¿Contra la identidad? Diversidad, alteridad y diferencia

Congreso ¿Contra la identidad? Diversidad, alteridad y diferencia

Texto de Helena Agirre

Del 15 al 17 de abril de 2021 en la sala Ramón Gómez de la Serna del Círculo de Bellas artes el alumnado del grado en Filosofía, Política y Economía organizó el V Congreso de Pensamiento Interdisciplinar. La identidad fue la idea común que vertebró las 11 mesas que lo compusieron. Este concepto fue analizado y definido desde diversas posturas, porque, como bien afirmaron en la introducción del congreso la identidad es un concepto muy polivalente y toma distintas formas y significados tanto en las disciplinas de pensamiento como en los individuos o grupos.  Pero ¿qué es la identidad?

Cartel del Congreso ¿Contra la identidad? Diversidad, Alteridad & Diferencia

Esta palabra viene del latín identitas y esta de idem, que significa “lo mismo”. No obstante, este concepto esconde dentro de sí una dualidad, porque mientras que, por una parte hace referencia a las características que hacen único al ente, a lo que es, también, por la otra, señala las características que comparte con el resto. En otras palabras, somos únicos como el resto de las personas. La identidad nos diferencia del resto y nos une con ellos al mismo tiempo. Esta tensión dialéctica, la creación de identidades que unen a la vez que excluyen, que crean un imaginario social, una norma de lo que es ser esa identidad y sus consecuencias políticas fueron abordadas en las diferentes mesas planteadas. 

CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD

La identidad no es algo innato, sino algo que construimos, por ejemplo, mediante la socialización. Las identidades nos definen, nos agrupan y nos separan del resto. Pero estas no son categorías preexistentes a las que nos suscribimos, ni creaciones totalmente individuales, sino que las identidades están en constante construcción: como individuos nos identificamos con ellas, y al suscribirnos a ellas las creamos y las perpetuamos. 

Este carácter constructivo de las identidades es evidente, como se expuso en la charla Construcción pictórica de la identidad nacional a lo largo del siglo XIX, en la creación de los mitos, imágenes y narrativas nacionales. Las revoluciones liberales a lo largo del siglo XIX pusieron límites –en lugares como en Francia incluso la erradicaron– al poder de la monarquía, y volcaron toda la legitimidad en la nación, pero, ¿qué o quién es esta nación? José Álvarez Junco, director del CEPC, la definía como “una comunidad humana que vive en un territorio y es propietaria de ese territorio”. La soberanía se trasladó a la entidad de la nación, pero esta debía ser construida porque si, en el caso de España, la Constitución de Cádiz recogía los derechos de los ciudadanos –que no ciudadanas– españoles, “lo español” debía ser previamente definido. Estas creaciones identitarias necesitaban de una labor narrativa de lo que era ser español, y esta se construyó –como el resto de las identidades nacionales– resignificando hechos históricos y materializándolos en la literatura o en el arte pictórico. Mientras que a lo largo del siglo XIX se trataba de construir una identidad nacional, en el siglo XXI, se está articulando una identidad de lo supranacional, una identidad europea. Hoy, nos encontramos con la misma ecuación, con las mismas preguntas: ¿qué es lo europeo? En La identidad europea y el futuro de la Unión se conversó sobre qué nos construye como unidad y los mecanismos existentes para el refuerzo de esta identidad. Unánimemente se posicionaron a favor de la existencia de una idea de Europa basada en valores como la igualdad, libertad y solidaridad. Pero, nos preguntamos, ¿es esto suficiente? 

Hoy, el arte puede perpetuar las identidades, pero como se abordó en Arte de identidades y cambio social, también puede ser un punto de partida para mostrar las contradicciones inherentes a las identidades hegemónicas. Asimismo, el arte puede ser origen de la construcción de una identidad en torno a una individualidad no impuesta con las que plantear alternativas a lo legítimo, ridiculizando lo normativo y abriendo vereda al cambio social. 

En la misma línea, la charla Desarrollo de identidades disidentes y paradigmas de género, dio voz a aquellas identidades de los márgenes que han sido excluidas de las definiciones dominantes, de la norma. La creación de identidades, en tanto que define, excluye y en tanto que excluye, silencia. Y es desde este silencio impuesto desde donde las personas LGBTIQ+ tratan de alzar su voz. Las ponentes Mar Cambrollé, histórica activista LGBTIQ+ durante el franquismo y la democracia, Daniel Valero (Tigrillo), creador de contenido audiovisual LGTB, e Isidro García, trabajador social especializado en la intervención con personas de estos colectivos, abordaron las vulnerabilidades tanto estructurales como psicológicas –por ser disidentes de la norma– que sufrían estas personas. Nos definimos mediante identidades, todos de alguna manera nos identificamos con algunas de las categorías sociales; no obstante, el trato no es el mismo para todo el mundo. Las identidades son categorías con las que los seres humanos socializan, y en tanto que se adscriben a ellas las construyen, es decir, no existe una esencia en ellas. Para romper con este silencio determinado por la norma, Mar Cambrollé exigió la imperante necesidad de una Ley Trans Estatal, demanda a la que se sumó el resto de la mesa. 

Mar Cambrollé participó en la mesa  Desarrollo de identidades disidentes y paradigmas de género del Congreso sobre Identidades
Mar Cambrollé en Desarrollo de identidades disidentes y paradigmas de género. Obtenida en Twitter
@PlataformaTrans

En la dialéctica de creación de la identidad, un yo, crea un otro, y uno de esos otros en la sociedad son los presos. En El delincuente como “el otro” en la sociedad. El papel de las cárceles en la formación de la identidad se trataron los problemas estructurales de las instituciones penitenciarias tanto desde las experiencias personales con los testimonios de Javier Ávila y Esperanza Monjas Sierra, como desde análisis más teóricos con Francisco Fernández e Ignacio González. Las experiencias en primera persona narraron la desidentificación que sufrieron entre las paredes de hormigón a través del instinto de supervivencia y cómo fueron arrancados de su hábitat y deshumanizados perdiendo totalmente la percepción sí mismos. Contaban cómo sentían que ser preso era lo único que la sociedad les permitía ser, cómo habían sido encerrados en esa etiqueta negándoles cualquier tipo de reinserción en la sociedad, pese a ser, en teoría, el objetivo fundamental de la cárcel moderna, tal y como reza el artículo 25 de nuestra Constitución dentro del capítulo segundo referido a los derechos y libertades. 

IDENTIDADES POLÍTICAS

La agrupación de identidades individuales crea identidades colectivas, y estas pueden politizarse o no. La politización de grupos identitarios puede acabar en partidos políticos y movimientos sociales cada vez más populares como ocurre con los movimientos de extrema derecha en Europa. Este tema fue tratado en Grupos identitarios: la evolución de la extrema derecha en el último siglo. El análisis genealógico del doctor en Historia por la Universidad de Barcelona, Xavier Casals, mostró el dinamismo del movimiento identitario de la extrema derecha en el último siglo. Se observó cómo el fenómeno que hoy en día nos preocupa no es nuevo, y que no es más que una nueva forma de extremismo. No obstante, las claves para afrontarlo y entenderlo no pueden ser las mismas que a principios del siglo XX. Guillermo Fernández, investigador de la Universidad Complutense de Madrid, que ya participó recientemente en algún acto en el CBA en relación al fascismo y el antifascismo, señalaba los diferentes modelos de extremismo de derechas y cómo los movimientos actuales se acercaban a un modelo liberal-identitario, más que a un social soberanista. Es decir, la retórica de los grupos de extrema derecha se aproxima a una garantía identitaria más tradicional en contra de la diversidad que apela la izquierda posmoderna.

Otra de las razones de la polarización política y por ello, refuerzo de la extrema derecha, es el papel de las redes sociales en la política. Pablo Simón insistió también en la mesa Redes sociales y democracia: un arma de doble filo sobre la necesidad de una educación mediática o alfabetización digital para afrontar el problema de la fiabilidad de las fuentes. La legitimidad de fuentes informales no contrastadas, las fake news, y el aislamiento de opiniones contrarias refuerza esta polarización que nos lleva, como sociedad, a tener que lidiar con movimientos de extrema derecha y a la confrontación. Sin embargo, Carme Colomina señala que lo característico de esta extrema derecha no son los mensajes de odio, ya que siempre han existido, sino la capacidad de penetración que han logrado y la rápida y alta difusión de este gracias a las nuevas tecnologías.

Redes sociales y democracia: un arma de doble filo del Congreso ¿contra la identidad?
Mesa “Redes sociales y democracia: un arma de doble filo”. De TW @IdentidadCong

Asimismo, entre otras identidades políticas, también se reflexionó sobre las identidades rurales en Cultura e identidades rurales. Lo rural también se ha socializado como un otro en la sociedad. Esta identidad no ha sido definida por ellos mismos, sino por la urbe. Las políticas públicas y los políticos electos se han centrado en la vida de la ciudad, olvidando los orígenes rurales y la capital importancia de su cuidado. Lo rural es una identidad que se crea frente a la ciudad y denunciando el estigma creando sobre la vida y los habitantes del campo. La España vaciada no es un fenómeno causado por las elecciones de individuales, sino por la mera supervivencia. El éxodo rural a la ciudad vaciando las provincias es por culpa, entre otros factores, del descuido y olvido estructural en los servicios: sanidad, educación, transportes,… Este desamparo ha creado una indignación por parte de la sociedad, identificándose con lo rural y luchando por su defensa. Lo que comenzó siendo un movimiento ciudadano, devino movimiento político con partidos como Teruel Existe.

La Alianza Europea de Academias defiende la libertad de cátedra e investigación

La European Alliance of Academies denuncia las dificultades para ejercer la libertad de cátedra en algunos países.

La Alianza Europea de Academias (European Alliance of Academies), en la que se encuentra adscrito el Círculo de Bellas Artes como único centro cultural español, junto con otras sesenta entidades del ámbito artístico y humanístico de veintiséis países del continente, ha mostrado su solidaridad con dos profesores de renombre internacional en la investigación del Holocausto, después de que la justicia polaca haya fallado contra su libertad de cátedra e investigación. Además, el CBA, apunta algunos casos similares acaecidos en nuestro país en los últimos tiempos, que ponen en peligro los derechos fundamentales de la Unión Europea.

Un tribunal polaco ordenó que Jan Grabowski, profesor de Historia en la Universidad de Ottawa, y Barbara Engelking, fundadora y directora del Centro Polaco de Investigación del Holocausto en Varsovia y profesora del Instituto de Filosofía y Sociología de la Academia Polaca de Ciencias, rectificaran una información fruto de sus investigaciones documentadas y que se disculparan con Filomena Leszczynska, quien los demandó por difamar a su tío Edward Malinowski y por «dañar la identidad y el orgullo nacional», en el trabajo Noche sin fin: el destino de los judíos en condados seleccionados de la Polonia ocupada (2018). En este trabajo, Edward Malinowski aparece como rescatador de una mujer judía, pero a la vez como colaborador de los nazis a los que entregó a un grupo de judíos escondidos en un bosque. Todo ello constituye una injerencia contra la libertad de cátedra.

En un momento en que el derecho al «culto de recordar a los difuntos» se considera más importante que la investigación independiente sobre el Holocausto, la Alianza ha señalado la importancia de recordar la libertad de las artes y la ciencia y la independencia de las instituciones de investigación, establecidas en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

«Las artes y la investigación científica son libres. Se respeta la libertad de cátedra»

Artículo 13 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

Pero la Alianza ha ido un paso más allá y ha pedido públicamente a la UE que no se encoja de hombros ante el revisionismo histórico del partido político en el poder en Polonia, Ley y Justicia, que trata de reconstruir leyendas nacionales y reducir el complejo papel de este país durante el periodo de ocupación nazi y el Holocausto a «nación rescatadora de judíos» tratando de evitar una reflexión objetiva acerca de un periodo tan trágico e importante en la historia reciente de Europa.

Para terminar en la defensa de la libertad de cátedra, la Alianza Europea de Academias cita a la escritora escocesa Alison Louise Kennedy:
«No puede haber paz ni seguridad en ningún lugar mientras se permita a los autores de crímenes de lesa humanidad eludir su responsabilidad. Ningún estado seguro puede basar el orgullo nacional en la falsedad nacional o la evasión del derecho internacional de los derechos humanos. Es sumamente peligroso disminuir la complejidad y la culpabilidad involucradas en la ocupación fascista, especialmente en una época de creciente fascismo. Hacerlo pone en peligro a los ciudadanos de los estados individuales y envalentona las fuerzas que nos ponen en peligro a todos».

La libertad de cátedra en España

En España el Círculo de Bellas Artes también quiere aprovechar esta denuncia de la Alianza Europea de Academias para poner sobre la mesa las dificultades a las que se ven sometidos nuestros investigadores para ejercer libertad de cátedra a la hora de arrojar luz sobre nuestro pasado, especialmente durante el franquismo y la Guerra Civil. Recientemente el historiador Fernando Mikelarena ha recibido una querella criminal por los delitos de injurias y calumnias graves por parte de un nieto de Jaime del Burgo Torres por contar en su artículo Saca de Tafalla-Monreal de 21-10-1936 y en su libro Sin piedad. Limpieza política en Navarra, 1936, la vinculación de este, -no ejecutora porque no estuvo presente, pero sí como mando de los Requetés de Navarra-, de la matanza de 64 republicanos, la mayor perpetrada colectivamente en la comunidad foral durante la Guerra Civil.

Libro de Fernando Mikelarena, historiador que ha recibido una querella contra su libertad de cátedra.
Libro de Fernando Mikelarena.

Pero este no ha sido el único caso recientemente. Como cuenta Olga Rodríguez en eldiario.es, el investigador Carlos Babío, coautor del libro Meirás, un pazo, un caudillo, un expolio, también fue denunciado por presunta vulneración del derecho al honor y la intimidad de la familia Franco, que le acusa de difamación por su intervención en un programa de televisión. Y lo mismo le pasó, por ejemplo, al catedrático de Literatura de la Universidad de Alicante, Juan Antonio Ríos Carratalá, denunciado por el hijo de Antonio Luis Baena Tocón por publicar un trabajo documentado en el que demostraba la participación de este en el juicio que llevó a Miguel Hernández a la cárcel, donde murió.

El Círculo de Bellas Artes se une a las demandas de la Alianza Europea de Academias y abogamos por la libertad de cátedra y de investigación, algo fundamental para preservar la memoria del pasado, para la comprensión y entendimiento de lo que acontece en el presente, así como para el asentamiento y fortalecimiento de la democracia. Y como reza el manifiesto fundacional de la misma Alianza Europea de Academias: «Hacemos un llamamiento a los políticos y las políticas de toda Europa para que protejan y defiendan el derecho a la libertad artística y la autonomía de las instituciones de conformidad con el artículo 13 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE. Y, siempre que sea necesario, apoyen a las academias de las artes y a los y las artistas siguiendo el consejo de nuestra Alianza».

Miedo y asco en la nueva normalidad

La Puerta del Sol en pleno confinamiento ilustra este debate "Miedo y asco en la nueva normalidad"

Texto de Helena Agirre Erice

Con ocasión de la presentación del nuevo número 35 de la revista Minerva se organizó en la sala Ramón Gómez de la Serna del Círculo de Bellas Artes el debate Miedo y asco en la nueva normalidad[1]. Junto a Nantu Arroyo[2], Santiago Gerchunoff[3], Gonzalo Velasco Arias[4] y con la moderación de Carolina del Olmo, directora de la revista, se reflexionó sobre la fatiga pandémica, el control social de las políticas destinadas a frenar la expansión del virus o las consecuencias ecológicas de esta nueva crisis económica en la que nos ha sumido la COVID-19.

MISMA NORMALIDAD

Aunque en marzo de 2020 predominaba el discurso que apostaba por que la pandemia nos haría mejores en un momento en el que salíamos todas las tardes a los balcones o ventanas a aplaudir la labor de nuestras sanitarias y sanitarios a las 20h, hoy, casi un año más tarde, nos preguntamos a quién iban realmente dirigidos esos aplausos, ¿dábamos gracias o nos aplaudíamos a nosotros mismos? La pandemia, como apuntó Gonzalo Velasco, no nos ha cambiado, los mismos mecanismos siguen dirigiendo la sociedad, el mercado sigue dominando sobre el poder político. Cerramos antes escuelas que discotecas y se vacunan antes alcaldes que sanitarios. Además, los vectores de opresión siguen incidiendo en los mismos grupos sociales: la fatiga pandémica no es homogénea y los que más sufren son los mismos que antes. En este sentido Nantu Arroyo apuntó que no solo han sacado a relucir la realidad social que ignorábamos cuando todo iba bien, sino que han exacerbado “los movimientos clasistas excluyentes y discriminatorios como cualquier otra crisis. La excepcionalidad saca a relucir las reglas del juego de la normalidad”. Un ejemplo de esta realidad, para nada nueva, es la situación de aquellas familias que no tienen acceso a un dispositivo con internet y su incremento de posibilidades de abandono escolar.

Debate “Miedo y asco en la nueva normalidad”. De izquierda a derecha: Santiago Gerchunoff, Gonzalo Velasco Arias, Carolina del Olmo y Nantu Arroyo.

Pero se encuentran también ciertos cambios en la sociedad. Por ejemplo, la generación de una atmosfera de delatores: denunciamos a aquellos que creemos que no son ciudadanos responsables para hacernos creer que nosotros sí lo somos. Tenemos miedo a ser nosotros los que no estemos cumpliendo. El temor por no actuar correctamente nos remite, como apuntó Velasco, a la teoría foucaultiana: hemos asimilado el panóptico, estamos expuestos –a la mirada de la sociedad– constantemente, y, por si acaso, actuamos bien, como buenos ciudadanos. No obstante, es interesante el remarque de Nantu Arroyo que, siguiendo con la terminología de Foucault, señaló que durante la pandemia también encontramos momentos de resistencia a la norma en las colas del pan. Quedábamos (siempre con la recomendable distancia de seguridad) con nuestros amigos en los únicos lugares en los que se podía socializar en el lugar público.

Gerchunoff señaló de forma sugerente la inversión de los espacios público y privado en el momento más intenso de la pandemia, durante el confinamiento más duro. La calle se había convertido en el Oikos, en el lugar de reproducción, de supervivencia, donde debíamos proveernos de los medios de subsistencia. Mientras que el ámbito privado, es decir, nuestro hogar, se convirtió en el lugar de socialización. Gracias a las nuevas tecnologías y sus diferentes aplicaciones, nos comunicábamos con nuestras familias, amigos y allegados. Esta inversión de espacios nos ha producido malestar y nos ha incomodado; por todo ello, hemos dejado de relegar las responsabilidades públicas en los representantes democráticos. Esta atmosfera no es la mejor para el buen funcionamiento de la democracia deliberativa. El estado se debilita.

Valerio Rocco Lozano, director del CBA, presenta el debate “Miedo y asco en la nueva normalidad”, que sirvió para presentar el número 35 de la revista Minerva.

Asimismo, el estado es débil frente a los deseos del mercado. Un claro ejemplo de esto es la imposibilidad de producir respiradores en uno de los peores momentos del confinamiento: ¿cómo es que un estado de bienestar no puede proveer a sus ciudadanos en necesidades tan básicas? o ¿cómo es que se permite que más de 4000 personas se queden sin energía en La Cañada Real (Madrid) en una de las mayores olas de frío en las últimas décadas? La crisis del coronavirus ha mostrado claramente la tendencia de la pérdida de soberanía estatal frente a las grandes empresas que ya venía enseñando la crisis del clima. Los expertos llevan ya décadas señalando la urgencia de políticas que reviertan el cambio climático, explicando las causas –las sobreproducciones inherentes al sistema capitalista– y mostrando que la producción lineal, consumista y capitalista nos llevan directos al colapso total.

LA EXCEPCIÓN CONVERTIDA NORMALIDAD

La prolongación del estado de excepción que nos acompaña desde hace casi un año ha moldeado nuestra cotidianeidad y hábitos. Ya no tiene sentido hablar ni de estados de excepción, ni de estados de alarma, sino de un nuevo sentido común que ha asumido el control social y el aumento de la presencia y poder policial en las calles, e incluso dentro de las casas. No solo nos hemos vuelto vigilantes de nosotros mismos, sino que exigimos ejemplaridad a los demás.

Hoy ya no nos parece extraño que no podamos estar más de 6 personas en la terraza de un bar o el tener que volver antes de las 22h porque hemos normalizado la excepcionalidad. Hemos de aprender que las crisis no son momentos aislados en el tiempo, sino que son procesos, procesos que vamos asimilando poco a poco. Velasco apela por cambiar las estructuras, por tener en cuenta el largo plazo en nuestro modo de vida y por rechazar el discurso heroico. No necesitamos a héroes que nos salven de la catástrofe, necesitamos nuevos hábitos, nuevas formas de vida que sean capaces de revertir las marginaciones de ciertos grupos sociales tras la crisis del coronavirus o el cambio climático. Nos habíamos acostumbrado a la monotonía y al control de nuestras acomodadas vidas, pero como afirmaba el filósofo escocés David Hume el conocimiento del mundo no puede ser necesario y universal, porque lo material es contingente y particular. Nuestro racionalismo exacerbado por el cientifismo técnico se había apoderado de gran parte de las esferas tanto académicas como cotidianas, pensábamos controlarlo todo, pero esta pandemia nos ha mostrado la variabilidad del mundo. No obstante, se ha visto que no es la ciencia la que controla las decisiones sociales, sino que son las multinacionales y el poder del mercado. Pero hemos de tener en cuenta el peligro de la simplificación a la hora de buscar responsables en un sistema capitalista. Es imposible hacer una cartografía del capitalismo, y esto nos hace, muchas veces simplificar los problemas y cometer injusticias a la hora de encontrar responsables. Hemos de ser críticos y no caer en simplificaciones.


[1] https://www.youtube.com/watch?v=LtnOUl5P5c0&ab_channel=C%C3%ADrculodeBellasArtes

[2] https://www.circulobellasartes.com/biografia/nantu-arroyo/

[3] https://www.circulobellasartes.com/biografia/santiago-gerchunoff/

[4] https://www.circulobellasartes.com/biografia/gonzalo-velasco-arias/

Vigilar y castigar en la era de Internet: la importancia de la libertad de expresión en la conquista de la justicia social

Censura y libertad de expresión. Imagen de Steve Buissinne en Pixabay
Texto de Lola Rodríguez Bernal

La libertad de expresión: introducción

La libertad de expresión tal y cómo la conocemos hoy en día es una cuestión, en realidad, reciente en el pensamiento occidental: apenas tiene una tradición de seis siglos. Lo que entendemos como tal está completa y absolutamente en armonía con la transformación del mundo social en general y, en concreto, con la aparición de la imprenta en el siglo XV y todo el tejido legislativo que se construyó a su alrededor. Y es que el derecho a la difusión libre del pensamiento es original a la constitución del ser humano por sus capacidades comunicativas; no necesita una jurisprudencia que la avale. La introducción de la imprenta complicó y trajo al centro del debate filosófico el asunto de la libertad de expresión en relación con la capacidad de obtener una licencia para la publicación de cualquier producción artística o científica. Filósofos como Kant, Fichte y Locke trataron de defender los derechos y propiedades intelectuales de los autores en términos tanto filosóficos como jurídicos, entendiendo la protección de la creación artística como el amparo de la propia subjetividad imprensa en la obra.

Sin embargo, el crecimiento exponencial del número de copias en circulación; la paulatina modernización de los países occidentales; y la instauración de la democracia, dibujaban un paisaje bien diferente en la articulación del significado de la expresión. En Sobre la libertad, John Stuart Mill hablaba de la libertad de expresión en relación con los valores democráticos bajo el concepto del principio del daño. En términos generales, esta noción hace referencia a una serie de dispositivos de equilibrio y limitación legislativos y culturales, acorde con los principios innegociables de igualdad y libertad de la joven democracia, que dirigirán la confluencia, expansión y progreso de opiniones y conocimiento en la sociedad. Unos mecanismos que, por cierto, no tendrían cabida sin la aparición del cuarto poder.

Pintada en favor de la liberación de Valtonyc en defensa de la libertad de expresión
Graffiti que revindica la libertad de Valtonyc, el rapero detenido y acusado de enaltecimiento del terrorismo, apología al odio ideológico, incitación a la violencia e injurias a la Corona.

Libertad de expresión y censura

Así, como ocurre hasta nuestros días, la libertad de expresión se suele considerar en relación a su ponderación con otros principios básicos de la democracia, intentando evitar así sus grandes problemáticas: la tiranía de las minorías y mayorías, la inmovilidad de las opiniones de la masa —arraigadas en prejuicios e ignorancia— y el estancamiento intelectual. Dos siglos después de la publicación de este pilar imprescindible de la filosofía política, ¿cuánto han cambiado las tornas? El planteamiento y aparato jurídico sigue siendo el mismo, y la censura se sigue constituyendo como la herramienta estatal por excelencia para contrarrestar los posibles daños del uso de la libertad de expresión. Sin embargo, nuestras sociedades son radicalmente diferentes. Si la aparición de la imprenta y de la prensa cambiaba los límites conceptuales que definían el concepto de libertad de expresión, ¿cómo afecta la aparición de las redes sociales a su concepción? En una sociedad donde proliferan las injusticias sociales, ¿qué importancia tiene la libertad de expresión? ¿Cuál es la situación actual del dispositivo legislativo y cultural por excelencia, la censura? ¿Cómo se conjuga con la creación artística? Después de una larga historia de mecanismos punitivos de supuesto contrapeso democrático, ¿no es ya hora de interrogarse por su efectividad y de preguntarnos por su conformidad, o no, con los supuestos principios democráticos?

A nadie se le escapa el contenido político e ideológico de la censura. No en vano en el décimo libro de la República Platón solicitaba la expulsión de los poetas de la ciudad. El autor entendía que el carácter imitativo de la poesía entraba en conflicto con la verdad, y que su censura y deportación era necesaria para el funcionamiento correcto de la polis. La expulsión de los poetas literalmente limitaba el censo de la ciudad, lo que nos recuerda al propio origen etimológico de la palabra: censura viene del latín censor, aquel encargado en la antigua República romana de la realización del censo entre otras actividades. Censura por tanto se refiere literalmente a la selección del censo, a la decisión de quien tiene o no voz en la sociedad.

Un deporte que España parece liderar con facilidad en el contexto internacional. The State of Artistic Freedom encabeza a nuestro país en el ranking de países con mayor número de artistas encarcelados por delante países como Irán y Turquía. Por otro lado, el último informe del Instituto Universitario Europeo avalado por la Comisión Europea coloca a España en situación de riesgo algo en relación a la libertad de información, debido principalmente al monopolio de la prensa nacional, calificándolo de un panorama ‘’vergonzoso y sombrío’’—una cuestión, la democratización de los medios de comunicación, que nuestro filósofo Jonh Stuart Mill consideraba innegociable para la promesa de la libertad de expresión—. El Estado español, todavía de charanga y pandereta, sigue operando con sus aparatos jurídicos en una censura de movimiento vertical total de arriba hacia abajo. Cuestión que funciona diferente en países como Estados Unidos donde, en virtud de la ausencia de nacionalización de instituciones como la universidad, la censura puede darse desde el propio pueblo —o mejor dicho, desde cliente—.

De charanga y pandereta porque parece que todavía no se ha percatado de la poca efectividad, del efecto contraproducente de la censura, que sólo trae una mayor difusión y propagación de la obra y sus ideas. Una respuesta social que no es nueva sino que se remonta a la aparición de la propia prohibición: la propia Madame Bovary tuvo un éxito comercial extraordinario debido a las acusaciones de inmoralismo que llevó a su autor al banquillo de los acusados. Sobre este fenómeno, conocido hoy en día como efecto Streisand, se discutió el pasado noviembre en el Círculo de Bellas Artes, que acogió bajo el nombre de CensuradXs: Libertad, arte y cultura un congreso que reunía a juristas y personalidades públicas para debatir sobre la censura y la creación artística. Personalidades como Eugenio Merino, Charo Corrales, Concha Jerez, Nacho Carretero, Cristina Morales, Fernando Castro, Inés París entre otros hablaron de sus experiencias propias frente a la censura. Y todos ellos estaban de acuerdo en algo: en la penosa y desamparada posición del artista en el marco legal español.

Cartel del Congreso censuras. #censuradxs

Y es que hoy en día es imposible entender la libertad de expresión reduciéndola sólo las consecuencias penales, como hemos visto en su propia definición, la cuestión de la censura se relaciona directamente con legitimar ciertas voces de nuestra sociedad. Así muchos de los invitados hablaron de la microcensura, a mecanismos más invisibilizados en las formas de censura, que más que prohibición hacen referencia a toda una serie de obstáculos y trampas, descrita literalmente como una bajada a los infiernos —pero sin la recompensa ascética de la purificación— que llevaban finalmente a la modificación o suspensión del proyecto artístico. Inés París comentaba, por ejemplo, la penosa travesía para que le aceptasen un presupuesto para una película por su condición de fémina, y proponía, frente a esta situación, mecanismos de ayuda, de prevención y subvención estatal para la promoción de este tipo de proyectos dirigidos por mujeres. Los colectivos castigados por el poder han reivindicado que en realidad la libertad de expresión es un derecho del que ellos no gozan, y que lo demuestra su ausencia —en un sentido cuantitativo y cualitativo— en la cultura. Debates contemporáneos que proliferan en las redes sociales, grandes actores políticos del momento, que han modificado las formas de activismo político.

La libertad de expresión y la cultura de la cancelación

Al otro lado del charco, en la otra orilla del Atlántico, la Harpers Bazaars publicaba este verano un manifiesto en contra de la así llamada cultura de la cancelación, un documento firmado por personalidades de talla de Margaret Atwood, Noam Chomsky y Salman Rhusdie que tuvo alcance y réplicas a nivel internacional, también aquí en España. El manifiesto denunciaba las supuestas funestas consecuencias laborales que sufrían las víctimas de esta cultura; señalaba los excesos de intolerancia, la creación de situaciones injustas que provocan esta —como lo han llamado así muchos intelectuales y periodistas— nueva caza de brujas. ¿Qué tipo de fibra habrá tocado esta cultura de la cancelación para llegar a tal apelación? Encarguémonos entonces de examinar esta situación desde el principio para los despistados de la última fila: ¿qué es esto de la cultura de la cancelación? ¿De qué se trata y cómo casa con la libertad de expresión? ¿Qué alcances ha tenido?

La cultura de la cancelación es un fenómeno social, una forma de activismo social que hace referencia a una serie de conductas desarrolladas principalmente de forma colectiva en la red en pos de boicotear a una figura pública, empresa o colectivo. Aunque a día de hoy se ha extendido a todo el espectro ideológico, los primeros colectivos en ejercer esta presión social eran precisamente aquellos colectivos que denunciaban el statu quo y la falta de responsabilidad política del escenario cultural. Sus defensores lo han descrito como un ejercicio de agencia y de libertad de expresión en forma de réplica en una sociedad democrática que compensa la falta de mecanismos institucionales —los tres poderes clásicos— frente a comportamientos considerados políticamente incorrectos: la sociedad que una vez le rindió éxito y gloria a una figura, ahora le pide responsabilidad y rendición de cuentas. Advierten además que este supuesto acoso y caza de brujas en realidad ha estado siempre presente pero que, con la democratización y amplitud de voces que proporcionan las redes sociales, ha quedado en un plano totalmente público; que el trabajo de filtración de la agradable secretaría del escritor o director ya no tiene cabida en una red social como Twitter. En otras palabras, los allegados a esta cultura de la cancelación defienden que sentirse ofendido por apelar a la responsabilidad social no otorga el derecho a censurar dichas críticas.

De hecho, se niega su propia existencia, en el sentido de que la mayoría de figuras señaladas por la cultura de la cancelación han seguido desarrollando su carrera profesional artística sin apenas consecuencias. Sí es cierto que, por ejemplo, muchas feministas criticaron y dejaron de consumir películas de Woody Allen; pero a día de hoy el cineasta americano sigue produciendo películas casi anualmente. Donald Trump tiene detractores de todos los colores; sin embargo, ni desde su partido ni desde la oposición se ha conseguido emprender una enmienda en su contra en el parlamento estadounidense. Y un caso español: el polémico Daniel Bernabé, escritor de La trampa de la diversidad —un ensayo que señalaba que las políticas identitarias eclipsan el verdadero objetivo de la izquierda: la lucha de clase—. Bernabé, según periodistas como Juan Soto Ivars, autor de Arden las redes: La postcensura y el nuevo mundo virtual, habría sido condenado a un linchamiento y a una manipulación mediática horrenda; pero lo cierto es que después de la publicación del polémico libro el escritor ha aumentando su reconocimiento a nivel nacional y, a día de hoy, es colaborador en HORA25 en la SER entre otros medios.

No obstante las dinámicas de esta cultura se han extendido ya a todos los ámbitos de la cultura. Así, desde la propia izquierda se ha criticado que el boicot y linchamiento a individuos más desprotegidos y vulnerables en la sociedad —y por ello desprovistos de la impunidad de figuras asentadas en la cultura— sí que tienen un efecto nocivo en sus vidas. Pues ya se sabe que a la cárcel —metafórica y literalmente— sólo van los pobres. Es el caso, por ejemplo, de August Ames, una actriz porno canadiense con un horrible historial de abusos que había encontrado refugio y compresión en el feminismo y en las feministas. Amparo que se convirtió, de la noche a la mañana, en odio y linchamiento, y dos días después, en su muerte. La reacción de las redes sociales a un tuit supuestamente homofóbico y su inestable situación mental la llevaron al suicidio. La cultura de la cancelación se ha acabado envolviendo en las dinámicas propias del sensacionalismo mediático y de la sociedad del espectáculo. Los invidividuos que participan en el linchamiento se acaban sumergiendo en una narrativa seudoheroica —llamada en internet la actitud woke— un tanto justiciera y a lo Robin Hood moderno, que acaba tratando desgraciadamente a los otros como mercancías, y al espectro de celebrities en el mundo del cine, literatura, la televisión, influencers y tuiteros como una suerte de escaparate de valores del mercado —como decíamos antes que funcionaba en el contexto de la universidad privada estadounidense—. Unas dinámicas consumistas muy peligrosas que acaban cayendo en esencialismos y dualismos y en jerarquizaciones de identidades que precisamente las políticas identitarias niegan en sus propuestas filosóficas.

Para más inri, bajo la lógica del efecto Streisand, el desarrollo de la cultura de la cancelación se ha relacionado con la aparición de la derecha alternativa (alt-right) y el populismo de derechas contemporáneo. Y vuelta al principio. ¿Es efectiva la cultura de la cancelación? ¿Consigue realmente la prosperidad y el cambio social al que aspiraba en un principio? ¿No acaba por reproducir el ostracismo y aislamiento del Estado occidental? Aunque el Estado no intervenga en este juego de forma explícita y los condenados no acaben en un juicio, parece que las dinámicas de esta justicia social son muy parecidas a los mecanismos y aparatos ideológicos de censura del Estado. ¿Qué tienen de diferente, a grandes rasgos y después de todo, las violentas dinámicas estatales represivas que reciben los individuos en el Estado moderno —y aquí apelamos a nuestro querido Foucault— con este linchamiento contemporáneo?

Edición francesa de Vigilar y Castigar de Michel Foucault.

La propuesta antipunitiva en defensa de la libertad de expresión

Ante esta situación, las propuestas antipunitivistas proponen no acribillar a los protagonistas de los casos concretos de violencia machista, xenófoba, racista, etc. En primer lugar, porque señalizar estos casos como algo excepcional y marginal eclipsa la visión total, la compresión de todo el tejido social que normaliza y justifica estas prácticas de violencia. Y en segundo lugar, porque el castigo, como se ha demostrado a lo largo de la historia, solo mantiene el statu quo y no beneficia la reinserción social; se ha utilizado para desviar la atención de las obligaciones de las instituciones a la hora de salvaguardar a los sectores más vulnerables de la sociedad. Proponen entonces atacar la raíz del problema y, en relación con el mundo legal, diseñar políticas sociales preventivas, de un funcionamiento de la justicia y los aparatos culturales en clave feminista y antirracista. Garantizar que individuos y artistas tengan apoyo económico y así reformar el aparato jurídico del Estado, para contrarrestar y equilibrar, ahora sí de verdad, como nos dicen los principios de democracia, la violencia estructural del sistema. Y garantizar, así mismo, que todos hagamos empleo de una justa libertad de expresión.

Y se ha de decir que quien escribe este texto una vez participó de esta cultura, y que como tal, se debe entender lo presentado como una autocrítica y, escapando ya de este momento personalista, como uno de los momentos de antítesis en el desarrollo de la historia. Una compensación, un viaje al otro lado del péndulo que denunciaba la inmunidad e imparcialidad de ciertos sectores de la sociedad, una rendición de cuentas de todas las injusticias que los sectores más vulnerables sufríamos y seguimos sufriendo; pero como momento de antítesis se da como un recurso limitado en el tiempo. Si me acompañan todavía en la lectura hegeliana acontecerá resolver la situación con un momento del en sí y para sí, o, como se ha llamado de forma equivocada, el momento de síntesis: abandonar toda clase de violencia del sistema, de la prohibición y de los aparatos represivos, que sólo nos brinda pan para hoy y hambre para mañana. Los políticas antipunitivistas y prevencionistas en el ámbito cultural promueven disponer y garantizar la participación de los colectivos indefensos, invisibilizados y marginados en la cultura: una defensa real de la libertad de expresión. Nos avisan: la censura, la prohibición, el castigo sólo hace que el sistema se aproveche de nuestro odio y que así se retroalimente la violencia y con ello, la inmunidad del poder. Optemos, mejor así, por acabar con la violencia de forma radical.

Exilio, olvido y desengaño. Algunas figuras del fracaso

Memes relacionados con la pandemia y el confinamiento por la COVID-19, que ilustran este post "Exilio, olvido y desengaño. Algunas figuras del fracaso".

Lola Rodríguez Bernal, en relación al Congreso Figuras del Fracaso.

Claustrofóbicos, agorafóbicos, runners, aficionados al gimnasio, a los bares y a las verbenas, amantes, asistentes asiduos de plazas, mercados, parques y otros lugares públicos. Todos hemos pasado unos largos meses de confinamiento encerrados en casa, o al menos los que hemos tenido y tenemos una vivienda donde cobijarnos. La situación ha sido complicada. El humor, como siempre, ha sido clave para canalizar todo lo que estaba pasando, pero también, por qué no, para garantizar el bien común y personal. En las redes sociales una de las bromas más recurrentes y con más alcance desde el principio de la cuarentena, allá por marzo, interpelaba a la extraordinariedad de los acontecimientos del año: guionistas totalmente enloquecidos por el sinsentido del desarrollo de los eventos; viajes en el tiempo que advertían de las alocadas noticias del futuro. La inverosimilitud y la deriva que había tomado la realidad provocaba una risa colectiva cuasi histérica. ¿Quién era capaz de imaginarse toda esta serie de catastróficas desdichas?

La tesitura era y es tal que incluso los neologismos prestados de atmósferas narrativas parecen quedarse cortos. La situación no es orwelliana ni distópica porque en el mejor de los casos todo tendría más o menos un sentido, una narrativa estructura y convencional: principio, nudo, desenlace. Pero la intensidad de los hechos precipitados desde el inicio de año desborda todos estos conceptos porque la realidad —y ahora más que nunca— no tiene un sentido marcado más allá del que nosotros le queramos dar. Cuanto más sabemos sobre el virus más seguros estamos de que ninguna acción apunta a ser lo verdaderamente certera como para servir de detonante —aunque sin duda todo parece ser importante para el desarrollo de los hechos—; la universalidad de la muerte y la enfermedad nos hace a todas protagonistas de este relato que a la vez no parece tener un personaje principal; todo lo que acontece nos parece predecible y aún así, no nos deja de sorprender; y probablemente lo más significativo y lo que aleja la realidad de cualquier comparativa con la ficción: que este relato parece nunca acabar. A día de hoy esta sigue siendo la realidad de la COVID-19.

Algo que sí resultó ser bastante orwelliano fue la reestructuración de los órganos públicos del Gobierno de los Emiratos Árabes Unidos allá por 2016, cuando se creó el Ministerio de Felicidad de la mano del primer ministro Mohamad bin Rashid Al Maktoum con el fin de garantizar «bondad social y satisfacción como valores fundamentales» y generar «un gobierno joven y flexible que sea capaz de cumplir con las aspiraciones y objetivos de la población». Un gobierno que, por cierto, aunque contempla la libertad de expresión en su constitución, se encarga de supervisar y editar todo el contenido informativo del país. Aparte de evidenciar el control de la población, estas maniobras políticas son una prueba innegable de la cultura del éxito y de lo que en politología se ha llamado la política de las emociones, la deriva de la cultura política contemporánea en la que cada vez más se apela a los sentimientos como argumento dentro del escenario político. Discursos que prefiguran los conceptos de bienestar y éxito y así, consecuentemente, los conceptos de carencia y fracaso.

Esta es la línea de investigación de Failure. Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th Centuries, un proyecto europeo y americano conformado por una red de diez universidades repartidas por el globo que analizan críticamente —en el sentido kantiano, hegeliano o marxista; como se quiera— las bases de las narrativas del fracaso desde diversas disciplinas académicas. La investigación parte del evidente fracaso de la integración social en la comunidad europea para desarmar, desarticular, llegar a la raíz significativa de sus discursos. Fracaso escolar, fracaso intergeneracional… Las situaciones que se estudian normalmente están relacionadas con situaciones de crisis, de desequilibrio y ruptura. Hablamos de fracasos frente a una crisis de pareja, personal, profesional… y sin ir más lejos, frente al sentimiento colectivo de fracaso con respecto a la situación y crisis de la COVID-19. Porque Europa está en una situación de crisis. Eso es indudable. Sin embargo, cuando miramos lo que pasa en la periferia europea, cuando ampliamos nuestra mirada a lo que pasa a nuestro alrededor no podemos evitar relativizar nuestra posición de confinados en casa —aunque ni siquiera haga falta irse fuera de España para darse cuenta—.

Cartel del Congreso Figuras del Fracaso celebrado en el Círculo de Bellas Artes.

En Lesbos, una de las islas griegas más cercanas a la frontera turca, el pasado septiembre un incendio destruía Moria, el mayor campo de refugiados de Europa. El fuego, según informaban algunas fuentes, fue provocado por una parte de la población que se mantenía presuntamente confinada en forma de protesta. El hacinamiento humano, que con sus 13.000 habitantes sobrepasa cuatro veces su capacidad, quedaba totalmente en ruinas. Los habitantes, asustados por la dimensión del incendio, intentaban huir a otras localidades cercanas donde pudiesen estar bien alejados del fuego, pero la policía griega, bajo las órdenes europeas, les impedía alejarse de la zona. Otro fracaso más para la gestión de políticas de migración de la Unión Europea; una desgracia más para un campamento donde la violencia se sirve como pan de cada día: asesinatos, acoso sexual, suicidios e intentos de suicidio de niños de hasta diez añosMédicos Sin Fronteras ya ha alertado de los problemas de salud mental de los más vulnerables en estos campos—. Todos ellos —la mayoría sirios— están ahí porque huyen de la situación política de su país. Están en situación de exilio.

Imagen de chalecos abandonados por refugiados en las costas de Lesbos que sirve para ilustrar el post: Exilio, olvido y desengaño. Algunas figuras del fracaso
Imagen de chalecos salvavidas abandonados en la costa de Lesbos. Autor: Jim Black para Pixabay.

Fue precisamente David Sánchez Usanos, traductor, crítico literario y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid y director académico de la Escuela SUR, quien nos habló del concepto de exilio en el Congreso Figuras del Fracaso. Un congreso que organizó el equipo de investigadores españoles del proyecto Failure en colaboración con el Círculo de Bellas Artes. El evento, que se celebró durante los días  26 y 27 de octubre, consiguió presentar un glosario a partir de la polisemia del concepto y de todas sus diferentes manifestaciones en la literatura, ciencia, arte y por supuesto filosofía. En su intervención Usanos definía el exilio como lo relacionado con el «[…] destierro, y por tanto cabe vincularlo con el ostracismo (del griego ostrakismós, ὀστρακισμός), con la condena que supone el destierro por motivos políticos relacionados con la deshonra, con el comportamiento poco virtuoso». Usanos nos ilustra a través de Aristóteles sobre la trascendencia que tiene para el ser humano su comunidad, la trascendencia que supone para los refugiados la huida de su país. En la Política Aristóteles explica que la naturaleza del ser humano es precisamente la de pertenecer a una polis, a lo que hoy llamaríamos comunidad política, la gestión de lo común, de lo social; pues no en vano, dice Aristóteles, el ser humano es aquel animal que tiene logos, es decir, habla, voz, razón, aquello con lo que el hombre da sentido a lo que le ocurre, pues es capaz de hablar del bien y del mal y por tanto, organizar la vida de lo común a su disposición. Una vez huyes de tu comunidad, de tu polis ¿dónde queda tu voz, tu logos? La Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, Las penas del joven Werther, Las uvas de la ira, En el camino. Son algunos ejemplos con los que Usanos acaba preguntándose en el texto si en suma no es acaso el exilio la temática universal de la literatura o incluso la definitiva condición universal del hombre. Más allá de estas cuestiones, de leitmotivs y universalidades, lo que está claro es que para los refugiados exiliados de Moria no parece que efectivamente su logos sea escuchada y tenida en cuenta desde Europa.

De alguna forma este es el objetivo de los estudios poscoloniales, una corriente de pensamiento que surgió de la mano de intelectuales indios, argelinos y palestinos en la academia en los años 80, que analizaba el mundo neocolonialista y el rastro de su voz en la historia occidental. Sus tesis venían a explicar cómo los discursos elaborados en la academia a través de la filosofía, historia, literatura, economía y todo tipo de disciplinas institucionalizadas, habrían aportado las bases para hacer de los colonizados, mediante la reducción y la generalización, unos sujetos animalistas, exóticos y homogeneizados. Esto es, explican cómo instituciones de prestigio reconocido producían un conocimiento que —aunque inconsciente e involuntariamente, en el mejor de los casos— justifican actitudes y comportamientos racistas, relaciones de poder entre colonizadores y colonizados, donde el Otro era representado a través de nuestros ojos, nuestros juicios y prejuicios.

Michel Foucault, Louis Althusser y Jacques Derrida eran algunos de los autores en los que se apoyan sus tesis. Un concepto muy importante que tomaron prestado de este último fue el del logocentrismo. Una explicación cabal del término supondría todo un recorrido por el pensamiento europeo. Pero aquí, que tenemos intenciones aclaratorias, en un ejercicio de síntesis se va a decir que el logocentrismo venía a condensar la idea de que en el pensamiento de Occidente se había privilegiado explícitamente la voz sobre la escritura, la luminosidad sobre la oscuridad —lo desconocido—, la identidad sobre la diferencia —sobre el Otro—. Lo paradójico así es que Europa mediante sus textos —todo el conocimiento que se produce en la academia y que luego se enseña en la escuela— habría impuesto una identidad por encima de la propia voz de aquellos pueblos subordinados, poniendo de manifiesto la real subordinación del texto sobre el habla. En palabras de Derrida, el logocentrismo se habría vuelto «el etnocentrismo más original y poderoso»[1], y así la narrativa de la historia europea olvidaba y olvida en su producción la voz de aquel al que una vez colonizó. Pero quizás olvidar sea un feliz eufemismo con el que tratar el asunto.

De olvido nos habló Eduardo Zazo en el congreso, también profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Zazo definía el olvido como el fracaso en la incesante actividad de la memoria y por tanto, como una cuestión elemental en la identidad del ser humano. ¿Qué somos sino más que aquello que recordamos y por tanto también aquello que olvidamos? No en balde se categorizan a los individuos con problemas neurodegenerativos como dementes —sinónimo de enajenados, perturbados, fuera de sí—. La temática que explora Zazo es realmente apasionante, probablemente por las paradojas y contradicciones que encierra el olvidar en sí mismo: ¿cómo hablar del olvido sin recurrir a la memoria? ¿cómo hablar de ello si precisamente las experiencias más significativas de la memoria son aquellas que nunca recordamos, que se encuentran en ese pozo sin fondo, muy lejos del alcance del recuerdo?

Sin duda, lo que olvidamos y lo que no olvidamos es en realidad lo que define y perfila nuestra identidad. ¿Cuántas formas hay, de todas formas, de recordar? ¿Cómo se sintonizan, cómo se configuran todos diferentes accesos sensoriales en la memoria? A veces recordamos los mínimos detalles: una mueca, un gesto, una palabra, un olor. Otras una sensación, un impulso, una idea generalizada. Es divertido también cruzar el umbral de lo íntimo y exponerse al recuerdo compartido. Es raro e incluso sospechoso que al compartir un recuerdo entre nuestros allegados se rememore de una misma forma. Olvidamos detalles, profundizamos en otros… Qué aburrido sería verlo todo siempre igual, ¿no? Y en cualquier caso, estas contradicciones también dicen mucho de quiénes somos.

La memoria elabora y reelabora el relato convincente y coherente que necesitamos. Interpretamos lo que nos pasa en función a lo que alguna vez nos pasó, porque necesitamos dar respuesta y sentido a lo que nos pasa. Se sabe que aquellos que sufren depresión o, como se hacía llamar antes, bilis negra, tienen normalmente problemas de memoria a corto plazo —no sabemos si en posición de causa o efecto de la enfermedad—. En cualquier caso, esta amnesia  contribuye más a ese círculo vicioso del parecer que todo tiempo pasado fue mejor. También se sabe que una vez transitado a otros estados de ánimo más vívidos, los periodos depresivos se recuerdan comparativamente con menos nitidez que el resto o ni siquiera se recuerdan en absoluto. Todo parece atravesado por una nube flotante, borrosa, como desde una dioptría severa. 

Y así funcionan también las memorias e identidades colectivas, a través de la selección de información, de la búsqueda de la coherencia y del proceso activo de significación. A su manera, Michel de Montaigne también lo entendía así. En el capítulo De los mentirosos de sus Ensayos el francés distingue de la memoria —los sucesos, los propios hechos— el entendimiento —aquello que extremos en experiencia en lo vivido; por decirlo de otra manera, la moraleja—. Y bien sabemos que la lección de la fábula depende de qué se cuenta, cómo se cuenta, quién la cuenta. Como el yo en nuestra narrativa personal, el nosotros de Occidente quiere trascender, darse protagonismo, ir más allá del sinsentido del que hablábamos al principio. Porque, al igual que los cuentos, relatos y novelas que leemos, toda narrativa necesita un protagonista. Así que quien escribe la Historia Universal —en este caso, la academia occidental— tiene todo el poder de interpretar el presente. Y así es como encubrimos, silenciamos y enterramos la voz del Otro.

Y en cierto sentido esta cuestión no debería pillarnos desprevenidos, pues tampoco podemos presumir de haber agenciado con finura y gracia nuestra propia memoria, olvido y perdón. La historia europea está repleta de ejemplos del nefasto gobierno que hemos hecho de la memoria colectiva. Uno de los más inquietantes ejemplos, y sin duda alguna uno de los mayores fracasos de Europa, es la frivolización y banalización de los campos de concentración fascistas, convertidos en museos entregados a la frivolización de los selfies y al distanciamiento de los escaparates. ¿Cómo no sentirnos desencantados, e incluso desesperados?

Del desengaño que sufrimos después del fracaso también se habló en el congreso, cómo no, ahora de la mano de Gabriel Aranzueque, docente en la UAM, editor y traductor. En su texto comprendemos que el fracaso por supuesto es una cuestión de expectativas, del enfrentamiento crudo de nuestros deseos con la realidad. Decepción, frustración, impotencia: la toma de conciencia de los límites que atraviesa nuestra experiencia humana es fría y descarnada. Pero ahí también entra el juego el entendimiento del que nos hablaba Montaigne. Y es que en el desengaño también se ejercita y se configura el yo: en el constante ensayo, en la prueba y en el error. Si Usanos nos presentaba el exilio como leitmotiv de la literatura y así de la vida, en el texto de Aranzueque hay algo también de la vida como teatro: la vida humana es una puesta en escena improvisada al que venimos sin previo aviso donde no hay ejercicios, ni calentamiento ni manual.

¡Pero cuidado! Pues de esto precisamente nos advierte toda la investigación del proyecto Failure y así las ideas tratadas en el congreso. Ni excederse en la confianza de nuestra capacidad de éxito —lo que sería ingenuo, descuidado e incluso narcisista— ni convertirse en un tecnócrata del error —no hay que caer en las estrategias asépticas, en la optimización de los gestos—, pues ambas cuestiones no son más que en realidad dos caras de la misma moneda: el enaltecimiento de la autonomía en la sociedad contemporánea.

El proyecto Failure analiza y deconstruye esta cultura del fracasemos, pero hagámoslo bien. Este lema sintetiza la cultura del entrepreneur, la narrativa del capitalismo que se nutre precisamente de la cultura del éxito porque pone en marcha provechosamente la maquinaria de la acumulación del capital. La figura del fracaso le interesa al sistema sólo para reforzar y señalar aquello que no está bien, pues el capital nos quiere productivos y fértiles. Se glorifica al entrepreneur, esa actualización del self-made man que en paralelo con esta política de las emociones sacrifica y gestiona sus recursos materiales y emocionales. ¡Sí, porque estos extraños seres hablan así! El coaching y los libros de autoayuda —secularizaciones de las lecciones de Buda y otros orientalismos— se conjugan con toda la jerga empresarial para hacer florecer todo un léxico que avala sus empresas emocionales: gestión de conflictos, dirección de objetivos, trámite de conflictos. Todo un diccionario corporativo que en su día la ética protestante y el espíritu del capitalismo originó. ¡Lo que te estás perdiendo, Max Weber!

Y así la cultura del éxito tiene sus repercusiones en los así llamados vagos, perezosos y fracasados. Dentro de Europa, somos nosotros, los países mediterráneos; a nivel mundial, el hemisferio sur, los inmigrantes y los marginados. Porque los mecanismos empresariales no son, para empezar, igual para todos: los sistemas de derecho de propiedad, las patentes, las pólizas de seguro, los sistemas financieros… Sabemos ya bien de sobra a quiénes beneficia. Sin contar, por supuesto, con las condiciones materiales de base de esta población. La cultura del éxito juzga a los fracasados y además se encarga de, en su continua actualización, adaptar y absorber el orden mundial, generalizar y visibilizar aquellos perfiles excepcionales que consiguen emprender el camino del self-made man, del entrepreneur.

En la era de la política de las emociones más que nunca el poder del sistema y de los gobiernos se nutre a costa de nuestras expectativas, del bienestar que prometen y que motiva nuestras acciones. La cultura del éxito y las definiciones de fracaso demarcan la potencialidad de nuestras acciones, preconfiguran los escenarios posibles de futuro, dinamitan la acumulación y así debilitan la liberación y la transformación de la sociedad. Por eso hoy en día es tan importante desguazar estos conceptos de bienestar, éxito y fracaso, investigar sobre el origen y manifestación de estos términos: para modelar y definir la fuerza de nuestro propio aliento, para perdonar lo imperdonable, rescatar lo olvidado y a los olvidados. Para conseguir lo imposible.


[1]Derrida, Jacques, De la gramatología, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 1971

Ironía y capital en el mundo cultural

Fotograma del anuncio "Pepsi, The Choice of a New Generation" en el post "Ironía y capital en el mundo cultural" de Lola Rodríguez Bernal
Texto de Lola Rodríguez Bernal

En Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, Octavio Paz describe la actitud artística del autor como ‘’una ironía que destruye su propia negación y, así, se vuelve afirmativa”[1]. Para el mexicano este talante irónico venía a diluir los binomios que hasta ahora habían dividido la historia del arte en alta y baja cultura; en arte culto y vulgar. Así además la confluencia de géneros, la búsqueda por lo híbrido, el collage; la autoconsciencia y el abandono de la autoría: todas estas características propias del arte de principios del siglo XX se concentraban en este concepto de metaironía. Obras como La novia desnudada por sus solteros son un claro ejemplo de esta nueva forma de hacer arte. Casi cien años después de su aparición, ¿en qué situación se encuentra esta actitud irónica en el mundo del arte y la cultura?

La novia desnudada por sus solteros, o El gran vidrio (1915-1923). Marcel Duchamp

En Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer, David Foster Wallace responde a esta pregunta en un pequeño ensayo llamado E Unibus Pluram, donde explica cómo la televisión había absorbido esta ironía en sus producciones. La actitud que inicialmente buscaba la ruptura del yugo de la historia del arte anterior a Duchamp ahora se habría integrado en las grandes narrativas posmodernas. Estas ahora se rebatían contra la hipocresía de la televisión de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde las cualidades que se celebraban eran precisamente lo sentimental, lo ingenuo y simplista. La ironía se había extendido; sin embargo, el talante dinámico y operante de la propuesta duchampiana se había perdido en su integración: el uso de la ironía pasaba a ser un ejercicio discursivo totalmente parapléjico y desprovisto de cualquier indicio de transformación del mundo. Todo aquello que salía de la caja negra ahora se cubría de un discurso paródico que distanciaba al espectador de sus propios actos. Y es que Joe Briefcase -como Foster Wallace llama en el ensayo al americano normal, trabajador y silenciosamente desesperado– no era -o es- tan estúpido como parece. La carga autorreferencial en la cultura contemporánea provee a Joe Briefcase de lo justo y necesario como para encontrar aquello oculto que al resto se le niega y así, dormir un poco más tranquilo. ¡El telespectador cree ser diferente a la masa! ¡Qué burlones los juegos de la perspicacia y la sutileza irónica!

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer em(1997), de David Foster Wallace

Los anuncios, los programas de televisión, las series. Todos los productos culturales que giraban en torno al aparato electrónico establecían narrativas conscientes de su propia posición en el mundo, una suerte de para sí de la industria cultural -una vez más: gracias, Hegel-. Foster Wallace ejemplifica el uso de esta ironía con uno de los anuncios más premiados de finales de los ochenta. En él, una furgoneta blanca llega a una playa repleta de chicos y chicas con frescales atuendos estivales. Todos se muestran indiferentes a su entrada; el jolgorio y el bullicio de la juventud la deja pasar totalmente desapercibida. Sin embargo, de repente, de la furgoneta comienzan a aparecer un ejército de altavoces, amplificadores, micrófonos y todo tipo de elementos de equipamiento sonoro. Ahora, el sonido efervescente de una bebida gaseosa llega a toda la playa y capta la atención de todos los presentes. Como criaturas presas de una incontrolable pulsión, todos acudan a la furgoneta a servirse un poco de esa bebida.  Y es aquí donde entra en juego la ironía. Al final del spot publicitario, el eslogan de la marca reza: Pepsi. La elección de una generación. Mercadotecnia: etiquetas generacionales e ironía sofisticada. ¿Se le puede pedir algo más al ejercicio de diversificación del capital?

Fotograma del anuncio (1986)

Pues bien. Cambiemos por un momento el concepto de cultura televisiva por el de redes sociales. La aportación de Foster Wallace sería algo así como: en el juego de dinámicas de las redes sociales, los usuarios canalizan su visión del mundo a través de la ironía, incapaces de comunicar lo que verdaderamente sienten sin burla. Los jóvenes nacidos en los noventa -es decir, aquellos que en su infancia y adolescencia temprana vivieron el auge de los smartphone– son conscientes de las metanarrativas de la red en las que participan pero difícilmente hacen algo más al respecto. ¿Cómo de vigente se mostraría esta tesis en los llamados millennials, zinnellial o generación X?

En cualquier caso, esta sí que fue la base argumental de la ponencia Fugas del sujeto millennial: hacia la estética y la ironía, una de las muchas mesas que conformaron el congreso Fugas, Éxodos y Rupturas, que se celebró el pasado septiembre en el Círculo de Bellas Artes. La charla, que se desarrolló en formato debate, interrogó a los ponentes -Ernesto Castro y Elizabeth Duval- sobre cómo los jóvenes solo parecen ser capaces de asimilar ciertos fenómenos culturales a través de su ironización y estetización[2]. La tendencia a canalizar la realidad a través de estos dos gestos sería una consecuencia de la coyuntura contemporánea, que se traduciría en cierta imposibilidad conceptual de comprender la totalidad de la realidad, una totalidad desfasada y fragmentada. La abrumación ante tal coyuntura nos habría dejado a todos atónitos e incapaces de actuar en consonancia con el mundo. La ironía, en definitiva, se usa como una herramienta ilusionaria con la que trascender esta coyuntura donde todo nos es familiar y nada extraño a la vez.

Así, en la mesa se habló de nacionalismos y regionalismos, del viejo debate de la autenticidad y la comercialización entre el mundo mainstream e independiente, de la superación de las nociones de autoría ilustrada, la situación editorial en España y en general del mercado literario. También se habló, como no podía ser de otra forma, de los memes. Se destacó el poder que tiene el humor para llamar la atención sobre cosas o sentimientos que nos suceden en nuestro día a día e ignoramos. También de su capacidad de inclusión/exclusión dentro de un grupo -sobre el poder de la risa y su relación con la filosofía también se habló en el congreso, de la mano ahora de Iván de los Ríos y Jose Emilio Enguita, en la ponencia Senderos de fuga: de la risa, los filósofos y la filosofía-. Pero sobre todo se hizo hincapié en el trabajo que la comunidad en internet había hecho para sensibilizar y construir una consciencia sobre la salud mental de la población.

Los memes, que podríamos definir como los chistes de internet, se someten a las mismas preguntas que estos: ¿quiénes son sus autores? ¿cuántas versiones hay de cada chiste, de cada meme? ¿cuál ha sido su red de circulación? ¿cuántas modificaciones habrán sufrido con el paso del tiempo? Sin importar el creador o creadores, un meme puede literalmente recorrer todo el mundo en cuestión de días si es lo suficientemente verosímil -no olvidemos que al fin y al cabo el concepto de meme se deriva del de mímesis-. Y es que los memes se han convertido en una expresión colectiva, una fuga que ayuda a canalizar la alienación del mundo contemporáneo de forma totalmente anónima.

Los memes no tienen contenido y formato que se les escape. Su variedad, como el propio internet, es simplemente inabarcable. Y es en su diversidad donde encontramos precisamente todos aquellos flujos experimentales característicos del arte en el siglo XX.  ¿Acaso no son de partida un desafío a los conceptos de originalidad y autor? ¿no incorporan el pastiche histórico, el collage, el mash-up nostálgico? ¿no se acaban volviendo autoconscientes, autoparódicos y autorregenerativos?

Y de nuevo nos toca preguntarnos: el meme, como máxima expresión de lo irónico en la cultura de la red, ¿qué tiene de este talante metairónico en el sentido en el que nos lo ofrecía Octavio Paz? ¿Ha acabado sometiéndose a este concepto de ironía del que nos habla Foster Wallace? No parece que al menos sea la clave definitiva para la transformación de la sociedad; o siquiera que contribuya para pensar en otras alternativas posibles al capitalismo tardío -como explica Mark Fisher en Realismo Capitalista-. También en este sentido, Foster Wallace llegó a decir que ‘’la ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo literario.’’[3]. Paradójicamente, la actitud irónica habría acabado teniendo las mismas dinámicas que el propio capital, es decir, la tautología y la autorreproducción. ¿Supone esto el final definitivo, el final de cualquier tipo de esperanza ante la destrucción masiva del capitalismo?

Quizás es todavía demasiado pronto para afirmar algo así. En cualquier caso, esta coyuntura le suma otro reto a estos jóvenes nacidos en los noventa, que no solo tienen que superar esta ironía nihilista-paralizante, sino también afrontar la situación precaria en la que se encuentran. Sin ir más lejos, la Comisión Europea anunciaba recientemente que durante el mes de agosto de 2020 el paro juvenil en España alcanzaba el 43.9% de su población, mientras que la media europea se encuentra casi en un 19%. La juventud se enfrenta ya a la particular ironía de sus propias experiencias vitales, y en concreto, a su experiencia laboral y de toda dimensión relacionada con la estabilidad y seguridad material.

¿Cómo se supone que voy a encontrar trabajo, si todas las empresas piden experiencia laboral? ¿Cómo voy a dejar de prescindir de mis padres, cuya calidad de vida, por cierto, está muy lejos y muy por encima de mi horizonte material? Estas situaciones son para muchos la ironía más cruel, torpe y alienante de sus realidades, más que ninguna otra. Y es que a veces la realidad ya es lo suficientemente angustiosa, desconcertante y sobre todo irónica por sí misma.


[1] Paz, Octavio. Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp. Era, México, 1985

[2] Aunque Foster Wallace no le da el mismo nombre, a parte de esta actitud irónica también  presupone cierta estetización del mundo contemporáneo en la cultura televisiva americana. En el ensayo se refiere a ella como la narrativa de la imagen.

[3] Burn, Stephen J., Conversaciones con David Foster Wallace, Pálido Fuego, Málaga, 2012

Pensadores ¿judíos?

Texto de Gonzalo Pérez Santonja (Máster en Filosofía de la Historia UAM)

Are you so fast that you cannot see that I must have solitude?

When I am in the darkness, why do you intrude?

Do you know my world, do you know my kind?

or must I explain?

Will you let me be myself?

Or is your love in vain?

Bob Dylan, “Is your love in vain?” Street Legal (1978).

La cuestión de “quién es judío/a”, de qué significa ser judío, sigue siendo hoy en día profundamente incómoda. Probablemente ello se deba a que es una de las preguntas que más sufrimiento ha causado (y causa). Sin duda, constituye un problema central en los llamados Jewish Studies, en cuya bibliografía comúnmente se distinguen tres criterios : (1) el étnico/racial, que ha llegado a motivar estudios de ADN, como el realizado a la comunidad Beta Israel de Etiopía[1]; (2) el religioso, vara de medir algo imprecisa debido al número de los llamados “judíos ateos” (Bernie Sanders, Woody Allen, etc.); y (3) el cultural, que se enfrenta a una variedad de tradiciones, como la árabe o la rusa, difícilmente unificables. Otros autores han elaborado distintas categorías. Yosef Hayim Yerushalmi recupera el término de Philip Rieff de “judío psicológico” para referirse a aquellos judíos asimilados que renunciaron a su religión y su cultura, pero conservaron ciertas estructuras psicológicas, como Freud[2].  Incluso se ha llegado a hablar de judíos culinarios (“me gusta más vuestra cocina que vuestra religión”, apuntaba Heinrich Heine)[3].

Judíos etíopes de Beta, Israel.

Sin duda, todos los criterios mencionados (y quizás todo criterio en general) resultan escurridizos y problemáticos. Pero, ¿de dónde proviene tal dificultad? En buena medida de la ausencia de proselitismo, contraria a gran parte de nuestra tradición política occidental, y particularmente al mundo hispano, cuna de la Inquisición moderna. Sólo hace falta recordar a los fundamentalistas españoles de principios del siglo XX, partidarios de un “racismo sin raza” supuestamente católico-romano, que se mostraron dispuestos a reconocer a todas las etnias y culturas (romana, visigoda, árabe) como españolas, excepto la judía[4]. Hoy en día la Inquisición y sus formas se encuentran lejanas en el tiempo, pero perviven latentes en los hogares españoles. A menudo se hace necesario saber de qué va tal o cual político, qué ideología esconde realmente, sólo para que posteriormente este entre felizmente en el catálogo del enemigo visible y bien iluminado, el de toda la vida

Esta lógica miedosa refleja quizá una militarización de la vida y un rechazo del misterio, tan bien descrito por el teórico político español Javier Roiz. Y es que, como ocurre en la guerra, el uniforme identifica, sea del bando que sea, y garantiza un nivel mínimo de protección, recogido en las siempre sorprendentes “leyes de guerra”. El proselitismo común a la mayoría de ideologías y religiones permite definir rápidamente y con un criterio claro quién es amigo y enemigo, y con ello identifica de manera automática. La cuestión se vuelve más complicada con el judío, pues no forma parte de su tradición convencer y perseguir a otros para ser como él y, por tanto, su supuesta identidad no es tan accesible y ni está al descubierto.

Ante tan espinosa pregunta, por tanto, quizás quepa renunciar a criterios cerrados como los mencionados arriba. Sin embargo, evitar la cuestión no parece tampoco del todo adecuado. Como país y continente históricamente antisemita, el reconocimiento de la tradición judía (como de otras tradiciones olvidadas) —ejercicio sano a la hora de pensar las identidades , ya sean la española, la europea o la mediterránea— debe constar no sólo de un momento de reflexión sobre lo que han aportado a nuestra cultura pensadores que “en origen” son judíos, o que, como se diría en el inglés más puritano de nuestro tiempo, “happen to be jewish”. Sería conveniente que ese primer momento vaya seguido de un (re)conocimiento basado en algo tan viejo e ilustrado como la superación de la ignorancia y de los prejuicios, a través de un estudio y una divulgación que respeten el silencio de una existencia tradicionalmente no beligerante y por tanto contraria a muchos presupuestos occidentales. Es necesario tratar de entender las magníficas aportaciones que han hecho estos autores no sólo en tanto pensadores, sino, en la medida de lo posible, en tanto pensadores judíos.

Por supuesto, ello no es en absoluto fácil y requiere la ayuda de los mejores maestros y maestras. Un esfuerzo encomiable en este sentido es el que ha realizado el egiptólogo Jan Assmann. En primer lugar, Assmann desplaza la usual contraposición entre lo griego y lo judío, el paganismo y el monoteísmo, hacia un mismo lugar: Egipto. Con ello, se disipan las problemáticas étnico/nacionales, tan candentes en el presente, ya que el judaísmo se acerca a ser (aunque no sólo sea eso) una expresión más de un momento monoteísta que se itera en la historia, cuya primera manifestación no es necesariamente Moisés, aunque este sea un buen representante. El monoteísmo no sería, sin embargo, la “esencia” del judaísmo, sino una voz más, que se distingue en la rica polifonía bíblica. Algunas de las características más notables de dicho monoteísmo judío son el predominio del oído sobre la vista, la imposibilidad de la omnipotencia en el ámbito humano, la negación de la vida después de la muerte, la centralidad de la justicia y la ley y la sacralidad del texto.

Trabajos como el de Assmann ayudan a reconocer y comprender esa rica tradición que tuvo una edad de oro en nuestro país, y que aún se haya tan estigmatizada  e ignorada. Merece la pena en este sentido leer el ensayo dedicado a la ópera bíblica de Schönberg (Moisés y Aarón) en La palabra que falta , compilación editada por el CBA recientemente. La flexibilidad de un criterio basado en el conocimiento y el estudio permite, a su vez, que existan actitudes e ideas judías en otras tradiciones y figuras no necesariamente étnicamente judías. En este sentido cabría interpretar la concesión de la categoría de judío que Arendt otorga a Charlie Chaplin (en La tradición oculta), cuya biografía no apunta hacia a un judaísmo étnico definido.   

El libro Ante la catástrofe (Herder, 2020) editado por E. Zazo y R. Navarrete, es otro buen ejemplo, y plantea la cuestión de una forma velada (aunque central) que incita al lector a buscar su propia respuesta tras contemplar un excelente paisaje de pensadores judíos del siglo XX. En ello radica buena parte del valor de esta obra que fue presentada en “Los lunes al círculo” el 29 de Junio de 2020, donde dialogaron el editor Eduardo Zazo, Nuria Sánchez Madrid (autora de un artículo sobre Arendt) y Valerio Rocco, director del CBA[5]. La misma forma en la que está estructurada, en tres secciones (I. Crisis de la razón, II. Teoría Crítica, III. Filosofía y judaísmo) anuncia también esa dirección hacia la búsqueda y el estudio de lo específicamente judío, para comprender la pérdida que sufrió Europa en todas sus dimensiones. Uno podría preguntarse a partir de sus artículos sobre aquellos autores más seculares: ¿acaso no aparece la limitación de la omnipotencia humana en la crítica de Cassirer a Hegel o en la propuesta republicana de Helmuth Plessner? ¿No es la teoría crítica, a pesar de su materialismo, un impulso clave hacia la ética y la justicia? El libro es rico en sugerencias en este sentido, y es un paso importante para la recuperación de una tradición que tuvo un destino tan desafortunado.

Antisemitismo y Estados nación

El libro refleja a su vez la imposibilidad de la asimilación de los judíos europeos durante los siglos XVIII, XIX y XX. ¿Qué nos puede decir ello de la forma Estado nación, y la situación actual de los judíos? A mi juicio, la recuperación de la tradición judía a través del conocimiento y el estudio sin prejuicios debe ir acompañada de un análisis de las deficiencias de dicho modelo que la catástrofe hizo visibles, y que todavía perviven. En este sentido, considero crucial que, de cara a la superación del paradigma Estado nación, los judíos no sientan que el nuestro es un “amor en vano”—por decirlo con Dylan— sino que su aceptación (y la de otros grupos) sea sincera y pacífica.  Aquí habría que entrar de lleno en la cuestión del antisemitismo y las formas que toma hoy en el espectro ideológico, que me gustaría resaltar brevemente.

No podemos ignorar que a menudo desde la izquierda este se escuda en el Estado de Israel (muchas veces en las acciones del gobierno del Estado de Israel) para exigir al judío que declare su anti-sionismo y su ausencia de sentimientos religiosos si quiere entrar plenamente en la esfera pública de ciudadanos laicos y progresistas. Lo curioso es que, en muchas ocasiones, el “comprender sin justificar”, que tan bien se aplica a la violencia terrorista islamista en territorio europeo (cometida a menudo contra la población judía) no parece requerirse para hablar de la violencia del Estado de Israel, cuya comprensión parece innecesaria. Seguramente ello sea porque, como indica Slavoj Žižek: “la desgracia de Israel es que se estableció como Estado nación uno o dos siglos después, cuando tales crímenes fundadores ya no eran aceptables”[6]. Habría que añadir que la misma forma Estado nación que horroriza, y con razón, en el joven Estado de Oriente Medio, está dejando morir hoy en día a miles de personas ahogadas en la propia Europa, cuya ciudadanía se siente a menudo tan legitimada para juzgar un complejo conflicto que les queda a miles de kilómetros de distancia, más allá de los gritos de socorro que se oyen a sus puertas.

La derecha de hoy, desgraciadamente, tampoco se encuentra exenta de antisemitismo, muchas veces disfrazado de un sionismo visceral. Amos Oz explicaba el antisemitismo del siglo XX con dos órdenes : “judíos a Palestina, judíos fuera de Palestina”. El antisemitismo de derechas, patriota y nacionalista, se enmarca desde luego dentro de la primera sentencia, y tolera a los judíos siempre que tengan su propio Estado nación, máxime si luchan contra el supuesto enemigo de la civilización occidental. Pero esos otros judíos internacionalistas y globalistas (ahí tienen a Abascal preguntando a Sánchez por sus reuniones con Soros), o los judíos árabes, o las judías feministas como Judith Butler y Nancy Fraser—ellos y ellas siguen siendo percibidas como desestabilizadoras de la moral occidental (como lo fue Freud en su momento) o millonarios sin patria enemigos del Estado nación, que incluso aspiran a dominar el mundo e imponer sus valores globalistas y su moral corrupta. Si bien es cierto que el antisionismo no significa necesariamente antisemitismo, tampoco el apoyo al sionismo significa ausencia de antisemitismo. El caso de Steve Bannon y la administración Trump es prueba suficiente de ello.

La reflexión sobre la recuperación de la tradición judía no puede por tanto ir separada de la problematización de la forma Estado nación, cuyo fracaso fue una de las causas de la catástrofe.


[1] LUCOTTE, G., & SMETS, P. (1999). Origins of Falasha Jews Studied by Haplotypes of the Y Chromosome. Human Biology, 71(6), 989-993.

[2] Yosef Hayim Yerushalmi, El moisés de Freud: judaísmo terminable e interminable, 1a ed. Madrid: Trotta, 2014, p. 37.

[3] Ibid.

[4] Cabe recordar aquí que la propaganda franquista instaba a los musulmanes a luchar junto a ellos contra ateos y judíos: “El enemigo infiel, sierpe que ahoga la garganta de España, y apretado tiene su cuerpo, es de la Sinagoga el oculto poder. A otro costado por eso el moro del Estrecho boga. Viene a luchar por Dios.” Alberto Reig Tapia, Franco” Caudillo”: mito y realidad. Tecnos, 1996. p. 102.

[5] https://www.youtube.com/watch?v=0RNK7q5jThU

[6] Slavoj Žižec, Sobre la violencia. ( Barcelona: Austral, 2008) p. 142

El presente y la construcción del personaje

David Sánchez Usanos

Frente a una situación que no entendemos o que no nos resulta del todo soportable solemos formular una pregunta para tratar de comprender, pensando, tal vez, que el entender algo contribuye a distanciarnos de ello y que quizá permita transformarlo o, al menos, experimentarlo con menos intensidad. Esa pregunta podría ser «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» o su variante «¿cuándo empezó todo?». Se trata, en todo caso, de hacer historia, de buscar un antecedente a lo que nos pasa.

Seguramente la historia del presente puede remontarse tan atrás como uno quiera, pero parece existir un consenso bastante amplio en situar en Descartes el origen de la modernidad. Pero, ¿qué nos tiene que aportar hoy un tipo del siglo XVII? Bueno, quizá convenga recordar que a lo mejor los fantasmas que le atormentaban se parecen mucho a los nuestros. No cesamos de repetirnos que el presente parece una serie de ficción, que es como si detrás de las noticias con las que nos despertamos hubiese un equipo de guionistas que ha perdido la mesura e inventase tramas cada vez más inverosímiles, que nuestras ciudades se han convertido en un parque temático, que la realidad, en fin, ha devenido melodrama. Descartes también se planteó en su momento el posible carácter fantasmal de lo que sucede, ¿y si el presente fuese obra de un maldito guionista?, ¿y si lo que nos pasa no fuese más que el entretenimiento de un genio maligno?, ¿por dónde empezar a buscar un asidero frente a la extravagancia más absoluta?, ¿por dónde comenzar la refutación de que esto no es una pesadilla? Por el yo, por esa cosa que duda, pero que, por eso mismo, es. De eso va el Discurso del método (1637): el libro de un aventurero que, según sus palabras, abandonó el estudio de las letras porque no se fiaba de otra ciencia que no fuese la que procedía de su propia experiencia y que, en consecuencia, se lanzó a recorrer el gran libro del mundo y pasó su juventud viajando, viendo cortes y ejércitos. Uno de los presuntos cimientos del pensamiento moderno es un tratado autobiográfico destinado al conocimiento de sí mismo.

Pero casi todo pensador contemporáneo que se precie reniega de Descartes, el cartesianismo parece ser el origen de la rigidez, de la tecnificación, de la cosificación y del carácter desalmado del mundo moderno; de mucho más prestigio goza, en cambio, el que para algunos fue el primer escritor verdaderamente contemporáneo, alguien anterior al propio Descartes y que fue absolutamente moderno siglos antes de que Rimbaud nos apremiase a ello: Michel de Montaigne. Pues bien, también él eligió la autobiografía como registro apenas disfrazado en sus Ensayos (1580), unas páginas que, según el propio Montaigne, no persiguen ningún fin distinto al conocimiento de sí mismo: «yo soy el contenido de mi libro» afirma como advertencia al lector mientras le invita a no perder el tiempo con algo tan frívolo.

El yo, la propia experiencia transcrita, parece actuar como un principio rector frente a una realidad cada vez más inestable, como una garantía frente al olvido y al disparatado signo de los tiempos. Es algo que se deja leer al comienzo de las Confesiones (1782) de Rousseau donde se avisa al lector de que ése es el único retrato del ser humano pintado al natural que existe y existirá, un monumento a su carácter que deberá servir para el estudio futuro del ser humano. Una falta de pudor y una desmesura que recuerdan al Canto a mí mismo de Walt Whitman (1855) o al Nietzsche más desaforado y que nos devuelven a nuestro presente más inmediato y ensimismado.

Parece que vivimos en un tiempo en el que lo autobiográfico ha dejado de ser una categoría específica referida a los diarios, los dietarios, las memorias o las confesiones, que ha desbordado su propio género y se ha convertido en algo parecido a un protocolo general de configuración de la experiencia contemporánea. El desmantelamiento de las mitologías que daban sentido a nuestra existencia colectiva, la fragmentación de lo social fruto del consumismo y la competitividad han dado lugar a una extraña forma de narcisismo, a un mundo en el que se escribe más que se lee y en el que la vida parece estar subordinada a la mercadotecnia de uno mismo. Como hemos visto, lo autobiográfico quizá estuviese en el origen mismo de la historia de nuestro presente, pero parece que hoy se ha intensificado su presencia: afecta a todo discurso y la construcción de un personaje de dimensión pública es casi un requisito obligatorio para vivir en sociedad.

Joseph Beuys

Pero es que, además, en un tiempo a la deriva, el relato en primera persona, la crónica en la que esté involucrado el autor confiere una credibilidad superior, actúa como detonante de nuestro interés, parece el mecanismo de compensación perfecto después de tanta pirotecnia formal, de convenciones literarias agotadas y de referentes artísticos que se desvanecen; todo aquello, en fin, que incumbe a un «yo» parece saciar el Hambre de realidad (2010) que tan bien codificó David Shields.

Oscar Wilde -que por momentos parecía un arquitecto del futuro- ya avisaba en el prefacio de El retrato de Dorian Gray (1890) que toda crítica era una forma de autobiografía, fórmula que depuraba tiempo después Ricardo Piglia en Formas breves (1999) cuando decía que la crítica es la forma moderna de la autobiografía. ¿Y qué no lo es?, ¿no hay casi una superposición semántica entre «modernidad», «crítica» y «autobiografía»? El círculo se cierra y sentimos la tentación de considerar como nuestros contemporáneos a todos los que alguna vez se enfrentaron a los mismos miedos y experimentaron la misma sed.

Con el curso A través del espejo: (auto)biografía y exhibición en el arte, el pensamiento y la escritura (22-29 de junio) buscamos propiciar una conversación organizada en torno a estas cuestiones a partir de las intervenciones de profesionales e investigadores provenientes de la filosofía, de la práctica y la teoría de las artes, del psicoanálisis, de la antropología y de los estudios literarios.

David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la UAM y director académico de la Escuela SUR.

Alfonso Berridi: el susurro de la acción.

La búsqueda de identidad en la vida cotidiana.

Texto de Julia Blanco Martínez (contratada predoctoral del Dpto. Filosofía UAM) y Daniel Rodríguez Castillo (graduado en Hª del Arte y Filosofía. Máster “Mercado del Arte”).

El arte de Alfonso Berridi celebra el presente, lo cercano, lo cotidiano, lo familiar y, a su vez, abraza el ámbito de lo social, lo colectivo y lo cultural. Fundamentalmente lo hace a través de la figura humana, tanto en su obra gráfica, como su escultura o su ilustración.

Desde la primera década de 2010, Berridi encontrará acomodo en la figuración. Una figuración nacida fundamentalmente del dibujo y la ilustración, ámbitos que dominaba, y algunos de cuyos frutos podemos encontrar hoy en la muestra que el Círculo de Bellas Artes de Madrid acoge en su seno, cuyo título Alfonso Berridi. ¿Qué hacen y quiénes hacen? nos predispone a reflexionar sobre objeto(s), agente(s), acción(es).

Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien[1].

Resulta inevitable pensar en Aristóteles al abordar una reflexión sobre la acción humana. En estas primeras líneas de su Ética Eudemia encontramos dos claves que recorrerán el pensamiento filosófico sobre las acciones humanas: la intención y el sentido. En primer lugar, descubrimos que para Aristóteles no tiene sentido hablar de acción sin apelar como fundamento de este concepto a la intencionalidad.

Toda acción está orientada en una dirección, supeditada a un fin. En el caso del ser humano, este fin puede y es a menudo elegido libremente. Esto nos permite, en un contexto social, ser reconocidos por los miembros de nuestra comunidad y convertirnos en sujetos de responsabilidad. Algo tan sencillo como desenvolvernos en el desempeño diario de nuestras acciones más cotidianas constituye el germen mismo de la construcción de nuestra identidad. En cada acción nos posicionamos, nos singularizamos. En este reconocimiento da comienzo la construcción de nuestra propia identidad. Toda la tradición filosófica comprendida bajo el título general de filosofía de la acción, desde Aristóteles, David Hume hasta Elizabeth Anscombe y Donald Davidson se ha enfrentado a serias dificultades para definir “acción” sin incluir la intención como concepto primario.

Hemos comenzado a comprender qué es hacer, pensando primero en qué consiste intentar, que requiere ya siempre contemplar un punto de llegada. Esta dimensión vectorial de la acción humana constituye una primera pista fascinante para abordar la importancia de las acciones cotidianas en el horizonte de sentido del ser humano contemporáneo, sobre la que quizá nos cuestiona Alfonso Berridi en la pregunta que titula esta exposición.

Artista versátil, Berridi trabaja con y sobre materiales efímeros, poco perdurables, tradicionalmente no considerados nobles, como el cartón, el cartón corrugado o las planchas de plomo. Al elegir estos soportes, se enmarca en la línea que la tradición que las vanguardias del siglo XX trazaron en el arte: un gesto político, una declaración de intenciones que, en España, adquirió una mayor fuerza expresiva con la consolidación del Informalismo.

[Signe i matèria (Signo y materia) Antoni Tapies, 1961]

Sus personajes, dignificados en tanto que han sido elevados sobre sus efímeras peanas, realizan acciones cotidianas, enigmáticas e inciertas, mientras permanecen absortos en el propio proceso de la acción; han quedado atrapados en una suerte de tiempo aristotélico, el cual definía como “el número del movimiento según el antes y el después”[2]. Un “antes” y un “después” que enmarcan un ahora que, paradójicamente, se presenta eterno y no deja de aparecerse. Cada pieza refleja la cotidianidad, el hábito, la acción de un hombre o una mujer que puede ser cualquier hombre o cualquier mujer, como el hombre del poema de Borges para quien la felicidad se presenta como una ráfaga inesperada en medio del devenir de su vida corriente.

“Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte […] un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días. El sueño, la rutina, el sabor del agua […] puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.”[3]

Qué piensan estos personajes acerca de lo que hacen en su ensimismamiento es algo que se nos escapa. Podríamos acercarnos a las figuras aisladas en los bares de carreteras de Edward Hopper o a los silenciosos personajes románticos de Caspar D. Friedrich y plantearnos si son personajes melancólicos, tristes, ociosos, si están contemplando algo o contemplándose a sí mismos.

[Dos hombres contemplando la luna (Zwei Männer in Betrachtung des Mondes), Caspar D. Friedrich. 1819]

John Locke definía persona como “un ser pensante […] que puede considerarse a sí mismo como el mismo […] en diferentes tiempos y lugares”[4]. Durante demasiado tiempo se ha interpretado esta idea como si debiéramos acudir al acceso fenomenológico a nuestros propios pensamientos para determinar nuestra identidad como personas. Durante todo ese tiempo el intento ha fracasado y ha enmarañado la reflexión sobre la identidad humana con disputas metafísicas improductivas. Pensemos solo en cómo es posible que un concepto con tan clara dimensión pública e intersubjetiva como el concepto de persona se decida con el uso exclusivo de nuestro acceso privado e individual a nuestro pensamiento, desde la perspectiva de primera persona. ¿A dónde acudir ante este fracaso? Quizá el camino pueda comenzar recordando una idea central de la Modernidad: pensar es un caso de actuar, el pensamiento es una actividad productiva. Acudamos entonces a la acción, al origen mismo de nuestra construcción como sujetos: el reconocimiento de los demás y de nosotros mismos como agentes capaces de acción intencional, que influye y atraviesa la comunidad humana.

[Morning Sun (Sol de la mañana), Edward Hopper. 1934]

El ser humano solo puede empezar a construir su identidad en la inter-acción con el ser humano. Así ocurre con el hombre de hojalata que tanto interesó a este autor, que comienza su reflexión y su “conversión humana” cuando se mira en los ojos de Dorothy. Se mantiene inane hasta que el contacto humano de la niña activa sus mecanismos y comienza a moverse y a echar en falta aquello que le haría propiamente un humano: un corazón.

“I hear a beat….How sweet. Just to register emotion, jealousy – devotion, And really feel the part. I could stay young and chipper and I’d lock it with a zipper, If I only had a heart”[5].

Berridi nos presenta en sus obras individuos anónimos involucrados en actividades cotidianas, grupales, solitarias, mecánicas, reflexivas… Ahora podríamos decir, sencillamente: en esta exposición encontramos personas. Con eso basta.

Estos personajes están sometidos a las reglas de su propia acción, por un lado, y a las reglas que el propio marco artístico les impone, por otro. Unas reglas de la acción basadas en los movimientos internos que presumiblemente han sido ejecutados y están por ejecutar; unas reglas del arte sustentadas en el formato, el soporte, el material, el concepto, las asunciones pictóricas del autor que permiten que las obras sean lo que son. Los personajes, por tanto, son doblemente esclavos, doblemente sometidos a reglas que les vienen impuestas y les subyugan.

Sin embargo, en esta esclavitud late hegelianamente un impulso de vida que se actualiza en el ejercicio de libertad que implica la realización de una acción a cuyos frutos no tienen acceso. Las cuatro paredes que impiden su movimiento permiten el despliegue de su libertad: el sometimiento y el conocimiento de las reglas permiten que los actores desarrollen su libertad en un marco que, al mismo tiempo, les constriñe. La localización de los personajes es indeterminada. Aparecen situados en un no-lugar[6], representado por la escultura en forma de espiral. Esto centra toda la atención en la acción misma.

[Alfonso Berridi. Qué hacen quiénes hacen 0998 (2010)]

Es una acción, por ello, que excede el marco de la representación y sale de sí misma: apela a un espectador omnisciente que les otorga una libertad que, en principio, parece velada. Es una acción que rompe los límites de la institución y se extiende a la ciudad, el locus privilegiado aglutinador de experiencias. Un espacio que define continuamente sus límites en virtud de los ciudadanos que actúan en él.

Al comienzo de esta reflexión hablábamos de dos cuestiones clave en el pensamiento filosófico sobre la acción humana. Hemos tratado la intención, hablemos ahora del sentido. Charles Taylor señalaba en su deslumbrante estudio[7] sobre la construcción de la identidad humana su asombro ante la poca importancia que las ciencias naturales otorgan a un aspecto central de la vida humana: somos seres para quienes las cosas importan. Esto, unido a nuestra capacidad de reconocer a los demás como agentes, conforma los cimientos de nuestro pensamiento moral. Es parte esencial del ser humano tener reacciones morales, algunas especialmente profundas y tal vez universales, como el respeto a la vida de los otros (sean estos otros quienes sean). Taylor defiende que estas reacciones morales implican una pretensión sobre la naturaleza y la condición de los seres humanos: una reacción moral afirma una “ontología de lo humano”. Esta ontología varía notablemente en función de la cultura y el contexto histórico, articula nuestro pensamiento moral y guarda una íntima relación con nuestro ideal de vida plena. Hoy, toda articulación de una ontología de lo humano definitiva resulta problemática.

Más aún, tenemos la sospecha o incluso la certeza de que esta búsqueda de sentido nace condenada al fracaso, porque no existe un marco de referencia definitivo ni creíble. Así, temores como el miedo a la condenación eterna son sustituidos por una situación existencial en que el temor por encima de todos es el sinsentido. Pero existe un factor que no ha cambiado: sea cual sea el marco de referencia, encontramos sentido en nuestra vida al articularla. En esta búsqueda, existe un límite difuso entre el descubrimiento y la invención. Los miedos son otros en un mundo en que el horizonte desaparece, pero la cuestión del sentido está condenada a permanecer. Aunque no elaboremos un relato sistemático sobre los referentes morales que nos guían, nuestra agencia se despliega en el mundo de tal manera que nuestras acciones expresan y construyen ese sentido.

Alfonso Berridi hablaba de “incertidumbre y murmullo”: nos rodea la inquietud, el sinsentido, la duda, el absurdo, pero la incesante acción cotidiana sigue susurrando, sigue construyendo.

El artista siempre evitó articular un relato que explicitara el pensamiento detrás de su obra, lo cual otorga, paradójicamente, aún más fuerza expresiva a sus piezas, que con esta decisión quedan legitimadas para contener y expresar por sí mismas toda su potencia conceptual. Quizá en esta entrada, en la que presentamos algunas hipótesis de lectura para su obra, le estamos traicionando. Pero defendemos que Berridi nos incita a esta traición lanzándonos la pregunta: ¿qué hacen y quiénes hacen?

El arte es un buen refugio para el ensimismado más recalcitrante: un refugio en tiempo de crisis, una vía de escape en un mundo que arde. Pero también es un lugar privilegiado desde el cual actuar, un modo de transformar críticamente el mundo. Es posible hacerlo con nuestra acción cotidiana, sin grandes aspavientos o pirotecnias. Un ensimismamiento común, contemplativo pero activo, que acontece en la sociedad del momento, en el momento en que lo social, lo cultural, lo político, se está decidiendo: ahora.


[1] Aristóteles. Ética Eudemia

[2] Aristóteles, Física, IV

[3] Jorge Luis Borges. “Alguien”. El otro, el mismo. (1964)

[4] John Locke, An Essay Concerning Human Understanding. (1690)

[5] The Wizard of Oz (1939).

[6] Marc Augé acuñó este término para referirse aquellos espacios que no alcanzan el estatus de «lugar».

[7] Charles Taylor. Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. (1996)

Más allá del Estado de Plaga

Alberto Toscano

Es común, cuando se comentan crisis de diversa índole, señalar su capacidad para revelar repentinamente lo que la reproducción aparentemente fluida del status quo deja pasar desapercibido, para traer los bastidores a la primera plana, arrancarnos las escamas de los ojos, y así sucesivamente. El carácter, la duración y la magnitud de la pandemia del SARS-CoV-2/Covid-19 constituyen una ilustración particularmente completa de esta vieja verdad “apocalíptica”. Desde la exposición diferencial a la muerte diseñada por el capitalismo racial hasta la prioridad del trabajo de atención sanitaria, desde la atención a las condiciones letales de encarcelamiento hasta la disminución de la contaminación visible a simple vista, las “revelaciones” catalizadas por la pandemia parecen tan ilimitadas como su actual impacto en nuestras relaciones sociales de producción y reproducción.

La dimensión política de nuestra vida colectiva no es una excepción. Proliferan los estados de alarma y de emergencia, se crean verdaderas dictaduras sanitarias (la más grave en Hungría), se militariza una emergencia de salud pública y lo que The Economist denomina un “coronopticon” se somete a diversas pruebas beta en poblaciones presas del pánico.[1]  Sin embargo, sería demasiado simple reprender las diversas formas de autoritarismo médico que han aparecido en la escena política contemporánea. Especialmente para aquellos que se han dedicado a preservar futuros emancipadores tras las secuelas de la pandemia, es crucial reflexionar sobre la profunda ambivalencia respecto al Estado que esta crisis pone en evidencia. Asistimos a un deseo de Estado generalizado, una exigencia de que las autoridades públicas actúen con rapidez y eficacia, que doten de recursos adecuados a la “primera línea” epidemiológica, que se aseguren los puestos de trabajo, los medios de subsistencia y la salud ante una interrupción sin precedentes de la “normalidad”. Y, corrigiendo una progresiva arrogancia esperanzadora, en la que toda la represión tiene un origen descendente, se respira también una demanda general de que las autoridades públicas repriman rápidamente a quienes adoptan un comportamiento imprudente o peligroso.

Dados nuestros limitados imaginarios políticos y retórica – pero también, discutiré, la naturaleza misma del Estado – este deseo está abrumadoramente articulado en términos marciales. Nuestros oídos se embotan con las declaraciones de guerra contra el coronavirus: el “vector en jefe”, como lo ha llamado amablemente Fintan O’Toole,[2] twittea que “El Enemigo Invisible pronto entrará en plena retirada”, mientras que un Primer Ministro del Reino Unido convaleciente habla de “una lucha que nunca emprendimos contra un enemigo que todavía no comprendemos del todo”; se sacan a relucir las descarriadas analogías nacionalistas con el “Espíritu del Blitz”, mientras que se promulgan temporalmente poderes legislativos de tiempos de guerra para nacionalizar las industrias con el fin de producir respiradores y equipos de protección personal. Por supuesto, librar una guerra contra un “virus” no es, en última instancia, más convincente que librar una guerra contra un sustantivo (es decir, el terror), pero es una metáfora profundamente arraigada tanto en nuestro pensamiento sobre la inmunidad y la infección, como en nuestro vocabulario político. Como atestigua la historia del Estado y de nuestras percepciones de él, a menudo es sumamente difícil separar lo médico de lo militar, ya sea a nivel de ideología o de práctica. Sin embargo, al igual que la detección de los “puntos calientes” capitalistas que se encuentran tras esta crisis no nos exime de hacer frente a nuestras propias complicidades,[3] reprender la incompetencia política y la malevolencia que abunda en las respuestas a Covid-19 no nos otorga ninguna inmunidad para hacer frente a nuestro propio deseo contradictorio de Estado.

La historia de la filosofía política puede quizás arrojar alguna luz parcial sobre nuestro predicamento. Después de todo, el nexo entre la alienación de nuestra voluntad política a un soberano y la capacidad de éste para preservar la vida y la salud de sus súbditos, especialmente frente a epidemias y plagas, está en los orígenes mismos del pensamiento político moderno occidental, que, para bien y sobre todo para mal, sigue moldeando nuestro sentido común. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea una máxima acuñada por el antiguo hombre de Estado y filósofo romano, Cicerón, y adoptada luego en el período moderno temprano – es decir, la época de la gestación del Estado capitalista moderno – por Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, John Locke y el insurgente nivelador William Rainsborowe: Salus populi suprema lex (la salud del pueblo debe ser la ley suprema). En este eslogan engañosamente simple se puede identificar gran parte de la ambivalencia que conlleva nuestro deseo de Estado: puede interpretarse como la necesidad de subordinar el ejercicio de la política al bienestar colectivo, pero también puede legitimar la concentración absoluta de poder en un soberano que monopoliza la capacidad de definir tanto lo que constituye la salud, como quién es el pueblo (con este último mutando fácilmente en un ethnos o raza).

Portada del Leviathan de Hobbes.

Revisar nuestra historia política y nuestros imaginarios políticos a través del eslogan de Cicerón en lugar de, digamos, a través de un enfoque único en la guerra como la “partera” del Estado moderno, es particularmente instructivo en nuestra era pandémica. Tome una copia del Leviatán de Thomas Hobbes (1651) y mire la famosa imagen que probablemente adorne su portada (en el original se situaba en el frontispicio, que daba a la página del título). Seguramente se sentirá conmovido por la forma en que Hobbes encargó a su grabador que representara al soberano como una cabeza mirando hacia fuera sobre un “cuerpo político” compuesto por sus súbditos (todos mirando hacia dentro o hacia arriba al rey). O bien podría escudriñar el paisaje para observar la ausencia de trabajo en los campos y los distantes signos de guerra (barricadas, barcos de guerra en el horizonte, columnas de humo de cañón). O podría deambular por los iconos del poder secular y religioso dispuestos a la izquierda y a la derecha de la imagen. En lo que probablemente no se fijará es en que la ciudad sobre la que se cierne el “Hombre Artificial” de Hobbes está casi totalmente vacía, salvo por algunos soldados de patrulla y un par de figuras ominosas con máscaras de pájaro, difíciles de distinguir sin aumento. Estos son médicos de la peste. La guerra y las epidemias son el contexto para la incorporación de sujetos ahora impotentes en el soberano, así como para su reclusión en sus hogares en tiempos de conflicto y contagio. Salus populi suprema lex.

En un reciente comentario sobre Hobbes, el filósofo italiano Giorgio Agamben (cuyo editorial sobre el Covid-19 como mera oportunidad para la intensificación del estado de excepción ha sido ampliamente criticado), señaló amablemente que el frontispicio del Leviatán es un poderoso indicio de un aspecto definitorio de ese Estado moderno que el pensamiento de Hobbes hizo tanto por moldear y legitimar: la ausencia del pueblo o, en griego, ademia. Los médicos de la peste de Hobbes sugieren así una especie de vínculo secreto entre, por un lado, la ausencia del pueblo, el demos (como cualquier otra cosa que no sea una multitud a ser contenida y alienada por el soberano del Estado), y, por otro, las crisis periódicas provocadas por epidemias (literalmente, “en el pueblo”, epi + demos) y pandemias (literalmente, “todo el pueblo”, pan + demos). El Estado moderno, con su monopolio del poder, es un estado de plaga.

Un argumento similar, y pertinente en nuestros tiempos de auto-aislamiento, blindaje y distanciamiento social, fue presentado por el filósofo francés Michel Foucault. En sus conferencias sobre el surgimiento moderno de la figura social de lo “anormal”, Foucault se preguntaba en qué condiciones Europa asistió a un cambio de las formas de gobierno que excluían, prohibían y desterraban, a las técnicas de poder que buscaban observar, analizar y controlar a los seres humanos, para individualizarlos y normalizarlos. Su sugerencia fue que nos centráramos en la transición entre dos formas de tratar las enfermedades infecciosas, de la política de la lepra a la política de la peste. Según Foucault, el paso de la separación entre dos grupos, los enfermos y los sanos, materializada en las colonias de leprosos o lazzaretti, al meticuloso gobierno de la ciudad de la peste, casa por casa, señaló un cambio trascendental en el gobierno de nuestro comportamiento, sirviendo en última instancia como condición previa para nuestra comprensión del poder político y la representación, la ciudadanía y el Estado. La descripción de Foucault del despliegue de poder en una ciudad de la peste ofrece un testimonio sorprendente de la idea de que todavía vivimos en gran medida en el espacio político que surgió en la Europa del siglo XVIII, en lo que él llamó el “sueño político” de la peste (el “sueño literario” de la peste era el de la anarquía y la disolución de las fronteras sociales e individuales):

Los centinelas tenían que estar siempre presentes en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y distritos debían hacer su inspección dos veces por día, de tal manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la retranscripción de todas las informaciones en grandes registros. […] No se trata de una exclusión, se trata de una cuarentena. No se trata de expulsar sino, al contrario, de establecer, fijar, dar su lugar, asignar sitios, definir presencias, y presencias en una cuadrícula. No rechazo, sino inclusión. Deben darse cuenta de que no se trata tampoco de una especie de partición masiva entre dos tipos, dos grupos de población: la que es pura y la que es impura, la que tiene lepra y la que no la tiene. Se trata, por el contrario, de una serie de diferencias finas y constantemente observadas entre los individuos que están enfermos y los que no lo están. Individualización, por consiguiente, división y subdivisión del poder, que llega hasta coincidir con el grano fino de la individualidad.[4]

Cuando el encierro de los leprosos operaba en la marcada división de grupos entre los enfermos, es decir, los contagiosos, y los sanos, la vigilancia de la plaga funciona en grados de riesgo, trazando un mapa del comportamiento y la susceptibilidad de los individuos en las ciudades, territorios y movilidades. No se trata de una norma moral o médica, sino de un esfuerzo continuo para normalizar el comportamiento de los individuos, convirtiéndose todos y cada uno de ellos en portadores de una amenaza potencial que solo puede gestionarse mediante la recogida de datos (los grandes registros que llevan los vigilantes). El gobierno de la peste es, pues, un precursor de la obsesión política por el “individuo peligroso”, que reúne (y confunde) fenómenos de contagio, delincuencia o conflicto.  En la era del capitalismo de vigilancia y del poder algorítmico, las prácticas de normalización dirigidas al individuo peligroso acumulan una enorme fuerza de cálculo, cada vez más fina. Pero también son, como los relatos de autoaislamiento de Daniel Defoe en Diario del año de la peste, un asunto cada vez más voluntario, mientras que la prolongación de la pandemia y su amenaza para la salud individual y colectiva pueden servir de argumento convincente no solo para la intensificación de los poderes del Estado, sino para ese examen y registro, esa relativización de la “privacidad”, de la que la ciudad de la peste de Foucault fue el dramático precursor.

En vista de esta larga y profundamente arraigada historia del estado de peste, del poder de plaga, ¿es posible imaginar formas de salud pública que no sean simplemente sinónimo de la salud del Estado, respuestas a las pandemias que no afiancen aún más nuestro deseo de y connivencia con los monopolios soberanos del poder? ¿Podemos evitar la tendencia aparentemente inextricable de tratar las crisis como oportunidades para una mayor ampliación y profundización de los poderes del Estado, en ausencia y aislamiento del pueblo? La historia reciente de las epidemias en África occidental sugiere la importancia vital de que los epidemiólogos piensen como las comunidades, y las comunidades piensen como los epidemiólogos,[5] mientras que el pensamiento crítico sobre los profundos límites de la estrategia de bloqueo sin la institución de los “escudos comunitarios” se mueve en una dirección similar.[6]

Las pandemias no tienen por qué ser pensadas, por analogía con la guerra, como argumentos biológicos para la centralización del poder. Si el período de posguerra que persiste como el objeto perdido de gran parte de la melancolía de la izquierda se caracterizó por el estado de bienestar/estado de guerra, la “salida” de nuestro predicamento no tiene por qué aceptar el bienestar-pensado como-guerra como su único horizonte. Esto es especialmente cierto una vez que reflexionamos sobre las profundas contradicciones que se están desgarrando en las costuras del gobierno entre las prioridades epidemiológicas y de salud pública, por un lado, y los imperativos capitalistas, por el otro. En otras palabras, cuando la salud de la población y su reproducción social se ha visto profundamente entrelazada con los imperativos de la acumulación -los mismos que determinan la contribución de la industria agraria a la crisis actual y el abandono de la ‘Big Pharma’ para aliviarla- el Estado puede ser intrínsecamente incapaz de pensar como un epidemiólogo.

Una vía especulativa para empezar a separar nuestro deseo de Estado de nuestra necesidad de salud colectiva implica dirigir nuestra atención a las tradiciones de lo que podríamos llamar “biopoder dual”, es decir, el intento colectivo de apropiarse políticamente de aspectos de la reproducción social, desde la vivienda hasta la medicina, que el Estado y el capital han abandonado o han hecho insoportablemente excluyentes, en una “epidemia de inseguridad” diseñada.[7]  La salud pública (o popular o comunal) no solo ha sido el vector de la toma de poder recurrente del Estado, sino que también ha servido de puntal para pensar el desmantelamiento de las formas y relaciones sociales capitalistas sin basarse en la premisa de una ruptura política en las operaciones de poder, sin esperar al día siguiente revolucionario. Los experimentos brutalmente reprimidos de los Panteras Negras con programas de desayuno, detección de anemia falciforme y un servicio de salud alternativo son solo una de las muchas instancias antisistémicas de este tipo de iniciativa comunitaria. El gran desafío actual es pensar no solo en cómo se pueden replicar esos experimentos políticos en una variedad de condiciones sociales y epidemiológicas, sino en cómo se pueden ampliar y coordinar, sin renunciar al propio Estado como escenario de lucha y demandas. El eslogan que los Panteras adoptaron para sus programas representa quizás un adecuado contrapeso y reemplazo para el vínculo hobbesiano entre la salud, la ley y el Estado: Survival Pending Revolution (Supervivencia pendiente de revolución).

Notas

[1] ‘Creating the coronopticon’, The Economist, 28 de marzo de 2020, disponible en: https://www.economist.com/printedition/2020-03-28

[2] Fintan O’Toole, ‘Vector in Chief’, The New York Review of Books, 14 de mayo de 2020, disponible en: https://www.nybooks.com/articles/2020/05/14/vector-in-chief/

[3] Rob Wallace, ‘Capitalism is a disease hotspot’ (entrevista), Monthly Review Online, 12 de marzo de 2020, disponible en: https://mronline.org/2020/03/12/capitalism-is-a-disease-hotspot/

[4] Michel Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), trad. Horacio Pons (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), p. 52-53.

[5] Alex de Waal, ‘New Pathogen, Old Politics’, Boston Review, 3 de abril de 2020, disponible en: https://bostonreview.net/science-nature/alex-de-waal-new-pathogen-old-politics, con referencia al libro de Paul Richards, basado en su investigación en Sierra Leona, Ebola: How a People’s Science Helped End an Epidemic (Londres: Zed Books, 2016).

[6] Anthony Costello, ‘Despite what Matt Hancock says, the government’s policy is still herd immunity’, The Guardian, 3 de abril de 2020, disponible en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/apr/03/matt-hancock-government-policy-herd-immunity-community-surveillance-covid-19

[7] ‘Interview: Dr. Abdul El-Sayed on the Politics of COVID-19’, Current Affairs, 7 de abril de 2020, disponible en: https://www.currentaffairs.org/2020/04/interview-dr-abdul-el-sayed-on-covid-19