualquier mujer, como el hombre del poema de Borges para quien la felicidad se presenta como una ráfaga inesperada en medio del devenir de su vida corriente.

“Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte […] un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días. El sueño, la rutina, el sabor del agua […] puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.”[3]

Qué piensan estos personajes acerca de lo que hacen en su ensimismamiento es algo que se nos escapa. Podríamos acercarnos a las figuras aisladas en los bares de carreteras de Edward Hopper o a los silenciosos personajes románticos de Caspar D. Friedrich y plantearnos si son personajes melancólicos, tristes, ociosos, si están contemplando algo o contemplándose a sí mismos.

[Dos hombres contemplando la luna (Zwei Männer in Betrachtung des Mondes), Caspar D. Friedrich. 1819]

John Locke definía persona como “un ser pensante […] que puede considerarse a sí mismo como el mismo […] en diferentes tiempos y lugares”[4]. Durante demasiado tiempo se ha interpretado esta idea como si debiéramos acudir al acceso fenomenológico a nuestros propios pensamientos para determinar nuestra identidad como personas. Durante todo ese tiempo el intento ha fracasado y ha enmarañado la reflexión sobre la identidad humana con disputas metafísicas improductivas. Pensemos solo en cómo es posible que un concepto con tan clara dimensión pública e intersubjetiva como el concepto de persona se decida con el uso exclusivo de nuestro acceso privado e individual a nuestro pensamiento, desde la perspectiva de primera persona. ¿A dónde acudir ante este fracaso? Quizá el camino pueda comenzar recordando una idea central de la Modernidad: pensar es un caso de actuar, el pensamiento es una actividad productiva. Acudamos entonces a la acción, al origen mismo de nuestra construcción como sujetos: el reconocimiento de los demás y de nosotros mismos como agentes capaces de acción intencional, que influye y atraviesa la comunidad humana.

[Morning Sun (Sol de la mañana), Edward Hopper. 1934]

El ser humano solo puede empezar a construir su identidad en la inter-acción con el ser humano. Así ocurre con el hombre de hojalata que tanto interesó a este autor, que comienza su reflexión y su “conversión humana” cuando se mira en los ojos de Dorothy. Se mantiene inane hasta que el contacto humano de la niña activa sus mecanismos y comienza a moverse y a echar en falta aquello que le haría propiamente un humano: un corazón.

“I hear a beat….How sweet. Just to register emotion, jealousy – devotion, And really feel the part. I could stay young and chipper and I’d lock it with a zipper, If I only had a heart”[5].

Berridi nos presenta en sus obras individuos anónimos involucrados en actividades cotidianas, grupales, solitarias, mecánicas, reflexivas… Ahora podríamos decir, sencillamente: en esta exposición encontramos personas. Con eso basta.

Estos personajes están sometidos a las reglas de su propia acción, por un lado, y a las reglas que el propio marco artístico les impone, por otro. Unas reglas de la acción basadas en los movimientos internos que presumiblemente han sido ejecutados y están por ejecutar; unas reglas del arte sustentadas en el formato, el soporte, el material, el concepto, las asunciones pictóricas del autor que permiten que las obras sean lo que son. Los personajes, por tanto, son doblemente esclavos, doblemente sometidos a reglas que les vienen impuestas y les subyugan.

Sin embargo, en esta esclavitud late hegelianamente un impulso de vida que se actualiza en el ejercicio de libertad que implica la realización de una acción a cuyos frutos no tienen acceso. Las cuatro paredes que impiden su movimiento permiten el despliegue de su libertad: el sometimiento y el conocimiento de las reglas permiten que los actores desarrollen su libertad en un marco que, al mismo tiempo, les constriñe. La localización de los personajes es indeterminada. Aparecen situados en un no-lugar[6], representado por la escultura en forma de espiral. Esto centra toda la atención en la acción misma.

[Alfonso Berridi. Qué hacen quiénes hacen 0998 (2010)]

Es una acción, por ello, que excede el marco de la representación y sale de sí misma: apela a un espectador omnisciente que les otorga una libertad que, en principio, parece velada. Es una acción que rompe los límites de la institución y se extiende a la ciudad, el locus privilegiado aglutinador de experiencias. Un espacio que define continuamente sus límites en virtud de los ciudadanos que actúan en él.

Al comienzo de esta reflexión hablábamos de dos cuestiones clave en el pensamiento filosófico sobre la acción humana. Hemos tratado la intención, hablemos ahora del sentido. Charles Taylor señalaba en su deslumbrante estudio[7] sobre la construcción de la identidad humana su asombro ante la poca importancia que las ciencias naturales otorgan a un aspecto central de la vida humana: somos seres para quienes las cosas importan. Esto, unido a nuestra capacidad de reconocer a los demás como agentes, conforma los cimientos de nuestro pensamiento moral. Es parte esencial del ser humano tener reacciones morales, algunas especialmente profundas y tal vez universales, como el respeto a la vida de los otros (sean estos otros quienes sean). Taylor defiende que estas reacciones morales implican una pretensión sobre la naturaleza y la condición de los seres humanos: una reacción moral afirma una “ontología de lo humano”. Esta ontología varía notablemente en función de la cultura y el contexto histórico, articula nuestro pensamiento moral y guarda una íntima relación con nuestro ideal de vida plena. Hoy, toda articulación de una ontología de lo humano definitiva resulta problemática.

Más aún, tenemos la sospecha o incluso la certeza de que esta búsqueda de sentido nace condenada al fracaso, porque no existe un marco de referencia definitivo ni creíble. Así, temores como el miedo a la condenación eterna son sustituidos por una situación existencial en que el temor por encima de todos es el sinsentido. Pero existe un factor que no ha cambiado: sea cual sea el marco de referencia, encontramos sentido en nuestra vida al articularla. En esta búsqueda, existe un límite difuso entre el descubrimiento y la invención. Los miedos son otros en un mundo en que el horizonte desaparece, pero la cuestión del sentido está condenada a permanecer. Aunque no elaboremos un relato sistemático sobre los referentes morales que nos guían, nuestra agencia se despliega en el mundo de tal manera que nuestras acciones expresan y construyen ese sentido.

Alfonso Berridi hablaba de “incertidumbre y murmullo”: nos rodea la inquietud, el sinsentido, la duda, el absurdo, pero la incesante acción cotidiana sigue susurrando, sigue construyendo.

El artista siempre evitó articular un relato que explicitara el pensamiento detrás de su obra, lo cual otorga, paradójicamente, aún más fuerza expresiva a sus piezas, que con esta decisión quedan legitimadas para contener y expresar por sí mismas toda su potencia conceptual. Quizá en esta entrada, en la que presentamos algunas hipótesis de lectura para su obra, le estamos traicionando. Pero defendemos que Berridi nos incita a esta traición lanzándonos la pregunta: ¿qué hacen y quiénes hacen?

El arte es un buen refugio para el ensimismado más recalcitrante: un refugio en tiempo de crisis, una vía de escape en un mundo que arde. Pero también es un lugar privilegiado desde el cual actuar, un modo de transformar críticamente el mundo. Es posible hacerlo con nuestra acción cotidiana, sin grandes aspavientos o pirotecnias. Un ensimismamiento común, contemplativo pero activo, que acontece en la sociedad del momento, en el momento en que lo social, lo cultural, lo político, se está decidiendo: ahora.


[1] Aristóteles. Ética Eudemia

[2] Aristóteles, Física, IV

[3] Jorge Luis Borges. “Alguien”. El otro, el mismo. (1964)

[4] John Locke, An Essay Concerning Human Understanding. (1690)

[5] The Wizard of Oz (1939).

[6] Marc Augé acuñó este término para referirse aquellos espacios que no alcanzan el estatus de «lugar».

[7] Charles Taylor. Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. (1996)

Juan Miguel Hernández León cumple 25 años como presidente del CBA

El Círculo de Bellas Artes quiere felicitar a Juan Miguel Hernández León por sus 25 años como presidente de esta institución que, por su vinculación con ella, podemos decir con fundamento, que es su segunda casa. Como estudiante de Arquitectura de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM), frecuentó los talleres de dibujo y pintura del CBA. Por entonces ni siquiera él intuía que en los ochenta sería vocal de la Junta Directiva del Círculo, con Martín Chirino de presidente, y ya en 1995, presidente de la institución hasta nuestros días.

Juan Miguel Hernández León es Doctor Arquitecto desde 1982 y se licenció en la ETSAM en 1974, de la que también fue director entre 1999 y 2008. Pero mucho más allá de sus innumerables logros como arquitecto, docente, político, escritor, conferenciante, comisario y deportista —que comentaremos más adelante—, cabe destacar que estamos ante un intelectual cosmopolita con todas las letras, dotado con una amplia visión humanística, crítica y estética, y con un compromiso inquebrantable hacia los pilares fundamentales sobre los que se sustenta el propio Círculo de Bellas Artes: la promoción de las artes, la cultura y el pensamiento, y la generación de espacios de reflexión, crítica y diálogo abiertos a toda la sociedad.

«La cultura no se consume —ese término es propio de la gastronomía—, sino que es un proceso de humanización que implica transversalidad, permite una reflexión abierta y genera inquietud» dijo Juan Miguel Hernández León en el acto de presentación de esta temporada del Círculo de Bellas Artes. En eso estábamos cuando nuestra programación se vio quebrantada por la crisis del coronavirus. Y es que la presidencia de Juan Miguel Hernández León no ha sido ni mucho menos fácil en este sentido. A esta crisis pandémica hay que sumar la económica de 2008. Sin embargo, ya entonces, después de pasarlo muy mal, el Círculo salió del trance herido, pero se afianzó como Casa Europa y referente cultural, artístico y humanístico. Siempre intentando poner en valor a los artistas capaces «de detectar síntomas, líneas de fuga en el ámbito de lo social, y de ofrecer virtualidades que abren campos de libertad y posibilidades».

Juan Miguel Hernández León posa en la escalera del Círculo de Bellas Artes.

PRESIDENTE DEL CBA

A lo largo de su dilatada presidencia, Juan Miguel ha comisariado exposiciones, ha participado en conferencias, mesas redondas, debates, presentaciones literarias,… ha entregado nuestras medallas de oro a decenas de importantes nombres de la cultura, el arte y el pensamiento, ha comisariado exposiciones, ha presentado todas nuestras programaciones, ha dado la bienvenida a representantes de la política y la cultura, ha leído en la Lectura Continuada del Quijote, ha recibido en su segunda casa a los participantes de La Noche de Max Estrella o del Carnaval y ha dado la cara por la institución y sus miembros en el ámbito nacional e internacional.

ARQUITECTO

Como arquitecto, entre sus obras destacan la recuperación de los espacios de las Murallas Reales de la ciudad de Ceuta, el Museo de Arte Contemporáneo de Vélez-Málaga, el Plan de Remodelación del eje Prado-Recoletos de Madrid, junto a Álvaro Siza, el Palacio de Congresos en la Universidad de Zamora, junto a Francisco Mangado, o la Fundación Cultural Sánchez Ruipérez en Peñaranda (Salamanca).

En el apartado docente, es catedrático en Composición de la ETSAM desde 1987, coordinador del Cluster de Patrimonio del Campus Internacional de Excelencia Moncloa, director de tesis y profesor de diversos cursos y másteres. Además, ha sido Academic Guest en la Rice University School of Architecture y conferenciante en las más reputadas Universidades de Europa y América con largas estancias en universidades de Estados Unidos, Francia e Italia. Ha formado parte también de jurados en concursos internacionales de Arquitectura. 

POLÍTICO

Actualmente es diputado en la Asamblea de Madrid por el Partido Socialista Obrero Español. También fue director general de Cultura de la Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad Autónoma de Madrid y en 1987 ocupó el cargo de director general de Bellas Artes y Archivos, entre otros.

ESCRITOR Y COMISARIO

De su trabajo como comisario destacamos las exposiciones Diseñar América: el trazado español de los Estados Unidos, exposición que tuvo recorrido internacional y la que tuvo lugar en el CBA, Arqueología de la memoria reciente: ciudad y territorio en España, 1986-2012. y que vino acompañada de un libro y un documental Atlas del deseo.

Hernández León también fue director fundador de la Revista Pasaje de Arquitectura y Crítica (Premio Santiago Amón de la difusión arquitectónica) y director también de Iluminaciones. Revista de arquitectura y Pensamiento, así como director científico de las colecciones Textos de Arquitectura, de AKAL, y de Arte y Arquitectura, de la Editorial ABADA. 

También ha colaborado en diversas revistas especializadas en arquitectura y arte, como Lotus, Casabella, Domus o Arquitectura Viva. Además, es habitual su contribución teórica y crítica en libros monográficos y exposiciones sobre la arquitectura española y portuguesa.

Entre sus libros, el primero publicado fue La casa de un solo muro (Nerea, 1990), que toma su título, en traducción no literal, de la patente constructiva que Adolf Loos registró en 1921 bajo el nombre de “Haus mit einer Mauer”. Hernández León reflexiona sobre la categoría loosiana de lo doméstico a partir de un análisis de las villas construidas y proyectadas por el arquitecto vienés, poniendo de manifiesto la vigencia contemporánea de su discurso polémico y radical.

El volumen Conjugar los vacíos: ensayos de arquitectura apareció en 2005 (Abada) y en ellos, lejos de emitir juicios de valor, Juan Miguel participa del territorio de la misma arquitectura. La relación con el lugar, la fragmentación de la “gran forma” o la normatividad de los nuevos lenguajes arquitectónicos son algunos de los temas analizados en el libro. 

En 2007, publicó Arquitectura Española Contemporánea: La otra modernidad (Lunwerg Editores), en el que se recogen imágenes de doces emblemáticos edificios vistos por el fotógrafo y también arquitecto, Marc Llimargas. Y en 2013, Autenticidad y Monumento. Del mito de Lázaro al de Pigmalión (Abada). En este ensayo, cargado de referencias y sugerentes paralelismos, Hernández León analiza el desarrollo y los accidentes sufridos por estos dos conceptos, autenticidad y monumento, desde su nacimiento hasta la actualidad y la importancia que han tenido en la génesis del discurso patrimonial.

Ser-Paisaje se publicó en 2016 (Abada). Durante la presentación de este texto, centrado en la cuestión de pensar en lo que queremos decir al decir “paisaje”, Hernández León explicó que lo escribió “contra” dos afirmaciones habituales. Por un lado, contra aquellos que aseguran que sólo se puede hablar del paisaje «cuando surge la pintura paisajista holandesa» y por otro, contra los vanos intentos de pretender «describir científicamente el paisaje».

DEPORTISTA

Poca gente conoce que Juan Miguel fue campeón de España de kárate y componente de la selección nacional de este deporte participando en un buen número de competiciones internacionales. Además, ha sido jinete amateur de caballos, otra de sus pasiones y llegó a ser gerente de la Asociación de Deportes Olímpicos. 

En 2005, escribía Abriendo el Círculo, para el libro sobre los 125 años del CBA y lo cerraba con esto: «Trazamos nuestro itinerario para impulsar el proyecto hacia el futuro. Nuestra trayectoria, más que nunca, quiere hacerse, quiere realizarse y concretarse, en el Círculo abierto: en el de todos».

Quince años después de esta frase y veinticinco desde que fuera nombrado presidente del CBA, seguimos abriendo y ensanchando el Círculo junto a Juan Miguel Hernández León. Y que sean muchos más. ¡Enhorabuena!

Benjamin y Sander: rostros de la multitud

FRANCISCO VEGA

Preliminarmente, podría decirse que no han constituido excepciones los momentos históricos en los que el arte ha estado trenzado íntimamente, ofreciendo sus aparentes encantos y fulgores, con las estructuras de control y dominación. Más ajustado, con todo, sería indicar que el poder ha comprendido tradicionalmente al arte como la nervadura fundamental de su incidencia sociohistórica: no los encantos de la apariencia, sino a la apariencia como encanto. No muy lejos de esta idea, en su celebérrimo Ways of seeing John Berger determinó que ha devenido ciertamente en un locus communis el afirmar que “un cuadro al óleo en su marco es como una ventana abierta al mundo”, cuando sería indudablemente más preciso señalar que “si se dejan a un lado sus pretensiones, la imagen más adecuada no es la de una enmarcada ventana que se abre al mundo, sino la de una caja fuerte empotrada en el muro, una caja fuerte en la que se ha depositado lo visible”[1].

Gobernada acríticamente por el modelo analógico de la ventana transparente, el arte debería, si seguimos a Berger, reconocerse como una caja fuerte, como una bóveda opaca y cerrada en la que han ido depositándose las continuas adquisiciones que han dado forma al patrimonio de las fuerzas hegemónicas. Con Lévi-Strauss, Berger argumentará desde esta misma perspectiva que no se habría tratado, en el despliegue de la moderna institución Arte, de representar lo situado fuera de esa idealizada y diáfana ventana abierta, sino de “tomar posesión”.

Son múltiples, como resulta palmario, las muestras que aquí podrían aducirse al respecto. En su América imaginaria, por ejemplo, y desde una clave interpretativa cercana a la recién enunciada, Miguel Rojas Mix refiere los casos —fundamentales en el contexto de los debates sobre el imaginario de la conquista y colonización del “Nuevo Mundo”—, de Frans Post y Albert Eckhout, pintores al servicio del gobernador Johann Moritz von Nassau y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales[2].

Denominado como “el Canaletto del Brasil”, Post desarrolló un proyecto pictórico compuesto por más de 130 cuadros que, esencialmente, buscaba transmitir las particularidades del paisaje americano a aquellos que participaban financieramente de las empresas de la Compañía Holandesa. En este sentido, y habiendo pintado solo seis de sus cuadros pisando efectivamente el territorio brasileño, el trabajo de Post fue desarrollado casi exclusivamente luego de su regreso a Europa con el objetivo cardinal de vehicular imágenes que permitieran la “toma de posesión”; imágenes que permitieran, en efecto, a los propietarios colonizadores reconocer y programar nuevos planes de trabajo en lo que entendían como sus dominios. Proyectando un Brasil “disponible”, tierra virgen y fértil, Post habría pintado, guiado siempre por esa premisa, paisajes en los que la naturaleza cubre prácticamente toda la superficie pictórica, como se puede apreciar elocuentemente en La vida en Brasil, invitando así al espectador-accionista a profundizar y extender su capital y patrimonio.

[Imagen de la vida en Brasil]

Compañero de travesía de Post, Albert Eckhout, por su parte, desplegó un trabajo pictórico que, como indica el mismo Rojas Mix, “fue el primero en establecer una diferencia de representación entre los diversos tipos étnicos y sociales que poblaban Brasil”. Como una suerte de “cronista gráfico”, Eckhout “reprodujo al indio, no como ser genérico, sino en cuanto individuo histórico”[3]. Y, por cierto, no fue distante en su motivación basal a los objetivos que guiaron, en el contexto específico del paisajismo, el trabajo de Post, pues, en efecto, en la tipología efectuada por Eckhout, satisfaciendo siempre la imperiosa necesidad de exotismo, los individuos son representados con la finalidad de ofrecer al espectador-comprador de la obra una guía que permitiera identificar y controlar a los distintos tipos sociales hallables en el “nuevo continente”, explicitando para ello sus ademanes y su temple anímico fundamentales (el negro, por ejemplo, aparece como un ser altivo y de mirada desafiante, a diferencia del Mulato).

[imagen de negro Eckhout]

Funcionarios directos de una compañía comercial, los trabajos de Post y Eckhout, en último término, registran el paisaje y la gente para facilitar y, más importante aún, intensificar, el poder hegemónico que controlaba el nuevo territorio. Imágenes-propiedad, entonces, que anulando aquello que representaban —los pueblos amerindios, la selva—, suscitaban un (auto)reconocimiento intensificado del poder y, al mismo tiempo, incrementaban su deseo de más posesión.

Ahora bien, ¿qué vínculos posibles pueden contener estas prácticas con el trabajo del fotógrafo germano August Sander? La respuesta es clara: si la práctica de Sander es compresible como un trabajo de tipología social, esta está articulada en última instancia de forma refractaria a la lógica y los marcos de legibilidad de esas imágenes-propiedad recién referidas. Las de Sander, en efecto, son imágenes que, en primer término, buscan justamente representar al otro, o, mejor dicho, a los otros, siempre en plural, abriendo una mirada etnográfica vacilante, una mirada que no estará guiada ni por la anulación (de su carácter múltiple) ni, correlativamente, por la intensificación del poder, sino más bien, y de forma inversa, por la afirmación de esos múltiples y, correlativamente, por la anulación del poder. Si la imagen-propiedad, dicho en otros términos, anula al Otro e intensifica el Poder, en Sander es posible hablar de imágenes que afirman a los Otros, la multitud, y, a su vez, que buscan subvertir las estrategias de dominación.

Fotografía del pastelero de August Sander “Gente del siglo XX”

Es a W. Benjamin, sin lugar a dudas, a quien debemos la que probablemente sea la lectura más fecunda del proyecto de Sander, un proyecto que no sin reparos podríamos entender como “estético”. Para Benjamin, en efecto, tal como se lee en su Kleine Geschichte der Photographie, en el contexto del s. XIX habría despuntado una tendencia fotográfica “científica” que, emancipándose del aura, y en conexión con los primeros fotógrafos-ingenieros, desplazaría la interrogación estética por la interrogación sobre las funciones sociales del arte [soziale Funktionen der Kunst]. Desde esta perspectiva, estos “artistas-ingenieros”, como podrían ser denominados, entre ellos el propio Sander, no harían sino retomar un impulso ínsito en los primeros fotógrafos, consistente en la preeminencia de la técnica y la función social por sobre lo artístico. Es justamente esta base conceptual, cabe destacarlo, la que permitirá a Benjamin bosquejar una de las hipótesis más decisivas de su filosofía de la fotografía, a saber: que no se trata de interrogar si la fotografía es arte o no, sino más bien si la fotografía conmociona los fundamentos desde los cuales se piensa el arte tout court. Dicho de otro modo, in nuce, no importaría la “fotografía como arte”, sino el “arte como fotografía”.

El desplazamiento de la estética operado por Sander sería al mismo tiempo solidario de un acercamiento hacia las masas y una superación del carácter irrepetible de la obra de arte mediante la copia; rasgos que articularían, en última instancia, una nueva percepción, una percepción homogénea que, esto es lo decisivo, resultaría crucial, de acuerdo a Benjamin, para establecer fisionomías, es decir, “atlas de ejercicio” [Übungsatlas], que posibilitan un entrenamiento político de la mirada. Sander, siguiendo siempre a Benjamin, desarrolla una cartografía fotográfica que es política en cuanto en tanto, alejándose de la perspectiva “estética”, entrena una nueva mirada, ejercita la apertura de nuevos ojos que resultan decisivos atendiendo a los modernos desplazamientos del poder.

El trabajo tipológico de Sander no buscaría sino mostrar a ese Otro plural, que no pertenece a nadie, que es inapropiable a las lógicas del poder, y cuya percepción sería preciso ejercitar justamente para interactuar con ella, para moverse y desplazarse en su interior. Sander, en otros términos, no hace sino visibilizar al “hombre de la multitud”, compuesto de rostros móviles que no detentan una unidad y cohesión interna y que se exponen o manifiestan fugazmente.

En el grabado que hizo Abraham Bosse en 1651 como frontispicio al Leviatán de Hobbes, el soberano encierra en su unidad y cohesión identitaria una multiplicidad de rostros. Sander, quizás, teniendo en cuenta lo recién indicado, no habría hecho otra cosa, finalmente, que mostrar que esa supuesta unidad está de suyo fragmentada y que, por el contrario, es en esa multiplicidad de rostros fugaces y ateridos donde anida la verdadera soberanía.

[1] John Berger, Modos de ver, p. 122

[2] Miguel Rojas Mix, América imaginaria

[3] Ibíd., 155

Más allá del Estado de Plaga

Alberto Toscano

Es común, cuando se comentan crisis de diversa índole, señalar su capacidad para revelar repentinamente lo que la reproducción aparentemente fluida del status quo deja pasar desapercibido, para traer los bastidores a la primera plana, arrancarnos las escamas de los ojos, y así sucesivamente. El carácter, la duración y la magnitud de la pandemia del SARS-CoV-2/Covid-19 constituyen una ilustración particularmente completa de esta vieja verdad “apocalíptica”. Desde la exposición diferencial a la muerte diseñada por el capitalismo racial hasta la prioridad del trabajo de atención sanitaria, desde la atención a las condiciones letales de encarcelamiento hasta la disminución de la contaminación visible a simple vista, las “revelaciones” catalizadas por la pandemia parecen tan ilimitadas como su actual impacto en nuestras relaciones sociales de producción y reproducción.

La dimensión política de nuestra vida colectiva no es una excepción. Proliferan los estados de alarma y de emergencia, se crean verdaderas dictaduras sanitarias (la más grave en Hungría), se militariza una emergencia de salud pública y lo que The Economist denomina un “coronopticon” se somete a diversas pruebas beta en poblaciones presas del pánico.[1]  Sin embargo, sería demasiado simple reprender las diversas formas de autoritarismo médico que han aparecido en la escena política contemporánea. Especialmente para aquellos que se han dedicado a preservar futuros emancipadores tras las secuelas de la pandemia, es crucial reflexionar sobre la profunda ambivalencia respecto al Estado que esta crisis pone en evidencia. Asistimos a un deseo de Estado generalizado, una exigencia de que las autoridades públicas actúen con rapidez y eficacia, que doten de recursos adecuados a la “primera línea” epidemiológica, que se aseguren los puestos de trabajo, los medios de subsistencia y la salud ante una interrupción sin precedentes de la “normalidad”. Y, corrigiendo una progresiva arrogancia esperanzadora, en la que toda la represión tiene un origen descendente, se respira también una demanda general de que las autoridades públicas repriman rápidamente a quienes adoptan un comportamiento imprudente o peligroso.

Dados nuestros limitados imaginarios políticos y retórica – pero también, discutiré, la naturaleza misma del Estado – este deseo está abrumadoramente articulado en términos marciales. Nuestros oídos se embotan con las declaraciones de guerra contra el coronavirus: el “vector en jefe”, como lo ha llamado amablemente Fintan O’Toole,[2] twittea que “El Enemigo Invisible pronto entrará en plena retirada”, mientras que un Primer Ministro del Reino Unido convaleciente habla de “una lucha que nunca emprendimos contra un enemigo que todavía no comprendemos del todo”; se sacan a relucir las descarriadas analogías nacionalistas con el “Espíritu del Blitz”, mientras que se promulgan temporalmente poderes legislativos de tiempos de guerra para nacionalizar las industrias con el fin de producir respiradores y equipos de protección personal. Por supuesto, librar una guerra contra un “virus” no es, en última instancia, más convincente que librar una guerra contra un sustantivo (es decir, el terror), pero es una metáfora profundamente arraigada tanto en nuestro pensamiento sobre la inmunidad y la infección, como en nuestro vocabulario político. Como atestigua la historia del Estado y de nuestras percepciones de él, a menudo es sumamente difícil separar lo médico de lo militar, ya sea a nivel de ideología o de práctica. Sin embargo, al igual que la detección de los “puntos calientes” capitalistas que se encuentran tras esta crisis no nos exime de hacer frente a nuestras propias complicidades,[3] reprender la incompetencia política y la malevolencia que abunda en las respuestas a Covid-19 no nos otorga ninguna inmunidad para hacer frente a nuestro propio deseo contradictorio de Estado.

La historia de la filosofía política puede quizás arrojar alguna luz parcial sobre nuestro predicamento. Después de todo, el nexo entre la alienación de nuestra voluntad política a un soberano y la capacidad de éste para preservar la vida y la salud de sus súbditos, especialmente frente a epidemias y plagas, está en los orígenes mismos del pensamiento político moderno occidental, que, para bien y sobre todo para mal, sigue moldeando nuestro sentido común. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea una máxima acuñada por el antiguo hombre de Estado y filósofo romano, Cicerón, y adoptada luego en el período moderno temprano – es decir, la época de la gestación del Estado capitalista moderno – por Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, John Locke y el insurgente nivelador William Rainsborowe: Salus populi suprema lex (la salud del pueblo debe ser la ley suprema). En este eslogan engañosamente simple se puede identificar gran parte de la ambivalencia que conlleva nuestro deseo de Estado: puede interpretarse como la necesidad de subordinar el ejercicio de la política al bienestar colectivo, pero también puede legitimar la concentración absoluta de poder en un soberano que monopoliza la capacidad de definir tanto lo que constituye la salud, como quién es el pueblo (con este último mutando fácilmente en un ethnos o raza).

Portada del Leviathan de Hobbes.

Revisar nuestra historia política y nuestros imaginarios políticos a través del eslogan de Cicerón en lugar de, digamos, a través de un enfoque único en la guerra como la “partera” del Estado moderno, es particularmente instructivo en nuestra era pandémica. Tome una copia del Leviatán de Thomas Hobbes (1651) y mire la famosa imagen que probablemente adorne su portada (en el original se situaba en el frontispicio, que daba a la página del título). Seguramente se sentirá conmovido por la forma en que Hobbes encargó a su grabador que representara al soberano como una cabeza mirando hacia fuera sobre un “cuerpo político” compuesto por sus súbditos (todos mirando hacia dentro o hacia arriba al rey). O bien podría escudriñar el paisaje para observar la ausencia de trabajo en los campos y los distantes signos de guerra (barricadas, barcos de guerra en el horizonte, columnas de humo de cañón). O podría deambular por los iconos del poder secular y religioso dispuestos a la izquierda y a la derecha de la imagen. En lo que probablemente no se fijará es en que la ciudad sobre la que se cierne el “Hombre Artificial” de Hobbes está casi totalmente vacía, salvo por algunos soldados de patrulla y un par de figuras ominosas con máscaras de pájaro, difíciles de distinguir sin aumento. Estos son médicos de la peste. La guerra y las epidemias son el contexto para la incorporación de sujetos ahora impotentes en el soberano, así como para su reclusión en sus hogares en tiempos de conflicto y contagio. Salus populi suprema lex.

En un reciente comentario sobre Hobbes, el filósofo italiano Giorgio Agamben (cuyo editorial sobre el Covid-19 como mera oportunidad para la intensificación del estado de excepción ha sido ampliamente criticado), señaló amablemente que el frontispicio del Leviatán es un poderoso indicio de un aspecto definitorio de ese Estado moderno que el pensamiento de Hobbes hizo tanto por moldear y legitimar: la ausencia del pueblo o, en griego, ademia. Los médicos de la peste de Hobbes sugieren así una especie de vínculo secreto entre, por un lado, la ausencia del pueblo, el demos (como cualquier otra cosa que no sea una multitud a ser contenida y alienada por el soberano del Estado), y, por otro, las crisis periódicas provocadas por epidemias (literalmente, “en el pueblo”, epi + demos) y pandemias (literalmente, “todo el pueblo”, pan + demos). El Estado moderno, con su monopolio del poder, es un estado de plaga.

Un argumento similar, y pertinente en nuestros tiempos de auto-aislamiento, blindaje y distanciamiento social, fue presentado por el filósofo francés Michel Foucault. En sus conferencias sobre el surgimiento moderno de la figura social de lo “anormal”, Foucault se preguntaba en qué condiciones Europa asistió a un cambio de las formas de gobierno que excluían, prohibían y desterraban, a las técnicas de poder que buscaban observar, analizar y controlar a los seres humanos, para individualizarlos y normalizarlos. Su sugerencia fue que nos centráramos en la transición entre dos formas de tratar las enfermedades infecciosas, de la política de la lepra a la política de la peste. Según Foucault, el paso de la separación entre dos grupos, los enfermos y los sanos, materializada en las colonias de leprosos o lazzaretti, al meticuloso gobierno de la ciudad de la peste, casa por casa, señaló un cambio trascendental en el gobierno de nuestro comportamiento, sirviendo en última instancia como condición previa para nuestra comprensión del poder político y la representación, la ciudadanía y el Estado. La descripción de Foucault del despliegue de poder en una ciudad de la peste ofrece un testimonio sorprendente de la idea de que todavía vivimos en gran medida en el espacio político que surgió en la Europa del siglo XVIII, en lo que él llamó el “sueño político” de la peste (el “sueño literario” de la peste era el de la anarquía y la disolución de las fronteras sociales e individuales):

Los centinelas tenían que estar siempre presentes en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y distritos debían hacer su inspección dos veces por día, de tal manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la retranscripción de todas las informaciones en grandes registros. […] No se trata de una exclusión, se trata de una cuarentena. No se trata de expulsar sino, al contrario, de establecer, fijar, dar su lugar, asignar sitios, definir presencias, y presencias en una cuadrícula. No rechazo, sino inclusión. Deben darse cuenta de que no se trata tampoco de una especie de partición masiva entre dos tipos, dos grupos de población: la que es pura y la que es impura, la que tiene lepra y la que no la tiene. Se trata, por el contrario, de una serie de diferencias finas y constantemente observadas entre los individuos que están enfermos y los que no lo están. Individualización, por consiguiente, división y subdivisión del poder, que llega hasta coincidir con el grano fino de la individualidad.[4]

Cuando el encierro de los leprosos operaba en la marcada división de grupos entre los enfermos, es decir, los contagiosos, y los sanos, la vigilancia de la plaga funciona en grados de riesgo, trazando un mapa del comportamiento y la susceptibilidad de los individuos en las ciudades, territorios y movilidades. No se trata de una norma moral o médica, sino de un esfuerzo continuo para normalizar el comportamiento de los individuos, convirtiéndose todos y cada uno de ellos en portadores de una amenaza potencial que solo puede gestionarse mediante la recogida de datos (los grandes registros que llevan los vigilantes). El gobierno de la peste es, pues, un precursor de la obsesión política por el “individuo peligroso”, que reúne (y confunde) fenómenos de contagio, delincuencia o conflicto.  En la era del capitalismo de vigilancia y del poder algorítmico, las prácticas de normalización dirigidas al individuo peligroso acumulan una enorme fuerza de cálculo, cada vez más fina. Pero también son, como los relatos de autoaislamiento de Daniel Defoe en Diario del año de la peste, un asunto cada vez más voluntario, mientras que la prolongación de la pandemia y su amenaza para la salud individual y colectiva pueden servir de argumento convincente no solo para la intensificación de los poderes del Estado, sino para ese examen y registro, esa relativización de la “privacidad”, de la que la ciudad de la peste de Foucault fue el dramático precursor.

En vista de esta larga y profundamente arraigada historia del estado de peste, del poder de plaga, ¿es posible imaginar formas de salud pública que no sean simplemente sinónimo de la salud del Estado, respuestas a las pandemias que no afiancen aún más nuestro deseo de y connivencia con los monopolios soberanos del poder? ¿Podemos evitar la tendencia aparentemente inextricable de tratar las crisis como oportunidades para una mayor ampliación y profundización de los poderes del Estado, en ausencia y aislamiento del pueblo? La historia reciente de las epidemias en África occidental sugiere la importancia vital de que los epidemiólogos piensen como las comunidades, y las comunidades piensen como los epidemiólogos,[5] mientras que el pensamiento crítico sobre los profundos límites de la estrategia de bloqueo sin la institución de los “escudos comunitarios” se mueve en una dirección similar.[6]

Las pandemias no tienen por qué ser pensadas, por analogía con la guerra, como argumentos biológicos para la centralización del poder. Si el período de posguerra que persiste como el objeto perdido de gran parte de la melancolía de la izquierda se caracterizó por el estado de bienestar/estado de guerra, la “salida” de nuestro predicamento no tiene por qué aceptar el bienestar-pensado como-guerra como su único horizonte. Esto es especialmente cierto una vez que reflexionamos sobre las profundas contradicciones que se están desgarrando en las costuras del gobierno entre las prioridades epidemiológicas y de salud pública, por un lado, y los imperativos capitalistas, por el otro. En otras palabras, cuando la salud de la población y su reproducción social se ha visto profundamente entrelazada con los imperativos de la acumulación -los mismos que determinan la contribución de la industria agraria a la crisis actual y el abandono de la ‘Big Pharma’ para aliviarla- el Estado puede ser intrínsecamente incapaz de pensar como un epidemiólogo.

Una vía especulativa para empezar a separar nuestro deseo de Estado de nuestra necesidad de salud colectiva implica dirigir nuestra atención a las tradiciones de lo que podríamos llamar “biopoder dual”, es decir, el intento colectivo de apropiarse políticamente de aspectos de la reproducción social, desde la vivienda hasta la medicina, que el Estado y el capital han abandonado o han hecho insoportablemente excluyentes, en una “epidemia de inseguridad” diseñada.[7]  La salud pública (o popular o comunal) no solo ha sido el vector de la toma de poder recurrente del Estado, sino que también ha servido de puntal para pensar el desmantelamiento de las formas y relaciones sociales capitalistas sin basarse en la premisa de una ruptura política en las operaciones de poder, sin esperar al día siguiente revolucionario. Los experimentos brutalmente reprimidos de los Panteras Negras con programas de desayuno, detección de anemia falciforme y un servicio de salud alternativo son solo una de las muchas instancias antisistémicas de este tipo de iniciativa comunitaria. El gran desafío actual es pensar no solo en cómo se pueden replicar esos experimentos políticos en una variedad de condiciones sociales y epidemiológicas, sino en cómo se pueden ampliar y coordinar, sin renunciar al propio Estado como escenario de lucha y demandas. El eslogan que los Panteras adoptaron para sus programas representa quizás un adecuado contrapeso y reemplazo para el vínculo hobbesiano entre la salud, la ley y el Estado: Survival Pending Revolution (Supervivencia pendiente de revolución).

Notas

[1] ‘Creating the coronopticon’, The Economist, 28 de marzo de 2020, disponible en: https://www.economist.com/printedition/2020-03-28

[2] Fintan O’Toole, ‘Vector in Chief’, The New York Review of Books, 14 de mayo de 2020, disponible en: https://www.nybooks.com/articles/2020/05/14/vector-in-chief/

[3] Rob Wallace, ‘Capitalism is a disease hotspot’ (entrevista), Monthly Review Online, 12 de marzo de 2020, disponible en: https://mronline.org/2020/03/12/capitalism-is-a-disease-hotspot/

[4] Michel Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), trad. Horacio Pons (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), p. 52-53.

[5] Alex de Waal, ‘New Pathogen, Old Politics’, Boston Review, 3 de abril de 2020, disponible en: https://bostonreview.net/science-nature/alex-de-waal-new-pathogen-old-politics, con referencia al libro de Paul Richards, basado en su investigación en Sierra Leona, Ebola: How a People’s Science Helped End an Epidemic (Londres: Zed Books, 2016).

[6] Anthony Costello, ‘Despite what Matt Hancock says, the government’s policy is still herd immunity’, The Guardian, 3 de abril de 2020, disponible en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/apr/03/matt-hancock-government-policy-herd-immunity-community-surveillance-covid-19

[7] ‘Interview: Dr. Abdul El-Sayed on the Politics of COVID-19’, Current Affairs, 7 de abril de 2020, disponible en: https://www.currentaffairs.org/2020/04/interview-dr-abdul-el-sayed-on-covid-19